Tuesday, June 29, 2021

Las torres de Braga


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ni sé ya si la memoria se confunde, o se conjuga, con lo onírico. Visité Braga, claro, seguro. Adrián Antezana me esperaba en la estación de trenes. Una hora desde Porto, Oporto. Del Duero a la Edad Media, del fado al silencio –pensé- pero no fue así. Vino y pinga, como llama o povo brasileiro a la cachaça, ron de pobres. Era una fiesta, parafraseo a Hemingway. No París sino Braga, iluminadas sus rocas medievales, la supuesta santidad milenaria que da escozor en la espalda cuando se piensa en el horror de la religión y su saña. Escolaridad por otro lado, erudición, letras y el magnífico elixir de uva portugués como secreto guardado por monjes que serían maestros y asesinos a su vez. A la vez.

 

Esperé en São Bento, de camisa roja cuadriculada. Polera debajo, como acostumbro, de jubilado protegiendo los pulmones, o de elegancia de dandy paceño. De reojo miraba el reloj digital de la estación. Trenes modernos, multitud. Hermosos azulejos pintados con escenas históricas. Épica de una nación que se echó al mar pero combatió en tierra a moriscos y africanos. El frío azulejo, de obvio tono azul, se multiplica en las paredes. Esa pieza ornamental es gloriosa en Portugal. Fotografié sin pausa ni desgano Santo Ildefonso, iglesia del siglo XVIII en Porto, porque encarna la belleza tanto como la inmortalidad. ¿Arquitectos de Dios? Los masones dirían que sí, todo es cuestión de compás y medida.

 

Desayuné antes de ir, supongo, en uno de tantos cafés alrededor. Entusiasmado por el inicio de un viaje que sería mi retiro a lo Rimbaud hacia el olvido. Error que me cargué con dos maletas y no con una pequeña mochila de bersagliere que me hubiese permitido mis lapiceros, un par de libros y ropa interior de Victoria’s Secret que me compraría amor.

 

Se ha nublado en la calle Clarkson mientras escribo y escucho a Balakirev. Tiempo de preparar un ron de macadamia, rojo tinto, con Sprite, limón y hielo. Salir a la terraza y revisar si la papa que sembré delante de la casa se ha podrido o parió. Cuarteé el tubérculo como vi hacerlo en Pocona en los años 80, cuando sembramos bajo el sistema de compañeros y tardamos tres días en cosechar mientras bebíamos 72 horas un infame alcohol de caña. Veremos. Llueve y no faltará agua, aunque este calor de verano parece marciano. Penumbra de las dos de la tarde. Alivio después del fuego.

 

Lo nublado se convirtió en torrente del cielo. Me recordó los imprevistos y pavorosos temporales que se abaten sobre la urbe de São Paulo. Entonces arrastraba el agua toneladas de basura. Cambió, no puedo decirlo. Lo asocio con el café caliente en copas de vidrio con agarrador y funda de metal. El boliviano que me acompañaba pidió no sacar billetes grandes, que aquí te cortan el cuello por poco, aseveró. Creo que murió ya; yo sigo vivo. Cortado o ultrajado, lo ignoro, ni me interesa. ¿Poco apego por la vida? La de algunos otros, por qué no.

 

De la estación de tren, Adrián me llevó a su casa. Su linda esposa y el pequeño hijo colmaron las expectativas de amabilidad. Adrián pidió permiso para la noche, para quemarla, inmolarla, sacrificarla a la fiesta nacional nuestra, la patria grande que es chupa eterna y no otra cosa.

 

Nos acicalamos, y entre llovizna portuguesa, medio inclinada, comenzamos el periplo de los bares. A esa hora todavía los parroquianos no dejaban el hogar. Como en España, aquello comienza a las diez. Los bolivianos a las diez de la mañana, costumbres ancestrales dirán, el imperio de Momo. También en el norte argentino, quechuas lo mismo, mimetizados en otra pronunciación pero enmarcados en la raza. Argentinos que a “chunku” dicen “shunko”, según resaltaba mi padre, quechuista inteligente, refiriéndose al autor argentino Jorge Ábalos que escribió una famosa novela, que llegó al cine, con ese título. Del primer Shunko Ábalos vienen los que siguen, incluidos sobrinos míos, hijos de la bella Matelé Coqueugniot.

 

De esa odisea alcohólica, que culminó a las seis de la mañana y a la que siguió paz de tumba, hablé un poco ya en un texto sobre los tatuados, amigos brasileros que habitan Braga, estudian, enseñan, y que retornaron a la pinga con avidez. Hubo una muchacha judía dueña de bar. Hermosa como Rebeca y peligrosa como Judith, la acosé sin descanso por diez minutos. Supe que el sitio mataría al sitiador de hambre y no al contrario. Me retiré, no cabizbajo, sino mirando con la nuca a la sin par María, patrona de un concurrido bar de intelectuales donde nuestras maneras salvajes, cerriles y selváticas, no cayeron muy bien dentro de la sofisticación progre de los eternos salvadores del mundo, lenines con casulla de dominicos.

 

Hace poco me contactó Luciano Mata, uno de los amigos brasileños de entonces. De la cabeza a los pies el hombre ilustrado de Ray Bradbury. Cierto que los universos pegados con tinta a su piel pronto se doblegaron a la falta de coherencia que la pinga atrae. Las flores se hicieron espinos y el tamanduá trepado al árbol, si hubo alguno, cayó en la fosa de la melancolía que es un mar lechoso que ahoga.

 

De ida y de vuelta, a pesar del empeño cochabambino que pongo en la fiesta, no dejé de observar los murallones, las sombrías torres, monumentales templos. Mi mente, que bailaba cumbia o forró, fotografiaba sin embargo las piedras cargadas de sufrimiento y de historia. Festejar no implica olvidar. Si bien no era ahora tiempo de ponerse la faca entre los dientes para el degüello, no se podía no pensar en ello. No he leído si Braga era solo académica ni los entretelones de las guerras de religión. A veces es bueno no saberlo y dejar remar la imaginación por aguas tan verdes como las de Yellow Submarine.

 

Porto tiene monumentales piedras talladas también. El barrio antiguo sobre las colinas y sus vericuetos urbanos forman parte de ellas. Pero Braga es quizá más esparcida, abierta, y los edificios resaltan como hongos del amanecer. Converso con Adrián y me dice que disfruta de la pequeña ciudad, que en ella tiene todo lo que le hace falta, además de la tranquilidad económica. Ni para decir que es de espíritu sedentario; anduvo por los emiratos y el Japón. La familia es el plomo necesario, ajustable, que mantiene tieso el hilo de pescar. Con él, gracias y por, no solo la bonanza proviene de río revuelto sino de aguas mansas. Algo que no supe hacer, que desequilibré con constancia malhechora. Quedan las hijas, pero la pareja, siendo la argamasa fundamental de la edificación, ha sido lavada como mezcla débil de arena y cemento que jamás pasará de levantar un piso y deshacerse. ¿Castigo o bendición? Está nublado en la calle Clarkson norte. Al fondo de los callejones de Braga siempre había un imponente monstruo levantado desde la fe. Hombre de poca fe, siervo sin Dios, oveja hecha cabra montés. A pesar de ello sé sentarme a observar con respeto y una tranquilidad como de Valium, los delirios de la, otra vez, fe. Me sometirán el día del juicio que nadie ha comprobado si sucede en serio, a la prueba de caminar sobre brasas. Si no me quemo tendré santidad; caso contrario olerá a parrillada, corte mitad argentino con bestiario boliviano. Entre suave e incomible, mucho de sal y una taza de pimienta negra, que con la blanca nunca aprendí a cocinar.

 

Dime tú, mientras reviso fotografías de Braga, si esas iglesias me sobrevivirán. No cargan la certeza de lo efímero que concentro yo. Son piedras y yo de carne, de arriba abajo pecado original.

 

Me atraen las torres. Miraba las puntas de la catedral de Amiens, la torre detrás de ella, desde donde lanzaron a los niños en cruzada para que el maestro Schwob contara sus huesecillos como chuis. Los vendieron en el bazaar, a la sevicia de sultanes y orgiásticos mamelucos. Desconfío de estas paredes tan tranquilas, donde uno sin mucho esfuerzo situaría alguna divinidad para adorar. Torres de Braga que se ocultan. Lo bueno de la sangre, para quienes la derraman, es que se seca y se transforma en viento. Con ella el simún que atraviesa Palestina se tiñe de bermejo y parece que nada ocurriera, que el mundo sigue un cauce indetenible de santidad.

 

Evaporo los humos de demasiada cerveza, las úlceras del potente ron blanco y no tengo chiles picantes para cauterizarlas. Dormitando en el tren que me devuelve a Oporto, mirando los increíbles ojos de una mustia portuguesa, los muros de Braga, de un amarillo que les daban los reflectores, me obligan a sentirme chico, a denigrar el día siguiente que consistirá en comer chorizos con papa frita y peri peri, desayunar en el hipermercado de enfrente, recordar mi casa en ruinas, las máscaras punu que volvieron a la tumba de donde las arrebataron.

 

Espero en el aeropuerto de Gatwick, Londres, el avión que por cien dólares me llevará a Porto. Por ahora no pienso en Braga sino en Lisboa. En Vigo también por palabras de Paz Martínez. Son los primeros días de una aventura que comienza formal, enloquecerá, y habrá un retorno pausado hasta el nuevo ataque epiléptico de deseos y amores, de fiesta brava, baile y vino. La monástica Braga será un bálsamo, lo admito, porque en medio del desenfreno ponía como flashes de cielo e infierno sus inconmovibles piedras, voces de coros antiguos, misas que todos necesitamos, el cómo va de cada uno.

 

Llaman al pasaje. Miro Londres debajo; poco puedo ver. Al otro lado del mar me siento en un tren, es octubre, y el boleto dice que voy a Braga. He de escudriñar la historia. Beber de ella. Encapricharme y ya de lejos escuchar la lluvia mientras recuerdo y escribo, mientras escribo para recordar.

19/06/2021

 

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Publicado en la revista NÓMADAS (de Roberto Navia Gabriel), 29/06/2021

Monday, June 28, 2021

Del deseo y la palabra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me he puesto a ver el filme Casanova, de Lasse Hallström. En la biblioteca del pasillo de la casa grande estaba el libro Vida amorosa de Casanova, de editorial argentina de aquellas clásicas de los años cincuenta; Tor, quizá.

 

Como no había restricciones familiares de lectura, aquella fue mi primera aproximación al erotismo. Además que venía cada capítulo con un dibujo representando a la dama cuya historia se contaba. Lucrecia... Ligeras de ropa, a veces, pero sobre todo insinuando que había un misterio. Ese libro, más la descripción en La Ilíada de cuando Juno con sus encantos seduce y distrae a Júpiter durante la guerra de Troya para dar victoria a los argivos. ¡Cómo recuerdo! Se pierden en una nube, un nimbo, seguro, de los blanquísimos y enormes, y el dios sin freno se entrega a la carne divina mientras hacen pasto de sus protegidos en tierra. Juno no mostraba nada, ni senos ni piernas que yo recuerde. La seducción era de verbo; la palabra como llave paradisíaca. Nada explícito; todo sugerente. En Casanova había detalle, calzones y muslos, y vellos que parecían bosques encantados con marmita hirviente de fondo.

 

Ávido niño, leía. Siendo la mujer todavía lo grande desconocido, la presencia femenina tomaba características peculiares. Había el corrillo de amigos que habían visto “cosas” de primas y hermanas, que sabían que los mayores en tal y cual ocasión les habían contado del altar donde la oración se formaba con voces de placer. Llegó Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, un libro que tengo que leer otra vez, cincuenta años después, para develar una pregunta escondida desde siempre, esa sensación inexplicable cada vez que oigo mención del personaje. ¿Qué fue, qué era? Doña Bárbara montada en iracundo viento tal vez representaba los caballos del placer de William Blake, corceles que desconocía pero que imaginaba de mil formas, creando un Frankenstein de mujer con los pechos de Raquel Welch, el cabello de Catherine Deneuve y los ojos de Romy Schneider. Luego vinieron las divas del porno: Christy Canyon, Seka, Celeste. Fue distinto, atractivo sin duda, pero lo concreto cerraba paso a lo onírico. No es que hable de amor, si se puede hablar de amor. “¡Qué me van a hablar de amor!”, cantaba Julio Sosa. “Varón, pa' quererte mucho/Varón, pa' desearte el bien/Varón, pa' olvidar agravios/Porque ya te perdoné”, continuaba el Morocho del Abasto. Distiendo los músculos, divago, hago digresiones e imagino al chico sentado sobre los fríos mosaicos soñando pezones venecianos grandes como olivas y duros como monedas. Aguas turbias, remos que cortan el agua, si hasta la geografía ponía su aderezo erótico. Luego vino la realidad, que fue mejor que el sueño. Bastante después, cuando la Lucrecia de Giácomo Casanova tuvo nombres más terrenos y el boato señorial cedió al polvo de adobes deshechos en la tarde cochabambina.

 

Larga la literatura de la carne y del sentimiento. Del refinamiento inglés, que aparecía en la puerta con portaligas violetas, hasta el olor del molle frotado contra la piel, dejándola del color del jamillo. Eva y la manzana, el higo y el membrillo. No otra cosa es el mito del Jardín de las Hespérides. En términos locales aquello de robar fruta se decía k’ukear. Entrar por el pastizal y llevarse uva y durazno. La fruta dorada ella, así en el mundo de hoy me acusen de transgredir todas las normas de la igualdad y el decoro. Fruta y joya y luna y arroyo, peor (mejor) si a eso le añadimos que tenía voz, que pensaba, que sabía cómo arrojarte por las quebradas del desdén con el espinazo roto. Ladrón de amor, suena el vallenato. K’uko enamorado…

 

Cambio las arias de Haendel por piezas de clavecín de Jean-Baptiste Forqueray. El cielo de Colorado amenaza lluvia. Los trabajadores van al matadero, alegres porque están en los Estados Unidos y sus dientes se han comprado por migajas de cierto lujo. No se puede luchar contra eso. Sobrevivir no tiene juicio. Comienza a garuar; seguiré con mi película. ¿Si tuve vida amorosa? Creo; la imaginé o la imaginaron por mí. No tapizaré mis muros con pieles de vencidos a la usanza babilónica. Vencidos, caídos, descuartizados como Tupac Amaru, colgada y expuesta la momia de Cromwell. No, nada de eso. Bato con parsimonia la falta de azúcar en mi café, mezclo la crema que ablanda y enfría el calor.

 

Por Helena de Troya las negras naves cubrieron el Ponto, y sobre altares se violaron Casandras y degollaron Políxenas. Otra Helena, Helena Czaplińska, desató la debacle en la estepa como nunca se había visto. El amor también se viste de muerte. O la Muerte se viste de amor.

28/06/2021

 

 

Saturday, June 19, 2021

De Odessa a Kharkiv, 18 horas cruzando Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Abro un mapa que queda corto para Kharkiv, llega hasta Sumy y Kremenchuk. Trato de trazar a lápiz aquel viaje que hice en octubre de 2018 entre una ciudad y otra, entre Odessa y Jarkov, la antigua capital. Del Mar Negro a la casi frontera rusa, medio país hacia oriente. Entonces no usé un mapa y lo desecho hoy, no por inservible, sino porque aparte de unas cuantas referencias geográficas hablaré de gente, impresiones, recuerdo y memoria. El boleto costó 11 dólares.

 

El plan consistía en explorar primero el este y en un par de meses inclinar las maletas hacia occidente, a esa joya arquitectónica de Lviv y de allí cruzar a Polonia en un detallado croquis histórico, paisajístico. Siempre la literatura detrás de las alucinaciones. El oeste contaba con referentes sacados de la trilogía histórica de Sienkiewicz (A sangre y fuego, El diluvio, Un héroe polaco), también llevada al cine de manera notable por Jerzy Hoffman, aunque los libros abarcaban mucho más de lo que entonces era Polonia y buena parte es hoy Ucrania. Pregunto a mi amiga Anna acerca de sus orígenes: ¿rusa o ucraniana? Polaca, responde, y me avergüenzo de olvidar aquello que más sé sobre la región. Una polaca de nacionalidad ucraniana en el noreste del país, en Sumy. ¿Cuántos siglos mezclados en una sangre? ¿Cuánta mixtura de sangre en una ciudad y un nombre? De trasfondo el dolor, viniere de donde viniere, siglos de dominación mongola, guerras, espadas lituanas y flechas tártaras. El sultán con gran fanfarria aplasta el polvo de los caminos. Así el zar y los cosacos errantes.

 


Rodaballos, peces con dos ojos sobre la misma superficie plana. No puedo evitar pensar en Günter Grass, en el voluminoso libro suyo con nombre de pescado. Lo leía en 1986, en los predios de detrás de la casa de la señora Lidia que todavía lloraba a su hijo, Gonzalo Barrón, asesinado por los militares. Rodaballos y otros peces secos, también frescos, colgados para mejor espectáculo y con nombres en cirílico y los números que sí entiendo. Frutas. Pimentones. Granadas rojas, cuarteadas, en gran cantidad, que dejan un reguero como de sangre cuando levantan el mercado.

 

El mercado de Odessa, a dos cuadras de mi hotel, podría ser el de la 25 de mayo en Cochabamba. Hasta la estructura metálica interior, que en mi ciudad tiene el mito de haber sido construida por Eiffel, se parece. Son lindos los mercados, coloridos. Y los vendedores se parecen en cualquier lugar, y las caseras  lo mismo. Fotografío, pido permiso que me conceden sin problema. En Cochabamba saldría perseguido por cuchillos carniceros. Allí hay desconfianza, miedo a la autoridad, temor de ser descubiertos por quién sabe qué, sin descontar los embrujos. La vendedora de api ocultará el rostro a la cámara, y si puede hervirá el del osado fotografiador en la pasta guinda para venderla después, sazonada con tintes canibalísticos.

 

Son lindos los mercados. Los de Odessa sobre todo, con el mar Euxino que abre la puerta de infinidad de mundos, colores y especias. Almejas cubiertas de queso caliente derretido. Comida turca, en grandes tortillas delgadas enrrolladas. Puestos de comida callejera, pollos al spiedo y piernas de chancho y costillares de cordero. Los envuelven en papel y corro al hotel para, sobre la cama, mirando noticieros ucranianos que no entiendo, devorar con gusto antes de que anochezca y me vaya de excursión por la Moldavanka, de calles asesinas.

 

Cerca del mercado está la estación de buses. Como pude, y como fuera, me hice entender que quería viajar a Kharkiv. La única manera, será la centralización, era partiendo de Odessa ir a Kiev y de allí al este. Sucedió lo mismo cuando llegué en avión. Mi vuelo era Roma-Odessa, pero el avión paró primero en Kiev, luego en Istanbul, de lo que no me arrepiento, para luego detenerse, ya de noche, en el modesto aeropuerto de la hermosa ciudad. Todo pasa por la capital, en contra de una lógica que indicaba el camino directo bordeando el mar, pasando por Kherson. Pues recibí un ticket en papel y otro virtual, en chino para mí, para este larguísimo viaje donde no había ni un solo extranjero ni nadie que hablara inglés. Buses confortables sin ser lujosos, pero con internet incluida. La Red en Ucrania es una de las más baratas del mundo. Mientras Odessa se desvanecía, ya partiendo, aproveché para hablar con amigos por teléfono, intercambiar textos, enviar fotografías y la emoción de aventurarse en el siglo XXI como si fuera el XVII. Mal romántico, tal vez, o nunca me curé de melancolía.

 

En el corazón, cierto, estaba el abandono de un amor de más de veinte años y una búsqueda que con sus pinceles difuminó la pena y de ella hizo fogata, auto de fe.

 

Casi no dormí. Miraba las sombras de los árboles de la estepa. Estaba en tierras que habían sufrido inmisericordes cabalgatas en la guerra de 1648, la que dio independencia, a medias, a Ucrania, liberándola de Polonia. Pensaba en si por allí anduvo la majnovchina, ya que estaba tan lejos de sus cuarteles generales en Huiliapole, en tierras zaporogas. Luego vi que sí, que la sombra del movimiento marcada en los mapas por momentos la hizo alcanzar hasta aquí. A cabezazos fui viendo como sueño pueblitos y caballos. Todavía de noche llegamos a Kiev, a una estación que El Alto de La Paz no envidiaría. Hay pobreza, precariedad. En Kiev cambiamos buses. Comí. Nada como comer en estaciones de paso. Escribir personales roadhouse blues. Y de noche. Chorizos con pepinillo, tradicional.

 


Soñé que me miraba un rodaballo y por su ojo caía el jugo carmesí de una granada. Lomo rugoso y vientre liso y blanco. No lo probé porque no vi o no entendí que lo ofrecían. Un día lo haré ya que pienso vivir en Ucrania un par de meses por año de mi jubilación para viajar y escribir. Bajar por la Dobrujda y Besarabia hasta el delta del Danubio. Supongo que hay licor de ciruela por allí, brandy de ciruela de la Europa centro-oriental, slivovitz.

 

Y tanto más.

 

Entre Odessa y Kiev estuvo la oscuridad. Lo que vi fue de raciocinio y emoción, cosas de la memoria leída que querían dar forma real a elucubraciones literarias. De Kiev a Kharkiv el día trajo sin pausa y sin desmedro las páginas de literatura rusa que infectaron amorosamente mi infancia. En aquel paisaje cabían todos: Tolstoi, Andreyev, Gogol, Dostoievski, Gorki, Leskov. También Pasternak y Ajmátova, Pilniak y Sholojov. Viktor Schklovski y Alexei Tolstoi, por hacer una lista estrecha. Turgueniev y el bucolismo burgués de la propiedad rural. Por cada rincón del país, además, andaba la calva del viejo Taras Shevchenko, el poeta nacional, el de la plaza enfrente del rojo edificio de la Universidad de Kiev. Como Pedro Domingo Murillo, también la cabeza de Shevchenko estaba cagada por las palomas. Eso no disminuye a un hombre, es tan solo una nota visual.

 

Recuerdo Poltava, por su significancia histórica. Allí terminó el poder de Suecia, el pequeño país escandinavo que combatía tan lejos de casa, que creció de forma asombrosa para su tamaño y fue actor de peso por al menos dos siglos a nivel continental. Pedro el Grande derrotó a Carlos Gustavo en Poltava. Con el sueco combatía Iván Mazepa, atamán cosaco que hoy está en el billete de 10 grivnas. En Poltava vive Irina. Tiene ojos de gato azul.

 

¿Cómo llamar las casas de los pueblos que atravesábamos? ¿Isba o dacha? La primera es campesina. La cámara del celular no cesaba de guardar lo que la pupila no conserva. Veinte mil fotos se acumulan en ese escaso rectángulo desde donde hablo con seres reales pero a la vez con fantasmas.

 


Cuando el bus doblaba hacia la izquierda, en un obvio barrio industrial, vi el gran cartel: Xapkib. Estaba en la ciudad de mucha historia, de los combates de la guerra civil, de tomas y retomas en la guerra patria. Se me heló la sangre, siendo todavía otoño. No era la colorida Odessa sino un gigantesco conglomerado de muros grises. En realidad, ya caminando las calles, me di cuenta que no era tan así. Pero no pude evitar la melancolía. En Kharkiv habitaba el dolor. Ayudaban los tanques por las calles en la activa guerra contra Rusia. En las banderas azul gualda; una sobre la bayoneta de una masiva estatua de un soldado soviético recordando el triunfo contra la invasión alemana. Alrededor de ella minúsculas madres con sus insignificantes pequeños, dulces de algodón, vendedores de chucherías en la acera. Juguetes de otra era: compré un par de autitos metálicos y unos bailarines en madera y en miniatura que venían de la Transcarpatia, me dijeron. Pagué centavos de dólar, daba vergüenza.

 

Frente a algo que sería una facultad universitaria tomé un café algo más caro con un cheesecake de maracuyá. Muy bueno. De allí caminé de bajada hacia el hotel y subí las gradas hasta el quinto piso.

 

Mucha tierra entre las dos ciudades; historia compartida a la vez que diferente. El núcleo de Ucrania se formaba en algo llamado el hetmanato, regido por cosacos. De a poco fue añadiéndose territorio. Lenin cedió terreno a la nueva república socialista, y lo hicieron otros. Recibió parte de lo que fuera suyo con la reformulación de fronteras en Polonia después de la guerra. Pero ese es un punto débil para ellos y por eso Rusia reclama y aventaja. Crimea fue cedida a Ucrania en 1954 por la República Socialista Federativa de Rusia. Putin la reclamó. Un tema que excede a los políticos y que interesa a historiadores. Épocas que no se limitan al último siglo sino que vienen de antiguo.

 

Odessa vegetal, abandonadas calles llenas de verdes arbustos y flores. Jarkov… ando entre los edificios del comunismo. Hay vegetación y la misma dejadez, pero quizá el verde no es tan verde, como el sol es otro sol.

13/05/2021

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Publicado en Revista digital NÓMADAS (de Roberto Navia Gabriel), 16/06/2021

Foto 1: Odessa

Foto 2: Kharkiv

Foto 3: Odessa

Foto 4: Kharkiv

 

 

 

 

Monday, June 14, 2021

Víctor, no avisaste que te ibas...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 


Morir es una costumbre que suele tener la gente, anotaba Borges en un mundo de taitas y cuchilleros. Escribir sobre nuestros muertos también parece serlo. Lo digo con tristeza, porque en la brega de los facones se sabe lo que se arriesga; otra cosa es que algo sombrío y oculto nos venza con inesperados ardides.

Despierto el lunes con una nota de Maurizio acerca de la muerte de Víctor (Ramírez). Me había dicho no hace mucho que lo internaron porque la peste se le aproximó. Le escribí. Notas en el mensajero que nunca fueron abiertas ni lo serán. Junto a algunas fotos. Reviso aquella correspondencia, no muy nutrida pero sustanciosa.

Conocí a Víctor hace unos años, en un conversatorio sobre mi novela Muerta ciudad viva que lentamente, en la clandestinidad, se va convirtiendo en el libro de la Cochabamba enmascarada, la máscara de la muerte chicha. Sita en buena parte en el barrio de Caracota. Víctor, que hizo preguntas y comentó con agudeza las páginas, dijo que mi novela comenzaba con “el Claudio sentado al amanecer debajo de la ventana del Ñahuilo” ¡cómo lo recuerdo! El Ñahuilo me observaría del segundo piso mientras los intestinos animales hervían en el suelo y susurraban con voz alcohólica. Ese Ñahuilo para quien había él trabajado, primera labor, esquina Lanza y Uruguay, cuidando una mascota que sería una boa constrictor o pitón. Me gustó su entusiasmo  porque mi novela comenzara allí, en su barrio, muy cerca de donde se construyó ese imperio familiar suyo de las deliciosas empanadas del Wist’upiku, sobre la vieja calle Lanza.

Es lógico que las ciudades se vayan despoblando, que los países cambien de fisonomía, que la memoria sea inútil lujo. Pero no me acostumbro. No ahora en que preparo un ilusionado retorno que sabe bien que de rosas no ha de ser pero decidido y consciente. Le hablaba en el café Fragmentos, mientras tomábamos ron Zacapa guatemalteco y la joya de la casa, caipirinha, al respecto, y que cuando estuviera allí tendríamos sesiones de gula, alcohol y música en el sexto piso por encima del espectro de los molles.

Su mote feisbukero y de Messenger era Uchu Karacotaladumann, del lado de Caracota con un dejo de Thomas Mann. Hombre leído, viajado, mientras le firmaba unos libros hablábamos de la belleza de las mujeres armenias; con ellas yo en Aurora; él en Buenos Aires. Cabello negrísimo en piel blanquísima. Ojos de noche. Linda conversación. Ya con distancia de inmensidad entre nosotros, intercambiamos palabras. Me envió una foto de la Casa del Pueblo en La Paz: la torre de Saurón, subrayó, y en el último piso la agencia de Sarumán, el mago blanco…

Ante un chicharrón que inventé, con fotografía añadida, comentó: “UMAMI, Anchata kusikuniy. Jinaj khapashan, kikin La Chola Flora auténtica Calacaleña, mayu cantitu, wasin wisaj… Mayorazgohatunwasi”. Cochabamba desnuda allí, en su lengua y sus platos, en las torrenteras que llamábamos “mayus”, en la casa grande donde durmió Bolívar y los amantes anotaban en el descascarado empapelado que allí estuvieron… juntos.

Un día le pregunté por dónde andaba. En Angola entonces. Agostinho Neto y los diamantes. Cuito Canavale, UNITA y MPLA, sangre, fuego en las sabanas de Cayatte, escribía Neto.

A la sentencia en quechua le respondí que hacía cuarenta años que no comía en la Chola Flora, famosa además por sus cuises parecidos a doradas ratas sacrificadas a la infinita hambre cochala. Prosiguió: “Claudius, nombre de espada como la del Centurión que pidió salud para su exlabor”. Del quechua que hice como que comprendía completo, dijo: “no me digas como el Z, tendré que ir a la Kankillería de la Plaza MURILLO para una traducción”. El Z, nuestro amigo común Maurizio Bagatin, no Costa-Gavras.

La próxima fue Grecia. Charla sobre rembétika, la lírica y música de los gansters a ambos lados del Bósforo. “Cuando le escribo en Elenikie al Z o a Chaly, desde Tesalonikie, me dicen: Rebajá pues casero”. Salónica, la antigua, la más nueva de putas y navajazos. Allí también se habrá perdido una ética criminal casi provinciana. Heroína y cocaína suelen transformar rigores y costumbres. “Estaba lleno de chinoisse. La privat del porto de Pireo, trajo Asiáticos como langostas”. Transcribo tal cual fue escrito. En líneas que hasta pudieran semejar esquizofrénicas se nota el espíritu de un viajero para quien el idioma es un picante mixto. Así se construyen historia y literatura, con los chinos del Pireo y torres supuestamente mágicas retratando andinos falos.

Como narré ya, su última foto estaba en MORDOR. Habíamos charlado aquella vez de Fragmentos y en el mercado orgánico cerca del Loyola sobre Ucrania, de Kiev y Odessa en específico. Cuba también. Aparecieron unas salteñas ¿fue así?, una aristócrata blanca como armenia compró papas diminutas y coloridas y le pregunté cómo las prepararía. Maurizio dijo que era tal, sobrina y prima de cual, divorciada o viuda, con hijos que no tendría yo por qué no adoptar. Papas que fueron digeridas y ella y yo envejecidos y Picha y Víctor muertos. ¿Con quién brindaremos el próximo Zacapa? Se lo tengo prometido a Cingolani y a Nelson. ¿O nos llevarán las olas hacia Salónica y el viento al Épiro?

Hoy sonaba a lunes normal día de trabajo. La noticia me tomó como la plaga, me dejó inerte, tieso. Me vestí automático y quedé sentado con zapatos lustrados de amarillo sin salir.

Escribiré todavía mucho acerca de Caracota, el mercado Calatayud, pero los ojos de mi amigo no ya leerán ni aprobarán el tono. Vamos también desluciendo los ojos. Caminaré por Cochabamba con muchedumbre y ruido. Pero habrá imposible silencio. Las masas corren alocadas y agitan banderas. No saben que la esencia tiene sabor de paz. Es fácil ser tolstoiano, dirán, cuando no tienes que ganarte la vida. ¿Ganármela? Pucha, a veinte o diez y seis horas por día, como asno y como esclavo. ¿Ganármela? Más bien la he perdido. Lo que quede, difícil saberlo, irá por otro rumbo, que el poder y la estupidez nos inclinan a no vivir y creer que lo hacemos.

Tu último críptico mensaje a mí, querido Víctor Ramírez, fue: “Metaxa, Arak”. Metaxa en griego significa seda, y el arak es un antiquísimo trago de semillas de anís en aguardiente de uva, desde el Líbano al Mediterráneo. Supongo que quisiste decir que brindaríamos un día con arak. ¿Lo haremos? Recurro a Homero y su entorno de dioses mundanos y por hoy lo he de creer, porque si no ¿cómo combato la pena? Salud, pues, ps, que la nave Argos nos aguarda para ir a por el vellocino de oro, o detenernos en cualquier taberna, junto a Ulises confundido y Héctor degollado, mientras la furia del Levante tuesta cabezas y emborracha a los hijos del sol doquiera se encuentren.

14/06/2021

 

Sunday, June 13, 2021

Jueves con música folk del campo norteamericano


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hace un año la gente cruzaba de acera para no infectarse. Peor si quien venía en sentido contrario era extranjero. Siempre son los extranjeros los que incendian el Reichtag, los que traen violencia y vicio. Y en algún momento todos fuimos extranjeros, peor aquí que los visitantes de entonces, puritanos vestidos de negro, en doscientos años acabaron con el otro, los otros que también se exterminaban entre ellos mismos.

Los tlaxcalas mataban a los mexicas y los aztecas se comían a los otomíes. España, a pesar de la Noche Triste, se levantó entre los que sucumbían. Lo mismo en el Perú. Aquellos, al norte, no sé si quechuas, chachapoyas o del barro de Chan Chan, huyeron espantados ante el guerrero dorado que bajó de las naves, solo. Pedro de Candía, que griego como era, rememoraba a Aquiles Pélida saltando a enrojecer la arena y poner carmesíes los ríos, bajó enviado por Pizarro y su huella no ha dejado de asustar, ni de agachar incluso a los indianistas cuando asoma un Borbón.

Martín Trujillo me comenta acerca de un texto mío sobre trompos. Para él, Cocula; para mí, Cochabamba; muy diferentes no somos. El trompo baila igual por encima de Mictlán, o en las afueras de Laja, o cuando resuena la María Angola con su tintineo de oro en Cusco. Amamos las mismas mujeres de cabellos negros con refulgentes ojos de diablas. O rubias, rojos cabellos de hembras sedientas de carne.

Banjo y violín. Zapateo. Jalisco o Wyoming. Beth me dice que es algo apache mientras Gwen asegura su sangre cherokee. Recuerdo que cuando veíamos las películas de Billy Jack, el indio era la mierda de la historia, su color gredoso tan malo como el oliváceo de los mexicanos según alegaba el juez Roy Bean en Borges y en Robin Wood. Ha cambiado. En un país de inmigrantes que asesinó la historia anterior hoy es motivo de orgullo esa gota que queda del estupro y del oprobio. Hasta en la insurrección de enero 6 en el Capitolio de Washington DC hubo gente de Trump vestida como hechiceros shoshones. Pero muchos de los alcohólicos de los rincones de Denver muestran piel oscura, ojos achinados de los guerreros de Caballo Loco. No solo los echaron al olvido sino al basural. Dígase lo que se diga, prime el honor de descender de aquellos, la historia no se puede revertir. Mi amigo Frank Dávila es comanche, en parte, pero es un gentleman de tono suave y perfecta dicción inglesa. Sin embargo, por ahí escondidas lleva las feroces pupilas de Quanah Parker. Comanches y comancheros. Del sur sedicioso que combatía Lincoln, salieron comanches y wacos montados para pelear contra el yankee. Tema muy complejo que solo uso como referencia acá.

Las canciones que me rodean vienen de un disco tributo a Alan Lomax, gran rescatador y estudioso de la música popular. Viajes mitológicos los de este sur, con polvo de desierto y linces subidos en la cima de cactos gigantes; viajes que obsesionaron a Jim Morrison, a su mente poblada de espectros indios y que dada su extensión geográfica son siempre nuevos y misteriosos, a pesar de que en medio se levanten urbes de luz construidas por la mafia. El monstruo de Gila, colorido de amarillo y negro, parece acezar por el calor. Suena el cascabel de las víboras. Los valientes de Victorio montan a pelo y corren aullando hasta la muerte. Las piedras están habitadas por seres mitológicos, benditos y malignos también. Y en Mesa Verde flota en el aire un estupor como de horror.

A veces, tanto que conduzco auto, me detengo en la nada. Lo primero que viene a la mente son los westerns cinemáticos que nos abrevaron, pero luego la brisa peina los pelos del pasto y en el silencio se escucha multitud. Quién sabe si rastro de sangre hay en la tierra del suelo, o, siendo tan grande el espacio, nadie la holló, ni los caballos salvajes ni la España que los dejó al huir con monteras atravesadas por flechas con punta de ónix. En la noche escucho los instrumentos musicales mayas, hechos de barro y de viento, y se me eriza la piel porque de vellos carezco.

Lord, lord, reza el góspel. Los pueblos del oeste agitan polvo pero también desentierran largos odios que evidentemente no se han olvidado. Cómo hablar del sur, del oeste hablar, sin mencionar a Gerónimo. Un viejo tema folklórico cuenta de un vaquero que recibe una bala en el pecho y sabe que muere, y pide que seis cowboys le entonen una canción de responso, que diez muchachas le canten mientras pedruscos y hierbajos van cubriéndolo con lentitud de pala y brazo.

10/06/2021

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Publicado en INMEDIACIONES, 11/06/2021

Imagen: Monstruo de Gila

Thursday, June 10, 2021

Juegos, juguetes, nostalgias


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Recuerdo las líneas de Walter Benjamín en su visita a Moscú dedicadas a los juguetes. Apreciaba él el arte popular y sabía que los juguetes representan lo profundamente íntimo de los pueblos. Suelo ver, en lo que en los Estados Unidos llaman Folk Art, la adustez de los pioneros, la modestia y también candidez de los peregrinos, el dolor de los esclavos, la dicotomía de las culturas y la hibridez de las razas. Qué puede dar mayor explicación que los objetos que los pueblos crean para que sus niños jueguen. Nada.

Carlos Monsiváis con una colección de doce mil piezas de arte popular lo comprendía de manera similar.  En las miniaturas mexicanas se reflejan no sólo las costumbres, los gustos sino los sueños. Monsiváis contaba con objetos relacionados a la lucha libre, ese multitudinario circo que seduce al mexicano como a ningún otro, que percibí en los cromos mínimos que venían en las revistas de Editorial Novaro, con dibujos o malas fotografías de los ídolos de entonces: el Santo, sí, pero también Huracán Ramírez, Mil Máscaras.., inmortalizados en madera, yeso, tela, papel, barro.

Coleccionar… Lo hacían Balzac y Zola, casi patológicamente; y la afición de Diego Rivera en arte precolombino y de Frida Kahlo en la mal llamada artesanía, fundaron un museo cuyas piezas sin ellos habríanse desvanecido. Lo hizo Haydée Santamaría, guerrillera y creadora de la Casa de las Américas, que reunió artículos de la América toda, la simple y plebeya, que se exhibieron este año con la temática especial de Cóndor contra Toro, en homenaje a José María Arguedas.

Y es en Arguedas en quien pienso, con los mágicos zumbayllus (trompos) capaces de adentrarse en lo recóndito del alma y llevar las voces en el aire de su majestuoso giro. Casi una invocación, también un hechizo, de los pueblos del Ande, de la historia que debe venir en algún momento justa, correcta, no disociadora; al contrario, uniendo los lazos que juntan al indio con el mestizo, para impulsar la osadía de un nuevo Perú, que bien pudieron ser Bolivia, Ecuador, Guatemala, México.

Trompos que para nosotros niños no tenían las mismas acepciones, pero que entrenaban a vivir, porque el juego de trompos, sintomáticamente llamado Troya, materializaba la guerra. En principio estaba el desafío, los participantes. El premio para el vencedor era la destrucción o el aporreo de los que pertenecían a los rivales. Se jugaba por “tacazos”, golpes que el ganador, sosteniendo un trompo con punta de clavo, descargaba sobre el del perdedor enterrado a medias en el suelo. Para tal fin se disponía de otro trompo, no el que bailaba o subía a las manos, sino aquel utilizado en el momento de la punición y que llevaba no un clavo común y suave en su extremo inferior sino una “púa herrera” que por lo general partía en dos el madero enemigo, lanzando a los niños a la desesperación de perder un precioso objeto, máxime si los jugadores eran tan pobres que el trompo significaba un lujo de colores, un orgullo, un amor.

Siempre fui nulo en manualidades y torneos, a diferencia de mi hermano mayor Armando, genial y creativo. De él venían los mejores voladores (barriletes, cometas), livianos, hechos con papel maché y pajas sacadas de las escobas de casa. Les ponía colas entrelazadas, a veces rostros, vivos colores y era admiración verlos subir tanto en el cielo que llegaban a ser un punto, un alfiler en el espacio.  A veces tan alto que imposibilitaba rescatarlos. Armando era el mejor jugador de bolas, de latas, que consistían en tapas de cerveza o refresco aplastadas. Aquellas que se aplanaban con martillo valían por encima de las con piedra (estas últimas se veían mal y mostraban con claridad el origen social de quien las ofrecía al juego).  Se jugaba “a lo hombre” y “a lo mujer”, de mayor habilidad y pericia el primero. Jugar “a lo mujer” traía el desdén de los presentes, a no ser, como cuando jugaba Elena, que mujer fuese la participante. El estilo de las mujeres difería del de los varones. En el agarre, la posición, la forma, el impulso.

Se jugaba con “chuis”, frijoles de formas y manchas impresionantes. Es posible que desaparecieran variedades de frijol cuando desapareció esta afición. Los comprábamos en La Pampa, que entonces parecía hallarse en los antípodas, bajando nosotros de Cala Cala. Oí que varios no eran comestibles. Hoy mientras recorro el gigantesco bazar en que se convirtió la Pampa, ya no veo a las campesinas sentadas con canastas llenas de “chuis”.  Se los empujaba en el juego con el pulgar, casi como lo hacían las niñas con las canicas. De éstas, las princesas sin duda se llamaban lecheras, de tonos lechosos completos, cuyo valor era el de muchas bolas normales. Había “paradas”, “t’ijchos”, “toyotas” (las bolas más grandes), y las pequeñitas cuyo nombre no recuerdo y que caían perfectas cuando se ponían “orejas” o “unis”, vocablos específicos de algunas estrategias de la competencia.

Los zumbayllus de nosotros eran trompos a secas, y había maestría en manejarlos.  “Cordelais” se decía a hacer bailar el trompo en el aire, sin jamás tocar la tierra y que terminara en la mano. Era una sobrada para iniciar la Troya, que comenzaba con un círculo en cuyo centro descansaba el trompo del otro, y a quien había que sacar. Mi hermana Elena poseía un trompito con rayas horizontales de color. Era una miniatura no fabricada para juego sino para placer. Ajustaba ella el cordel y lo lanzaba. Apenas tocaba el piso se ponía a “dormir”.  Girando semejaba no girar. Esos trompos, los que “dormían” y no hacían ruido eran los “sedas”, en oposición a los “rat’acos” que saltaban dando tumbos. Yo me conformaba con hacerlos bailar. Troya no era para mí, ni cordelais, ni seda. Mis trompos eran modestos y duraderos, mientras Armando campeaba por la calle con su púa herrera destrozando los sueños de los demás niños, con la inocente crueldad de la edad, en un tiempo que fue frágil y se perdió sin remedio.

2011

Saturday, June 5, 2021

Recordando a Rodolfo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

El jazz de Cab Calloway es alegre. Aunque suyo también St. James Infirmary, el otro lado del espejo. Lo escucho en sábado, junto a Artie Shaw y Django Reinhardt. A Bix Biederbecke. Justo en un día, uno o dos después, de que me llega la nota de que mi amigo Rodolfo Dorado Quiroga se fue a los cielos.

¿Llorar? Si aquellos momentos, treinta años atrás, fueron de baile. El puerco que cocinaba Nora se cocía en el horno por horas, con zanahoria rallada, a la cochabambina. Modesta era la casa a la vera del cerro de Villa Moscú, debajo de donde construyeron un barrio exclusivo para que los ricos miraran de arriba un mundo que no comprendían. La modestia no tiene por qué cargar tristeza. Si la vida era, y sigue siendo, incansable lucha a la que hay que dar cierta razón, porque si no se va la barca.

No necesitamos trompetas del juicio final, ni las que destruyeron los muros. Venga el clarinete de Sidney Bechet y el del klezmer. Que las botellas no caigan en el piso. Cerveza como sudor de nuca. El puerco se deshace con el tenedor. Francine, Francina la llamaba Rodolfo, brilla con sus ojos cualquier oscuridad. Cuando por las noches la amo parece que vuelo en nave sideral, llena de luces. Eres un arcoíris, le diría el bocón de los Stones. La amo después de la cumbia, del puerco asado, de las cajas guindas de Paceña. Me ama; cuenta que en Leeds se tiñó el pelo de negro, y los vellos. Ríen sus ojos de azul como no hay dos. Se perdió por la plazuela Sucre, ni sé cómo retornó a la pálida Inglaterra porque le había pateado el pasaporte de la reina por las alcoholizadas calles de Cochabamba. Que lloré, y mucho. La reina sigue viva, no sé cómo, y nosotros ya no miramos el marrón y el azul de los rostros. ¿Importa? Para nada, que si guardáramos a todos en el pequeño departamento de la Clarkson no podríamos movernos y terminaríamos caníbales. Amor necesita espacio.

Francina y Rodolfo bailan. La cueca suena en la radio. El polvo de Villa Moscú se decanta hacia la ciudad. De noche, ya en tinieblas la pupila, luces de mil color. Tiempo de irse. Bajamos trastabillando la cuesta, nos escondemos entre eucaliptos y bajamos los pantalones buscando la luna dentro tuyo. A duras penas torna la llave de la casa en la calle Venezuela. Casi al frente, en la chichería de barro y trago de lama, ebrios orinan apestosos ríos de oro.

Me acuesto, me tiro en cama. Cuando despierto miro a ver si ella respira, no sea que se me haya ido (se irá otro día). Respira, pero la almohada se queda pegada a mi cabeza. Un gran charco de sangre seca manchó todo, hasta el albo hombro inglés desnudo. Supongo que al caer de espaldas en el lecho golpeé la nuca en la madera y se abrió un tajo con sonrisa de vagina por donde quiso escapar el alma y no pudo. No hay aspaviento. Lavo la herida con agua fría en la ducha. Cuesta peinarme. Cuando ya vestidos y formales salimos, tomamos un taxi que sube quejumbroso el polvo de la falda del cerro. Antes hemos recolectado un galón de esos de gasolina lleno de chicha y tocamos fuerte la calamina de la casa de Rodolfo y Nora. Queda chancho al horno; eran muchos kilos. Sus niños sonríen y saludan, y comenzamos otro día que terminará como el otro, ebrio y amante. Rodolfo divaga acerca de tierras y haciendas. Todavía pertenecemos a una Bolivia que nunca se zafó de lo rural. La misma visión desde la puerta es de polvo, de molle y eucalipto.

Te vas a los cielos, compadre Rodolfo. Parece que no hay otra opción. Con las piernas bien bailadas, el cabello engominado y tieso, Llevabas lentes. Llévalos ahora para lo que haya que ver. Por ahí los rumores son ciertos y volverás como un hornero a gritar desde un alto poste de esa zona por la que no camino hace décadas, a pesar de estar toda ella impregnada del cariño tuyo y de tu familia, del sudor insomne de Francine, de la risa de Julio y Juliette, de la bailanta incansable de Elena y Omar.

Tu hija Mariel fue nuestra ahijada. Recuerdo la fiesta, la parafernalia del bautizo, la larga noche y peor resaca. Tus hijos fueron tuyos, no de Khalil Gibrán. Hoy te lloran porque con agua crecen las flores, y está bien. Yo, qué decirte, que la comida el trago y el baile llenaron mucho de mí, que las palabras también crecen igual que margaritas a pesar de que a veces asesinan. Que te agradezco verte caminar con tu maletín por la calle Ecuador y ser siempre tan cariñoso y tenue con mis jugarretas de niño tonto y cachondo. ¿Que si nos hemos de encontrar? Si nunca nos hemos perdido. Tonta Francina que huyendo en un avión a Londres pensó que se escondía. Nunca estuvo más viva que cuando murió. Aunque, pensando, me da pena que vi llorar a mi padre porque lloraba yo. Considéralo, considerémoslo un riego necesario para las plantas.

Compadre querido, yo emigré y los caminos de polvo se transformaron en concreto. Escritor que creía ser entonces, nunca escribí cartas y me arrepiento, porque más de lo que guardo podía haber tenido. Nada se gana con silencios. El jazz suena rápido y no tengo piernas negras para bailarlo bien, pero lo danzo sentado, serio, como tú que no te la dabas de bailarín. Pero, carajo que lo disfrutamos. Unos años. Francine desapareció y llegó una pelirroja y yo había inventado una hija con ella que vive a tres cuadras y me aconseja sentar cabeza, hacer de mi cabeza un asiento que mi trasero ahogue. Pero la escucho con amor.

¿Viviste siempre en la misma casa? Me acuerdo tan fuerte que golpeaba las calaminas y escudriñaba por un resquicio para ver si estabas allí. Puertas siempre abiertas. Gracias, a ti y a Nora y a los chicos. Había un gran eucalipto ¿sigue? O te lo llevas contigo para que en el cercano allá huelas Cochabamba todavía.

Nunca olvido, nada olvido. Nunca y menos a ti.

05/06/2021

 

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Imagen: Foto Soria

Tuesday, June 1, 2021

Hilos de vida. Lectura de Seúl, São Paulo, de Gabriel Mamani Magne


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Nunca aprendí a hacer crítica literaria, ni de nada. Me acerco al arte con emoción y eso dicta mis palabras. Que si buena, si mala, la opinión carece de importancia ya. Lo sentido ha sido echado afuera, y vale para el momento porque es ahí donde pesa, en el instante, el flash, el momento en que la Singer comienza a coser con sugerente zumbido. El principio de las cosas.

Seúl, São Paulo es la novela de Gabriel Mamani Magne (La Paz, 1987) que ganó el Premio Nacional de Novela 2019. Mucha agua ha corrido por debajo del empedrado desde que se entregó esta distinción por primera vez. El país ha cambiado; todavía se debate, y lo hará por mucho, con las cargas, culpas, taras de mil años de dominio. La literatura nuestra se ha transformado también, o comienza a hacerlo, con una visión más extensa, y de lejos más rica, de lo que había sido entonces. Ya lo dirán los que saben, entre estudiados y sesgados, para retratar un período que debiera dar al mundo la real perspectiva de la literatura boliviana en un contexto que siempre la ha minimizado o la ha aceptado solo en espacios elitistas.

Creo que la nuestra siempre ha sido una literatura de inmenso potencial. Bolivia es la joya que escarbar, el diamante que pulir, el misterio que jamás se destapará pero que puede ser, a medias, develado. Somos lugar y gente complejos, acomplejados también y furibundos y altivos. De profundas raíces. Difícil elucubrar sobre algo que es más que espiritual, intrínseco. Nadie como José María Arguedas para pintarlo, para descubrir la emoción y las fuerzas vivas, claras y oscuras, cóndor y toro, que se agitan en todas nuestras sangres.

Pero divago. La novela de Gabriel no es un tratado de filosofía ni una exploración hacia los arcanos. A pesar de que sí, también. Estamos ante un libro de exquisita y delirante lectura. Se diría fácil porque se leen sus páginas de corrido, sin serlo. Me ha entusiasmado desde su inicio porque supe que estaba ante una obra irreverente y heroica en su sinceridad, lejos de la acostumbrada retórica de los mayores y búsquedas febriles de los nuevos en espacios diversos que a veces eluden (en su justo derecho, cabe afirmar) lo cercano. Libro que termina con un ciclo. Momento en el que Bolivia crece en su perfil real, o al menos en la aproximación literaria a él.

No puedo considerarme erudito en literatura boliviana. Poco de lo mucho que existe he podido leer a lo largo de los años. Hay excelente producción tristemente todavía anónima hasta en el contexto latinoamericano, pero Seúl, São Paulo ha despertado cálidas sensaciones de que se viene algo nuevo, de que el país despierta para aceptarse como lo que siempre ha negado ser. Y eso tiene que aparecer en el arte y la cultura, manifestarse con vehemencia allí donde supuestamente hemos de perdurar como memoria. La novela premiada de Mamani Magne es una infusión de vida incluso para un espacio joven como Bolivia. Representación aguda, y divertida, del amplio espectro de la bolivianidad. Luego de ella tiene que abrirse paso a mucho más, y a muchos más. Festejo su aparición, la dinámica de esta prosa profundamente nuestra, desvergonzada, altiva, que augura un futuro. Muy contemporánea, además.

Respecto al estilo diré con mi aprendizaje de lector que así se debe escribir. Oración y punto; oración y punto; ágil, muscular, sin pajas. Orgullo para todos. Alegría. ¿Por qué hilo? Porque hay máquinas de coser en el argumento y nosotros somos tejedores, de antiguo.

01/06/2021