Sunday, January 31, 2021

Lectura para el Premio Nacional de Novela


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Como corresponde, me toca agradecer a los auspiciadores del Premio Nacional de Novela, que alcanza hoy su treceava versión. Al Estado de Bolivia, por medio del Ministerio de Culturas, a la embajada de España, al Grupo Santillana y su firma Alfaguara, a los jurados y, sobre todo, a los escritores, sin cuyo concurso no habría premios que repartir.

¡Trece premios! Impresionante logro en una sociedad como la nuestra en la que siempre ha sido tan difícil acceder a la lectura y a la información, y peor a la remota posibilidad de que la obra de uno alcanzase reconocimiento. E impresionante también el empeño del escritor boliviano de superar escollos al parecer insalvables y que nos han siempre puesto en situación de desventaja ante nuestros pares latinoamericanos, ni qué decir del mundo. Cuando repetimos, porque nos gusta repetir lo poco que pensamos que somos por un lado, y mitificar por el otro, hay que considerar que nunca estuvimos en igualdad de condiciones con los demás. Y que si la literatura boliviana todavía no ha dado grandes nombres no se debe a cierta discapacitación física o idiosincrásica, sino a un conjunto de circunstancias ajenas al devenir literario. El Premio Alfaguara de Novela vino a aliviar esa suerte de desamparo en el que trabajamos los artistas de la palabra en el país. Encomiable pero jamás suficiente. Mientras no se desarrollen políticas al respecto y se comprenda que el oficio de escritor es tan válido y tan duro como cualquier otro, no podremos acercarnos a la idea de una sólida literatura nacional, plurinacional, o como quiera llamársela, un espacio normal y colectivo de creación y no una cueva de alucinados, nihilistas, favoritos, apadrinados, que trabajan solos y se escudan detrás de torres de marfil o de un ostracista silencio.

No quiero con esto implicar que hay que crear escuelas de escritores. No se aprende a escribir en la academia. Se aprende en la vida, y si algo tenemos en Bolivia que nos puede ayudar a hacerlo, tal vez lo único que tenemos, es una dramática experiencia de vida que arrastramos por centurias. El caldo de cultivo está, también los artistas, pero se necesita la infraestructura para desarrollarlo, maestros, bibliotecas, libros, becas, incentivos, clubes literarios, revistas, diarios, centros de estudio, con igual afición a la que ponemos para presentar campos deportivos, estadios, que también son bienvenidos ¿O no tenemos nada para contar? Creo que no nos alcanzarían muchas existencias, ni perpetuidades, para terminar de narrar lo que es Bolivia, en la forma en que se desee, en estilo tradicional o de vanguardia, histórico, surreal o metafísico, con la soltura y genialidad de cualquiera. ¿Que Bolivia no tiene tradición literaria? Falso, no quizá en la cronológica descripción de grandes hombres de letras que tendría una Francia, pero sí en la fantástica tradición colectiva no escrita que habita en nuestra diversidad, nuestros dolor y alegría.

Me he sorprendido, con la explosión tecnológica, y el contacto hecho con jóvenes a través de ella, de cuánta esperanza late en las letras bolivianas, y cuánto trabajo hay, del número cada vez mayor, y obstinado, de gente que escribe a pesar de. En Bolivia son muy pocos, entre los autores, los que tienen oportunidad de subirse al micrófono y decir lo que piensan –como lo hago yo en este instante- Que ese lunar se expanda. El premio nacional de novela tiene que ser un punto de partida y no un final. Suena demagógico, pero no lo es, no puede serlo. Si un país no escucha sus voces, es el país el que pierde.
El sueño de todo escritor es ser reconocido en la tierra donde nació. Hay hasta algo de filial en ello. Es normal y es precioso. Por eso la significancia para mí al obtener este premio supera otras que podría quizá tener. Es un poco devolverle a la tierra lo que nos ha dado; a los padres, hermanos, amigos, parejas e hijos, a los días y años sin fin en que se trashumó por sus calles, pesares, desdenes y fiestas, también. Porque uno no puede evitar, y en mi caso no quiere, saber de dónde vino y dónde va a morir, por encima de cualquier infaltable patraña que el tiempo trae a bien o mal venir.

Tal vez suene como huero discurso político, sin serlo. En mí, ahora, deseo creer que se premia la ardua labor de los que escriben, los de antes, los contemporáneos, pero sobre todo los jóvenes. No se premia conmigo a la élite, de eso pueden estar seguros, yo vengo del montón y del trabajo, de esa Bolivia multifacética y dispersa que todavía se busca a sí misma. Pero, antes de terminar, una observación que creo pertinente ya que dio en controversia. El arte de escribir es también la penuria de escribir. Y como para tallar el carpintero una mesa suda y se hiere las manos, lo mismo el que escribe. Retorno siempre al viejo y sustancioso Wilde y su mayor consejo: escribir se logra con un diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de trabajo. O algo por ahí cerca, que tampoco es matemática.

La Paz, diciembre 2011
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Leído en la premiación del Premio Nacional de Novela Alfaguara 2011, 06/12/2011
Publicado en La Ramona (Opinión/Cochabamba), 10/12/2011

Imagen: Portada de Diario secreto, Alfaguara, 2011

Saturday, January 23, 2021

¿Qué horas son, mi corazón?


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Qué horas son, mi corazón? Doce de la noche en La Habana, Cuba. Alguna vez fue medianoche en La Habana. Desde nuestra ventana miraban hacia adentro Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. El monstruoso edificio soviético enfrente parece fallecido, pero abajo pululan negros pobres con pobre ron. No hay puertas y son puertas esos agujeros dice que comunistas. Oscuros como stout con café.

Radio Reloj. Cinco de la mañana. No todo lo que brilla es oro, se sentencia en la canción de Manu Chao. Varios folletos Granma sobre la cama, ron de Santiago. No era entonces, aunque debió haber sido, cuando se leían igual a rosario los blancos huesecillos de caimán de Matanzas convertidos en collares de mujer.

Mi vida, lucerito sin vela, no me hagas sufrir más, canta. La última vez que cantó Manu Chao fue en el aire de luces y sombras debajo de la estatua de Ekaterina la Grande. Sobre el mar navegaban luciérnagas y el agua lucía como sangre de tártaro.

Me dice una amiga desde su calle, la Moskalivska, D, 37/39, que compró ayer 22 de enero champaña y torta para festejarse en cumpleaños. Me acuerdo de aquel pastel de chocolate y crema blanquísima, que apuramos con un sauternes helado. Desde el tejado había un panorama de ciudad grande y hastiada. Por allí pasaron los rusos al matadero muyaheidín. Queda el peso de ciudad tomada, sitiada, violentada. ¿Qué horas eran? Las tres, un domingo, y el abrigo gris se te mecía y la cabeza cubierta de velo marrón cuando los iconos miraban con inmensos ojos que acariciabas mis dedos. Besan los pies de los iconos, acarician las manos, el cabello de las imágenes. No había llegado la peste. Un bajo profundo escondido rimaba letanías sonando a entierro.

Sorbo otro poco de stout. Pregunto a mi sobrino Omar qué son esas manchas del mandil con el que cocina. Pensé que eran de aceite y de lágrimas eran, mientras se secaba los ojos amantes llorosos al tostar la cebolla. Puerco con limón, dice, para hoy, a la vez que sorbe otra cerveza y llora. Manu Chao en portugués ahora, zafado, zafadinho, afirmaba el idioma de Pessoa y de los cabellos negros en ola de algas encima de la blanca almohada. Si aquel amor era un cuadro sobrio de Malevich, con un par de cuadrados, aunque detrás se agitaran pontos y puentes levadizos, en un mar en que perecían todos y se oían estertores de ahogado.

Terminé la cerveza. La tarde llama a un ron de Trinidad, dark, se sienten la caña y el machete; debiera llamarse revolución. Manglar y mambises; relaciono el alcohol a historia e historias, a Antonio Maceo y a poemas africanos. Un bus doble se detiene al otro lado de la calle donde está el Hotel Presidente, lujoso, donde los ratones suben en ascensores y donde no se permiten cubanos a no ser que como mercancía vengan. Un bus, digo. Y las olas revientan contra el muro del malecón. ¿De quién era esa estatua ecuestre allí, húmeda del estallido, espada en mano y muertos petrificados?

Juan Ramón Jiménez… poemas que parecen simples. Mi madre lo recitaba en las tibias penumbras de la avenida Aniceto Padilla, al fondo, casa que tenía vinchucas y los manzanos mostraban disparos que mi padre hacía en la noche a sus fantasmas. Desde niños nos enseñó a disparar. Él era el dragón, el que vociferaba llamas, más fuerte que Satanás y San Joaquín al mismo tiempo.

La cerveza negra no permite ver el fondo. Bebes sin saber qué, o quién, duerme al fin. Cosas nuevas o despiertan antiguas. Cambio la música, Charlo, el gran estribillista y cantor. Tiempos viejos. “Lo de Hansen”, Roberto Arlt, don Chicho y la Mignon, pero ya salté a Discépolo. Muros que guardan implacable pátina. Faltan los novios de Chagall por el cielo de Capitol Hill, las flotantes novias de Kusturica. Suena el vals criollo. No sé dónde cabe tanta memoria, y olor, sabor. Tal vez, a este paso, necesite prestarme de Omar el mandil de los lamentos. O me duermo y guardo la catalepsia por unas horas. Cuando despierte será de noche, y sombras que aparentarán ser gente han de escabullirse cuando mire allí, a cualquier rincón, que todo esto está habitado y silente no es jamás la noche sino musicante.

23/01/2021

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Imagen: Keith Haring/Man and Medusa

 

 

Thursday, January 21, 2021

Trago de sombra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Tomaba sol en un balcón del bulevar Chacabuco. Córdoba se movía con su peculiar ritmo entre europeo y latinoamericano, ágil y sin embargo simpático. En el café de la planta baja los clientes iban y venían con intervalos de minutos en su negro rito.

De pronto, bajando por Chacabuco a toda velocidad, aparece un Ford Torino crema que dobla violentamente a la izquierda, por Junín. En el momento de acomodar el carro para proseguir por la nueva avenida, el hombre del asiento derecho arroja por la ventanilla dos paquetes; uno explota en segundos y lanza al cielo y alrededor volantes del teóricamente popular grupo armado Montoneros; el otro queda tieso como un burdo regalo envuelto en papel madera y amarrado con cordel. El Torino avanza rápido por bulevar Junín; cuando llega a la intersección con la primera cuadra, gira a la izquierda y toma Junín pero por la vía opuesta. Retorna hasta el paquete que no explotó y el mismo hombre desciende apresurado, lo agarra y desaparecen. Reacciono y voy por las escaleras; codeo entre la multitud de transeúntes que intentan apoderarse de los volantes esparcidos. Los papeles mimeografiados llevan el sello de una V con una P adentro: Victoria y Perón. Los testarudos guerrilleros urbanos parecen olvidar la lección de Ezeiza, cuando el anciano líder regresó de España y las huestes del brujo López Rega, reunión amorfa de espiritistas, putillas fracasadas e impotentes, masacraron y ahorcaron de los árboles, con entera libertad, a una idealista juventud argentina que lo esperaba ansiosa.

Perón no bajó; desviaron su avión, y se ocultó, como antes con Evita, bajo las dudosamente fieles faldas de Isabel. A pesar de eso los Montoneros continuaron tratando de rescatar la imagen del general, de asirse a la quimera seudorrevolucionaria del viejo fascista. En 1975.

La guerra sucia fue siempre una tradición argentina, desde los inicios de la independencia, pasando por Rosas y la Mazorca, émula criolla de la Montagne francesa y del terror, hasta el siglo XX donde los intereses económicos de la clase pudiente, las ambiciones imperiales extranjeras se ocuparon de rastrear y eliminar a una naciente y protestante clase obrera. Irigoyen y el radicalismo borraron su tradición liberal y convirtieron la lucha de clases en una caza de brujas, línea que siguió con Uriburu, Perón, Onganía, Lanusse, Perón de nuevo -y quien lo reemplazó como patrón y como hombre -José López Rega-, y los generales de la Junta: el religioso Videla, Viola y el imbécil Galtieri.

Así y todo, la Argentina fue un país luminoso. En Denver, Estados Unidos, Carlos Fuentes rememoró nostalgioso aquellos días cuando generaciones de intelectuales latinoamericanos se formaban bajo la febril sombra de la cultura argentina.

Otro día, mientras un Ford Falcon recolectaba desaparecidos en la parada del bus al lado de un cine, yo, adentro, me deleitaba con el filme "Las señoritas de Willco", de Andrzej Wajda.
¿2005?

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba)

Publicado en ECLÉCTICA (Editorial 3600, La Paz, 2019)

Sunday, January 17, 2021

Los tatuados


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Braga. Me veo en la Estação de São Bento, Porto, para ir a visitar a Adrián en la cercana Braga. ¿Una hora, dos? No recuerdo bien. Llevaba camisa roja y jeans. Pasé bastante tiempo fotografiando y mirando los hermosos mosaicos con imágenes históricas. Era de mañana, el cielo claro. Sin el negro brillo de los adoquines ancianos que trae la noche, como cuando bajaba desde mi hotel, colina arriba, hasta una suerte de Prado notable. Me sentaba en un cafecito turco de la esquina, con cerveza y alguna delicia de Istanbul. Siempre fui reacio a mezclar yogurt con carne, ideas que tiene uno, pero fue hasta Porto, el Portugal del 2018, donde quise enterrar a mis muertos, o decorar sus mausoleos para recordarlos en idea. Rica comida turca, casi decir el México europeo, pensando en comida mexicana en cada rincón de Estados Unidos. Estaba en cada país, en las calles de Ucrania donde lo único que extrañé fue el picante que me pareció desconocido (no puede ser) y donde comía en la Preobrazhenskaya una suerte de largos burritos deliciosos. Con yogurt. Y comida tártara.

Porto. Duero y vino. Fado y mujeres. Bellas y distantes portuguesas. La belleza de Brasil viene de la mezcla, sí, pero creo que sobre todo de ellas, las hermosas, y frías, y dicen que trastornadas, portuguesas. La depresión campea, según, sobre el femenino aquel, aunque estas generalidades no cuentan en el momento preciso del asombro y del placer.

Braga. Ciudad antigua. Muy religiosa con monumentales iglesias. Allí vive Adrián Antezana, amigo de mi sobrino Omar, y mío, en relajada vida que lo mantiene sonriente y vital. País inolvidable.

Llego a Braga en tren. Me recibe Adrián. Llegamos a su casa y comemos algo con su tan amable esposa e hijo. Conversamos todos, hablamos de ir a Vigo. Fuimos. Pero ese es texto aparte. Adrián pide permiso para la noche. O hace que lo pide porque lo cortés no quita lo valiente. Alistamos chamarras y aguerridos salimos hacia la perdición que es un fantasma que recorre el mundo con más ímpetu que el comunismo. El pobre Engels no lo sabía. Y menos Marx.

Primero vamos a Sé la Vie, en medio de la tormenta. Nosotros dos y la dueña, buena expresión de la belleza semita. Cerveza rubia y negra. Luego de la lluvia, con hombros mojados y cabello como que remojado en el río Rocha en los consabidos baños andinos, hacia Juno, popular antro de un piso segundo con María en la barra. En Sé había aparecido Felipe, tatuado como los maras salvatrucos, brasileño negro, reidor y parlanchín. Del Amazonas. Las mujeres lo categorizarían como terrorífico. Este hombre tatuado, escapado al sur de las páginas de Ray Bradbury, convoca a Luciano y unas amigas de allá con tatuajes también cuya tinta la memoria ha borrado. El local está lleno, rebalsando. María es la dueña o hija del dueño, una joven que desmiente lo que dije antes de las lusas, antes de conocerla. Muy alegre. Para entonces la fiesta ya se ha apropiado de mi espíritu altoperuano y vuelo sin rumbo y sin meta en el entre penumbroso y brilloso panorama del alcohol. Señoritos braguenses, de alcurnia y escuela, conversan conmigo con nariz arriba de la grandeza de Evo Morales. Les dijo que no saben ni putas y los desdeño. Asustados están, además, con los tatuados, que cuando Felipe mueve la mejilla se agita un universo. Si hasta nariz y orejas y cejas y quijada y calavera las tiene con figuras. Esperan, los diletantes, el ataque caníbal del que ni san Evo los rescatará, el chapulín cobrizo.

María me gusta, que me gusta. Y se lo digo. Me anuncia, mostrándolo, que su novio es aquél. Lo miro, sonrío y asedio. No me lo presentes, ya es pasado. El padre de ella me observa, se acerca y me susurra que su hija no es una puta. Será mi esposa, cabrón, espeto. Você quer beber pinga, Felipe?, pregunto. Pinga es aguardiente, ron, de Brasil. Cachaza pobre. Sí, responde, y María llena una docena de vasitos con ron blanco, o sería pinga en serio. Ronda tras otra que no quiere cobrar. Le caí simpático. Me olvidaste, María, lamento. Tú me olvidaste, Claudio, dice ella con riendo. Novio y padre en la esquina derrotada.

Pinga viene, pinga, va, hasta que los tatuados empiezan a caer, mangos maduros. Las tatuadas los recogen como si fueran desgastados pedernales. Apariencia de ferocidad. Buenas gentes pero Felipe daba miedo. Pirata del ancho río donde los arapaimas asoman como sirenas para los solitarios. Piel helada del pirarucú, que en Bolivia llaman paiche. Gigantes de río y nuestro pirata muerto, caído en batalla por la pinga transparente. Llévate algo de mí, ofrezco a María, porque ya debemos irnos. Amanece. Escoge mi negro nuevo reloj y se lo entrego. Para mí se quedó en esa hora de las seis de la mañana. Allí se detuvo el tiempo. Desde hacía mucho un grupo gay nos observaba y habíamos intercambiado algunos tragos. Entonces nos invitan, a Adrián y a mí, a continuarla en su casa. No aceptamos; la farra nos deshizo. Si caminamos, no sé, o tomamos un taxi. Comento a Adrián, al mejor estilo cochabambino, que hicimos “hincar” a los brasileros. Sentencia él que, “si íbamos con los maricas”, los hincados hubiéramos sido nosotros. Río. Las monumentales piedras escolásticas y santas de Braga nos ven pasar, luciferes en descenso.

14/01/2021

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De DIARIO DEL DIVORCIO (Libro de viajes)

Imagen: Guerrero mundurucú

Thursday, January 14, 2021

Patxi Irurzun sobre Muerta ciudad viva


Ayer llegó a casa "Muerta ciudad viva", de Claudio Ferrufino-Coqueugniot,
 que publica en España Limbo Errante. Y nada más llegar, la novela me agarró por las solapas desde el primer capítulo, me arrastró hasta Cochabamba, a ver lo que nadie quiere ver, con su prosa resplandeciente y sórdida, como los cruces de caminos en los que orinan todos los borrachos. Todavía me queda mucha novela por delante, por suerte, pero ya tengo en cielo del paladar un infierno, el sabor a chicha fermentada con heces, la embriaguez de las páginas de este magnífico escritor boliviano.

2016

Sunday, January 10, 2021

Karl May, un cuestionamiento literario


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hablo de los años 60. Crecimos yendo a las matinales de domingo a mirar “películas de cowboys e indios”, westerns que alegraban nuestra vida y ampliaban los horizontes del sueño. Entre los personajes de afición, que también salían en los comics llegados de México, estaban por supuesto el Llanero Solitario y su ayuda Toro, y Old Shatterhand, con su contraparte nativa, el jefe apache Winnetou, productos estos últimos de la pluma e imaginación de un escritor alemán llamado Karl May.

Recuerdo una colección de literatura juvenil, en formato mediano, en la que leí “La Pradera”, de dicho autor, así como “Los muchachos de la calle Paal”, del húngaro Ferenc Molnár y una de mis inolvidables lecturas. Karl May predispuso a muchas generaciones, en su Alemania natal, y, según muestro, hasta en la Bolivia de 1960, el gusto por la aventura. Antecede a los Verne, Dumas y Salgari que vendrían, aunque su reemplazo, para mí, estuvo en las publicaciones de misterio de la escritora inglesa Enid Blyton, cuyos libros intercambiábamos con mi primo Jorge Soriano como tesoros.

Los alemanes en el oeste norteamericano se asemejan a los alemanes de la conquista en lo que hoy se dicen Venezuela y Colombia. Los rodea el misterio. Muchos años después, tal vez en  D'Artagnan, la preciosa revista argentina, adoré la historia de un príncipe prusiano, de cacería en el Far West, que conoce a cierta tribu, creo que la nación Kiowa, y termina combatiendo a su lado, con métodos prusianos de armamento, estrategia y tecnología, en contra del séptimo, o cualquier otra caballería del ejército de los Estados Unidos. En ese instante rememoré a Karl May.

Vincent Canby, del New York Times, y haciendo un recuento del filme de Hans-Jurgen Syberberg (“Karl May”, 1974), dice: “En las últimas décadas del siglo 19, Karl May (1842- 1912) era el más exitoso autor de Alemania. Sus libros se vendían como panqueques con moras y crema encima. Por 30 años escribió 40 páginas al día, construyendo un vertiginoso cuerpo kitsch de aventura-ficción que en origen tenía alguna deuda con James Fenimore Cooper pero que, finalmente, creó una mitología quintaesencialmente alemana”.

El filme de Syberberg, préstamo de la biblioteca Schlessman, forma parte de una trilogía que comienza con Ludwig, rey de Baviera, que sedujo también a Luchino Visconti, luego con Karl May (la única que he visto) y después con siete horas y media de “Nuestro Hitler”, en una búsqueda de la creación de los mitos alemanes, a través de cierta continuidad romántica que se inicia con el rey loco, sigue con el fabulador y termina con dramatismo en el hacedor, en un estilo brechtiano, a decir de Canby.

“Karl May” se centra en la última década de vida del autor, hoy olvidado. El cineasta cuida en extremo juicios sobre el talento literario de May. Su objetivo, bellamente logrado, apunta a cuestionar y comprender a la nueva Alemania, a través de estos individuos-fenómenos de masa. En esa época, el escritor que nunca había salido de Sajonia, y que permaneció ciego los primeros cinco años de su infancia, enfrenta demandas múltiples que intentan descalificar la validez de sus obras. Escritores envidiosos, editores ávidos de riqueza, mujeres despechadas, fiscales que horadan en el pasado criminal de May, se lo disputan a dentelladas. Él, como Old Shatterhand, su alter ego, se defiende, con argumentos, y triunfa al fin cuando en un instante muy emotivo del filme un juez le agradece ser el heredero de los cantares de gesta, y otros alegatos relacionados con la grandeza y la virilidad de Alemania. Se multa a los demandantes, que incluso presentan a un indio Mohawk y le preguntan si oyó de la existencia de un tal jefe, Winnetou. Su negativa no cuenta.

Hermanada con la búsqueda de aquella mitología alemana de los héroes de gesta, está la cuestión de si es o no válido escribir sobre algo que no se conoce. Aunque Hemingway aconseja no hacerlo, Karl May resultó un sorprendente suceso. Ante su falaz afirmación, a inicios de la cinta, de que treinta y cinco mil guerreros apaches lo esperaban en pie de guerra, ya que su amigo Winnetou había muerto, el público no cuestiona la veracidad: se emociona y agita con la imagen romántica de aquella gente aguerrida aguardando por un líder que la lleve hasta el triunfo. Viene a colación de manera inevitable Hitler, quien apreciaba, hasta hacerlo su autor favorito, al delicioso mitómano, cuyos personajes le representaban un ejemplo que la juventud alemana debía seguir.

Escribir no es asunto de verdad o mentira. No se puede pedir que se aclare el Génesis bíblico, o practicar la estadística para observar en serio lo viable de la Creación (El Génesis entendido como experiencia literaria), o soslayar la insólita belleza del Cantar de Gilgamesh. Si hasta Heródoto, el filósofo de la historia, a menudo se oye como un augur, un alucinado, en sus pasos por el nebuloso mundo antiguo. Y eso se propone, con o sin conciencia, no puedo comentar, la película sobre un autor quizá mediocre, pero catalizador de su propia historia.

Más de tres horas que no producen ni modorra ni aburrimiento. A pesar de que creo, como Canby, que se necesita un sólido background sobre Alemania para comprender; temas como la invención, la destreza del relato, el derecho a imaginar, van paralelos al argumento original. Karl May fue un asombro de su época. En las postrimerías de su vida, y seguro con información fidedigna, Syberberg hace aparecer de visita en casa de May a un joven pintor sobrecogido por la magnitud de su interlocutor: era George Grosz. Y en una última conferencia en Viena, se nombra como asistentes al evento a Heinrich Mann, a Georg Trakl, al fervoroso joven Hitler, entre otros, añadidos a la presencia, amistad, admiración y consejos de la que fuera primera mujer Premio Nóbel de la Paz, baronesa Bertha von Suttner.

Hay que aclarar, ya que mencionamos a Adolf Hitler, que Karl May fue siempre un pacifista.
18/04/2011

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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 24/04/2011

Sunday, January 3, 2021

Birth of the Blues


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

A Herminia Martínez. ¿Dónde? Ni lo pregunté.

Será Sevilla, supongo, por el acento. Jan Garber y su orquesta tocan en 1939 Birth of the Blues, y conversamos de música, la luna, la noche, el sueño y el no sueño, alebrijes y choclos bicolores como hubiera deseado César Vallejo.

Nos reunió Madrid-Cochabamba, idea y creación del poeta del séptimo piso, querido y complicado -dicen- Pablo Cerezal. Pues, gracias, maestro. Domingo que muere en un lado, que crepuscula en el otro. Como todos los domingos. Solo la poesía da singularidad a la costumbre. Que amar puede ser amar como roncar. Una cosa no es lo que se ve. Y no hablo, porque ni circunstancialmente soy espiritual, de filosofía de tocador sino de sensaciones. De otra manera el domingo, y lo demás, quedaría como pingajo inerte de matadero. La sangre palpita, la sangre demanda.

Herminia es María Guadaña. Sugerente el aparato segador. Lo que alimenta también mata. Me gusta. La voz debe ser desgarradora, a pesar de que todavía escucho a McCartney. La muerte, la no novia, canciones que siguen los pasos de las calaveras de Posada. Imagino un registro breve y escondido del fin del mundo. Ecos de Lou Reed y de Tom Waits. Vivimos en la sombra, brucolacos escapados de los cuentos de Nodier. Nos reunimos en esos abandonados bares de Hopper, lunares de las ciudades norteamericanas plenas de fantasmas. Los hay aquí en el barrio por donde trastabillaba, borracho, Kerouac. Lo busco y no lo encuentro; se ha mimetizado conmigo.

Que venga el fin del domingo. Brilló, hoy, en la conversación, en el oro del maíz, en el silencio vecinal exterminado por la plaga (de algo ha de servir). Saludos, Herminia, hasta la próxima voz.

05/07/2020

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Imagen: Pablo Picasso

Saturday, January 2, 2021

Cómo se nos van los años


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

… y ahora cuesta recordar, cantaba Piero. Aunque cada año es lo mismo, ponerse a hacer memoria, hablar de lo que fue hace poco, de lo que ya no será; siempre lo repetimos. Decidí, entonces, y circunstancias lo obligaron, esperar las horas de este último en completa soledad, a ver si hacía diferencia, si ante la ausencia de voces se conjuraban al olvido los fantasmas. No fue así. El cuerpo está condicionado a aguardar la medianoche de fin de año que esta vez vino gélida, gris, con la luna apenas brillando en un terciopelo opaco que cubría el cielo y eliminaba sus estrellas.

Me vestí. Una vez cada diez años o me regalan o compro alguna ropa nueva porque la necesidad obliga a que no parezcamos mendigos -y lo seamos- y disimulemos a pesar de que el público no vino o simplemente no existe. Pues zapatos, camisa, pantalón, nuevos. Afuera, del vano de la puerta abierta hacia la noche, oscuridad. El piso está duro, congelado; da siempre la nieve, o el hielo, sensación de suciedad, de desaliño, de tiempo abandonado.

Reviso la maqueta de un libro que se incuba en Zaragoza. Pienso, recuerdo, que la columna de Durruti podía ver desde el frente las torres de Zaragoza. Era, para mí, como un bloqueo mental, lo imposible, lo que nunca se encuentra ni cruzando el río. Es que la revolución, la “verdadera” en esta era de verdades y mentiras, no podía pasar de un sueño loco, de la visión en la distancia de una mujer que asoma al alféizar y apoya sus blancas tetas que no podremos tocar. Y sabemos que esa piel treintañera ha sido recalentada por el sol y que debe sentirse agradable, mullida, descanso para labios cortados de sed y sal. En la Zaragoza inalcanzable, crecen páginas mías, tejidas en muladares del sur, el Kilómetro Cero, donde la vida nunca valió nada. Y menos la muerte. Cochabamba, jardín de la república. Flores negras.

En sesenta segundos el año se fue. Entre lo viejo y lo nuevo, un instante. Entre tú y yo, siendo tú ahora que estoy solo una muchedumbre de ellas, disformes, amalgamadas, conjuncionadas, confundidas. El desafío radica en que año que pasa, año en que las percepciones tienen que ser más agudas. ¿De qué sirve el aprendizaje si no? Observo. La vecina de la izquierda tiene el televisor prendido, sin volumen. En la sala, un foco ilumina un bastante buen cuadro abstracto. Los de arriba, los armenios huidos de Siria, guardan una oscuridad silenciosa y asustada. Ese es un año, el que marca distancias que pudieron haber sido fatales. Imagino que miran con sus inmensos ojos oscuros las figuras casi humanas que el frío forma entre las corrientes de aire, lo que en el medioevo eran espectros y no son y recuerdan las reales, humeantes y dolorosas, de hace un año. Hace pocos días me trajeron gran cantidad de nueces de regalo. Agarro tres a cuatro al mismo tiempo y las rompo bajo presión mientras tomo un café aromatizado. Cuánto podrá significar una nuez, muchas en este caso, para un sirio que escapó de la muerte… Feliz Año Nuevo.

Cuesta recordar, y cómo no si día que pasa día en que acumulamos. Recibo cartas, felicitaciones, buenos deseos y un gasto de optimismo. Un año atrás, otro balbuceando en fracción de segundos. Esto del tiempo es maldad divina, porque sin calendarios quizá ni cuenta daríamos que ayer difiere de hoy y que mañana quién sabe.

En la pantalla el hielo antártico atenaza al Endurance. Hay olores de fricasé por el encapotado cielo de Aurora. En algún lugar, no lejos, bolivianos han hecho campamento y cocinan.

01/01/18

 

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 03/01/2018