Saturday, August 29, 2020

Carta para el amor de Irina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 ¿Le escribo? Claro, a ella, en Poltava, lejos, en el otoño que comienza a brillar, en los árboles que la esconden. De amor no tenemos ni la presencia de la mirada, pero hablamos. Nuestros ojos y voz son palabras anotadas en el mundo virtual. Pasé por Poltava. Entonces sabía de ella, pero andaba en intereses ajenos, en sueños que se materializaron pero no parieron. La pequeña estación de buses de Poltava lucía la modestia de un mundo azotado por la historia. Los campos desde Kharkiv eran negros, aquel mítico color del mítico granero del mundo. Las mejores tierras, la más bella mujer.

Irina promete llevarme hasta Gogol, a los secretos escondidos de la rutina. A besarme en salones que recreó Nikhita Mikhalkov de Turgueniev. Besos en la cueva del talento, amores sobre el terciopelo del genio. Cuando era niño imaginaba los campos de Cochabamba como los espacios solariegos de las letras rusas. Me decía, sin saber ni conocer, que existía una tenue mas profunda hermandad entre nosotros bolivianos, pueblo básicamente rural, y los de allí. Que en Mirgorod o en el Stepantchicovo de Dostoievski habíamos nacido, vivido, y que allí moriríamos. Se lo digo a Irina, a su largo casi metro ochenta y verde pupila de gato, y supone que perdí el juicio. Le recito a Rilke que me regaló mi madre entre tantas cosas, y sé, de antemano, que en esos campos donde se enterraron los soldados suecos se agita la tierra para recibirme. Descansar donde se soñó estar, mucho pedir…

Manu Chao canta qué horas son, mi corazón. Recuerdo que sentado yo en las gradas de Eisenstein, de Odessa, del Potiomkin, en aquella explanada al lado de la estatua de Ekaterina reina rodeada de amantes, alguien del gentío puso en la radio que llevaba el Clandestino de Manu Chao. Una muchacha me abrazaba y le decía me gustas tú, como en la canción. ¿Qué voy a hacer? Je ne sais pas, je ne sais plus. Je suis perdu. Abajo el mar negro tenía ese color. Por ahí estaba la estatua de Richelieu; las horas tenían otro tono, el aire sabía a piel frotada con flor de lavanda. Turquía estaba al otro lado. Y creí ver las luces de Crimea. Quería, quise, uno ve lo que desea.

Me he puesto como tema estoico y obsesivo el ruso. Lo voy a hablar así cumpla sesenta y dos cuando pueda decirte que más que una dacha quiero una isba donde cultivemos patatas, y que en las noches estrelladas de la estepa hablemos de nuestros próximos viajes. A París, deseas. Me gustará; pero accede a ver conmigo Bujara, y Kazán. Y el Cañón del Sumidero, en el México lejano sur.

Si puedo trabajar como esclavo quince horas diarias, podré como amante darte quince minutos de revolver tu cabello, sonrojar tus mejillas y pintar de marrón mío tu blanca piel de crema flotando en el borscht. Imagina, haciendo mochilas para partir hacia Rusia, empezando por Belgorod, siguiendo las huellas de los tanques de la horrísona guerra. Baikal, el río Amur, el filme de Derzu Uzala y los tigres del Amur dispuestos a sacrificarnos como sabrosas piezas.

Irina, creo que van setenta cartas intercambiadas. Poco nos conocemos y mucho hemos leído. Iba a verte en septiembre pero la peste no concuerda con la pasión. ¿O nada hay más apasionado que la plaga? Quizá me equivoco. Desde los idus de marzo que lo planificamos. Quedan, por supuesto, esas misivas con la romántica lascivia de Catulo y las veleidades de César. Aguardo, espero. La mies se secará en los campos de Poltava, vendrá la nieve, pero tu piel será la misma. Tu sonrisa igual y tus ojos. Te pediré susurrar en ucraniano. No lo voy a entender y no importa. ¿Que si hay amaneceres nuevos después del desastre? Siempre. Y este viento se llama Irina: la tempestad y el alivio.

29/08/2020

Thursday, August 20, 2020

Infeliz año viejo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ray Charles atraviesa las congeladas calles de Aurora; en las colinas el hielo quiso caer por las paredes y se convirtió en cortina transparente. Nunca llegó al suelo.


Cruzo la entrada de unos apartamentos: The Cambrian. En Lowry, que fuera base militar con armas nucleares enterradas en casamatas, crece un asilo de ancianos en forma de L en medio del vapor de frío. Subo por el ascensor a las tres de la mañana. Me siento en el salón de estar, vacío a esta hora. Aunque alguien en silla de ruedas mira por la ventana sin moverse para ver quién entró. Pienso en mi padre, que se hubiera negado a la silla, y al favor de cualquiera. Prefirió morirse con el vozarrón intacto. En su café favorito, en la esquina Ayacucho y Santiváñez, el patrón afirma: murió un patriarca. Si se sigue la calle abajo, hacia el pasado de Cochabamba, una casona guarda la memoria anciana de las sillpancheras hermanas Hilera, en el llamado k'ullku que describía mi padre en ya historia muerta.

Me siento en un salón triste, salón de tres de mañana. Ajados libros en cirílico adornan los estantes. Alguna hora lo llenará de soledades. Miro, igual al inválido estoico, por la ventana. Un Papá Noel de tamaño natural, con las pilas casi agotadas, baila, fantasmal, festejando las navidades. De niño leía, cobijado por los padres, Canción de Navidad, de Dickens. Nunca antes, tal vez en David Copperfield, aprendí tanta tristeza. Este Santa Claus se me hace macabro. Gesticula y canta para los ausentes. De a ratos, alguna cuidadora de ancianos, etíope o somalí, pasa con trapos. Huele a orín, a excremento. Alguien grita en los pasillos ¿en el segundo, tercer piso?

Neil Young canta en un punto cerca de inaudible. Voy con los vidrios del coche abiertos. Ráfagas de quince bajo cero abofetean mi rostro de ambos lados. Me quiero dormir, cabeceo. Despierto sobresaltado y el paisaje se cubre de árboles canosos, de tronco oscuro. Sombras. Les hablo. ¿Eres tú, Joaquín? El hielo debajo de las ruedas suena como cristal quebrado, en una fiesta de despedida, no de fin de año, sino de fin para siempre.

Un mechón de tu pelo. He cambiado la estación. Cumbia sonidera. El listón de tu pelo. Es bailar pena, otra vez, abrazado a una mujer espectro, que nunca se ha ido y nunca permanece. El dormitorio de mis padres está al fondo del pasillo. Miro su puerta desde mi puerta. Diez metros, quizá, pero en esa distancia habitan mujeres de largos vestido y cabello negros. Con el auto he llegado a la intersección de Piccadilly y Hampden, colina arriba. Hay un parque allí, del lado izquierdo, con motivos tradicionales. Unas chozas, teepes indios, muestran siluetas de lo que no existe. La nieve cae, parece que viene de los faroles mortecinos que arrojan los copos. Me he detenido en mi propio western. Desde el Honda Accord imito al postrer cheyenne que mira la fértil hondonada hoy cubierta de mortaja.

Nunca llega la mañana, de Nelson Algren. Me lo dio Joaquín Ferrufino Murillo, el último de los descendientes del ahorcado, hace cuarenta años y recién lo recojo. Lo leo en su hogar, en su cama, con el saco todavía en el perchero, zapatos debajo de la cama, el poncho gris de Sanipaya doblado. Boxeadores polacos de los bajos de Chicago. Le gustaba ese mundo. Me gusta. Nos gusta. Algren revolcaba a Simone de Beauvoir enloquecida de pasión, aferrada a los hombres rudos, aburrida de su pequeño pensador. Culto de la hombría, Joaquín, lo decías mientras estirabas un brazo para alcanzarme Hemingway y las notas de Enzensberger sobre Durruti. Tal vez por eso, cuando me preguntan, el por qué no estoy sentado en una oficina con papeles garrapateados con firmas afirmando lo que soy en la pared detrás, les digo que adoro esta intemperie que me congela los pies y me aisla. Las montañas rocosas de Colorado traen una imagen que podría ser Cochabamba. Espero que se vaya el año y que no vuelva. En medio de la tormenta estoy con mi padre, observado por azorados coyotes que cazan conejos. En la radio suena un blues. Adiós, papá.
29/12/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 30/12/2014

Imagen: Joaquín Ferrufino Murillo