Saturday, July 25, 2020

So Long, Leonard Cohen


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Con Leonard Cohen mueren otra vez mis muertos: Fernando Vargas, en Virginia; Lorca; Janis…

Dos décadas más la mitad en que en un viejo e inmenso Cadillac encaramos a gran velocidad la avenida Constitución del Distrito de Columbia. Era septiembre u octubre, al amanecer. Habíamos devorado las botellas, Rolling Rocks, Budweisers, Michelobs; entonces no existía la moda de las Coronas mexicanas. Eso vino después. Y Guinness, oscura como sangre de negro. En la casetera: So long, Marianne… Íbamos a por putas o por muerte. Salud, Leonard Cohen, éramos jóvenes contigo y aquel otoño no agobiaba como este: las hojas eran rojas y ahora están caídas, raídas, marrones.

Mi hija Aly (Alicia, como su abuela) escribió anoche: “Thank you for being the soundtrack to my most important moments. You will always be my man (…).” Miré las matrioskas que detallan a Lenin, Stalin, Gorbachev, Yeltsin y Putin. Los libros detrás. Me preparaba para salir a la media noche; lo hago cada día. Y cargué con dos discos igual a si cargara revólveres: unos kaluyos de panteón y Leonard Cohen. Pensé en el poder, en la Norteamérica del día y recordé la tibieza triste y fina de Cohen confesando a Janis Joplin lo bien que se sentía, él, un hombre feo, de tener su amor. Dentro del Chelsea no amanece. Los difuntos no buscan luz: escriben poemas, versos y canciones. Y besan. O matan.

Entonces fuimos cuatro: Ronald, Mirella, Fernando y yo. Entre otras cosas y vodkas. La capital sonaba a Cohen y la almohada olía a mujer. Su cabello rubio extendido sobre la almohada como una estrella, o algo así.

Este texto cuesta, es empinado. Empedrado. Camino vecinal. Pesa enterrarse en el polvo. Tanto para decir y la garganta de los dedos se ha secado.

Pasaron ciudades, amigos, trabajos, matrimonios. Leonard Cohen permaneció fiel. Florecieron los cerezos de Washington. La nieve llegaba hasta la rodilla en Denver. La almohada pasó de blonda a pelirroja, la tarde a noche. Suzanne takes you down to her place near the river. Y no quise enamorarme porque teniendo marido me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río. Ya estás con Lorca, poeta. Take this waltz.

Para los sin dios, como yo, no vale la fábula de la vida eterna. Excepto en días aciagos, como hoy, porque aquellos grandes que siempre te acompañaron no pueden dejarte huérfano. Entonces, en forzada e hipócrita retórica les inventamos a Dios, un paraíso, arroyos y laureles, helechos, manzanos, porque no queremos que se vayan. Demando el Edén para los que no están y he amado, que del infierno me apropio yo; lo pido y me lo quedo.

Tres discos restan en casa, tres de Leonard Cohen. Todavía no los ha raspado ni distorsionado el tiempo. Son recuerdos de mi juventud en Washington DC, esa que bordeaba los treinta y se acostaba con pechos en sube y baja imitando pequeños corazones. Almorzaba con cerveza en los canales de Georgetown, mirando regatas. Descargaba cebollas con negros que antecedieron al rap y que tarareaban el futuro en retazos de blues y motherfuckers. Karen trepa al auto y lo enciende. Le extiendo un casette de Lou Reed. Terminamos observando a oscuras el cielo raso no estrellado. De fondo, una voz ronca recita: First we take Manhattan, then we take Berlin… Me acuerdo.

Cuando nos visitan amigos, ponemos de costumbre canciones de Cohen. Tenemos favoritas, claro. Que se calle el mariachi y no llore la Sandunga, porque canta el canadiense. Escuchen. Si quieres un boxeador, subiré al ring para ti. Por ti. Que se callen la Sandunga y la Llorona que el poeta viste calzones de peleador, y botas rojas estilo Muhamad Alí. Formas y colores del amor, igual a las palabras. Apareceré desnudo con botas rojas, sin botas, sin pies ni brazos. Igual he de abrazarte y cantarte y decirte que el frío en Takoma Park pasea con rastro de fantasma. La vecina observa tus pies elevados por sobre mis hombros desde la ventana. Y sueña.

Quise hacer un homenaje y me salen memorias de escupitajos multicolores, globos de carnaval, redondos y alargados. No veo mejor manera de recordarte sino en las escalinatas de un hotel neoyorquino al lado de una mujer de melancólicos párpados. Sé que te gustaría así, sin apego a la norma y con un vaso de por medio.

Quizá no puedo recitar de memoria ninguna canción tuya completa, pero me las sé todas. Tarareo mal y peor canto. No importa. Decirte que duraste más que la conjunción de mis amores. Eso ya es prueba de fe, porque, además, a diferencia de ellas, o de algunas de ellas, te irás conmigo en la muerte, te llevaré en el fuego. Poseo dos cosas: mis recuerdos y olvido. Ahí perteneces y alrededor danza un festín de mujeres.

Hoy he retornado en las horas hasta veintisiete años atrás. Volver a los veintisiete, y encontrarme ajeno a la simple idea de que mucho después vas a morir. No imaginamos el tiempo pero está, toca, toca las líneas del reloj.

Un Cadillac corre por Constitución vacía en domingo. Lo maneja un esqueleto. Adiós, Marianne, adiós. Hasta luego, Leonard. Letra de tango: en la tarde que en sombras se moría…

Recurro a mi hija buscando el acertijo de la esperanza. Aly habla con Leonard Cohen y le dice: You will always be my man… Luces de bengala.
11/11/2016


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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 13/11/2016

Texto incluido en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS (Volumen 15 de la Obra Completa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot), EDITORIAL 3600, La Paz, 2018

Foto de portada: Aix-en-Provence, 1970


Sunday, July 12, 2020

Nombres y comidas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Siempre que paso por una panadería francesa que mis hijas adoran, quiero comprarme un postre Napoleón y no lo hago. Voy por lo salado, algún quiche, un boule redondo de corteza dura para untarlo con roquefort.

Mirando hace unos días el filme Linhas de Wellington, ideado por Raúl Ruiz y culminado por Valeria Sarmiento, su viuda, aparece el gran John Malkovich como Arthur Wellesley, duque de Wellington, y le explica a su pintor francés el plato de carne de res que lleva su nombre. Si bien no está claro, y nunca lo estará, si el Beef Wellington proviene de él, cabe perfecto en la escena donde con meliflua voz el actor susurra que no sabe si está bien que una comida lleve el nombre de un personaje como él. Suaves como suelen ser los ingleses, así el que derrotó a Bonaparte fuese de origen irlandés. Carne envuelta en pastelería y jamón de Parma. Delicioso. No común pero tampoco imposible de conseguir en Denver. Y los Napoleones están en todo lugar, a veces hasta en grandes supermercados.

Los rivales de Waterloo devorados por la gula popular. ¿Metáfora de la historia?

Cuando El Prado cochabambino era el Prado, antes de estrambóticas edificaciones y nueva riqueza, se servía en algún bar un Lomo Ferrufino. Pregunté a mi padre, albacea de la historia familiar, de dónde provenía este nombre. Dijo que de un pariente que se hacía servir en las mesas de la acera con peculiaridades cuando ordenaba su plato de asado. Habitué como era, los garzones ya sabían qué ordenar para el rutinario y la denominación quedó. He olvidado la receta y mi padre no está. Ha de evaporarse el lomo en el tiempo como todo. Hará unos años, indagué al respecto. Desapareció del Savarin y etcéteras. Todavía lo servían en el Miraflores. Un nombre, no otra cosa, ya sin memoria detrás.

Como los Napoleones que dice que se inventaron en Rusia en 1912 para conmemorar el centenario del triunfo contra la Grande Armée, con niveles de hojaldre de forma triangular recordando el bicornio del gran corso. El Beef Wellington recuerda las botas del mariscal…

El Café Fragmentos fue en tiempos del 96 en adelante una institución cochabambina. La mejor música, la mejor comida; belleza y simpatía de sus dueñas. Su deliciosa hamburguesa sigue siendo mi receta; igual las alitas picantes. Legados de un hombre de 36 enamorado de la vida y los cabellos oscuros. Mucha historia en paredes, sillas, mesas, caipirinhas y rones. Elis Regina y Gladys Moreno. Raimón y Toninho Ferragutti.

Ahí, en ese Fragmentos que a la larga hizo honor a su nombre y legó pedazos dispersos, Ligia añadió al menú un emparedado fino: el Emparedado Coqueugniot, en pan de miga y con la receta de atún de mi madre. Creo que ya no está; la delicada ensalada fue engullida por circunstancias, como la lluvia desgasta el hermoso afiche, reminiscente de la revolución rusa, de Rage Against the Machine que colgaba en la puerta de entrada. Hoy somos, mañana no, cantaba o recitaba alguien ¿Benjo Cruz?

Suena la cueca El regreso mientras escribo. Hierbas bolivianas… ajíes y choclos waltacos. Todavía tengo las cortinas cerradas porque estoy en calzoncillos. Nadie observará mis piernas en este mundo ajeno, pero por si acaso… En el filme de Valeria Sarmiento, uno de los personajes, hermosa puta, lleva el nombre de Martirio. Martirio que da placer. Demasiado cercano…

Ejemplos de nombres asociados con comidas sobran. Unos pocos para refrescar el día, distraer las horas, recordar.

Recordar.
12/07/2020

Saturday, July 4, 2020

Entre monjes y bandidos con Jacques Soubrier


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Suicidas islámicos se hacen volar con explosivos. En Yakarta, París, Istambul. Quiero creer que se trata de algo nuevo, del siglo, del anterior a más, pero viene de antiguo. Lo encuentro en Monjes y bandidos, desde el Adriático hasta las fronteras iranianas (Espasa-Calpe Argentina, 1949). El método ha cambiado; la violencia no. Occidente no ha sido ajeno a ella tampoco, pero a partir del fin de la Segunda Guerra las cosas parecieron diferenciarse. Vino Bosnia para recordarlo.

Sin embargo este no es un libro sobre la violencia. Está plagado de ella pero sus páginas viajan no solo por la geografía comprendida entre la otrora Yugoslavia y Persia, en el siglo XX, sino por la historia. Tiene un tinte herodosiano, por Heródoto, ansía ser amplio y erudito y lo logra. Apenas hay referencias que lo sitúan en lo contemporáneo, ya que pareciera un texto anciano, una crónica de aquellas perdidas y recuperadas.

Comienza en el monte Athos, con un delicioso y decadente retrato de los monjes y su entorno. Jardines, árboles centenarios, el lunar donde se ha alojado la paz. Pero las paredes se descascaran, los tesoros desaparecen; manuscritos bizantinos que terminan en mercados mediterráneos envolviendo flores y verduras. Como digresión, así era en la Cochabamba de los 50, cuando los documentos del archivo histórico se usaban para vender tostado y q’opuru.

Breve paso mientras se adentra en las islas del Egeo, Chipre, Rodas, acercándose a Constantinopla para seguir a Damasco y Bagdad. Trashuma lo que hoy es tierra prohibida, génesis de la humanidad y su mortaja. Hoy refugiados del Asia Menor mueren en las costas; Soubrier menciona la reconquista turca de las ciudades griegas en Anatolia, de cómo en Mundanya millares de griegos perdían la vida ahogados queriendo alcanzar los barcos ingleses que los salvarían. Todo lo que pasa ya pasó, sin aprendizaje. Como contraparte está la belleza de las construcciones, albaricoques, melocotones y membrillos en medio de jardines. Mausoleos de Bayaceto y Mahomet I, el loco; la Mezquita Verde (en Bursa) y la perfección del arte seljúcida; la demoledora cita, entre otras siete coránicas, que el sultán hizo poner sobre su tumba: El mundo “es una carroña y los que se empeñan en vivir en él son unos perros.”

A su modo, el autor hace un recuento de la antigüedad cristiana en tierras ahora mahometanas. Una cruzada del recuerdo y la debacle, la muerte en oleadas invasoras. Libro escrito en 1945, justo después del Holocausto, detalla, no de la manera sistemática como hicieron los alemanes, el genocidio cristiano en Oriente, un drama que no se inicia con la llegada de Pedro el Ermitaño sino que se insume en el mito antiguo del rapto de Europa, el de Helena, Troya, y el histórico de Alejandro Magno, Jerjes y Artajerjes…

Se obsesiona con los kurdos, indoeuropeos asfixiados entre árabes, turcos e iranios y monta con ellos, de noche, siguiendo la senda del bandidaje y la rebelión. Otra vez, la crónica parece sacada del corazón de la Historia, no de un mundo cuyo último conflicto fue ostentoso presagio de tecnología de guerra. Aquí no, es el hombre a caballo, el patriarca, donde bigote y barba tienen significado, y los viejos fusiles no son mejores que el curvo cuchillo.

En Oriente, “todo lo que no sea una extensión pelada se llama jardín”. Vergeles. Llega a Halabja, en los contrafuertes de Avroman, donde dice que se come con el revólver al lado y hay terribles relatos de bandidos que freían a sus víctimas persas, que, hay que decirlo, también son duchos en el arte de la tortura. Entre los detalles de viaje inserta párrafos por lo general sangrientos del pasado. No se debe al morbo de relatar el espanto, sino que los siglos se desarrollaron así, con la furia mongola, la sangre derramada por Tamerlán y etcéteras siempre pintados de rojo.

De ejemplo Arbelés, fortaleza milenaria, cuyos muros desmoronados muestran el paso del tiempo mezclado con el horror, paredes similares a las que “vieron triunfar a los soberanos de Assour cuando Sardanápalo hacía extender las pieles de millares de cautivos desollados vivos ante los altares de Ishtar, después de la guerra contra el Elam”.

“Lo oriental no lucha contra el tiempo: se abandona a él, facilitándole la tarea, y los caravaneros que  pasan delante del Erbil, los albañiles que terminan la destrucción de las casas antes de reconstruir las nuevas, miran y palpan sin emoción estos testigos de un pasado enorme…”.

Poco espacio para un libro que destapa un universo, concentrado en un relativamente pequeño núcleo geográfico, el crisol del tiempo, en donde las más salvajes tribus del Kurdistán: Zibari, Chirbani y Mizouri, cortan en pedazos a los tibios. Alternancia de la persistencia y la creatividad con la violencia, donde al lado de arabescos de gran belleza, en Mosul, los posaderos presentan a Soubrier un caldo de pollo cubierto de plumas y entrañas, un agua hirviente donde se hubo de poner al ave viva y cocinarla.

Unas palabras, un capítulo en Soubrier, sobre los Yezidis, que adquirieron notoriedad el año pasado con el genocidio y esclavitud que sufrieron por parte del Estado Islámico. Escondidos en el monte Sindjar, en una “región prohibida, detrás de una frontera vulnerable”, los yezidis que veneran al profeta Cristo y respetan los Evangelios. Una obsolescencia que aún no ha sucumbido a siglos de depuración étnica y religiosa, igual a las tribus nómadas musulmanas que todavía, en la estepa kirguiza, firmaban en tiempos del autor con la cruz de sus antepasados. Y los uygur, que hoy confrontan a China, islámicos que un día fueron cristianos.
19/01/16

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Este texto forma parte del libro FEVER (Editorial 3600, 2020), que saldrá pronto