Saturday, October 31, 2020

Recuerdos de la pronta muerte


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ahora, sentado en el silencio de la calle Clarkson, me pregunto si soy el mismo que bailaba con Gloria en la casa Machuca de Colcapirhua. Mirando cómo aquella movía los pies y las caderas que eran míos. Bailaba ella con Juan Pablo Amusquívar y sentí celos de la vida. Tenía que buscar la muerte justo en el momento del éxtasis. Observé un pozo como boca desdentada. Simplemente me arrojé en él y golpeé la cabeza en el fondo seco. Buscando a Eva en el otro mundo.

Gloria se asomó al borde gritando su amor. Subí por las piedras del hueco. Arriba había una roca de diez kilos; la levanté y la dejé caer sobre mí. Gloria lloraba no aguanto más. Luego no me acuerdo. Desperté  con el ruido de los chhiru-chhirus en la enredadera de casa. Llamé a Gloria. No quiso atender. Quería huir, el espectro del foso la perseguía. Es amor, le dije y lloré su abandono. A la semana estaba entre sus brazos, piernas cruzadas, sexos de maremoto que parpadeaban.

El pozo tenía eco; la música rebotaba en la piedra húmeda. El agua del sexo se enfría con feliz sensación.

Me gustaban tus pies, tus piernas eucalipto. Cabello de luto tal vez un collar. Me llamabas anarcodelincuente. Me amaste hasta que el futuro diputado te robó con cobarde artimaña y falsa política cuando no estaba. Mujer aterrada de la vida descarnada halló abrigo en la revolución inerte. Cuánto ha pasado, cuánto más pero recuerdo. El amor rítmico, música con sobresaltos de batería y de tambor. Abriste un vino que predijo sangre. Bebí igual y morí, tantas veces.

Bailas eterna joven alta caderas, santa viciosa de la creación; tú y las demás. Eternas únicas te amo y te retorno no mueres mientras yo viva.

10/2020

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Imagen: Frida Kahlo/Niña con máscara de muerte, 1938


De la memoria en jueves


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Cómo evitar la nostalgia? Si no se cae en la quejumbre está bien; parte de la memoria. Además que todo alrededor, hasta el palo de fósforo, retrae momentos, personas, eventos. Así con el disco que acabo de poner de Jethro Tull.

Evoca 1977, o 76, cuando viajamos de promoción por Bolivia con los compañeros de curso. Las minas, Huanuni, gracias a que Pepe, ya ido, era de allí. Aún recuerdo las inmensas bolsas de pan que nos dieron para continuar viaje. Desde la pulpería. Agua congelada en la caída, la bocamina entre síntesis de mugre y escarcha. Mejillas hinchadas de coca, guantes, que el metal quema a la intemperie. Jethro Tull en una tiendita exclusiva de Sucre, en discos forrados herméticamente de plástico, discos norteamericanos, muy visibles, tan diferentes. Cubiertas con arte que recuerdo y no puedo describir. Las notas en el tocadiscos, la flauta de Ian Anderson, guitarra y batería. Piano. Luego, dos años atrás, en uno de los lados del parque Shevchenko, de Kiev, el cartelón que fotografié y que anunciaba al grupo en concierto para enero.

Luego, ya de ahí en adelante, con Chino y Ricardo, ya idos, en sesiones de música donde nos sentábamos o echados en cama entre varios escuchábamos lo “último” del rock. El joven entusiasmo porque tal día, en radio tal, pasarían Simon & Garfunkel. Tan lejos de la sociedad de consumo, atentos a lo que salía de la Telefunken que me gané a los 16 años con un artículo para La Voz de Alemania.

Alterno entre música y milanesas que no quiero quemadas. Hay que cambiar el aceite porque se ensucia con facilidad. La mejorana se tuesta rápido y deja puntos negros sobre la carne que en realidad no lucen tan mal. Preparo un almuerzo tardío ya que viene un amigo hablando de suicidio. Pierde un trabajo tras otro, tiene que pagar el médico de su bolsillo y no puede acceder a sus medicinas de diabetes porque cuestan casi cuatrocientos dólares. Una milanesa alivia el intelecto y la frescura de la lechuga anuncia calma. Ya para qué esta pinche vida, afirma. Respondo que hay que tener un plan y huevos forjados. La paciencia del Génesis, trabajar y descansar. Hay algo pedagógico en las metáforas bíblicas. Hace cinco mil años también el hombre se suicidaba. La muerte por mano propia, el ultraje mayor a la divinidad, no es nueva.

Evadir la soledad, soslayarla, hacerla obvia, normal, hasta que llega un momento en que te enamoras de ella y creas, fecundas. Nadie necesita a nadie, en amor hablo. La costumbre confunde y hace que talentosas mujeres se enamoren de inservibles patanes, o viceversa. Seguridad… lo imposible de lograr, pero vale la lucha. Me dice mi amigo, cuya mujer lo abandonó hace dos años, que extraña cómo aquella le gritaba, lo insultaba cuando volvía a casa o hacía algo supuestamente incorrecto. No pertenecer a nadie, no poseer nada, deshacerse de lo querido. Y crear. Los fantasmas de Alfred Kubin son terribles y hermosos.

Mi chimenea tiene dos maderos que jamás serán quemados. No puedo encenderla porque vivo en un barrio histórico y hay riesgo. Pero está allí y me da placer, me hace hasta sentirme Thomas De Quincey cuando revuelvo el té y como galletitas de chocolate. Los sábados, a las dos de la mañana, suelo prepararme un dulce ron rojo con macadamia y sentarme en la terraza junto al silencio. Si llueve, mejor. Pasa algún vagabundo con profusión de plásticos, una bella muchacha se mete de cabeza en un basurero buscando comida. La metanfetamina produce monstruos, quizá, como en Kubin, placenteros. Los adictos a la metanfetamina (hielo) caminan al otro lado, no sé si el de la muerte, y se deleitan masticando trozos de pan ya masticado.

Sorbo calmado, sonrío si es que se puede ver la sonrisa en la oscuridad. Mondo perro, miré en mi juventud esa tremenda película italiana. Pero sorbo la bebida dulce y fuerte. No necesito comprar nada, ni moverme, solo escuchar el siseo de las hojas, la lluvia en piano forte o sotto voce. Instantes de eternidad, sin ruido ni parafernalia. Quizá las mujeres que envejecen son quienes mejor lo comprenden. Los hombres que envejecen se marean, por el contrario, de ganas contradictorias.

Los asnos de Goya se reúnen en concilio. Yo sorbo mi trago y calculo que si vivo cinco años más haré esto; si diez, lo otro, pero no con el ímpetu de ganancia sino del asombro. Hay mucho por ver y palpar. Los asnos no lo pueden entender, los mulos cocean. Hay que dejarlos, tarde para domar la estupidez. El Génesis se hizo para quienes supieran entenderlo. Al resto lo aguarda el maremoto. Hagámonos un espacio en la barca de Noé. Y que no falte el vino. Ni las lecturas. Ni la música sin cuyo sonido seríamos nada.

Caían las hojas de otoño en el Parque Shevchenko. Amarillas. A pocos pasos, la universidad del mismo nombre más una plaza con el bronce del poeta cagado por las palomas. Rojo como el ron con macadamia el edificio universitario. Un cafecito mínimo en vaso pequeño de plastoformo, igual a aquel café con leche que mozos de traje blanco ofrecen en la plaza 24 de septiembre de Santa Cruz de la Sierra. Atesoremos las sensaciones, muchas hay y pasan por cierto desapercibidas.

No moverse que la noche ya se mueve por sí sola. Contempla y sorbe tu trago. Así, ajeno y solo, observando la familia de mapaches recolectando comida de la basura y yéndose a dormir en las alcantarillas. La luna está cortada pero brilla. Sombras sobreviven. Desaparecerán hasta mañana con la luz del sol. Los espectros están vivos. Y si aquella te gritaba y la extrañas, pues hoy ya no grita.

31/10/2020

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Imagen: CFC/Silla

Sunday, October 25, 2020

Otros sueños de Francia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Raquel Valverde, aquel fantasma literario de mi amigo Maurizio Bagatin, puso hoy a Cézanne en las redes, y se soltó con Francia, con París, con Gainsbourg y la Deneuve. Pensaba yo escribir otra cosa, andaba en devaneos de Glorias y Colcapirhuas, pero, mientras escucho a los Gipsy Kings, recordé Francia. Tuve la fortuna de ver a Léo Ferré, que solo vino por “nosotros” (siendo nosotros la Internacional Anarquista del año 86, en París). Cantó a Apollinaire y a Verlaine, creo, vestido completamente de negro y con medias carmesíes; era el artista una bandera. Alguna vez creímos; fui crédulo pero siempre indisciplinado. Los ácratas después de la Internacional se reunieron en una finca de Ménilmontant, a beber y conspirar. Tomé el metro para asistir pero desistí luego y caminé por las vías  del tren de esa villa que había cantado Charles Trenet. ¿Qué haría yo, me decía, entre los aguerridos omoristas japoneses, los italianos de Senza Patria, los holandeses, irlandeses, con Léo Ferré, qué le diría a Léo Ferré, que la anarquía en Bolivia preparaba bombas de petróleo y que caerían las dictaduras? Para mostrar tenía un hato de pésimos poemas y el recuerdo de Gloria, de Elke, de todo lo que soñé mío sin real pertenencia? Nada tenía que decir y solo miento de vez en cuando a mujeres, no en cosas serias (¡!) Me fui, nunca más una Internacional aunque bajé hacia el sur, a Castellón, con media docena de miembros de la FAI. En Figueras preguntó el gendarme: ¿Qué haces con estos? ¿Dónde está la coca? Bienvenidos a España. Castellón, Valencia, Madrid, otra historia, con una botella de tinto del Partido Comunista Español en una cava barcelonesa.

Volvemos a Francia, a una cama que me cedieron anarquistas chilenos. Me acercaba a señoras viejas y les pedía diez francos, monedas pesadas de color café. Con ellas no compraba pan, sino llamaba a Alemania, a llorarle mi soledad a una mujer que quería vivir con responsabilidad. En Radolfzell, ella, pueblito donde vivieron los maestros expresionistas del color, cerca del gran lago que comparten con Suiza. Hubo un tren y hubo un boleto, que de París con parada en Estrasburgo me acercaba a mi amor. Bar argelino, cerveza Kronenbourg, y no sé si desidia o desesperanza. Caminé a la estación, Gare du Nord, tal vez, o de Austerlitz, y devolví el pasaje. Señora vieja, diez francos, y un par de minutos por el auricular, donde le susurré que no iba, que perdido estaba y no existían vías de tren ni caminos que me acercaran a mí. Punto aparte, ni siquiera punto final, porque a pesar de eso, años después, dormíamos de vez en cuando. Vienes solo cuando estás borracho, sentenció. Claro. Borracho subía esos tres pisos y bebía de sus pezones rosa. ¿Qué más?

Llevaba conmigo una guía Peuser de París que perteneció a mi tío Hugo cuando visitó París. Con el dedo seguí las líneas que me llevarían caminando desde Porte de Vanves hasta el Luxemburgo. Con altos en las librerías de viejo buscando Madame Putifar, del licántropo, Petrus Borel. Con Marcel Schwob y el francés de los coquillards en la Biblioteca Nacional. Debajo de un bronce de pie de Sainte-Beuve en el Luxemburgo, tratando de seducir a una norteamericana que había estado en Bolivia y que conoció a Eudoro Galindo…

París y la Isla de Francia. Huellas de los pintores impresionistas. Tal como habían pintado: el puente de Argenteuil, Pontoise. En Pontoise se reúnen el Sena y el Oise. Tenía hambre -Petrus Borel- observando las mansiones de la ribera, con la pesada mochila que mis jefes argelinos llenaban de propaganda comercial y que repartíamos casa por casa, nosotros, argelinos, iraníes, marroquíes, malianos (de Malí) y que tenía que estar vacía al fin de la tarde cuando nos recogían de un lugar determinado. Despedían a muchos porque traían papeles de regreso; a mí no, cochabambino, que siempre volvía vacío. Había dejado casi todo en las alcantarillas y en el Bosque del Lobo. La tarde era para disfrutar aquel paisaje, para ponerse un largo pasto en la boca y distraer el hambre. Cuando tocaba repartir propaganda en los modestos edificios de inmigrantes sentía el olor a comida casera. Comino y cardamomo. Nunca lo olvidaré.

Estuve en París unos meses y luego a Canadá, a cabezas sangrientas de alces, blancura del invierno, la bahía congelada, sopa de cebolla, el hogar de la hermana. Y vuelta a París, ya sin el desasosiego de no saber si tendría a mi mujer de entonces de vuelta. No, y se lo dije desde un teléfono público de Lodève, en las montañas del Larzac, que adiós para siempre que me iba a España y vivat la anarquía. Recados de un teatro que solo tuvo fin cuando aparecieron otras protagonistas. Mientras tanto el sexo suplantó al amor si es que ambas no son palabras huecas.

En la Federación Anarquista Francesa robé El concilio de amor, de Oskar Panizza; en la CNT de Valencia, robé uno de Ulrike Meinhof, a pesar de que el librero de esa casona medieval del centro, cerca de las murallas, me entregó un afiche de la Columna de Hierro donde juró había combatido. Agua de Valencia, sidra, alcohol, y qué lindo habla este hombre, comentaban los cenetistas…

Abel Paz, Salvatore Siracusa, conocí gente interesante en París. Los viejos descreyentes búlgaros, de la Federación Anarquista Búlgara en el exilio, daban fogosos discursos mientras sus mujeres, ataviadas todavía a la usanza de la Piaf, fumaban en largas elegantes boquillas, con boina y mantón.

No volví a París, quizá nunca lo haga mientras se ensancha mi lista de ciudades deseadas, casi tan larga como mis muchachas: Kazán, Hue, Praga, Cracovia, Durban, Cardiff, Salvador de Bahía, Catamarca, Kamenyets Podolski, Uzhorod… Tambov. Et J'aime beaucoup Paris, bien sur.

El domingo congelado afuera y cálido en casa está pasando con la intrascendencia de la calma. Así lo quiero. Una amiga llamó y contó de sus sueños. Aconsejé dejar todo: hijos, propiedades, asegurarse no tener hambre y gozar la libertad. O qué otra cosa es la anarquía.

A las seis de la mañana, en París, los trabajadores desayunábamos croissants con cerveza. En un parquecito del bulevar Brune, un cochabambino que solía ser yo se escondía con cuarto kilo de gruyère, un galón de leche, y una baguette. O lata recién abierta de un franco, y fría, de cuscús marroquí y chorizo.

25/10/2020

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Imagen: París, 1986

 

Thursday, October 15, 2020

Forever young


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Manejando por la Interestatal 70, escuchando una versión en vivo de Forever young, Bob Dylan en Budokan. No la mejor, por cierto. Con las noticias, frescas y lúgubres, de la muerte de los amigos Jorge Panozo y Freddy Ayala Vallejos, en Bolivia. Futbolista uno; pintor y poeta el otro. “Siempre jóvenes” parece así una burla.

Mientras escribo ahora, escucho el violín y el banjo del bluegrass en una canción que viene al caso: All the good times are past and gone. No lo creo tanto así, que sin duda asoman más penas y la cuesta abajo final, pero también ahí están los buenos momentos, la vida que siempre espera. Vuelvo a Goethe, al doctor Fausto y la enseñanza de que aunque cueste el alma las posibilidades se encuentran, que habrá una gitana que augure en tu mano que vivir recién comienza. ¿Por qué no?

Freddy Ayala fue instrumental en mi conquista de aquel gran amor que fue Ligia. Le pedí en cierta reunión, con ella presente, si le podía hacer un retrato que llevaría conmigo a Denver para colgarlo en mi habitación sola, casi como aquella ingenua canción de Sui Géneris que Armando trajo de su época cordobesa terminada por la Triple A (aunque a veces me acuerdo de ella...). La jugada sirvió, entre muchas, para eso que dicen seducción y que es todavía un misterio para mí. Cuadro que se perdió en recovecos y entre cachivaches del Café nuestro de entonces, padre nuestro que estás en la tierra.

El cielorraso alto de mi casa, como eran las antiguas coloniales de Cochabamba. Recuerdo que tenían tela, que con los años se había vuelto convexa. Anidaban vinchucas allí, la muerte con patas, con pico no de ave, con excremento letal. Chinches grandes e inmundas, encontradas a veces en las salteñas de la Fuji, calle Colombia, creo, cuando asentaban la salteña fresca sobre vinchucas descansando. Al día siguiente, horneadas, tenían en la base la figura de los bichos, cual fósiles del pretérito inmediato. ¿Qué comimos o bebimos? Mejor ni saberlo. Que en la borrachera en Caracota, cerca del gran urinario público, servían unos uchus de fideo con carne por centavos. Esa carne no les costaba nada, una trampa de ratas, un desdichado gato, un perro robado. Si hasta mi padre, de jovencito con amigos, recogía perros callejeros para venderlos a los circos. Ladraban los leones. Como nota diré que en el refugio de leones y tigres que hay en las montañas de Colorado, buena parte vienen de los circos y zoológicos bolivianos. Llegaron delgados, angustiados, deprimidos de que sus tremendas fauces ya carecían de dientes, que las garras se hicieron añicos y que el vozarrón se les aflautó como de niñatos pendencieros y cobardes.

Forever Young, ¿dónde estás Mefisto que quiero venderte mi alma? No por miedo de la muerte, ¿qué miedo se le puede tener? Porque me he dado cuenta, quizá tarde, que perdí el tiempo en elucubraciones sin sentido, que en amores y desamores las cosas son bien claras, no necesitan análisis. Le digo a Mefistófeles mientras digiero el Fausto, que la doy barata, regalada caserito, menos que un puñado de comeruchos, con atadito de quilquiña de yapa. Si el diablo ronda, ni lo sé ni lo presumo. El viento abre las puertas, huracanado que cuenta de algún tornado en la llanura. Me he hecho de un ábaco chino para calcular los días que me quedan hasta jubilarme. La historia de que envejeceré al hacerlo no la trago, que desde ahora mis maletas listas están para despedir el trabajo esclavo para siempre. Iré a enterrarme al Gobi, me ahogaré en el Amur, el Amur no el amor, que este río último, con mucho más peligroso que los tigres siberianos, puede dar fin con sueños y delicadezas. Que rico, sin duda, y que no lo esquivaré, tampoco. Entonces, conociendo la débil carne le pido al diablo que por ahora me conceda libertad, que las hetairas más tarde, porque ya con ellas descalzas y de jazmín por la casa la vida se habrá convertido en flor… carnívora.

Bíblico.

Salí a llevar a mi hija Emily desde el museo de locomotoras hasta su casa. Paramos en un supermercado que tiene cosas étnicas. Me traje mermelada de cereza agria, de Armenia, un chorizo lituano y galletas macedonias. Miramos la sección de pescado, fresco y congelado. Pescados rosados del Brasil, tilapias  de China, patas de cangrejo rey, rusas. Cómo me gusta la diversidad. En el auto pusimos a todo volumen Dirty Boulevard, de Lou Reed. Pequeños y grandes placeres; de eso vivimos, con ello soñamos.

De a poco la noche penetra por las cortinas. En la noche fluyo, la paso despierto; formas que dan paso a otras formas. La noche trae sospechas. Los amigos se van. Mi padre cada mañana abría el obituario y veía que iban segando a sus amigos, a sus veinte primos, a los que hicieron la conscripción con él en la Muyurina. Casi como yo con el ábaco, restando, siempre restando. Sumar ya no cabe; realismo sin tragedia.

Tiro los zapatos, aflojo el cinturón. La caldera anuncia que el agua hirvió. Ligia estará gozando nietos. No sabe, ni sabrá, que nuestro entorno también se va cerrando. Que se cierre, pues, digo, pero no me arrastrará vacío, que de este mundo me iré cargado de visiones. No te llevas nada, auguran. Mentira; si lo vivo, me llevo todo, les pese a dios o al diablo.

15/10/2020

 

Sunday, October 11, 2020

La última historia feliz (El robo de la Gioconda)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Por dos meses tuve en mi mesa de noche una edición del Financial Times de Londres. La de sábado, que es amena, discursiva, donde aparte de un almuerzo semanal con alguna personalidad (Roger Waters, Michael Moore, Martin Amis), hay artículos sobre vino, cine, pintura, literatura. Pasamos columnas y columnas de índices bursátiles y nos deleitamos, en casa, con textos inteligentes sobre arte y cultura.

El diario, en la primera página de su sección Vida y Artes, tenía una extensa colaboración de Simon Kuper acerca del robo de la Mona Lisa en 1911, pretexto delicioso para trashumar por un tiempo que moría. Pensé en Midnight in Paris, de Woody Allen, filme de calidad visual y tenue romanticismo, con un dejo de narración gringa que no molestó. Allen visita la ciudad de sus sueños, no la de Armani y Dior sino la de Shakespeare y Cia, los norteamericanos en París, Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, Hemingway, en medio del talentoso tumulto internacional que incluía a Picasso y Dalí, a Miró y a Buñuel, los años 20. Cierta acompañante casual del protagonista, en el mundo onírico que lo seduce y sucumbe, se adentra más allá, hasta los recovecos de la Belle Époque, donde se materializan los espectros de Lautrec, Degas y Gauguin. Hay como un vacío entre esos dos tiempos, un espacio que llenó la guerra, pero antes de ella, también durante y hasta el armisticio, convivieron en la capital de Francia personajes no menores a los desenterrados por el cineasta: el París de Apollinaire, de André Salmon y Max Jacob, del joven Picasso, del maestro Schwob, hundido en un sillón de mimbre mientras lo asistía un enigmático criado chino. Allí es donde, en la cronología, un pobre inmigrante italiano roba La Joconde y la mantiene, a dos cuadras del sitio, en su cocina, por dos años.

Action Française acusó a los judíos; cómo no. El Louvre cerró sus puertas por unos días; cuando las reabrió, filas de gente intentaban ver el espacio vacío donde había estado el Leonardo, al cual, hasta entonces, nadie le había prestado demasiada atención. Kuper cita a Jérôme Coignard diciendo que sin quererlo el museo exhibía la primera instalación conceptual en la historia del arte: la ausencia de un cuadro. Entre la multitud que visitó el salón entonces se hallaban dos escritores de Praga: Max Brod y Franz Kafka, quienes, viajando barato, redactaban una guía de cómo hacerlo “en Suiza, en París”, para viajeros de escasos recursos como ellos. “Kafka siempre se adelantó a su tiempo”, añade Kuper.

Vincenzo Peruggia, el inmigrante que sufría de envenenamiento de plomo, aparentemente durmió en algún ropero al interior del recinto. El Louvre cerraba sus puertas lunes y muchos trabajadores se dedicaban a limpieza o reparaciones. No extrañó que uno de ellos, al menos vestido igual, saliera con un pequeño promontorio debajo de su overol. La falta de la pieza pasó desapercibida hasta el jueves, porque no era inusual que los fotógrafos del museo se llevaran los cuadros a casa sin dar razón de ello. Cuando les preguntaron qué día retornarían el da Vinci, respondieron que jamás lo tomaron. Entonces comenzó el revuelo.

La policía siguió pistas sin éxito, mas un día un amigo del poeta Guillaume Apollinaire trató de vender una estatuilla ibérica que había robado del Louvre, y se dedujo que también él tendría el retrato renacentista. El individuo se había hecho de estatuillas provenientes de la península en dos ocasiones. Dio algunas a Apollinaire y otras a Picasso. Muchísimo más tarde, Pablo aclararía que si se contemplaba bien las orejas de las Señoritas de Avignon, se sabría que eran las mismas de las figuras robadas. Poeta y pintor se desesperaron. Agarraron los peligrosos objetos con intención de tirarlos al Sena fuera de la villa. No lo hicieron; tampoco lograron eludir a los investigadores y terminaron detenidos. Apollinaire pasó seis días en una celda, donde escribiría Mes prisons. Ambos sollozaron ante el juez y el corpulento vate quedó alelado escuchando a Picasso jurar desconocerlo: Pedro negando a Jesús…

La justicia los absolvió. Era evidente que no formaban parte del rarísimo complot. En 1913, en Italia, alguien de la casa Uffizi fue contactado por un individuo que aseguraba tener consigo la pintura. Quisieron verla y la autentificaron. Peruggia alegó que deseaba devolverla a Italia, por el saqueo de arte que hiciera en su tierra Napoleón. Lo único que consiguió fue ser arrestado por las autoridades italianas, y juzgado -en medio de simpatía popular-, recibiendo una breve condena.

Contó que la mantuvo en la cocina de su cuarto de soltero y se enamoró. No era raro, la Joconde ejercía un hechizo sobre los hombres. Incluso en 1910 alguien se suicidó ante ella. El pintor holandés Kees van Dongen dijo: “Ella no tiene cejas y tiene una divertida sonrisa. Seguro que sus dientes son inmundos para sonreír tan cerrado”, mientras que Somerset Maugham desdeñó “la insípida sonrisa de esa afectada y hambrienta de sexo joven mujer”.

Recurro a esa obra maestra de Roger Shattuck, The Banquet Years, relato del origen del Avant Garde francés en cuatro figuras: Alfred Jarry, Henri Rousseau, Erik Satie y Guillaume Apollinaire. Allí el autor, en la sección dedicada a Wilhelm Apollinary Kostrowicki, llamado Apollinaire, describe el asunto y cómo, por un momento, opacó la rutilante estrella de aquél. La decepción del juzgado, la negativa de Picasso de conocerlo, no mellaron la amistad de los dos hombres, quienes, junto a Salmon y Jacob, sellaron “una de las más significativas colaboraciones literario-artísticas del siglo”.

Peruggia murió en la oscuridad. Incluso se confundió su muerte con la de un homónimo; por el contrario, la popularidad de la ahora Gioconda se extendió sin límites. ¿Quién robó la Mona Lisa? resulta una historia ingenua, la última feliz por los siguientes 30 años según Kurten. Es que a tiempo de su reaparición se asesinaba al archiduque Francisco Fernando y desaparecía una Europa para dar lugar a otra, la de Nietzsche y la de Kafka.

10/10/2011

Monday, October 5, 2020

Natalia en las escamas de Vinnytsya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

                                                                                                                                                      A Natalia Aleksandrovna

Escamas de pez. Así cae la nieve sobre el tranvía de Vinnytsya que me lleva a tu cuarto. Albo lecho, sábanas y cubrecama. Olor de limpieza. Escamas. Copos horizontales de nieve montados uno en otro, alargándose, conformando fosas donde brillan peces cantarines. Chirrían las ruedas, se detiene el tranvía amarillo y desciendo. Allí estás, detenida y cubierta con tu chamarra gris con falso pelo alrededor de tu rostro. Lara, digo, recordando Hollywood y a Zhivago. Pareces Julie Christie en cierta medida, y yo Sharif, avejentado, engordado, fiero.

Llevas ropa interior roja y negra. Una bandera de la FAI española en el invierno ucraniano. Bandera de la libertad y el sexo. Flamea la rojinegra en tu ventana mientras un cuerpo moreno y otro blanco desafían la diferencia de las razas.

Una planta interior burla al invierno: larga, elevada.

El ventanal se ha escamado también. Los peces de invierno vuelan por las calles, los árboles que no sé si son abedules inclinan las ramas con el peso. El horizonte se hace de madreperla, casi un arte andino de peces metálicos cubiertos de madreperla. Uno colgaba del techo de casa. Ahorcado estaba, al lado de una estatuilla fang, ¿del Camerún? ¿Eran o son, los fang, del Camerún, el África alemana?

Llevas una polera mía, nada más. Hueles a café, mujer que huele a café. Te la quitas al llegar al lecho y lo bebemos de la misma taza. El hielo golpea los vidrios como picadas de pajaritos. Tenemos que subir al tren, te digo. ¿Desnudos? Y por qué no. Si la muerte llega en forma de resfrío eso hasta le quita tragedia.

Vemos Vinnytsya alejarse. La tormenta, de lejos, parece una nube de langostas devorando la población. El tren se va hacia Lemberg, la nueva Lvov, siguiendo los pasos de la horda de Chmielnicki, que cosía gatos vivos dentro de los vientres de las embarazadas judías, decían en Polonia; En Lublín y en Cracovia. Mientras, incólume, la virgen negra protege a fieles polacos y ucranios por igual.

Majestuosa Lvov. En alguna calle caminan gentes que conocí, de la que perdí rastro. Las huellas del pasado se borran en la ventisca. Se esfuma también la ciudad germánica, ucrania, polaca. En Lvov habitaba una raza rabínica especial, igual que en Vilna. Y en el aeropuerto Boryspil, de Kiev, veo una horda de hasidim y me pregunto cómo escaparon. Yo tendría miedo, no vendría nunca más. He visto detalles del ghetto de Zhitomir, no lejos de Vinnytsya, y se erizaron los vellos de los brazos que perdí de nacimiento.

Pero corre el tren, chas chas, la frontera, Zamosc, Lublín. Estamos en la Galitzia que también fue austrohúngara. Joseph Roth, Zweig, Ilia Ehrenburg, los años se esparcen, dispersan, volatilizan, exudan. El conocimiento de los años queda mudo, a nadie interesa. Aferro entonces la mano de Natalia Aleksandrovna, y es delgada y está fría. La enguanto. Por la noche la desvisto y la visto, la visto y la desvisto. La veo y la noche enceguece, pero su cuerpo blanco es como una linterna, brilla. La mujer luciérnaga, la mujer cocuyo. Los conquistadores españoles se ataban insectos luminosos a las botas para caminar por las sendas de América, que a algunos les comieron los pies. A contratiempo, como cantaría Chicho Sánchez Ferlosio. Todo a contratiempo, todo; los barcos navegan contracorriente, por los Pachiteas, ríos de Fitzcarraldo, que pueblan de duda el espacio físico y el del tiempo.

Terminamos en el bosque de Bialowieza, en el borde polaco con Rusia Blanca, Belarus. Monstruos barbados caminan por las penumbras de distintos verdes. Monstruos cornudos. Miran como personas, mugen como demonios. Y desaparecen. Bialowieza traga hasta la historia, recicla a los soldados de Hindenburg, a los de Samsonov. Quiero ir de retorno por Bielorrusia, el Prypiat y Vitebsk, la aldea judía donde vuelan novios y cabrones verdes por los cielos. Los pinta Chagall.

Vinnytsya. No sé si he de volver. Miro las manos blancas de dedos largos. Esta mujer tocó el piano de mi cerebro, puso luz a mi noche. Me dio de beber en la sed que mata. A cambio la abrigué, protegí de un mar de escamas secas y heladas que querían cubrirla. Puse mi cuerpo en medio, como si del escudo de Belerofonte se tratase.

25/11/2018