Thursday, December 29, 2022

Postreros salvajes


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Walk on the Wild Side. Lou Reed. Francine baila desnuda en los altos de la calle Venezuela. Odalisca, mueve brazos como áspides de lengua larga. Pican, duelen, matan. La luna no entra por aquellos cuartos, la poética va a oscuras. Cortinas cerradas del lado salvaje. Percibo tus vellos azules, los pintó Franz Marc cuando moría. Lo recordaba Else Lasker-Schüler; lo llamaba “mi caballo azul”. Escribe ella sobre su piano azul:

Tengo en casa un piano azul
Aunque no sé ninguna nota.

Está a la sombra de la puerta del sótano,
Desde que el mundo se enrudeció.

Tocan cuatro manos de estrella
-La mujer-luna cantó en la barca-,
Ahora bailan las ratas en el teclado.

Rota está la tapa del piano…
Lloro a la muerta azul.

Ah, queridos ángeles, abridme
-Comí del pan amargo-
A mí con vida la puerta del cielo-
Incluso contra lo prohibido.

 

¿Dónde está ahora hoy que nieve y árboles rotos mi muerta azul? César Vallejo pregunta por su capulí; yo demando ver aquel cuerpo índigo de Jawlensky. Ágata en la noche de los cánticos fascistas; zafiro de la mañana levantándose sobre inmundos efluvios de alcohol. Muere este año, muere la llamada humanidad. Camino de la tumba necesito recordar que había color, que el cielo se extendía desde las uñas de tus pies ingleses hasta tus ojos italianos. Te recuerdo mientras escribo a otra mujer. Los nichos no se tocan. Ven, camina por el lado salvaje, por mi lado salvaje donde ya no duerme el cuchillo de los asesinos, la adarga del castigo, la lanza de los lansquenetes.

 

Me apoyo en Lasker-Schüler, muevo su mano: “Y la nube de la noche se bebe
mi profundo sueño de cedro”.

 

¿Eres la sulamita? ¿La mujer tranquila agobiada por mi espanto? Me responde Else:

Y yo me consumo
con floreciente dolor de corazón
y me desvanezco en el espacio del mundo,
en el tiempo,
en la eternidad,
y mi alma se extingue en los colores de la noche
de Jerusalén.

 

Tal vez Berlín, tal vez Odessa, o incluso la triste somnolencia de la oscuridad cochabambina. De Cochabamba fuiste a Londres; luego a Leeds. Todavía te perseguí en un barco irlandés, en La Habana vieja cuando trabajaste para el Foreign Office. Después el silencio que piernas y sexos tenía y tuvo y tiene y tendrá, pero algo de silencio, esa acumulación de muertes que traen los amores idos. Donde no caben sudores. Nichos que no se tocan. Todavía suenan los Kinks en mi radio, aún 1965 persiste. A pesar de la muerte, del año que perece con multitud, de armagedones sucesivos, todo late; parece un corazón a la intemperie. Sangra, nunca deja de sangrar; se burla de la sequía del fin. Hablamos de apocalipsis y estamos tan vivos que se hace retórica. No eres santa pero eres bendita, mi muerta azul, movediza como los cielos de Vitebsk, única y propia, como tal eterna, privada.

 

Toco tres veces en tu homenaje Walk on the Wild Side. ¿Dónde dejaste la ropa? Ojalá que jamás la encuentres. No morirás de frío, el frío no toca el azul. Entre los dedos diría que llevas flores, pero también hojas de afeitar como los rateros de Caracota. Un beso aquí, una daga allá. Me desangro como cochinillo en matadero. Todavía no sé amar pero conozco morir, y mejor conozco resucitar sin ser el Cristo de las alucinaciones.

 

Te escribiría un poema pero sigo analfabeto; sin embargo lo sabes, quizá mejor que nadie, sabes que esta sombra trashuma entre Dylan Thomas y rosadas pepitas de molle, que tira dados de Mallarmé mientras olisquea eucaliptos entre grises y azules. Nostálgica Inglaterra, lo dije cierta vez. Pero, perdona, te amo mas debo terminar otra carta de amor ahora que obtuve rudimentos de lenguaje y anoto letras como runas de picapedrero.

 

Termina la poeta judío alemana:

Me traen lejanas manos a casa
Un piadoso ramo de hoces amarillas.
La manecilla anda silenciosa por la esfera
Del reloj de sol, que oro de mi vida tiene.

 

Día soleado de nieve pesada y ramas que caen cargadas con festejante ritmo de banda.

29/12/2022

 

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Imagen: Alexej von Jawlensky/Cabeza en azul, 1912 

Tuesday, December 27, 2022

Alcools


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alcools. Vasos dispersos. Apollinaire. Un chorro de vino seco sobre la espalda de Francine. ¿Acuchillada, muerta? Todos estamos muertos. Camino entre la vociferante horda fascista. Me miran, me interrogan, que viva Bánzer. Alcohol. Vasos. Botellas rotas. Una hebilla de cinturón se estrella contra el escritorio. Hace muescas en la madera, cicatrices que con el tiempo olvido. Francine está tirada en el piso, desnuda, nunca he visto una espalda tan blanca. Tienes espalda de sábana. Una mancha roja, casi polvosa, se mantiene allí. Respira, no está muerta, solo ebria de vida mientras yo de muerte. Por qué tienes la espalda tan blanca. Sobre ti sangran botellas, una a una se derraman. Corren por tus vértebras, como bajando escalones; penetran suaves entre tus nalgas y parece, por el hilillo seco y tumefacto, casi rayado con lápiz rojo de jardín de infantes, que algo salió de ti.

 

Un espíritu. Alcools. Apollinaire. En el frente suenan los obuses, Madeleine. La caballería blanca corre sobre el empedrado de Kiev. Soy un enfermo, un hombre malo. Dostoievski convertido en yo, Claudio en Dostoievski. No, no es cierto, tan solo un enfermo. En el jardín de un caserón de Viena leo a Georg Trakl. La banda fascista arrebata con Viva mi patria Bolivia, una gran nación… No tengo ni vida ni corazón para dar. La avanzada blanca ha tomado Kiev; los bashkires se repliegan de Petrogrado. El viento mueve las páginas de libros entre los vasos. Un licor turbio, de maíz, chicha de la tierra, opaco, se mofa de mí. El vino se derramó en una puñalada, dada por la espalda. Francine agoniza, el crimen de la calle Venezuela. El crimen de la calle de la morgue. Un gorila se descuelga del tejado.

 

De pronto creo que tengo alas. Una multitud de muchachas inglesas vitorea. Me creo avión, helicóptero. I’m going home by helicopter. Vuelo. Salto por encima del cuartel general de Acción Democrática Nacionalista. Entonces no había Cristo en el cerro San Pedro. Aterrizo. Debajo contemplo a los amigos ebrios buscando piedras para arrojar a los buses atestados de pasajeros. El ímpetu de la masacre, delicias del asesinato. Sogas cuelgan de los algarrobos del cerro pedregoso. Sogas en las que se mecen los Judas. Y las Judas, porque Judas es hasta nombre de mujer, o solo de mujer.

 

Una carreta traquetea hacia Alalay.

 

Salto veinte años. Dieciocho los dormí entre las tarimas del estadio popular del Barrio Petrolero. En Alalay han puesto caimanes y un cocodrilo de quince metros para mantener bajo el índice poblacional. Lo alimentan con abortos o él se alimenta con infantes a los que maliciosamente han dicho que en las aguas de la orilla hay ispis. El hambre es mala consejera. Buscan ispis; hallan lombrices. Y de pronto las fauces se abren igual a un anfiteatro donde canta Juan Gabriel y los devora. Jonás. Jonás. La ballena de Béla Tarr viaja sobre un carromato. Una carreta tira hacia Alalay. Llega el circo, con el circo los gitanos pelirrojos, de tu carne harán aretes, picadillo de carne para el desayuno de los caballos. Si supieras. Lo triste es que lo sabes y no dices nada. Callas como sor Juana, te han dicho que te calles. O no te importa…

 

Despierto. Suena una mosca como antenoche los morteros: ssssssss, zzzzzzz, shshshshsh. Chistean antes de matar. O de morir, porque cuando una granada estalla, muere, se desintegra, pierde el cuerpo redondo y sólido de las chicheras de Caracota.

 

Sigo volando, sobrevolando, hasta que me estrello, apenas bajando hacia el abra que cruza hasta Sacaba. Pingajos de carne que disputan los jilgueros cabeza negra, los monjes de las aves, casi dominicos en auto de fe.

 

La sábana espalda se mueve. Susurros en inglés de Leeds, de Yorkshire. Apuro la copa que queda sobre la mesa, no sea que me la arrebate el general, o la mujer resucitada, o amigos que vienen a quitarme los vasos mientras entonan desesperadas canciones de amor.

 

Leonard Cohen. Un auto que corre de crepúsculo a noche. So long, Marianne. Me he desviado del camino, no sé cómo volver, no hay balizas para mi retorno. Despego entonces, ya dispuesto, hacia arriba, siempre arriba, misil tierra-aire que caerá más tarde en forma de lluvia, sobre maíces impertérritos, ajenos, fríos.

 

Caravaggio.

 

25/08/2014

 

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), con Pablo Cerezal. La Paz, 2014; Madrid, 2015

Imagen: Jean Arp

 

Wednesday, December 14, 2022

¿Por qué caminan de noche los mendigos?


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me escribes desde Finlandia. Aseguras que me encantaría ¿y cómo no? Territorio de misterio, de grandes bosques y mayores aguas. Rusia y Suecia se exterminaban allí, de a uno, mientras lo oculto cobraba lo suyo (véase el filme finlandés Sauna, de Antti-Jussi Annila, 2008).

 

Estoy sentado esperando el trabajo. 11:49 pm. Miro la pantalla del teléfono, colores de Chagall, aguas también, pantanos por doquier extendidos al sur, al norte, a Lituania. Caballeros livonios hundidos en el fango por casi dos mil años. Cruz, espada, religión y fuerzas negras.

 

El invierno trae consigo a Béla Tarr, el gris de la miseria, la inercia del que no tiene futuro. Tomas largas porque larga es la vida del pobre. Lodosa, húmeda. Un miserable se escurre entre pilares de un cruce de autopistas. La medianoche y los mendigos no duermen, nunca duermen. Pregunto a Emily por qué, que me parece tan extraño, que los veo vagar entre las doce y las seis, no importa si con diez o veinte bajo cero, estirando bicicletas, empujando carritos de supermercado rebalsando de sinfín de bolsitas plásticas que contienen más basura: un alambre, que no sabes cuándo has de utilizar, una rueda de carro de bebé desvencijado, papeles y gomas que son el oro del mísero. Necesitas papel para limpiarte el culo en un universo sin baños, para remover las pústulas sanguinolentas de tu ojete cariado.

 

Pongo, para distraerme, música popular de Sicilia. De Reggio Calabria. De los albaneses del Abruzzi, en grabaciones originales de Alain Lomax y Diego Carpitella. Pero no me distraigo. Trago, ni como ni devoro, una pasta insabora; el jugo del pomelo es agrio y placentero. Si la temperatura subió a veinte Fahrenheit será mucho. Cuento billetes de a diez que cambiaré en de a cien cuando se pueda. Como el judío Fagin de Oliver Twist. No me distraigo, aseguro, porque a pesar del frío observo. Encuentro a un mendigo metido en medio de un callejón de casas ricas y cubierto con una gran chamarra descolorida. Levanta la chaqueta y mira aterrado. Quiero decirle que se aleje de allí, que ese silencio y esa paz son engañosos, pero no deseo acentuar su miedo. Me voy, desaparece con destellos rojos de las luces de emergencia.

 

¿Por qué caminan toda la noche?, dime Emily. Sé que no hay dónde dormir, que donde te acurruques te sacará la policía. El Ejército de Salvación y otras organizaciones no tienen suficientes camas. Me dice el Arcángel que a las 7 de la mañana te expulsan de allí, que solo es para pasar la noche. Te ponen a la intemperie porque hay otros en larga fila. Debes esconder los zapatos debajo de la almohada porque te han de robar. En el refugio los pobres olvidan que son colectivos y tratan de sobrevivir por sí solos. Perro muerde a perro, hombre ataca a perro y perro destroza a hombre. Humea un guiso de frijoles dulces; se atenúa el azúcar con trozos de chile guajillo. Cuando el foco que tiene marcado 50W se apaga comienza la función. Y eso entre privilegiados que al menos por hoy disponen de una cama. Los de afuera, los de abajo de siempre y de Mariano Azuela, trashuman, deambulan, se detienen entre unas matas y dormitan media hora; se levantan y siguen, sin rumbo, por millas. Insisto: ¿por qué, Emily?

 

Mi hija Emily es una masters en Historia con grande sentimiento social. Así como estudia a los muertos debajo del Cheesman Park, lo hace con los vivos y sus organizaciones marginales. Dice que los mendigos vagan según los veo a diario porque si se asientan en algún lugar son atacados, no solo por sus congéneres ávidos de un plástico azul o un frasco roto, ávidos de sexo que es imposible conseguir si no por la fuerza, sin distinción de género. Un ojo abierto, legañoso, cubierto de escarcha, alerta al menor ruido que bien puede ser el de ratas grandes como gatos. Acosados, golpeados y muertos por malentretenidos de la ultraderecha, de la tonta juventud, la mota y el hielo y el coco y el pcp y demás aditivos de la irrealidad. Asesinados por dulces vecinos de Biblia y rezo dominical, adoradores del “Jesús naranja” como se ha dado en llamar al profeta Trump. Y por tantos más que ni sabemos, incluso quizá por liberales para quienes el extremo del mundo llega a ser prescindible además de inmundo.

 

Hablo de mendigos solitarios, o con pareja y uno o dos hijos. Otros, en grupos, se han concentrado en lugares como mínimas villas miseria donde imperará su propia ley y habrá caciques y santos. Conforman comunidades enclenques, fáciles de ser desbaratadas ante un movimiento policial previo al amanecer. Hay que lavar la ropa antes de que el público vea, o huela, que estaba sucia.

 

En la esquina de la carretera 25 y Dry Creek Road está siempre un muchacho cuyo cartel reza que tiene la espalda rota. A veces duerme con las piernas sobre la calle. Nos saludamos porque en ese semáforo me detengo cada once de la noche para girar a la izquierda. A veces le paso cinco dólares que valen más que Cristo y dice que me bendiga Dios. Pienso dentro de mí: reza para que se aleje, más bien. Pero no digo nada. No vale el sarcasmo ante el hambre. Hago como un saludo militar y desaparezco a mis cuitas. El auto está caliente y tengo una cama destendida en la calle Clarkson que calentaré con el cuerpo y los deseos.

 

No son los tristes pueblitos de la llanura húngara, pero el brillo de los ojos tristes se asemeja en todo lado. Yo también tengo la espalda rota pero el martes me la quemarán y dicen que resultará una nueva. Tengo hijas y tengo hermanas ante quienes a veces me gusta jugar al niño inválido. Dispongo de asociaciones humanas que me causan festejo, me brindan alegría.

 

Entre los mendigos itinerantes he visto también jóvenes mexicanos y centroamericanos que no han conseguido trabajo. Andan de a dos o de a tres, con mochilas a la espalda y bufandas regaladas para cubrir orejas y nariz. Llevan el cabello cubierto de copos de nieve como yaks de la tundra.

 

Recuerdo en París y la Île-de-France que olía comida casera en los mugrosos y grandes  edificios de inmigrantes y deseaba estar en casa. Dormía en lecho prestado y comía cuscús frío en lata de a franco. No comparo mi hambre pero hambre era. Mamá nunca lo supo y me alegro. Papá me hubiese dicho: “aguante, carajo”. Pero ante mí tenía un mundo, no un carro de mercado donde arrastrar mis miserias. Ni siquiera pasó por la mente que podía terminar así. Y no lo fue. Mucho vivido y dolido, cierto, pero jamás en desesperanza. No puedo imaginarlo pero quiero imaginarlo, porque entender las cosas como son y las preguntas que nacen de ello es parte de templarse y de saber que estamos rodeados de hijos de puta. ¿Soluciones? En este mundo pocas hay, menores o imposibles en pobrezas endémicas como las nuestras del sur. Béla Tarr se extiende en un aburrido plano gris. Por su retina no pasa la fanfarria de Kusturica, lo suyo es como una ballena deambulando en la puszta, algo sin fin ni principio, sin agua y con sed.

 

Con sed con sed.

14/12/2022

 

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Imagen: Miklos B. Szekely como Karrer en el filme de Béla Tarr La condena (1988)

Wednesday, November 30, 2022

Zirkus Palestina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 



Dice Eyal Halfon, el director, que vio remanentes de la carpa circense alguna vez. Implicaría certitud del hecho: la visita de un pequeño circo ruso a los territorios ocupados de Palestina durante la Intifada. Zirkus Palestina (Israel, 1998) no es un filme político en el sentido de militancia, sino más bien una comedia cuyos entretelones pueden alcanzar densos tintes políticos.

 

Halfon trata a israelitas y a palestinos por igual, con sus defectos, sin hacer exégesis de ninguno. Hay sensibilidad en su lente aunque su ironía ataca mayormente a sus compatriotas, a la falsa legitimidad de la ocupación.

 

El argumento burlón e incisivo no le quita seriedad. Hay un tenso momento, que fuera censurado cuando salió la película y que se incluye en el DVD: aquel en que el productor local del espectáculo es obligado a bajar del automóvil por un soldado israelí y a sacar de entre los cables de electricidad una bandera palestina recién colocada. Su hijo lo hace en su lugar, mas, en la noche, el hombre, quien aparte de contratista tiene negocios ilegales de autos robados con el coronel judío Oz, confiesa a su mujer que a partir de entonces llenará de banderas cada esquina de la ciudad.

 

La mayor atracción del circo es el viejo león Schweik. Al momento de la primera representación y cuando la domadora (Evgenia Dudina) lo conmina a aparecer, el felino no responde: ha huido de su jaula. Divergentes son las opiniones del por qué; para unos se ha retirado a morir; para otros lo consume la necesidad de aparearse. De pronto se ha convertido en el problemático centro de actividad de la población.

 

Lo que prosigue viene a ser el corazón de la comedia, la búsqueda del león a cargo del representante cultural del ejército, el sargento Bleiberg (Yoram Hattav), ajeno al entorno e hipnotizado por la canción Dalila, de Tom Jones; casi un imbécil en apariencia. El suceso modifica el aspecto de la comunidad. Este fenómeno extraño a la cotidianeidad presupone rebelión y desenmascaramiento. Agitación entre los árabes como entre los colonos, e investigación de los pormenores que llevarán a descubrimientos profundos y no deseados (el caso del contrabando de automóviles).

 

La desaparición de Schweik y su búsqueda extiende la visión de la cinta hacia la totalidad de la existencia de los territorios ocupados: los enclaves civiles judíos en tierra palestina, la ineficacia y la parodia de la fuerza armada, la corrupción y la desidia. Bleiberg, enamorado de la domadora, inicia una historia paralela de romance. El león, mientras desnuda las falencias de un régimen de vida obligatorio -en ambos lados- tiende a unir los sentimientos de los seres humanos, muy por encima de las diferencias étnicas, políticas o religiosas.

 

Los artistas rusos no comprenden la complejidad del hecho. Su mirada desde afuera no hace más que denunciar el absurdo de vivir así. Pareciera que algo que podría ser tan trivial como la aparición de un circo ha desencajado la estructura de la zona. Otra vez será el gordo palestino que realizó el contrato quien afirma, en un solo instantáneo y memorable, que "esta región no está preparada para el entretenimiento... todavía". Palabras que en un par de años serán proféticas con la explosión de los suicidas, la constante matanza y acogotamiento económico por parte de Israel hacia Cisjordania y Gaza, la Tormenta del Desierto, los misiles Scud de Saddam Hussein sobre Tel Aviv.

 

Bleiberg, el supuesto idiota, poseerá al fin la única cordura. Logra, gracias al apoyo de un niño palestino que lleva un parche sobre un ojo a la manera de Moshe Dayan, y el nombre de Dayan también, descubrir al león y luego de ciertas peripecias en las que el coronel Oz quiere apropiarse de la bestia, devolverlo a su dueña, ya su amor. Bleiberg abandona todo y se marcha con el circo. Da la espalda a una realidad inventada, o al menos mal hecha, y deja Israel. Antes liberan a Schweik en algún lugar que semeja la sabana africana. Detrás quedan las absurdidades del sistema, pero a la vez personas buenas e inocentes en esta comedia de "instintos animales".
01/11/2007

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), noviembre 2007

Sunday, November 27, 2022

Canción de día de muertos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Confuso, me describiría así, mareado, ilusorio, metafísico. Enfermo. Agonizante; flor de tarde quemada por hielo. Colores de Oaxaca, flor de azalea. Juchitán, Chiapas, cruces verdes y espantosa muerte con aroma santo. Leo a Rosario Castellanos, trastabillo, el mole se torna negro, piedra muele a piedra, molcajete inmemorial donde con mi sangre preparo salsa hasta hacerla espesa, greda dispuesta a cacerola, transmutación del barro.

 

Pienso en el Cónsul de Malcolm Lowry. No he visto tanto México y tanto lo siento. Rulfo me suena a sosías antropófago. Nos devoramos, sabemos que en nuestras venas corre sangre de tierra. Lo percibo en Colcapirhua, Cochabamba, debajo de una pirca que protege cochinos para el chicharrón; en Juchipila, volando por encima de los alaridos de los tarascos, de los indios cocas y los zacatecos. Me di cuenta cuando dentro de ti, Francine, vi nuestras pieles como ropa de arlequín. Entonces supe que entre los dos había más que una fuga, que un vuelo de avión. Cada quien con sus muertos y sus vivos. Podría no ser importante, lo podríamos obviar, pero vive allí como bomba de tiempo, mecha encendida, bala perdida. Entonces me senté con Rulfo a la vera de la cuesta (Sayula) y nos dijimos que era tiempo de permitirles irse, que el peso de nuestros rostros de ídolo será en cualquier hora insufrible carga y que no debiéramos llenarlas de innecesarias cadenas. Salud, Juan, le dije, y nos pusimos a reír acerca de qué pomada era mejor para que no dolieran las balas. Un rey zope atravesó el cielo; no era el Concorde, no, estoy seguro. Luego dormí.

 

Despierto, estoy cansado. La garganta ha tomado color de lava. La peste se enrosca en las piernas y no sé si quiere picarme como sierpe o besarme. Quito la fiebre con toallita mojada; el pincel delgado traza líneas coloridas sobre el alebrije. Me escribió Zinaida ¿lo hizo? ¿O escuché a Leonardo Favio cantando una vieja canción colombiana de nombre similar? Erba di casa mia, las hierbas de casa. Ahora que pienso, en medio del delirio hablaba con mi madre para que preparase llajwa sin quilquiña porque siempre la odié. Si el pantalón o los zapatos la tocaban en el patio, el olor quedaba pegado por varios días. Muy apreciada en Bolivia, en México le dicen pápalo (del náhuatl papalotl, mariposa). Es una de las muy pocas cosas de la ancianidad que no amo. Será esa gota de sangre vasca que antes de perder su corazón azul a los dioses sangrientos olió el papaloquelite y me heredó aquel miedo asco. Porque paradójico como resulte soy de aquellos que esgrimió el jade cortante y sufrió el embate del pedernal en las arterias. Los muertos vivos.

 

Tengo que cortar zanahorias para el guiso y caigo en cuenta que trocé los dedos. No es que difieran mucho, hasta textura parecida. El dedo meñique, zanahoria púrpura; el índice ya doblado por la artritis se asemeja más a un delicioso parsnip. ¿Ves, Juan?, le digo a Rulfo, este nuestro canibalismo atávico. Sonríe el maestro, y toma fotos de cuerpos muertos a la vera de los caminos. Nunca deja de ser tiempo de sacrificio acá, susurra. Mueve el brazo de un cadáver para captarle la sonrisa. En un par de días serán calaveras de azúcar para las hormigas. El rey zopilote vuelve a dividir las nubes y estamos ambos de acuerdo que no es superhéroe gringo. He decidido no cocinar los dedos. Los planto en el suelo seco y añado un par de litros de sangre. Con suerte vendrá un vergel. Los antiguos instrumentos de viento suenan invocando. El didgeridoo de los nativos australianos, el erke del sur boliviano y de los lambayeques del Perú: la trutruca mapuche. Caracoles de la costa purépecha, muy ligados a la tradición andina del mullu-pututu. Sonido y color. Arte y muerte.

 

Gotas de sudor sobre el teclado. Este piano de textos va a fundirse así. Trato de secarlo. Digo piano porque es mi manera de hacer música, ligar palabras. Aunque hoy como fallido cocinero tendré que escribir con los codos, pero, en sentido figurado, ¿qué texto que no se respete no ha sido escrito por muñones? Amor y dolor, placer y desgarro. Brillante polvo de Spondylus. Encima de la biblioteca yo guardaba un hermoso Nautilus, negro y rojo, al lado de un sextante para insuflar aire marino a la montaña. En una de las varias carpas gitanas que tuve, que fui dejando por caminos con señales de nombre de mujer. No llevaban ellas a ciudades sino a piernas y hacia ellas dirigía mi carreta. El tornado tamaño cinco, el más grande, que siempre me persiguió, iba alimentándose con lo que dejaba: nautilus, awayos, guardianes del Orinoco, monedas polacas. Engullía todo y cuando abro la persiana está allí, aguardando por el resto, sabiendo que desnudo no cargaré nada conmigo. No lo necesitas, sugiere su hambre, pero yo voy a nutrirme de tus sueños. De ellos necesito para arrasar campos y eriales.

 

¿Te das cuenta, Pedro Páramo, que salida no hay? Pero, aunque lo sé… me niego al gris. Si he de terminarme que sea en lecho colorido, al ritmo de la Sandunga, y con la Llorona cariñosa.

11/11/2022 (Día de la liberación de Kherson)

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Publicado en Revista 88GRADOS, 27/11/2022

Imagen: Carlos Mérida/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940

Wednesday, November 23, 2022

Si el poeta eres tú...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Yolanda se ha ido, eternamente se ha ido. El tiempo pasa, y cómo, dime tú que ya mudo quedaste a pesar de voz hermosa, de sonrisa y bonhomía. Reviso compilaciones, la poesía de Pablo Milanés, ardiente pero suave, dulce caricia de infierno. Somos un monumento hasta que células rebeldes dentro nuestro explotan y revolucionándose nos desmoronan. Vejez, le dicen, imperturbable dejo de la creación: Nada ha de permanecer; nada; ni Dios. Y esa Yolanda a la que cantas ¿quién era? Dichosa mujer del vacío, conformada de palabras que en su momento serían besos, cuerpos arrollados por tanques encima del húmedo lodo.

 

El mar tocaba las aceras de Cienfuegos. Coloridas, pequeñas, modestas y hermosas casas al lado del agua transparente. Un día desaparecerán, se hundirán cuando bajen los hielos deshechos desde Groenlandia. Tal vez no sea de golpe, tal vez no sea cáncer el mar sino larga y tosida tuberculosis que sube lenta y del verde brillante hace lavanda; del azul chillón, tenue celeste como ojos de Francine.

 

Reúnen en el hotel a los serios jurados del Casa de las Américas, cada uno consciente de una grandeza con mucho inventada. Segundos de gloria. Cola de langosta, delicias culinarias en el palacete al lado del hotel con piscina. Veo llover desde mi balcón privado. Cinco estrellas tiene la bóveda aérea de este lugar. Desayunos con camarones pistola, roquefort  francés, corte de carnes frías. Una vieja mujer me detiene cuando paseo a orillas de la bahía. Destrozadas sandalias de plástico: mi hijo es de su porte, ¿puede regalarme su camisa? Siempre llevo camiseta debajo y desabotono la Crémieux colorida y se la doy. Quiere besarme las manos. Mientras como con lentitud el solomillo envuelto en tocino, mientras sorbo el cabernet, imagino lo que mis colegas dirán acerca de la revolución. Las grandes palmeras abiertas semejan plumas de pavo real.

 

Tocaba la bahía las aceras de Cienfuegos. Al frente estaba la cáscara de una otrora planta nuclear. Aquella noche nos invitaron a la Casa de la Trova, con el mar salpicando los zapatos. Músicos ya de cuarenta y más años cantaban. Unos bien; otros re mal. Contaron anécdotas de Silvio (Rodríguez), de Pablo (Milanés), pero ellos estaban lejos, ya no pertenecían a ese grupo de aguerridos canta autores; ellos ya no volverían a la miseria del añejo barato y las cuotas de pan. Vivimos siempre la mentira, le digo a Roberto Burgos Cantor, amigo y colombiano. Nos mentimos y sonreímos haciéndolo. Este es un bello país, de nalgas, textos y sones gloriosos, de pueblitos impecables en su limpieza comunista, pero nada es verdad; quizá genuina alegría, que reír se puede hasta sin dientes y en hambre. Ya ni escucho; la mayoría de las canciones son mediocres. Yolanda no está, eternamente Yolanda. La marea ha subido. Un fino y largo pez se mueve como serpiente tratando de volver al mar. Lo empujo. Me mira, tal vez era un santo, o un orixá.

 

En las compilaciones encuentro las sangrientas calles de Santiago, pero hasta ahora no veo al presidente Ho Chi Minh ni al poeta Ernesto Guevara. Eran canciones de Pablo Milanés que amaba. Puede que el concepto que las envuelve no me atraiga más, pero son hermosas piezas.

 

El cielo de Denver va decorándose de gris. La nieve se esconde en el boscaje de las nubes. Sugieren que ese es el color de la tristeza, aunque he visto ojos pegados a los míos que tenían gris de carnaval. He tenido Yolandas, cada una con su dosis de eternidad. Eternamente, te amo.

 

Llevo calcetín doble para evitar resfrío, dos poleras y una camisa; calzón azul. La caldera silba para llenar mi bolsa de agua caliente con tejido de awayo encima. Un poco más y pareceré el Scrooge de Dickens. El silencio se puede cortar con tijera. Me haré un traje para rodearme de él. Pues, Pablo Milanés, te moriste sin decir hola. Despedida menos. “Despedida no les doy porque no la traigo aquí, se la dejé al Santo Niño y al Señor de Mapimí”, dice la canción mexicana.

 

Te escucharé. A veces te escucho. Me gusta tu dulce voz, debes ser un buen hombre. Adiós. O al diablo, que en esas no estamos, creo yo.

 

Si el poeta eres tú.

23/11/2022

Sunday, November 20, 2022

Kherson liberada


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Un decorado tren arriba desde Kiev después de ocho meses de ocupación. Alegría de la gente en los pasos sobre riel. Pero no pude dejar de pensar en Auschwitz. Mundo ciego, imbécil y depravado. Ahora que los republicanos se apoderaron de la cámara de diputados en Estados Unidos ya hablan de cortar la ayuda a Ucrania. Alegan que Putin es el “defensor de la cristiandad”. Ante ello, la izquierda mundial se prosterna como islamistas de sucio culo. Trump y Evo Morales en lo que siempre fueron: gemelos. Pablo Iglesias y los fascistas húngaros. Lo dicho, a estos los parió la misma otra. Sin embargo, hay gente que se precia de leída y está más que dispuesta a entregar las nalgas, propias y familiares, al monstruo mediocre del Kremlin, uno que nunca fue nadie en la KGB, uno de los tantos que procrea la inmunda izquierda/derecha. Los pocos seres humanos que queden tendrán que asistir a la debacle, al Armagedón que felizmente ha de llegar ante una muchedumbre que no vale pizca. Que estalle el mundo, viejo Bakunin; enciende las mechas y que profetas ardan como leña verde en la pira funeraria del asco. Ayatolas y revolucionarios, Cristinita y Erdogan, Medvedev con Maduro. Esa fogata tendrá la esencia de la creación, la paz del diluvio. Ponerlos en pares, apareados incluso, y avivar las llamas con la negra grasa de su miseria. No veré el día pero llegará, que el poder es efímero y no importa lo que rebuznen o escriban. La muerte los hará libres… mejor que no, que los disuelva y basta.

 

Ucrania debiera decir, porque ya es, “guerra de exterminio” y manos a la obra. A eso vamos, a qué esperar. Rusia bombardea civiles, a bombardear civiles entonces. No prisioneros. Nadie ganará pero el más brutal tendrá mejor asidero. Guerra sin contemplaciones; no es tiempo de piedad, aquella se quedó en mármol eternizada para el recuerdo. Ni tiempo de belleza. A perseguir a los parientes de los oligarcas rusos, estén donde estén, hacerlos picadillo. El “Oeste” no hará nada, temen al cobarde enano. La única respuesta está en la ferocidad, la Pax Mongolica de Gengis Khan sobre decenas de millones de muertos. Mejor unos que otros, simple lógica. La humanidad ha llegado a un punto en que los Putin-Trump-izquierdas han de apoderarse de todo. Oclocracia de analfabetos, imposición por fuerza bruta. Y si alguien quiere defenderse, más le vale pensar en escuadrones de muerte que en inservibles retóricas. No existe la contradicción entre democracia y autoritarismo. Creerlo implica el camino más simple hacia la destrucción. Entender que al otro lado existe un enemigo a eliminar y no una contraparte razonable quizá extienda un poco la bolsa de aire que se agota. Lo digo yo que quiero creer en la hermosura, que piensa en cómo Zweig describía la tumba de Tolstoi, en imaginar las florecillas salvajes encima del túmulo del grande y enojado pensador. Quise ver Belgorod, bajar hacia el Kubán a escuchar canciones de bajos profundos, viajar en barco desde Kherson a los cafés de Mariupol que ya no están. El mar de Azov es más cálido que el Negro. Ya no es mar sino tina donde orcos remojan sus rugosas pieles de anuro. Veneno, desinfectante, blanco humo inodoro que trae el fin de la mala hierba. Tal vez, tal vez, cuando la cabeza de Putin sea devorada por perros de calle, habrá momentos de paz, cuando su lacayo Donald Trump sea enterrado, con pañales puestos, de cabeza en tumba sin fondo. Pero para ello tiene que haber un cambio de frente radical que parta de terminar toda conversación y alistarse para el combate. No interlocutor, enemigo borrado. Como Stalin borró a Yezhov de las fotografías conjuntas, aunque ello no le impidió el triste fin.

 

Veo un video en que soldados ucranianos ejecutan vencidos rusos. Hace poco me hubiera costado aceptarlo pero o estamos presentes en la realidad contemporánea o nos refugiamos en el alcohol. En esa tremenda lógica sobrevive, por ejemplo, Israel: me quitas uno, te arrebato diez. Nadie mejor que ellos para saberlo. No hablo de justificaciones; no hay justificaciones. Demasiada cháchara para un mundo que se acaba. Los cineastas de Mad Max lo supieron siempre, esta es una pieza cinematográfica que no necesita perfecto guión. Las líneas de Paul Celan sobreviven como lúcida tragedia. No entender la profundidad del dolor nos ha llevado a donde estamos. Mentirnos es lo mejor que hacemos, y permitir abuso, también. Si el mal se respondiera con inmediata acción y crueldad quizá hubiera sido diferente. El hombre es una anomalía del Jardín del Edén. El problema nunca fue la serpiente.

 

El tren avanza entre vítores y niños que saltan. Pero en el cielo de noviembre en Ucrania del sur los personajes de El Bosco se escudan entre nubes. Siempre estuvieron allí, desde Eva y Adancito hasta hoy. Siglo veintiuno, me aseguro, y los representantes del congreso de los Estados Unidos hablan de rivales devorando niños, de pactos del enemigo con Satán. No es que se trate de un grupo de orates desvariando, es gente con poder. El malévolo papa argentino sonríe con dientes sangrientos. La realidad está allí, en judíos marcianos disparando láseres desde el espacio, en ucranianos que se afiliaron a las huestes del Maldito para dar fin con la ortodoxia. No hay que leerlo a profundidad, la superficie no miente. Hay unos y hay otros, y mejor quedarse solos. Si alguien cree en que los ejércitos de Lucifer están a las puertas pues hay que enviarlo sin demora allí, de la manera que fuere, sana y con precisión médica o con un mazazo en la cabeza. Lo contaba Rudyard Kipling, aquel primitivo armado con palos nunca se fue, ha retornado. Ser o no ser no es pregunta válida; vivir o no vivir lo es.

20/11/2022

 

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Imagen: Ucrania 2022

Thursday, November 10, 2022

Cotagaita, el camino del sur


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 


El sur de Bolivia es una región hermosa y semidesértica. El tiempo no ha corrido allí. Eso, a veces, es bueno, nos da la nostalgia de un bucolismo olvidado. Era, para mí, en medio de las urbes del medio oeste norteamericano, como la memoria de una infancia.


Pero nuestra nostalgia se torna peligrosa cuando al abrir los ojos no vemos cómo el polvo va cubriendo la tierra, cómo el desierto se agiganta y toma caracteres espantosos. Es el silencio del agua el aterrador, la ausencia del líquido reptando por las piedras.


Cotagaita es así. Valle de sauces y eucaliptos; la huella de España en los aldabones, techos, casas; en los patios con fuentes pedregosas ya destruidas por cien años.


Los árboles son un porcentaje mínimo de la geografía. Lo seco avanza; es como una película infantil de mis hijas, la Nada que devora la belleza, la que hace del universo un aburrido espacio gris.


El tiempo no sabe lo que significa abrumar; no hay tiempo. Noche y día son casualidades, eventos esporádicos entre la ida o regreso de un camión, entre la chicha, más blanca que la cochabambina, que se derrama siempre, en rito, por el suelo, antes de beberla. Sentados, de pronto ya está oscuro, y de inmediato amanece. Día, año, no interesan, las prioridades temporales han perecido en el sol del sur.


Por 1810, en Cotagaita, González Balcarce, militar argentino, perdió sus hombres. La memoria oral lo va olvidando. Todo el valle es lugar de batalla. Entre la sequedad y la falta de angustia parece nunca haber ocurrido. Pero es justamente ese silencio el que preserva el pasado. Han escuchado, debajo de los molles, el choque de los cuchillos. Borges hubiera pensado que eran mil compadritos batiéndose, mas son los soldados del Ejército Auxiliar Argentino que arrastran su derrota por el río despoblado.


Cotagaita se asemeja a la mayor parte de aquellas poblaciones del sur: a Camargo, a Vitichi, a Tupiza, incluso a la más norteña Caiza, célebre por sus estudiantes formados en la escuela de Warizata. Parece más antigua. El abandono le confiere misterio. Fue progresista hasta que se hizo otro camino hacia la Argentina, más al este, el que va a Tarija. Pocos son los que transitan la ruta antigua. El comercio es mínimo y regional. A lo sumo sus pobladores sueñan con Potosí, la pétrea ciudad arriba, la madre de todo este olvido, que parece entierro, de las ciudades sureñas. La gloria se fue haciendo tristeza y no queda más. Desde lo alto, los socavones del Cerro Rico muestran un cráneo vacío. Y los efluvios de esa calavera bajan a las villas mínimas del departamento.


He terminado de leer los Recuerdos de Francisco Burdett O'Connor, un hombre muy ligado a los destinos del sur de Bolivia: Tarija, Tupiza, San Juan del Oro, Cotagaita, las provincias de Cinti y de Chichas y el norte argentino.


En Burdett O'Connor se despintan muchos mitos nacionales. Andrés de Santa Cruz deja de ser la imponente figura histórica para alcanzar no más que la estatura de un hombre decente cuyos gravísimos errores costaron vida y tierras a la nación. Pero esa es una digresión que no corresponde.


Después de la Independencia, las regiones sureñas tenían posibilidades de alcanzar interesantes grados de desarrollo. El tiempo se ha encargado de empolvar tales esperanzas. Lugares como el que es título del texto se hunden más y más en un abismo de miseria irrescatable. Mientras modernización y centralización enriquecen a determinados puntos del país, otros, aquellos cuya historia fue puntal en la formación de Bolivia, pasan al olvido. No hay ni siquiera la valoración histórica necesaria para infundir ánimo a estos pueblos.


La ceguera de los gobernantes no da opción a grandes extensiones geográficas de Potosí, Chuquisaca y Tarija, entre otras. No hay inteligencia suficiente para que en lugar de malgastar los dineros venidos de la limosna extranjera, se los invierta en situaciones productivas como la del turismo. Se podría hacer giras especializadas, para historiadores, por los campos de batalla de la guerra contra España o la Argentina: un tour que comenzara por Suipacha, Cotagaita, San Lorenzo, Padcaya. Hacer un seguimiento guiado y profesional de las diversas campañas guerrilleras de la región. Aquello podría traer mucho dinero; sin contar fauna y flora regionales que son de gran interés.


En una gira se podría recrear el paso de Francisco Burdett O'Connor por los lugares de la guerra independentista, porque es justamente en sitios como Cotagaita donde se realizaron las últimas rendiciones de los ejércitos del rey a las tropas libertadoras. No en vano Manuel Valdez, alias "el Barbarucho", postrer y bravo comandante español, deambulaba por los altos de Vitichi hasta su final entrega al teniente coronel Urdininea cerca del pueblo de Cotagaita. Incluso los bolivianos, más nosotros que nadie, nos suscribiríamos a idea tal; yo el primero.


O, por ejemplo, hablando de historia más nueva, rememorar la infernal caminata de los soldados indios de Bolivia, partiendo de Estación Balcarce, no lejos de Tupiza, hasta el desierto chaqueño, durante el conflicto del petróleo. Si nosotros no rescatamos nuestra historia ¿quién ha de enseñar a nuestros hijos que alguna vez aquello que semeja un desierto, el sur boliviano, fue preponderante para la nación?


El camino viejo que bajaba a la Argentina venía desde Potosí, ingresaba por el bello poblado de Cuchu Ingenio hacia los valles de Caiza, iba más al sur hasta Vitichi, a Cotagaita, a Tupiza, a Moraya y la frontera. Hay sauces llorones tan lindos por esos caminos de polvo que duele la idea de que todo se habrá de perder. Es difícil imaginar un viaje así, por las dificultades. Parece que tendremos que conformarnos con lo que vimos alguna vez y recordarlo, o, si es mejor para no entristecerse, olvidarlo.

05/10/1996


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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 06/10/96

Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), octubre 1996


Imagen: Foto de El Sillar, Tupiza 

 

Thursday, November 3, 2022

Noviembre en Kharkiv


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Cuatro mil años atrás, Homero cuenta, que griegos y troyanos fabricaban sofisticados escudos para protegerse en la guerra. Hechos de varios niveles y materiales: piel cruda de buey, bronce, tejido, metal labrado, etc. Miro un video ayer que en Achacachi comunarios vestidos de rojo cortan turriles por la mitad, les pintan una cruz local y van a una inexistente guerra usándolos como escudos, guerra esa en la que el que chicotea domina y preserva centenas de años de sojuzgamiento y poder vertical, sin importar el color del patrón. Cuatro mil años y alcanzamos en un rincón de las tierras altas tal sofisticación que anula a los veloces mirmidones de ayer, a los teucros que defendían su tierra. Homero no podría soñarlo; menos escribirlo.

 

Noviembre 2, día de muertos, difuntos, calabazas y brujas. Ray Bradbury recurría a los mexicas para explicar Halloween. Hoy, cuatro años atrás, yo estaba en Kharkiv, escudriñando la belleza ucraniana, asombrándome de las capacidades de la fotografía, azorado en las oscuras criptas de la religión ortodoxa. Detrás de las paredes crecían voces de bajo profundo. Y profunda era la tristeza de esos ojazos de los iconos, de sus pies pintados y casi descoloridos ya por siglos de besos de creyentes, de mujeres con la cabeza cubierta.

 

Recorro el mapa de la ciudad en mi teléfono. No encuentro mucho en cuanto a los lugares que visité y la destrucción de hoy. El parque Gorky, sí, como si la rueda Chicago y los autitos chocadores fueran estratégicos puntos que avalaran su fin. Esta guerra sí existe, no es lírica de borrachos. Que los hay también, ebrios, seguro, hasta dicen que el gran maestro ajedrecista Karpov estaba borracho cuando se cayó y viajó a la coma inducida por decir que el ataque a Ucrania debía terminar. Siendo putinista él, o tal vez sabiendo que esta partida de ajedrez ya está perdida, a pesar de los enroques…

 

Hablo con Ekaterina, en Lviv. Ella era un sueño en las calles de Kharkiv, nariz de diosa, caderas como literatura de la mejor estepa. Estiró la mano y me salvó del laberinto de espejos, de caer en manos de la morsa y del gato de Cheshire, de la oruga pensante y el loco del sombrero. Estiró la mano y era fría, larga, lápices de color blanco y tenue rosa. La seguí, me obnubilé con su pantalón negro, y de pronto luz de sol. Déjame en el laberinto, permite que tu imagen se haga mil y de asfixia de multitud hermosa muera yo. En Lviv tus manos de refugiada seguro perdieron su don de agujas. Roma es la miseria.

 

Quiero recrear las caminatas de ayer, verte, verlas de abrigo gris en el otoño. De caminar al interior de una clínica local, fría y desalmada, mirando a las enfermeras con pañuelos en la cabeza a modo de matarifes. Bulgakov y Chejov. La pesada cortina del hotel se niega a abrirse. No logro encender el televisor. Me acuesto mirando el cielorraso.

 

Son como doscientas fotografías de Kharkiv, de la ciudad misma y del oblast. De mi amiga casi todas. Llegué como a las cinco de la mañana, luego de dieciocho horas de colectivo. A las ocho la vi. Caminó entre tanques, bajando por la acera izquierda de donde habríamos de desayunar. Nos dimos un beso en la mejilla, a pesar de que sugieren que eso, en Ucrania, es error. En un instante estaba en una de mis novelas de infancia y juventud, ni yo me lo creía. En el libro que deseé leer; tanto conversé con mis padres de Miguel Strogoff, de Raskolnivov, Dimitri Karamazov, de Petrichenko y el Volin; quise vino y blanco helado tuve por desayuno, semidulce, los límites de lo real habían caído, el tiempo eran intrascendentes martillazos sobre cristal.

 

Observé las calles. Este era el martirizado Jarkov de los años cuarenta, la capital, refugio y tumba general. En ruso, una hermosa Ekaterina demandaba si tenía algún deseo en especial. Morir, dije y repetí, en tus brazos. Y me convertí en cantor de boleros.

 

Nos han segado las piernas, cortadas las alas de ángeles que jamás fuimos. Como en un flash de memoria veo el busto de Gogol pasar desde el taxi. Almas muertas, rodeados estamos, maestro, de almas muertas. Lo malo es que hasta los escribas perecieron, los estadísticos y los escribidores. Nadie anotará los nombres de tanta riqueza material alrededor. Fácilmente, con las decenas de miles de muertos, podríamos parecer patrones de antaño con profuso número de almas, más que árboles en las tierras negras de por aquí. Maestro Gogol, tú lo habías visto ya y trataste de borrar con fuego los rastros de la verdad futura. ¿Qué queda? La tumba sin nombre del gran Tolstoi cubierta de hierba, los versos de Shevchenko. “Entraron en la ciudad rompiendo las puertas”, dice el gran poeta Iván Frankó. Al lado de su estatua descansé, pero no en Kharkiv sino Odessa. Ese sol no contaba de la muerte, era de flores y un otoño que soplaba todavía tímido.

 

El lente de la cámara, según la posición del fotógrafo, desmiente la realidad como es, el tamaño, la perspectiva. El lugar al que me llevas se llama algo como Cámara-Ilusión. Si doy el paso preciso, tu cuerpo entra a la ficción de Swift en el país de los gigantes. Te haces breve, cabes completa en una silla y sobra espacio. Te devora un tiburón blanco, cruzas un tronco del que si caes serás delicadeza de caníbales. Subes al Big Ben para atrapar un cuervo y con manos y pies mueves los brazos del reloj para desvirtuar el tiempo. Cómo, me pregunto, no nos quedamos allí. Seguiríamos en dos mil dieciocho y tendríamos media docena de hijos que me tutearían “abuelo”.

 

Bombas caen sobre el reloj londinense, otra vez. Pero este se escondía en una casa vieja de algún rincón de Kharkiv. Quizá sobrevivió, ya nunca lo sabré. Aún nos escribimos pero no como ayer. Qué tal, qué gusto, qué pena. Detallas el silbido de los distintos obuses. No hay tiempo de pensar ahora en los colores de Goncharova, en qué quería decir Malevich en sus cubos negros. Noviembre dos pasa inadvertido. Alguien disfrazado de hechicero toca puertas por caramelos.

 

Ilión sitiada, Príamo degollado y Casandra violada. Neoptólemo, hijo de Aquiles, destroza la cabeza del hijo niño de Héctor contra un muro: luego sube a las negras naves con Andrómaca madresposa encadenada. La historia juega cruel. Los hijos de Andrómaca y su ladrón regirán la Hélade en el porvenir. La vencida Troya verá a sus príncipes de media sangre dueños del ponto y del mundo. Hécuba aúlla como perra cerca de Kherson bombardeada. Los ayllus guerreros y afines marchan al ficticio combate armados de macanas y con mitades de turriles de petróleo. Épica de la modernidad. Los turriles, en Trinidad, sirven para producir sones, ron y Coca Cola, caderas y deliciosa frivolidad.

03/11/2022

Tuesday, November 1, 2022

El sur


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 



Zamba. Una estación de noche. Catamarca es oscuridad de cerros y tamales redondos.


De la escalera del tren crece Catamarca; así la vería mi padre, hecha de horco quebracho, con sol espinado y lagrimeado, amarillo.


A veces, en Cochabamba, en la chicha, salí y miré al sol de tal manera. Descansé entre los arbustos, oyendo a la tierra. En vano me protejo ahora en el distante cemento: el polvo del sur me extraña, quiere matarme y abrigarme. Es simple, en el futuro me sentaré con el compadre Rodolfo, y los dos dejaremos que la sombra de los eucaliptos crezca tanto sobre nosotros que de pronto estaremos en la oscuridad de la muerte, tranquilos, con dados, casi sin darnos cuenta.
1993

 

Thursday, October 27, 2022

Delirios del agua


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

El agua repta, serpiente sin cola ni cabeza. De arribabajo, vertical como lo es todo, piramidal, estratos, razas, clases, nacionalidades. Se mete en la cuna de la electricidad, en los pasadizos de los ratones, en el sueño. La hermana anuncia que la bolsa de agua caliente ya está en tu cama. La hermana te cuida. El ángel guardián tiene nombre de hermana. Debes descansar, tienes que dormir. Agua color de té baja por las escaleras; cobre, estaño, hierro, orín y asbesto. El caudal inunda, no deja resquicio sin tomar. No necesita tanques ni putines. Esta es guerra sin generales. El destino no aguanta rangos. Fluye, fluye. El río de Vinto está apacible pero hay rumor. Los que saben, pregonan: avenida. Y en avenida viene, arrastra consigo vacas como si fuesen árboles, casas con apariencia de gentes. Un cordel grueso, lo que lo convierte en soga, se arroja al otro lado y Armando se aferra a él y cruza. Después desolación, isla desolación, continente hambre, iglesia muerte. La carretera engulle el miedo, una larga línea de pavimento por doce kilómetros entre Quillacollo y Cochabamba. En el puente que está a su salida, las sillpancheras preparan trancapechos que entonces no se llamaban trancapechos. La noche. Duerme. La bolsa de agua calienta tus pies a falta de perros paraguayos, canes desnudos de piel negra y barba casi de pintor. Extraños, creo que los mismos que corrían en el imperio mexica, en el maya, y que eran delicadeza cocidos en brasa.

 

En las inundaciones del 68 y por ahí, los seis niños Ferrufino estaban en la puerta de casa, con impermeables de plástico, palas y marimachos. A combatir las aguas que venían de un furioso río Rocha de vómito turbio. A extraer tepes de donde se pudiera, a armar defensivos. Vecinos que se agitan, niños en el jolgorio que hasta la tragedia causa. El Pujru era zona baja, de depresión terrena y seguro que personal también. Molles y sauces llorones nadaban como podían en la corriente. En grandes caimanes verde oscuro llegaban soldados y con ellos se armaban defensas en frente de las puertas, de los garajes. La comadre Inés vaciaba su living con una lata de sardinas. El agua del Rocha sobrepasaba el puente y escapaba por las paredes que lo encasillaban. Corría por la Tadeo Haenke, por el estadio departamental, por donde fuera la laguna Cuéllar, hacia las zonas bajas, el Pujru entre ellas, los maizales de los Kachitos, las canchas Gutiérrez. Siguiendo la acequia grande iría hasta la zona del hipódromo, y La Maica sería ya lodazal eterno. La Chimba igual. Los paracaidistas del CITE corrían y gritaban. La sombra de Goyeneche paseaba sonriendo, que la muerte se lleve a los cholos, diría. Catalejo del arequipeño, centrado en el desborde impresionante y las torrenteras que aumentaban la corriente. Suena la mazamorra, es baile de caballería, potros al paso, cornetas y timbales; banderas caídas, truenos. Relámpagos varicolor, cabellos chorreando.

 

El agua comenzó a caer a las ocho veintiuno anochecidas. Desperté. La bolsa todavía no se había enfriado. La moví con los pies hacia las nalgas, la descansé en los lumbares deshechos y me levanté. Llovía, era obvio, pero por la ventana vi sequía cuando un chorro helado e infecto cayó sobre mi cabeza y me di cuenta que el juicio final había comenzado. No era final, no todavía, escribo abrigado y resfriado esperando albañiles gringos. Analizo. Mi pequeña cocina pintada por un trabajador mexicano tomaría tres horas; cuatro días anglosajones. El resto, calculo será un mes, otra vez anglosajón. Mis amigos albañiles, sean de la Veracruz o de Guerrero lo finiquitarían en un día, dos para alternar con Coronas. Pero hay que pelear al inmigrante, matarlo en el desierto de Texas, privarlo de los galones de agua. ¿Y quién les trabaja entonces? ¿Noruegos, irlandeses?

 

Si lloro pasará desapercibido en tanto líquido. El río Congo ha caído sobre mi testa y los peces tigre devoran primero a los ratones y luego cables de cobre y cañerías de plomo. Poco se puede hacer, ni lata de sardina vacía tengo. La última la usé hace cincuenta y cinco años para construir un camioncito con ruedas de carretes de hilo. A las diez y quince de la noche el agua sigue cayendo. Viene el dueño croata con sus hijos con varias toallas, a secar (¡!). Cuatro y media de la mañana sigue cayendo. La chica de abajo, con los jeans a media raya, saca alfombras al basurero. El chicano del apartamento dos pone las fotografías de sus padres a secar sobre la cama. No quiero volver al hood, repite; no desea volver a la miseria de la choza, prefiere vivir en el barrio rico antiguo. El inquilino del seis mira por el visor de la puerta y no sale. Teme que los extraterrestres chupen el aire de su espacio y lo asfixien.

 

Pasan dos días. Supuestamente trabajan en mi departamento para recomponerlo pero no hay nadie. Pésimos trabajadores los norteamericanos. No quiero generalizar pero hay enojo y mucho he visto de ello en treinta y tres años, los que usó Cristo para ser sacrificado y yo para obtener jubilación. Trabajan los fantasmas, hasta que venga la raza, a mitad de precio, y entre mentadas y viejas deje todo como si dios por aquí no pasó, tranquilo.

 

Nieva. Treinta y seis grados Fahrenheit. No tengo hambre. Preparo un café con leche evaporada y engullo pan con queso y jalapeño. Cuando dejen de trabajar… cerraré las ventanas y la puerta y dejaré que del otro lado del sueño venga la hermana con bolsa de agua caliente a calentarme los pies. O los pieses, según el plural chicano.

27/10/2022


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Imagen: John Everett Millais


Sunday, October 23, 2022

Guaracha del tiempo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Percy Sledge canta sobre el tierno amor. Un bus en el que vamos mi hermana Picha y yo cruza Amarillo, atraviesa Abilene para luego adentrarse en la mítica montaña de Kentucky. John Boorman dirigió un magnífico filme en los Apalaches; moonshine y locura; vicio y localismo violento (Deliverance, 1972). ¿Por qué recordarlo? Manejamos con Omar por la East Colfax en domingo. Tiene ese aire de abandono, sensación de senectud en un país todavía joven pero harto de sangre. Nos detenemos a tomar mocha y chai. Sol de sesenta grados, calor de agonizo. El bus cruza Knoxville, seguirá hacia el sur por Chattanooga, los pantanos seminolas, hasta dejar a mi hermana en un parqueo público en manos de su amiga que, como ella, se decidió por el viaje lejano. Retorno a Denver. De humerales a rocas, a pradera y soñar en la modorra del camino con lobos que danzan, con bravos semidesnudos que cruzan el rostro de colores fuertes; la guerra no es pincel sutil. Comanches y comancheros. Kit Carson y la nación kiowa.

 

Salí a dejar muebles a mis sobrinos. Viene la próxima diáspora, siempre la última, pero esta sí, de parada final. Cargo una mesa de noche y otra mesa baja y se me acalambra el costado, la espalda grita, los dedos se tuercen. Yo que cargué cien kilos de cemento, en dos bolsas sobre mi cabeza, igual a como lo hacían mis compañeros de la marmolera Urkupiña. El río de Sarco corría plácido mientras nosotros, con combo de Tor, destrozábamos mármol y piedras awayo de las elevaciones de Tupiza. No soy ya el del año veinte, diría don Nicanor Parra. Ni el del ochenta y seis, el ochenta y nueve ni el noventa y seis. Yo que descargué un vagón de cebollas con Big Mike a puño limpio. Dos mil quinientas bolsas de veinticinco kilos cada una. Todo el día. Toda la Guinness. Karen observa, desea ese cuerpo de hierro, quiere convertirse en paquete de cebolla roja. Tómame, trátame con fuerza, acuéstame en los maderos, envuélveme en plástico para no caer. Dame tu amor bruto. Percy Sledge canta acerca del tierno amor. Yo que… ¿Y ahora qué?

 

Rompo papeles, copias de cheques de trabajo de hace tanto, notas de quién sabe qué era aquello, de nosotros juntos, de la lucha conjunta, de la esperanza, del futuro. Entre esos papeles, letras mías: “Como si la luz fuera infierno invierno, esta batalla de contrarios que eres tú. Corre cerveza, se balancean tetas pequeñas y grandes culos. Corneta, pinto, batería, ritmo, ritmo en las llanuras del África, en el Cayatté de Agostinho Neto. Muerte, ven”.

 

Ofrezco a mis hijas una alargada escultura indonesia. Siempre habitaba un rincón de casa, silencioso oscuro madero con ojos y boca sobrenaturales. Irá a la casa de Omar, llena de sol y quietud. Este tiki de las profundidades del Asia descansará de mí, orfandad que le hará bien. Torno la página para ver si hallo algunas palabras más. Mudez de papel, ceguera de papel, desnudez… de papel. Mientras escribo suenan guaracha y bolero, Cuba en el corazón y la memoria, puerco asado a orillas del botadero de navíos. Lee a José Martí, decía mamá, y me alcanzaba una antología de textos pensantes. Y me viene a mente ¡cómo no! “Él volvió volvió casado, ella se murió de amor”. La llevaban en hombros obispos y embajadores; en Cochabamba me recibían con banda, como a diputado nacional, para horror de escritores castos.

 

Rumba y guajira. Anoche miré videos de bodas kurdas y asirias. Baile colectivo. Mujeres de oscuros ojos, cabello aún más, negros pezones como máculas en la punta de los senos.

 

Está bajando la temperatura. Recomiendan llevar largos calzones de diablo. Lluvia que ha de ser nieve, pesada o ligera, se verá, húmeda o de cristal. El colectivo ronronea en el viejo oeste cuando sus ruedas tocan los bordes de Amarillo, Texas. ¿Hermana, te acuerdas? ¿Hay un Amarillo al otro lado? ¿Recuerdas el sitio de la masacre de Sand Creek? Río Washita…

 

Que murmuren, no me importa que murmuren, a esta altura si me quieres o no te quiero, si te engaño o tú, ya qué va. No mires hacia atrás, suenan Los Payos. Los padres bailaban Compasión, y mi padre, burlándose del dejo boliviano, repetía: “compashón”. Compashón no quero…

 

Bálsamos para frotarse la sien. Calma por absorción. Para intentar detener el frenesí del recuerdo, confusión memoriosa. West Virginia, río Potomac en Harpers Ferry. No me digan que el tiempo es ficción. Las horas, en mí, son como ladrillos de una construcción. Amó aquella vez como si fuese última, dice Chico. Siempre amé como si fuera derniero, postrero, rezagado, mortal. Cada sexo muerte. Cada otro, redención.  

 

El bus sigue avanzando por el polvo de mil novecientos noventa y dos. Los ciudadanos que viajan cabecean y babean. Unos, baba cristalina, los demás de tabaco. Llegamos a Kansas City Missouri y se diría que es Lagos, Nigeria. Tierra de jazz, de tam tam esclavo en modernidad gringa. Falta mucho para Miami, es un tramo de tres días. Cruzamos el gran río y otros menores. Las llantas aplastan serpientes que estallan como globos de carnaval. Si comimos, no recuerdo. O cargábamos pan blanco relleno de salame de Génova y lechuga. Únicamente el pueblo toma estos transportes. Y el pueblo es maraña de males y necesidades. Refunfuña, eructa, vocifera y hiede.

 

Aumento unas palabras para que el texto no se detenga en un número cabalístico. Desconocemos el poder de las combinaciones. Y si para eludir eso tengo que anotar tu nombre, lo haré. Pero tu nombre llega a tantos que no lo atrapo. No, no te olvidé, pero… ¿quién eres?

23/10/2022


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Imagen: George Catlin

Sunday, October 16, 2022

Noticias del frío


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

He puesto el horno a cuatrocientos para calentar la sala. Todavía no se ha conectado la calefacción central. En Colorado, el invierno a veces dura desde octubre hasta mayo. He sentido temperaturas cercanas a treinta grados bajo cero, esas de si tocas con mano desnuda un trozo de metal se te queda pegado y tienes que arrancarla dejando la piel, literalmente. De las que cuando respiras y tienes bigotes se van formando bolas de durísimo hielo en la punta de los pelos. Otra vez, tienes que cortar o arrancar de raíz, con bigote y todo. Frío así no he sentido desde los trenes entre Oruro y Villazón, con las ventanas rotas y el aire helado penetrando con silbido. Entonces me sacaba las botas y envolvía los pies en papel de periódico, intercalado con bolsas de plástico. O el invierno de 1989, en DC, cargando cajas a la intemperie. Todo blanco, menos los amigos negros, temblando, tiritando, tomando bourbon en botellitas plásticas de sorbo y cincuenta centavos. Cocinando los dedos en el soplete que, inmenso, bota fuego a medio metro de distancia; dragón. Hacer asado con las manos. Falta comerlas, pero, luego, ¿con qué trabajo?

 

He calentado un guiso de carne de anteayer, y acabado los restos del moscatel de otro día. Dulce y salado. Gris día al que aún no he salido. Pantalones largos, y eso que mis piernas aguantan temperaturas muy bajas. Voy a terminar las páginas de Julio César en la Galia. Hombre de ideas fijas, dedicó siete años para lograr lo que ambicionaba. Amor por aquellos grandes libros: Jenofonte, Tucídides, Heródoto. Voy reuniéndolos mientras el polvo se adueña de ellos. Crecen más rápido que mi consumo. Duermen los viajes de la expedición española a Tamerlán, los pasajes de Mungo Park, secretos del río Muni. Y Flavio Josefo, extraño personaje. Masada y Jerusalén. Guerra de los judíos. De joven me gustaba indagar la épica, mamelucos contra mongoles, chachapoyas versus quechuas. Entonces no había internet y se rasgaba la superficie para hallar, con suerte, fuentes de información. Cochabamba de 1970-1980, de solo imaginarlo: sequía intelectual.

 

Salí al fin. Más frío dentro de casa que afuera. No es raro, piedras de doscientos años, paredes gruesas, altos cielorrasos, ventanales. En la terraza se sentarían patrones a mirar el imposible verde, los colores del otoño. Los negros estarían agachados, ya no esclavos pero esclavos. Si entrecierro los ojos lo percibo. Cerrados, silencio, hoy ni siquiera cuervos se presentaron. Entro al café ruso. Mocha y muffin de arándano. Devoro suave, como monja en claustro. Observo. Una pareja con poleras de un equipo de fútbol de Florida. Decorarse en conjunto para aullar, triste destino de este pueblo. Domingo de fútbol en la región individualista. Cerveza, marihuana sintética, fentanilo. Sigo con César. Los soldados rellenan el pantano de zarzas y tierra. Lo hicimos una vez, nosotros, para cruzar una ciénaga camino de Carmen de Totolima. Cortamos arbustos y árboles pequeños para formar un paso por encima del recoveco de las serpientes. Alterno con Frobenius, tal vez en el Congo o Camerún, con espantosas historias de canibalismo y venganza: Cabezas de parientes para calentar el fuego, grasa de suegra para preparar sopa espesa. La tragedia griega no ha muerto, ni en África ni en la Dominicana en las cárceles de Trujillo.

 

Café mocha, café con chocolate y crema. No necesita azúcar.

 

La tarde no está hoy hecha para música tropical, ni siquiera para la lentitud del porro. Menos para Lágrimas negras en voz de los Matamoros. Dudé entre Vivaldi y La Stravaganza o Cantatas de matrimonio del maestro Bach. ¿Nostalgia del matrimonio? Quizá, aunque vivir aislado, contigo solo, produce el placer inmenso de la muerte, que es el del nacimiento. El crepúsculo va aferrándose a las botellas en la repisa de la chimenea. Ha tomado el whisky y va por la botella de Svedka, vodka. Luego conquistará el intocado Velho Barreiro que no parió caipirinhas este año. No importa. Mi matrioska, llamada Victoria, sonríe. Su último vástago, de ocho, es un perrillo; en realidad una diminuta bolita de color. Al lado de los alebrijes enanos que conseguí en Tijuana. “Bienvenida a la Juana, tequila, sexo, marihuana”. En ruta a Babylón…

 

Dejo morir la tarde, no la socorro, no altero con besos la quietud de su fin. Algo de paradójico en ello, mucho simbolismo. Cierro las palabras del tribuno romano, apago el clavicordio, bajo las cortinas para acelerar el cónclave del entierro. Irina me escribe y dice: no tengo miedo de los rusos, solo deseo que los envuelva el vacío… La Horda de Oro mongol se prepara en Lviv para invadir Polonia; siglo trece. En Lviv, Ekaterina y sus amigas tejen redes para el frente, de esas que mimetizan tanques y puestos de observación. En la guerra no solo se mata con fusiles, también con agujas. Bajo las redes, el obús será secreto, así tendrán validez las palabras del poeta Apollinaire. Por los cielos se pintará el hermoso naranja de la destrucción total, el verde del metano y el carmesí de los Iskander. Van Gogh furioso.

 

Más gritos que susurros, piernas sin dueño corren por la estepa, torsos vuelan y los agarran allí las águilas. Ya viene el frío. Los fallecidos se convertirán en estatuas, tendrán sus meses de gloria. Yo amaba el invierno, asombrado con los bosques de cristal, luz de mediodía a medianoche. Lo amaba y lo dejé, historia de mi único abandono. No quiero más el amor del frío, quiero leer a De Quincey.

16/10/2022