Wednesday, October 27, 2021

Del hambre y otras artes de pobre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 


Tambores japoneses en la mañana del 27. Fría pero todavía otoñal. Aguardo la llegada de un libro. Y de alfajores argentinos, Guaymallén, rellenos de dulce de membrillo. Los obreros argentinos comían queso parmesano y carne de membrillo, a ellos eso, lo que el plátano y el pan a los albañiles bolivianos; baguette, leche y gruyère, para mí en París, más cuscús en lata. Escondido entre arbustos del Bulevar Brune. Enfrente un gran cartel de Jean de Florette seguido de otro menor con Jodie Foster en The Silence of the Lambs.

 

En el país poderoso los pobres duermen a la intemperie, abrigándose contra paredes de bibliotecas públicas, hasta que llegue la policía y los suelte en la noche. Una mujer, en Wendy's, cuenta monedas para pagar un milk shake de dos dólares. Araña el fondo y las monedas no están. Hasta que mi hermana le pide que la deje ayudarla. Un setentón, gringo, en Save a Lot, está varado en la caja, no puede pagar la compra de 18 dólares. Me ofrezco a ayudar pero se me adelanta una señora mexicana y lo hace. “Tengo hambre”, repite él. Allí mismo, otro día, un anciano negro compra media docena de mandarinas casi podridas. Batalla para llegar al dólar y medio que cuestan. Deja la tienda y lo veo en el parqueo pelando la fruta. Mandarina de día, mandarina de noche, mandarina nuestra que estás en los cielos.

 

A las cinco de la mañana, en un kiosco al lado de la terminal de buses de Córdoba, Julio Dueri y yo tomamos café con leche con facturas: medialunas. Listos para caminar a la fábrica, a ensuciarnos todo con el aluminio de las estructuras metálicas. Que fuimos obreros metalúrgicos, lo fuimos, breves pero mugrientos de cabeza a pies. Todavía hablaban los compañeros argentinos de Vandor y de Agustín Tosco. No había mandarinas sino frutillas, que los “negros” de la fábrica ofrecían ponerles entre las piernas a las muchachas que pasaban por la vereda.

 

Salgo de un lujoso hotel en Cienfuegos a caminar al borde de aquel increíble mar. Aparece una señora menuda y delgada como es el hambre. Pregunta de dónde soy. Le gustan mis zapatos y mi camisa. Me los pide, afirma que su hijo es más o menos de mi tamaño y le vendrán bien porque no tiene. El sol rebota en el mar y me calienta los brazos. Pronto almorzaremos en un palacete contiguo al hotel. Colas de langosta, dijeron, enrolladas en cecina. Me mira los zapatos; no recuerdo cuáles eran. Seguro que siguen en mi ropero, once años después. Me gustan, repite, le quedarán… Está usted bien alimentado, joven; nosotros no comemos. Espérese, ya vuelvo. Abro mi maleta y saco dos de las cinco camisas que traje y se las llevo. Quiere besarme las manos. Ni a Dios, digo.

 

Frente al Capitolio de La Habana se me acerca alguien ¿me puede regalar su lapicero? En otro año, la misma ciudad, en la magia decadente de El Vedado, en el hall del hotel hay una vitrina. Por lo general se pone objetos valiosos detrás de vitrinas; aquí hay chicles. Nunca supe el valor que puede tener un chicle. Los funcionarios de aduanas, al salir, preguntaban si no me quedaba chicle. Y pasta de dientes. Y jabón. Y cualquier cosa. Tiempos en que uno carga vergüenza de sí mismo. En Odessa saqué unos de menta del bolsillo. Los miraron, giraron, volcaron. Chicles norteamericanos, casi el paraíso.

 

Con mi mujer, ante una nota de despedida de la, o las mucamas, más un decorado en servilleta doblada que semejaba un pato puesto sobre la cama, dejamos la ropa que traíamos y nos fuimos con lo puesto. En la galería, la comisario de recepción instruía que denunciásemos si alguien nos había pedido algo. Vete a tomar por culo. Volamos desde la hermosa Cuba hasta el mar verde de Cancún, retornando a la historia de duro trabajo pero de comodidades inimaginadas en otro lado.

 

No soy hombre de palmarés ni de aplausos. Trajino por el subsuelo, el de Dostoievski del sufrimiento y el mal. Este mundo hiede, peor cada vez. Alucinación colectiva. Hocicones políticos, habladores, pajpakus. Hambre en medio de inmensa belleza, dolor y esputos flamígeros bajo sol y bajo luna. Artistas del hambre, a lo Kafka, pero no voluntarios. El trabajo libera, señalaba el portón de Auschwitz. Mentira, el trabajo esclaviza porque es una pirámide, digan lo que digan gerentes o camaradas, del color que fueren, nativos o foráneos. Estamos ante lo mismo y no hay bomba tan grande como para hacerlo saltar. Busco al flautista de Hamelin, quizá él pueda arrear a las ratas a la sofocación completa y luego ahogarse él. Pero es fábula. Grandes tambores de Hokkaido, los pescadores del mar del norte japonés van por cosecha. Truenan los tambores como apocalípticos. Nada ha de moverse, los pobres seguirán arañando y los caciques lucrando. La calle está decorada de árboles de cada color. Preparo un café caliente y pienso en Paul Celan: “Negra leche del alba la bebemos al atardecer…”

27/10/2021

 

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Imagen: Phidelis Hassan Kamwona, circa 1990

 

 

Monday, October 25, 2021

Los nombres de Cochabamba


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 


La infancia fue feliz. En el viejo Volkswagen íbamos cada fin de semana al campo. Mamá y papá fueron grandes caminadores, y así salimos todos. Recuerdo el ejemplo que siempre mencionaba Joaquín, mi padre, acerca de cuántos kilómetros al día caminaba un soldado del ejército japonés, algo como los campeones del mundo, por decirlo. Lo emulamos, en la medida de las posibilidades y, en tal entrenamiento samurai, conocimos de memoria el valle cochabambino; exhaustivamente el valle bajo, y en menor grado el alto. Hoy, la invocación de cualquiera de esos nombres de pueblo o región asocia tantas imágenes, olores, sabores, que trae la sonrisa de mi madre en medio del aroma de retamas, y el vozarrón de mi padre con el rumor del cascajo de los ríos en avenida.


Tiquipaya, Pairumani, Suticollo… la explicación del origen aymara de esta tierra a donde llegaron los quechuas en explosión de dominio. Aunque nebuloso es el pasado, y peor la historia cuando no ha sido escrita, buscamos con afán de exploradores el camino más antiguo del lugar, por donde habían invadido los incas: el Tupuyán. Para ello tuvimos que subir a la falda de la montaña, buscar en las inmediaciones de Liriuni, imaginando la bajada por las empinadas quebradas que suben hacia Morochata. Luego, hacia el oeste, inclinándonos por Anocaraire y la ancha apertura del río de La Llave. Esa quebrada es con mucho más suave. Años después, con amigos, reeditamos el anciano viaje; lo había hecho mi padre en la década del cuarenta, a pie, por herraduras, desde Cochabamba hasta Independencia o Palca. Nosotros fuimos escasos, con la ruta trepando por la vertiente izquierda del río, atravesando tres apachetas, hasta vislumbrar desde la cumbre, a lo lejos, la ansiada Morochata. La idea era seguir: Yayani, Chinchiri, Independencia, Sanipaya, a la tierra de los orígenes de mi abuela paterna. La chicha lo impidió. Nos pusimos a jugar rayuela con los hombres del pueblo y terminamos vomitando el gentil alojamiento que las monjitas nos cedieron. Al día siguiente nos expulsaron; justifico el por qué.


Buscamos el mítico camino, alegres como niños que éramos. Y, según noticias que los progenitores reunieran, decidimos que una polvosa senda, que la lógica indicaba como mejor para quien viniera del Ande, era el Tupuyán. Lo habíamos hallado y nada que yo recuerde, me impresionó más: con él venían hordas de guerreros con pectorales de oro, plumas ofrendadas en el Cuzco desde las vírgenes selvas del oriente. Venía de leer a Homero; tenía nueve años, y en el instante, sumadas a la memoria de Héctor, Aquiles, Menelao, Paris, Ayax Telamonio, Diómedes, acariciaba figuras más cercanas, hombres de tez cetrina, altos porque yo era pequeño, en disciplinada fila, hacia la lujuria del maíz. No existían muros como los de Ilión, pero sí maraña de molles, un valle extendido sin fin, arbolado, oloroso, soleado y bucólico. El Tupuyán llevaba a los guerreros a domeñar su ira. Estos eran terrenos para recostarse y soñar.


El Tupuyán, nada antes que él de la herencia quechua, habrá sido ya destruido. Escucho camiones de coca que no veo, precursores, ácidos, lavadoras para la nueva sofisticación casera de la droga. He sabido que el verde, más verde que el de Llewellyn, se esfuma. Los eucaliptos que trajo España hierven en hornos para siempre. A nadie le interesa saber por dónde arribaron las huestes de Túpac Yupanqui. La paradoja actual se debate entre el rescate del ancestro y la globalización brutal que conlleva el narcotráfico. Si pregunto hoy ¿Tupuyán?, pensarán que me burlo. Pero nosotros lo hemos visto, borroso, casi invisible, y hemos seguido su huella por donde nos llevara, por la Paucarpata que subyugó al cronista Polo de Ondegardo, por El Paso, y en cada rincón de lo se ha hecho pretérito.


Tal vez mi generación fue el último nexo colonial. Perdimos los idiomas originales que todavía hablaban los padres, resultado de la crianza en manos de niñeras indígenas. Pérdida que carga en sí no necesariamente el olvido del lugar del que venimos, pero alejamiento. La abuela Neptalí, crecida en los tremendos paraísos de Ayopaya e Inquisivi, hablaba, aparte del castellano, aymara y quechua. Mi padre heredó el quechua en las casas solariegas que habitó, con criados y sirvientes. Nosotros, urbanos, nacidos después del 52, solemos comunicarnos en español, hemos cortado el vínculo con los que todavía están, desde siempre, allí. Sentirme proficiente en inglés y francés no quita la pena de no haber aprovechado unas lecciones de mi padre en la nativa lengua.


Arqueología familiar, y arqueología aficionada en familia. Muchísimo antes de que los silos de Cotapachi se hicieran famosos, detrás de la colina de Cota, sitio de la aparición de una virgen, la de Urkupiña, extrañamente en un lugar que sin duda fue sagrado por su potencial agrícola, ya buscamos en la infancia las ruinas. La referencia venía de un tío, Antonio Iriarte, erudito en asuntos precolombinos y rescatista de tesoros. Entonces había, en las márgenes de un río putrefacto, un cuartel militar. Horas de dictadura. Preguntamos si sabían algo al respecto y ni soldados ni oficiales tenían idea. Caminamos al borde de la laguna y buscamos entre los cerros, plenos de espinosos arbustos y áridos. Al fin, en un descanso, aparecieron las bases redondas de lo que había sido un granero incaico en tiempos de Huayna Cápac. Estaban ocultos, y había muchos, ninguno que se elevara más que la base de piedra que alguna vez los sustentara. Movíamos las plantas con cuidado porque el lugar estaba infestado de víboras con dos tonalidades de café, de cabeza triangular, venenosas. Hacían reminiscencia a las temidas copperhead de Norteamérica; quizá fuesen una variedad. Mi hermano Armando aplastó una, para llanto mío. Pero, el hecho de descubrir aquellos monumentos derruidos, ignorados, fue suficiente para olvidarlo.


Nombres, vocablos aymaras, luego quechuas, después hispánicos, cada uno guarda secretos que ya nadie puede dilucidar. Y a medida que avanza la cronología, el rodillo de la desesperanza, la corrupción, la cocaína, irán hundiendo los vestigios hasta donde ya no se los pueda encontrar.


Esto hablando de un pequeño sector del valle inmenso, a distancias no mayores a veinte kilómetros alrededor. Porque en cruz, disparándonos hacia los cuatro puntos cardinales, encontramos lo mismo, nombres que son invocación, ritual, melancolía y demencia.


En Lequepalca, donde fungí por meses breves como administrador del proyecto carretero Oruro-Confital, luego de la cena en grupo, y antes de acostarme en la sala comunal donde dormíamos todos mientras no se construyera campamento, salía a la noche oscura impresionante. Rodeaba los muros de su sombría iglesia, de los nichos sobre tierra en el patio religioso; me sentaba en la explanada que hacía de mercado en día de feria y sentía, no pensaba, el bullir de las sangres escondidas. Alguna vez me escapé a cenar a Caracollo, o más lejos hasta Patacamaya, a tomar ese profundo café concentrado que sirven en vasos de aluminio, y comer un rebalsante asado con arroz y mixtura de tomate con cebolla.


Contemplar a los achinados aymaras conversando en idioma asiático, ajeno a sus vivencias. Beberme el café, y a medianoche, porque nunca cierran, “agarrar” un camión de regreso a Lequepalca, escuchando las tontas o a veces atractivas historias del chofer. Llegando, bajar por el lado derecho y quedarme solo, sin ver a dos pasos, presintiendo la torre espectral a mis espaldas, los agujeros del cerro -minas caseras de azufre- y la tierra roja del lugar que se extiende hasta casi Oruro, hasta Paria, que en aymara quiere decir bermellón.


Combinar las palabras, las letras hasta pronunciar un nombre, parece, en la penumbra invernal de Aurora, casi un hechizo primitivo, y yo en calzoncillos de chamán iluminado, juego con ellos buscando el de dios, tal vez el mío.

2012


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Publicado en La ciudad de Cochabamba vista a través de viajeros y cronistas. Siglos XVI al XXI (Selección y prólogo de Mariano Baptista Gumucio), 11/2012


Texto incluido en el libro Crónicas de perro andante (2013), coescrito con Roberto Navia Gabriel, La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra.

 

 

Tuesday, October 19, 2021

Nostalgias


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Reímos con Pablo Cerezal en Messenger, hablando mal de la gente. Chismosas viejas, en eso nos convertimos, pero divierte. Comentario machista, el mío, porque podría decir viejos. Miento, Pablo es un Hell Angel y no cuchichearía nada indispuesto.

 

Nostalgia a raíz de unas fotos que provee el IPhone porque es más inteligente que nosotros, incluso prepara un video con las diapositivas de un octubre 19 del año de 2018, cuando todavía la peste dormía entre chinos, canibalescos instintos y malaria. Fever, la fiebre, fièvre. ¿Quién creería entonces, mientras comenzábamos con Miguel y vermouths en Lhardy? Con tentempiés de anchoas y atún. La bonhomía del gran Sánchez-Ostiz, de quien decía Ramón Rocha Monroy que debía tratarlo de “usted”, su risa inolvidable y la palabra siempre precisa y dañina de ser necesario, transformadora de la realidad como espejos del Callejón del Gato.

 

Escucho Hervé Vilard, Capri c'est fini. “Nous n'irons plus jamais”. No iremos nunca más a tantos lados, no solo por los caminos del amor sino por variadas sendas de olvido y floripondio, de olores de romero e hinojo creciendo al lado de la pila del patio de una casa cochabambina. Al tiempo cuando las vinchucas paseaban en formación militar y los compadres traían arrope dulce para beber. En la nostalgia a veces se desvanecen distancias entre el bien y el mal, entre el desfallecimiento debido a la picadura de insectos mortales o el brillante amarillo de retamas creciendo por sobre cascajo de ríos muertos. No, nous n'irons plus jamais, y ya no te recitaré Apollinaire en francés, así te llames Madeleine, o Francine Gloria Pilar Elisabeth Daniela. No saltaré a tu cuello con ánimo de estrangularte a puertas del Wunder Bar, ni lloraré arrepentido de tocar tu blanca garganta que semeja un cáliz. La banda ataca un bolero de caballería; por las calles de Punata, relataba el subprefecto, trashuma la banda ebria rumbo al cementerio. Los brigadistas internacionales bajan de la sierra Pandols, cantando, rumbo a la muerte… Misterio, estamos ante el misterio, dentro de él.

 

Todos los peruanos de Madrid son unos hijos de puta, dice Miguel. En el Café Gijón lo muestran. Me desairan como boliviano. Los indios dirán que no le sirvas al indio de mierda. Lo he visto tanto, en todo lado. El primer día de la emigración me aconsejaron: no trabajes para griegos, ni coreanos y menos trabajes para los tuyos. Llovía en Virginia porque había derrumbádose el frío en los tejados. Sorbía una cerveza helada en la barra mientras sonaba en el disco Pretty Woman.

 

Octubre, Madrid. Antes de ir a Roma fuimos al Reina Sofía, a una exhibición del avant garde ruso. Mis amigos Osip Brik y Mayakovski. El Lissitzky. La cámara de Rodchenko. Dominique y Miguel, en cuya casa he estado mis días madrileños, rodeado del calor humano de esta gente preciosa, y de monstruosas figuras del fondo del África negra, que de palomas de Picasso no está hecho el mundo sino del drama de las máscaras, de vida escondida detrás de fachadas de madera, pintadas con rojo de sangre. Bebemos un Herederos del Marqués de Riscal, del mejor Rioja. A Francisco Canaro le gustaba el original Marqués de Riscal. Lo inspiraría para los gloriosos, y llorosos, tangos de antes del año 34, para los ojos de Ada Falcón, no sé qué me han hecho tus ojos, qué me hicieron los tuyos Francine, si eran todo cielo y no existía mácula que presagiara desastre. Bebemos Old Parr. Miguel duerme y lo cubrimos, Pablo y yo, con una frazada. Dominique, sentada con su vaso de scotch, observa. Conversamos, de qué ya ni me acuerdo. Traíamos humos de muchas horas y litros de intoxicados brebajes. Un día preparé un fricasé; mentí que era paceño porque venía del valle, pero tenía el aceitoso púrpura del ají que lo hace bueno, y papa blanca como icebergs en el averno.

 

19 de octubre. Tres años han pasado, tres inviernos, una pierna rota, una hermana muerta, amigos fallecidos, poco nacido, miedo. “Mi vida, lucerito sin vela, mi sangre de la herida, no me hagas sufrir más. Mi vida, bala perdida…”, canta Manu Chao. Nadie quiere que te vayas, tantas eres idas que no puedo discernir cuál era cuál. Las manzanas del Edén todas masticadas por mí. Merezco castigo eterno; quise beber de las fuentes, quiero todavía. Me arrodillo, no buscando un arroyo helado de montaña sino tu cálido veneno color azafrán.

 

Pues, Pablo Cerezal, Miguel Sánchez-Ostiz, Dominique, Sabah, aquellos días resuenan como platillos de diablada en mis oídos. Agradecerles, claro, pero más pensarlos. La vida no escapa, y no iremos nunca más por donde fuimos, nous n'irons plus jamais, por supuesto que no. Lo que trillamos trillado está y hay nuevo trigo por segar. Total, el desorejado holandés lo estará siempre pintando, por la eternidad.

19/10/2021

 

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Imagen: En algún lugar de aquel Madrid

Monday, October 18, 2021

La Nación Culebra de Pablo Cingolani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cristóbal Colón, cuando vio Tierra Firme, creyó haber encontrado el Jardín del Edén. Lo paradójico es que de principio se dedicó a destruir sistemáticamente lo que suponía ser el fundamento de las religiones. El espíritu mercantil, la fiebre del oro, resultaron con mucho mayores que cualquier abstracción divina, aunque ellas mismas gozaban de visos de ficción.

 

Ino Moxo, el brujo amazónico que habla en la novela mitohistórica de César Calvo (Las tres mitades de Ino Moxo), recuerda y dice de un tiempo donde el blanco no estaba, donde las naciones que no eran “bárbaros” sino hombres poblaban los bosques e interactuaban con ellos como lo que son: seres vivos. Pero Europa los “pensó” diferentes, desvalidos, confusos, equivocados, pecaminosos, y quiso arreglarles la existencia como mejor sabían: matándolos, hurtándoles, imponiendo figuras de dioses muertos que no respiraban como los árboles o las piedras, que no hablaban desde su podredumbre de yeso o madera como conversan la montaña y el bufeo. Entonces todo debía haberse acabado, pero algunos sobrevivieron escondidos en la penumbra del monte profundo, hasta hoy, donde otra vez el mismo ímpetu angurriento y “piadoso” ataca y desea arrebatarles lo poco que queda, enseñarles a vivir en las delicias del progreso.

 

Pablo Cingolani, poeta argentino en Bolivia, ya que nos obligaron a enmarcarnos dentro límites, ha pasado la vida intentando comprender aquel mundo evanescente, forzado a desaparecer. Como tal, combate en lucha de titanes en contra del poder establecido, cuyas aficiones-ambiciones siempre se dirigen a explotar inmisericordes los recursos naturales sin preguntar ni importar a quién pertenecen. La ceguera humana, que reproduce la del Almirante que incendia el Paraíso en lugar de adecuarse a él, no cejará hasta que no queden vestigios de quienes fuimos, espíritu que aún pervive -y en el cual debiésemos reflejarnos para aprender a continuar sin destruirnos- en los pueblos en estado de aislamiento, o en los remanentes de los grupos selváticos extenuados por la falsa liberación que les concede ya no solo el blanco, también el oscuro, aymara, negro, amarillo, cualquiera que tenga como objetivo el enriquecimiento a toda costa, con o sin retórica engañosa que al fin resultan lo mismo.

 

El poeta presenta batalla, dice en sus palabras previas que “también hay que darla en el plano simbólico, sentimental, místico, mágico, poético”. Para ello reúne textos que ha ido escribiendo en diez años y en miles de kilómetros caminados, descubriendo, y descubriéndose, en la Amazonía, rebelde y contumaz, aunque su obstinación no venga de un error, como sugiere este último adjetivo, y más bien de una dolorosa verdad que de epifanía parece convertirse en epitafio.

 

En Nación culebra, una mística de la Amazonía, Cingolani se nutre del largo poema que es el libro del peruano Calvo, mas no lo imita. Tampoco sigue la historia ficcionalizada de Quarup, de Antonio Callado, en donde el personaje busca en la existencia de los Xingú, respuestas para la suya propia. Pero es también literatura. En medio de la denuncia, de la tristeza, la angustia y cosas más que nos afligen al momento de sentir que se abandona la última tabla de salvamento, de todos como quiere el chamán Ino Moxo, crea, hace poemas, nos cuenta de la literatura de la selva que él va recolectando de sus ramas y poniéndola en papel, quizá una “fórmula para resistir”, como anotaría su prologuista Alfonso Valcarce.

 

Cuando los quichés de Guatemala, en el siglo XIX, pusieron en escena, después de escribirla, la tragedia de Rabinal Achí, los misioneros observaron espantados que se representaba algo muy antiguo, salido de los arcanos de la historia y mitología mayas, algo que no tenía nada que ver con ellos a pesar de centenas de años transcurridos entre la conquista y esta representación. La ventaja de los quichés era su número, que les permitió soslayar el tiempo y pasar de generación a generación las narraciones de sus ancestros. Suele ocurrir con los quechua-aymaras. Respecto a la Amazonía, esos mitos están en peligro de extinción, como las propias etnias que los recuerdan. La ballena Haisaoji, de los Ese Ejja, amarrada en el poderoso río Bahuaja, el Tambopata de la fiebre de oro y de dominio, iba finalmente a ahogarse, hasta que el poeta llega y le tiende un hilo de socorro. El precioso texto de Pablo Cingolani, Moby Dick en el Tambopata, descubre un bestiario inverosímil, aclarando, junto a San Isidoro de Sevilla, que el “monstruo” no lo es en contra de la naturaleza, sino de la naturaleza conocida. Afirmación de la que se podrían desglosar mil alegatos en defensa de los pueblos humillados y sus expresiones culturales.

 

Ya el poeta Homero Carvalho, que se reclama en parte movima, hablando de lo que se arriesga, aparte de la vida humana, en la destrucción del TIPNIS, rescataba el universo mítico de la selva, los seres fantasmagóricos, fantásticos, que para sus habitantes pueden ser fundacionales, que perecerían allí. Un genocidio y ecocidio de alcances insospechados. Podría ser el Madidi, el Manú, el río Madera esclavizado en represas para alimentar con soya a los chinos. De ahí la necesidad de defenderlo.

 

Libro fundamental el de Pablo Cingolani, expresión obligatoria de lo que no queremos ver, obviamos en incomprensible lógica. Poema en prosa y verso, tejido en maraña vegetal, calor humano y lo misterioso desconocido. Antes, siguiendo al chamán Ino Moxo, los indios de la Amazonía podían desaparecer a voluntad, para esconderse del asesinato, para castigar, pero las dimensiones del enemigo han alcanzado tal grado que ni eso basta, ya ni el “desapareció su cuerpo echando humo” (Stefano Varese sobre Juan Santos Atahualpa en La sal de los cerros) sirve. Estamos en la disyuntiva de seguir o de morir, comprender o perecer. Simple. Terrible.

 

Lorin Eiseley, en The Inmense Journey, afirma que “si hay magia en el planeta, está contenida en el agua”, esa agua que a diario ensuciamos con carreteras, minas y petróleo. Atavismos que debiesen obligarnos a renunciar a nuestra condición nacional y adscribirnos a la República Toromona, o a la Nación Culebra, cuyo manifiesto es este hermoso libro.

(Abril, víspera de la IX Marcha)

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/05/2012
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/05/2012

Publicado en FEVER (Volumen 14 Obra Completa), Editorial 3600, La Paz, 2021

Thursday, October 14, 2021

Portugalete


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 


Alma de los muertos, haces oscura la noche.

La mina de Portugalete es un hueco de abandono en la montaña. Apenas se puede entrar en su interior derrumbado. Hay que hacerlo con cautela porque en su boca se refugian serpientes y quién sabe qué. Espectros.

En la falta de luz se oyen, como gotas de agua, los sollozos indios. Secreto fondo donde permanecen los muertos, ajenos al destino exterior, con cráneos blancos sin brillo, desparramados por el suelo.

He pasado una noche mirando la entrada. No vi movimiento, mas ese estático Portugalete me parecía danzar. Por eso, antes del amanecer, corrí por el sendero, obsesionado por esconderme en el frío.

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Publicado en PUEBLO Y CULTURA (Opinión/Cochabamba), 27/02/1992

Monday, October 11, 2021

Divagaciones que vienen del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Me escriben desde La Habana y Chañar ladeado. Leo, anoto. La música ha saltado desde el centeno irlandés a Celina González y ahora a Grecia. No hay agua caliente y el frío amenaza de color gris las ventanas. He mantenido las cortinas cerradas para darme aire cavernario. Por nada especial, a pesar de que no hay resolana sino penumbra. Reclusión de lo íntimo, tal vez. Humea un café instantáneo, nada sofisticado, de a seis dólares la lata. Ni Uganda ni Java. El tocadiscos pasa a Tanzania, de donde viene el último Nóbel a quien desconozco. Me alegro, incluso si su nombramiento se deba a un “cuoteo” que deciden los poderosos. Incluso así. Desde Wole Soyinka que no leo a un Nóbel negro. “Viajero, debes partir”, decía. A Senghor y a Neto les tenía afición. Tiempo y entorno han cambiado. Nada de lo que fue es ya, y el viaje alrededor de mi cuarto, que retoma Sánchez-Ostiz en el suyo, recordando a Xavier de Maistre (libro que idolatraba mi madre), tampoco tiene la soltura de ayer. Hay baúles dispersos y en los límites de la habitación sospecho fragilidad de magia, como que es sencillo atravesar paredes. Casi todas las fotos tienen los vidrios rotos. Los siete años malditos multiplicados por setenta. Pero, a no temer, que el vidrio corta pero no mata. Si al menos hubiera fantasmas y no imágenes muertas. El más allá puede que exista pero es tan ajeno que las fotografías amarillean y vuelan en la ventisca sin que suceda nada. Hojarascas.

 

En un barrio otrora chicano y que perece ante la gentrificación hoy, nos sentamos, ayer, con las hijas a comer salteñas, fabricadas en un pequeño departamento de Lakewood con hornos industriales asentados sobre sillas. Jugo casi de color naranja. Será de achiote o palillo, no creo de azafrán. Limonada con frutilla; vemos el sol azotar los zapallos. Me preguntan el porqué de aquella pasión por el oriente europeo y la justifico en el dos por ciento de ashkenazi que han detectado en mi sangre. Vapores del tiempo, ignotos rostros de parientes sin referencias. Todo preguntas. Tan poca respuesta. Bajo el sol puma y el sol jaguar, miradas de onzas que vagaban por los montes del Tunari cuando era niño. Serían pumas, pero los llamaban onzas, y rodear una roca gigante en la cumbre era apostar a que quizá detrás de ella acechaban colmillos de dos centímetros para desgarrar. No las vi, se desvanecieron. Solo enfurecidos toros zapatean como de baile y se lanzan cerro abajo para la lucha singular con otro bramido. Ya de retorno hacia el valle encontraba carteles de restaurantes que ofrecían vizcacha, otro sueño perecido, quemado en el eterno auto de fe de un ilimitado San Juan de llamas y muerte.

 

Gaitas escocesas. La gaita negra, la búsqueda de la gaita negra en un documental de los hermanos Burgos en la Colombia de los machetes y la cumbiamba... Ciro Guerra. El acordeón del demonio. En las Highlands marchan las tropas de Montrose. En las tierras altas de Corani a veces asoman osos que llevan lentes de sol y tornasol. Caledonios en los mares del norte y quechuas en las profundidades del sur. Todos iguales y tan ajenos. Demencial festín del poder. Viaja, aconsejaba Soyinka, y ya no rememoro lo que aconsejaba Chinua Achebe. Por eso abro el tocadiscos y dejo de lado el tango para sostenerme en el “anno d'amore” que canta Mina. Me acuerdo, claro que me acuerdo, siempre me acordaré.

11/10/2021

 

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Imagen: Francis Bacon/Isabel Rawsthorne Standing in a Street In Soho, 1967

Friday, October 8, 2021

Odessa nostalgia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

De Michale Boganim, vi anoche el documental Odessa… Odessa! Un protagonista dice: “en Rusia hay una palabra: nostalgia”. He visto La Habana casi en ruinas, aunque sus edificios coloniales brillan en perfección, y no he sentido nostalgia. Será el calor, el trópico, la permanente risa de la gente parlanchina. No sé. A pesar del mercado abierto con memorabilia y libros que se puede hallar en las plazas de la ciudad vieja… Conseguí, valga nombrarlo entre otras cosas, el Eisenstein de Viktor Shklovsky en añosa edición cubana. A pesar de hacer el amor con mi mujer en camas donde lo harían Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, en el hermoso Vedado, bello y cayéndose, no había melancolía. Había ron santiaguino, fuerte y aromático. Del balcón mirábamos la puerta de un monstruoso edificio soviético enfrente con negros mayores jugando dominó.

 

En el opulento aeropuerto de Istanbul comí algo delicioso. No lo anoté, vaya pena. Era noche. Partimos hacia Odessa con la inolvidable imagen del puente iluminado de rojo sobre el Bósforo. Al fin, luego de casi sesenta años, se me abría el oriente europeo. La idea era avanzar al Caspio, al Baikal, al Amur luego de cruzar los Urales, pero me detuve en la frontera rusa camino de Belgorod y retrocedí a la Ucrania de los pesados sueños gogolianos, de la república de tachankas (ametralladoras montadas sobre cualquier carromato) y tanto más.

 

El avión sobrevoló una ciudad dormida, para nada iluminada como la urbe turca que acababa de dejar. El aeropuerto de Odessa se me hizo modesto, en demasía. Para colmo, mi maleta no llegó; la recuperaría al día siguiente. Me esperaba un torpe y mal vestido taxista que el hotel Alarus había mandado. Tuvo que esperar mientras yo dilucidaba, junto a una pareja extranjera, acerca de mi equipaje. Partimos.

 

La ciudad de Isaak E. Babel; no lo podía creer. Todo oscuro; vi aguas que no podrían ser todavía el mar Negro, árboles, agonizantes faroles. Llegamos al hotel. Esquina concurrida de dos avenidas. Ni lo sabía, pero estaba en el extremo del barrio de la Moldavanka, de Benia Krik y Froim Grach. En el documental de Boganim, los nostálgicos emigrantes judíos en Brighton Beach, New York, y en Ashdod, Israel, también al lado del mar, todavía hablaban de ello, de Mishka Yaponchik, sobre cuya leyenda tejió Babel su Benia Krik. Comentaban en el siglo XXI historias de los años de la guerra civil y anteriores. Babel le dio a esa ciudad, ya en sí fantástica, un halo de magia e intriga. Sentados, decrépitos, con ropas venidas del ayer y la pobreza que siempre aguarda a un inmigrante viejo. Reuniones de expatriados, canciones entrelazadas a brindis con vodka. Que el Ejército Rojo, que el Blanco, mientras la pantalla muestra grises tomas urbanas de una ciudad casi muerta. Hasta las gradas del Potemkin vacías, tan opuestas a las muchedumbres que observé, allí y a pies de la estatua de Ekaterina grande o del gobernador Richelieu. La idea supongo es mostrar el estado de ánimo del que tuvo que abandonar su tierra. Y abandonar Odessa no es tierra cualquiera sino la hierba verde y extendida por calles y muros rotos. Perla sobre el océano Euxino, el que trae barcas cargadas de peces y cuyas chimeneas exudan sabores fuertes de remolacha y rodaballo. Caminé como por mi ciudad, en el sur. Calle tras calle; penetré en los patios en cuyo derredor crecen mínimas aglomeraciones de desvencijados conventillos. Vegetación, vegetación. Era octubre, cierto, cómo será invernal.

 


Rodaba el documental en el ecran de mi televisor plano. Persianas cerradas sumadas a la penumbra que trae la lluvia de las dos tarde. Me pregunté que cómo era posible que sintiese yo nostalgia por ese enclave del mar que enfrenta Crimea y la costa rumana. Aludí al autor hebreo soviético. Culpa suya sería. En parte. Pero creo, por encima de circunstancias literarias, que Odessa oferta un brebaje de máquina del tiempo. Para decir que la prefiero a París, a la Roma de Marcela Filippi. No tiene con qué competir ella con esas madres innegables y eternas, pero si deseara poner una silla afuera de la puerta de casa para leer y que el sol dore lo ya indorable, me quedaría con Odessa. Kiev y Jarkov son majestuosos, históricos, monumentales y ni así. Soñaba anoche, después del filme, en tomar un ferry hasta Varna, Bulgaria, navegar el delta del gran Danubio, desembarcar en Moldavia o algún paso pescador de la Dobrujda o, hacia el otro lado, hasta el kanato de Crimea, los cosacos del Don, el mar de Azov, el Kubán y Circasia, pero siempre retornar a Odessa, llena de romanticismo, de melodías en yiddish que ni Hitler ni el tiempo acabaron. Casi decir también que mi héroe es Benia Krik, y que lo veo escondiéndose entre los entresijos de la villa laberíntica.

 

Hay un parque en medio de la ciudad, al que entraba yo por la Preobrazhenskaya, con restaurantes en la floresta urbana. Nada como tomar una cerveza helada allí, oyendo el rumor no exagerado de las calles. Salir, escuchar cánticos de monjes escondidos a la sombra de iglesias ortodoxas, entrar a mi restaurante favorito, Kazán, y elegir de un nutrido menú de delicias, extraños preparados de cordero. Camino, no hago más que caminar. Visito a mi amado Babel en bronce, al atamán Holovaty, al busto de Khmelnytsky. Me siento en la famosa escalinata, compro una medalla soviética al valor, estrella roja. El puerto está activo. Esta vez no me hice a la mar; la próxima seguro, a oriente y occidente, al sur, a Capadocia, Georgia y las vertientes del Cáucaso. Si alcanza esta vida, bien, sino lo haré en la próxima, en la que no existe más que en ilusión, pero no importa.

 

Los exiliados judíos odesitas se acurrucan frente al mar. Ni Atlántico ni Mediterráneo son el mar Negro. Ni Nueva York ni Ashdod, la bella Odessa. Qué importa que se descascare, que se vaya convirtiendo en polvo como una premonición. Ese polvo es de oro, brilla como aquel de las estrellas extinguidas que recitara Georg Trakl y rescatara Ferrufino-Coqueugniot para sus propias nostalgias de exilio autoimpuesto.

 

Pienso en incluir a alguna mujer entre estas líneas pero decido que no. Dejo a la bellísima Anastasia y sus largas piernas pensantes para otro rato. Aunque, no miento, extraño su hombro en mi hombro en un banquito de la Moldavanka donde la vida no pasa. Como no pasa Odessa para los que se fueron y comen hamburguesas tristes en un boliche estilo David Hockney, muy lejos de ella. No es que en el puerto de marras fueran ricos ni especiales, pero es que lo propio es invalorable y si contiene hechizo, mejor. Yo me he enamorado de unas calles silentes o que hablan en lenguas incomprensibles. No me interesa, igual pregunto si esos peces negros vienen de la profundidad o de la superficie, si los coloridos vegetales se preparan crudos o cocidos. Odessa para mí es síntesis de tantas cosas. Villa ecléctica para el hombre ilustrado. Tatuajes de piel y tatuajes del alma, según cantaba Romualdo Brito en vallenato.

 

Invitaría a mis padres, a mi hermana Picha, a caminar desde el Alarus hasta cerca del mercado, y en un boliche pequeñito y cercano tomar café con leche con dulce repostería ucraniana. Vamos, ustedes y yo, que volamos inmateriales por el Parque Griego, mientras saltan seres, que imagino son peces, sobre las aguas que navegaría Heródoto.

29/09/2021

 

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Publicado en REVISTA NÓMADAS, 06/10/2021

 

Imágenes: 1. Centro de Odessa 2. Con el atamán Anton Holovaty

 

 

Wednesday, October 6, 2021

Cuerdas de una exposición


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Boccherini. Castañuelas. Fandango. Ordeno tres libros: Claudio Magris, Olga Tokarczuk, Diablada de Miguel Sánchez-Ostiz. Trabajo de noche. No duermo de día. Voces y ritmos: Gal Costa, música cajun, Henry Purcell. Larga lista de deberes a mano que no voy a cumplir. Cuando amarillea el papel, lo arrojo al tiesto de basura. Doro carne para los ravioles, la baño de cerveza ligera y barata, arrojo sobre ella salsa de tomate que parece sangre medieval.

 

Las redes sociales se detuvieron por varias horas; el mundo dejó de ser mundo, lo imagino. Nuestras frágiles relaciones dependen de otros. Tal vez siempre fue así.

 

Se siente el otoño y digitalmente pinto una foto de hojas ocres y sepias. Les feuilles mortes de Prévert, cuando todo era mejor, lo suponemos. Irina me dice que le gustaría una banda si un día nos casamos. Me encantan las bandas. Cuando llegaba de los Estados Unidos a Cochabamba, Ligia me recibía con banda y carteles, como diputado nacional. De detrás de las puertas arremetían con Pan de arroz, del gran Arturo Sobenes; y cueca; y La Sandunga, ay, mamá por dios… Corrían caipirinha, minutos y horas. Gastados zapatos del zapateo. Hojas muertas. Caían de los árboles. Ni hojas ni árboles ya; una monumental torre de metal distribuye un entramado de cables, como para tener crucifijos y oraciones.

 

Cuento las botellas de vino. Me quedan ocho tintos y dos blancos dulzones. Y, no olvido, vino semi-dulce hecho con la fruta de la granada en los hermosos y laboriosos valles armenios. Lo usaré para cocinar pollo a la olla o al horno, con ciertas referencias de comidas iranias. Soñaré entonces que descanso a orillas del Caspio, vagabundo como Gorky, pensando en una Malva que en mí tiene otros nombres, tantos varios que no me decido por uno ya que no dispongo de medios ni de carácter para intentar un harén. Bromeo, claro, porque quisiera aprehender toda la belleza en uno. Tenemos algo de prometeico, en ambición y en rebelión, y no está mal.

 

Todas las mañanas del mundo, se llamaba aquel filme. Mucha tristeza, egoísmo, y la viola da gamba de Marin Marais como voz del paraíso. Llanto de mujer desgraciada. De fondo la apesadumbrada música de Monsieur de Sainte-Colombe.

 

Miércoles, Kate apenas duerme en una cama muy lejana. Dolor y virus. Conversamos un poco. Avanza el otoño, tiene pasos pesados. Desde mi cueva diurna aguardo la noche para salir a cazar.

06/10/2021

 

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Fotografía: Les feuilles mortes/CFC, 2021