Saturday, May 28, 2022

Caerá lluvia dura


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Comencé la mañana, después de que la noche había empezado nueve horas antes, con algunas melosas canciones brasileras. No Marisa Monte ni Martinho da Vila. Ritmos más jóvenes quizá, un pop que no me llega, o no todavía. Ya que había cocinado pasta para tres días calenté un plato, con un bivarietal argentino que me regaló Frank. Cortinas abiertas a la luz para alguien acostumbrado a la oscuridad. Escribí una carta a Irina en la que hablaba de los rom, preguntándole su opinión. Mencioné a Tony Gatlif y a jinetes gitanos de la Camargue, en el delta del Ródano, debajo de Arlés pintada por el desorejado. No puedo con mi manía referencial. Si hablo de Arlés salto al Larzac, del Larzac a la Columna de Hierro en la guerra española, de ella a Ulrike Meinhof, luego a Palestina, a Sabra y Chatila, a Knossos y las bailarinas del toro, al Minotauro hasta ahogarme en Malta, con fantasmas berberiscos y una torre de cuscús que Sabah y Pablo habían levantado en un piso de Madrid. Vicio de volar, de ser aéreo, ilusión, aunque mis esposas me nombren diablo. Roksolana era pelirroja, de las tierras de Ucrania. La secuestraron los tártaros del kanato crimeo y la vendieron a los turcos. Fue la favorita del harem y Solimán el Magnífico andaba a rastras detrás de sus talones. La lluvia convoca tambores otomanos ¿o es al revés? en algún lugar de Albania. Paola Sánchez, con un litro de cerveza de Belgrado, me pregunta si sé lo que es el burek. Todavía espero, una comida de ese soberbio y desgraciado rincón del mundo… Lo dicho, no puedo conmigo mismo o no deseo morir y quiero mantenerme en tantos rincones que la muerte se aburrirá de buscarme. No aceptaré jugarla en ajedrez, no soy caballero escandinavo; ofreceré una partida de modestas damas, y hasta de damas chinas, de las esquinas multicolores. Go no sé ni puedo, aunque en París me senté horas admirando la supongo estrategia de los jugadores, y recordé una película y a Kawabata, a Honinbo Sushai y sus últimas movidas.

 

Pasan las horas y debajo del puente Mirabeau corre el Sena. Estoy con el Concierto para Bangladesh. Bob Dylan en Just Like a Woman. Era 1977 y en casa de Silvia González, compañera de colegio, los pronto graduados escuchábamos el disco doble. Acontecimiento para nosotros en la que era, sigue y es, pobre Bolivia, donde nos reuníamos entre amigos para escuchar, en mala transmisión, Sounds of Silence a las once de la noche en la Telefunken al lado de cama. El disco lo trajo su hermano mayor que estaba becado en Holanda. Por ahí apareció una rubia. Qué podíamos nosotros, entre George Harrison y la blonda, sino pensar que el mundo se hacía de ilusiones.

 

Bangladesh, los tigres de Bengala. ¿Ha cambiado algo o estamos en lo mismo? Hay menos tigres, o no los hay simplemente. ¿Y nosotros? No hubo ilusión en el mundo pero infinita brega. Sin ánimo de queja porque cuando se vive y se emociona mucho uno enriquece. El concierto aquel semejaba un sueño; hoy es un hermoso disco que giro mientras sorbo el vino. Pakistán y la India. Sony me dice que habrá antes una guerra entre ellos dos que una con China. Desastre por donde se lo mire. Octavio Paz y Vislumbres de la India, maravilloso. Algo de Neruda en sus memorias hay si es que no confundo. Nathuram Godse, asesinó a Gandhi; el nacionalismo de Chandra Bose en todavía una India colonial. Inolvidable música del Punjab. Leones del parque de Gir, los pocos que escaparon de los muros babilonios.

 

Viaje alrededor de mi cabeza. Y eso que la casa-museo de Aurora quedó recuerdo. Me sentaba con un ron negro de la Guyana y me dejaba encandilar por los idolillos indios del Orinoco, mientras ponía sobre mi calavera un decorado gorro afgano de niño, lleno de monedas y miniaturas en metal. Acá estoy casi sobrio, no están presentes ni Chagall ni Franz Marc. Música. Dylan canta que caerá dura lluvia, en traducción literal, y el cielo se ha encapotado como espía de la Ojrana.

 

La peste gira alrededor, mis hijas, Álex, ahora Gabriel, han caído. Anoche me llamó al alba del amanecer Igor Quiroga, el mejor de nosotros, para cantarme unas letanías de la Torá o del Kaddish, que iremos a la tumba de su abuelo judío y que el nombre de Ucrania lo aprendió antes que el de Quillacollo.

28/05/2022

Friday, May 27, 2022

La tradición majnovista


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dieciséis dibujos decía Anna Ajmátova que Modigliani hizo de ella. “Se perdieron en Tsarskoye Seló, en los primeros años de la Revolución”. Joseph Brodsky, conversando con Solomon Volkov: “Unos guardias rojos se acuartelaron allí y se fumaron esos dibujos de Modigliani. Los usaron para liar sus cigarrillos”. El calvo Lenin los hubiera fusilado, él que bajo pena de muerte mandó que no se saqueara ni destruyese. Poco caso le hicieron, pero algo salvó. Era tiempo de emoción, con Krylenko vociferando encima de un carro de asalto (John Reed).

 

Por sobre la llanura ucrania la carreta del doctor, la que lleva heno, la leñadora y la lechera, se han convertido en máquinas de guerra. ¿Era Babel que hablaba de una república de tachankas? ¿O Alexei Tolstoi en quien leí por primera vez el nombre de Majnó?

 

Atornillar una ametralladora al carro y lanzarse a la brega. Ubicuas, maniobrables, rápidas, esas carrozas de muerte fueron decisivas contra Wrangel y Denikin. Poco sirvieron cuando arteramente el Ejército Rojo convocó a los comandantes del Ejército Negro para “coordinar” la lucha contra los blancos. En Melitopol fusilaron a Simón Karetnik y a otros; Majnó huyó a Rumania. La majnovschina pereció entonces. La libertaria mancha oscura que llenaba el mapa de la casi Ucrania toda actual se desvaneció y cedió su sitio al hambre.

 

En febrero de este año, aciago por la invasión del muñeco rabioso, el hijo de la gran putina, los campesinos de Huilaipole, tierra del Batko, se fotografiaron arrastrando carros de combate rusos. Hasta hace unos días estaba marcada una línea de defensa azul delante de la villa. Tres meses aguantando el embate de la ocupación. Mariupol, Melitopol, humean. Putin también ansía Zaporizhzhia, el enclave zaporogo. Del otro lado hay cosacos del Don y del Kubán. Hermanos contra hermanos con un falso trasfondo histórico. El nuevo zar lo que no quiere es perder sus palacios. Agoniza ya y desea asegurarse la propiedad y la gloria. Ayudado por el imbécil de Macron y otros que no quieren “humillarlo”. Descuartizarlo, debieran. Huilaipole se defiende, como lo hizo contra Trotsky y Frunze.

 

Me pregunto qué habrá sido de la estatua dorada de Néstor Majnó allí. La habrán destrozado las bombas. Si no, lo harán los descendientes de la horda roja en caso de que se apoderen de sus calles. Victoria temporal, pírrica, de todos modos. Los sacarán con los pies por delante, o sin pies. No lo siento. Guerra de exterminio ejercitan, de exterminio hay que dársela. No me impedirá seguir leyendo a Chejov, que esta turba con la belleza nada tiene que ver.

 

El problema es si seguirá el apoyo (interesado) de Occidente. Peligrosamente, Ucrania ha desaparecido de la primera plana en los periódicos norteamericanos. Y si regresara Trump, y esto se extendiera hasta entonces, entregará todo para cubrir Ucrania con la bandera del fascismo. No en vano la ultraderecha serbia aúlla en favor de la “Z”, la cruz gamada del putinismo y la izquierda. No olvidemos que en lo que fuera Yugoslavia, hasta las SS hitlerianas se horrorizaban con la crueldad de sus aliados balcánicos, rememorada ahora en la multimillonaria retórica putiniana, la del asesinato, violación y genocidio, la de la limpieza étnica. El presidente francés pide no humillar al muñeco. En realidad -claro que no se puede porque hay prisioneros del otro lado- esta debiera ser por parte de Ucrania una guerra sin concesiones ni prisioneros. Se ha llegado a un punto en donde la razón no prima, y sería válido que si Putin arrasó Mariupol los ucranianos arrasaran Belgorod, por ejemplo. El Talión, la ley más antigua. A eso obligan. Y es que no hay guerra “decente”, toda es basura en favor de los grandes capitales. Pero los pueblos tienen que defenderse a pesar de saberlo. O perecer. Y si de eso se trata, que perezca el otro. Vladimiro ha desatado el Armagedón y tiene que cobrar su parte. Tiene familia, protegida sin duda, pero que se puede hacer volar. A ver si le gusta. A desatar el terror. Luego no habrá futuro, pero los comunistos que glorifican los desmanes fascistas deberán observar lo que su amo ha dispuesto para el porvenir: Turquía ataca a los kurdos; Israel el sur de Siria. En el Oriente se desata la guerra del fin del mundo; en los Balcanes recomienza. Chechenia se declara libre cuando el lacayo Kadyrov vea que su jefe ya no tiene poder. Le siguen Armenia, Georgia, Azerbaiján, Daguestán. Ahorcan en un poste a Lukashenko, Polonia se apodera de Kaliningrado, Finlandia recupera Karelia y la ciudad de Vyborg. ¿Qué dirán los marxistos? Se aproxima el tiempo de la muerte, órdenes del zar. La máscara de la paz europea, de la comprensión y el amor, se termina. No es el Flower Power, sino flores negras. Sin siquiera mencionar el África mártir que ya vive apocalipsis desde hace décadas.

 

Larga digresión de odio y rabia. Igual he dicho siempre, pensando en algún pueblo campesino ruso donde juegan los niños bajo el sol de junio del 41, ¿qué derecho tienen unos para arruinar la vida de los demás? De pronto caen bombas, la radio anuncia que la bestia alemana ha invadido “la patria”. El juego se acaba, el sol se opaca, las mujeres pierden calzones, los hombres la vida. A nombre de Hitler, a nombre de Putin, sin motivo, solo la angurria de algo y de todo. Este animal, el humano, no merece existir, porque hasta los ángeles se convierten en carniceros. Hay que aceptarlo, permitir de una vez la llegada del infierno, a ver qué piel aguanta más el fósforo blanco. Napalm en Vietnam, napalm en Ucrania. Pero no, se seguirá jugando a la cordura, al buen razonar de la élite europea. Cuestión de tiempo, hasta los fríos nórdicos sacarán sus demonios ancestrales un día y se entregarán al festín antropófago. Quizá los Viejos Creyentes de Vasili Peskov estaban en lo cierto al aislarse. Pero es que somos demasiados ya y tal vez llegó el tiempo en que para sobrevivir unos debe extinguirse la otra mitad. A veces estos muñecos son solo marionetas de la historia con veleidades de dioses. Quizá la vida ha decidido, en aras de su propia supervivencia, usar, otra vez, la muerte profiláctica. Nada somos, y nada podemos ser.

 

Pero volvamos a las tachankas que si bien no inventó Majnó las hizo tan utilitarias que forman parte de la tradición de lucha del Ejército Insurreccional de Ucrania. En la guerra de hoy, la del travesti enfermo, las tropas de Kiev preparan automóviles civiles con un método similar. Lo hizo ISIS, en Siria e Irak, acomodando pesados cañones o ametralladoras en la carrocería de camionetas Toyota Hilux. Recursos de quien no tiene otros. Inventiva. Creatividad. Así corrían por la estepa; así siguen corriendo.

 

La ofensiva del Donbas pareciera inclinar la balanza del lado de Rusia. Usan bombas termobáricas, apocalíticas, fósforo, bombas de racimo, para ocultar que van sacando de los depósitos tanques que ya son chatarra. Quieren asegurarse posesiones territoriales que de todos modos van a perder. Una bruja de la televisión estatal rusa dice: “si perdemos, desaparece la humanidad”. A ver cuántos de los jerarcas rusos están dispuestos a desaparecer, a cortar el futuro de los hijos. Que viene la muerte de Vladimiro, viene. Cuan cruel sea, dependerá. Más fácil, al estilo soviético, será en la mesa de operaciones, eliminarlo como a Gorky o a Frunze. O envenenarlo y dejarlo, como a Stalin, con los pantalones cagados en el piso. Lástima, habría que entregarlo a los tártaros que combaten por Ucrania, los que añoran su Crimea.

 

Hablamos de cien años de guerra de Rusia contra Ucrania, en un adrede corte cronológico que limita algo que comenzó hace mucho y no ha terminado. Seguimos en la misma batalla. Los actores en términos ideológicos habrán cambiado; las nacionalidades no. Putin desea reavivar el Holomodor; no ha de poder. Y tiene miedo, pánico, cosa común en toda esta subespecie de los que se las dan de machos. Valiente era Majnó, no tú, hijo de tal.

27/05/2022

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Fotografía: Tachanka en el museo regional Gulyaypolskogo

Sunday, May 22, 2022

1989


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

The Moldau, Bedřich Smetana, 1989, uno de mis primeros discos compactos: Lo he recordado escuchando a Dvořák la noche del viernes con nieve de fines de mayo. Sí, después de días tórridos ha caído nieve, quince centímetros, y los pies se han congelado de nuevo. Hasta los zorrinos escapaban detrás de los arbustos ante esa lluvia fina, tupida, helada. Catorce horas, bastante para creer que el mundo se ha volcado, que estamos en los antípodas, en la ventisca del río Amur en Dersu Uzala. Decidí no dormir y ver otra vez esta película, la quinta, sexta vez. Era Gloria en el polvo universitario, con risa en el intermedio, la primera, cuando mencionó Dodes'ka-den, también de Kurosawa. Mi cine está lleno de mujeres, si amores fueron dirán ellas. Ligia también conversa sobre los dos filmes. Tiene los pies fríos para matizar mis calores. El Amur… tengo que verlo. Todo lo ha hecho tan difícil el payaso del Kremlin. Tantos viajes truncados. Tendré que esperar, pero aguardo los trenes.

 

Año 89. Resalto que mi padre me dijo en el aeropuerto: “vuelve pronto”, y Omar exclamó: “chau, Amadeus” (el hombre que nació para amar, aclaraba). Amadeus no volvió, sigue sin volver, como si el año 89 lo hubiera atenazado, puesto grillos con bolas de hierro y plomo, y clavos en las llantas para que el auto no avance.

 

21 de enero aquel año, o 23, un par de días. Miami, Savannah, Raleigh, Washington DC. Los árboles de la primera ciudad estaban doblados. Huracán. Alexandria, luego el Distrito de Columbia, al fin Arlington. En el puente de Roslyn estaba la frontera entre la capital y Virginia. Más un pequeño paso por Rockville, Maryland, desde donde visitamos con Mirella Suárez el mítico Shenandoah. Niebla de guerra civil; chillaban los chipmunks.

 

Pasaron ciudades, esposas, el tiempo transcurrió en andar fraudulento, embaucador. Me veo como hace antes aunque papá ya no está y Omar ha adquirido el color de la granada. Sé, sin embargo, que a pesar de que se cortaron los dos molles de casa, el macho y el hembra, podré oler su aroma frotado en el cobre de los peroles de Sacaba. No hay jamillo ni algarrobos, tara para teñir las lanas que recolectaba mi amigo Pedro Brunhardt entre Chuquisaca y Tarija, carnosas pencas de tuna cubiertas de polvo blanco que ante la presión del dedo tornábanse sangrientas como hoja guillotina. Sobreviví por el olfato, porque en el metódico engranaje de destrucción, olía a ayer. La historia se escondió en la nariz. De allí a la razón.  

 

1989. Una cama grande que comparte Waldo al primo que llegó sin nada. Eso fue después de la casa de Lorgio.

 

Suena el bombo de la chacarera. 36 grados Fahrenheit. De 1989 a 2022 hay un legado de guerras, muchas fueron, cuántas ni cuento porque no alcanzan dedos para narrar tristezas. Del desierto de Kuwait a Siria, a Irak, a Malí, Nigeria y hoy Ucrania. Me he sentado en un banco a diez pasos de casa, cuenta Irina, como si diez fuesen vida cuando viene un misil, pero para eso estamos, para soñar que engañamos a la muerte que asoma firmada y todavía con etiqueta de costo. “A la muerte no le temo si me has de querer”, dice la vieja música de los Hermanos Simón. Eso nos queda. Un rictus de ilusión puede salvarte la vida. Lo necesitaba, cada día. Había elegido un mundo duro. Ahora tenía que sostenerlo. Pensé huir. Pude y no.

 

Piano popular. Imagino sauces llorones, adobes en muro, cactus creciendo entre tejas coloniales, remolinos turbios del Mizque en avenida. Lo pienso mientras espero un bus bajo la lluvia de medianoche, en una avenida de Alexandria de la que nunca vi el nombre que sin duda era Tristeza. Llegaba a la bodega a las dos de la mañana, después de caminar 45 minutos por el ghetto del North East. Mojado, apestando a lana húmeda de una leñadora que me regaló Lorgio. Dejarla a secar encima de las bolsas de papa y a cargar camiones. Sudor que combate los veinte bajo cero del exterior. Cómo pesan los pepinos, a las cajas  las cubre cera resbalosa. Si te cae sobre el pie te lo rompe y terminó la emigración. Manos, dedos, codos, rodillas, todo vale para mantener los tres puntos de apoyo que recomiendan para que los cargadores no se quiebren la espalda. ¡Como si lo enseñaran! ¡A quién putas le importan negros borrachos! Fuck you aquí, fuck you allá, el capataz, Joe Day, juega a ser mayoral del algodón. Lo que piensa en su interior quién sabe, acá necesita voz fuerte, negro de mierda, trabaja, suda tu negro culo si comer quieres. I like that Bolivian shit, macho, se dirige a mí para decirme al rato que qué miras, nigger, o crees que estás de vacación. La coca era una tarjeta de presentación en aquel submundo. Mis años cuando era nigger y mentía a los otros negros que detrás de una ametralladora, subido en una inexistente colina heroica, mataba soldados que saltaban como pipocas con los tiros, “viva la revolución, muera el supremo gobierno”. Necesitaba una leyenda.

 

Camposanto y luz mala. Pienso en el Martín Fierro mientras una bolsa de cebolla roja me raspa el cuello; musito una canción de Cafrune acerca de un guerrero pampa y su cautiva amada. Cochabamba, los pezones rosa de Francine que destacaban ante el rojo profundo, guindo, de las llauchas paceñas que habíamos comprado en la San Martín esquina Venezuela. En este frío no hay cópula ni amor, ni huele a cebolla. Trabajo como animal, sufro el peso, razono, me atormento; no va a vencerme esto. Tengo que saberlo, conocerlo, la vida no es mamá haciéndote café con leche, ni tú caminando ufano de la casa de P a la de G, y de la de G a la de P. Ni siquiera en línea recta. En ambos lados espera una mujer hermosa, de vestido negro o desvestida, con media botella de vino, A Day in the Life de los Beatles, o música sandinista. Aquí, al final del día, te aseguras frío, un cuarto oscuro, un colchón sudado que te dieron en las ayudas para pobres, una lata de comida de gato. Hey, nigger, ¿se te achicaron las bolas? ¿O estás pensando en un jugoso pussy que no tendrás? Agarra las putas cajas que estamos retrasados e irás con Will de ayudante, motherfucker…

 

Vuelto a la realidad, agarro el handtruck y me meto en los grandes refrigeradores. Allí se está mejor que afuera. Me caliento bajo cero y salgo cargado al tipo muelle donde están los camiones. No siento los pómulos, están rojo quemados. Miro a mis compañeros: perdieron el impulso. Vuelven a un cuarto mugriento, tirarse sobre las frazadas que alguna vez fueron claras. Botellitas plásticas de ron barato a cincuenta centavos. El piso está regado de ellas. Cuando doblo por Gallaudet hacia el mercado hay miles: gin, vodka, bourbon, whisky, tequila, tragos de la noche que caen de garganta a estómago vacío como rocas ígneas. Tráeme esto, trae lo otro, envuelve con plástico esa paleta para que no se desvencije. Cuidado con los aguacates. Por error nos enviaron cangrejos vivos en lugar de flores comestibles. Varios negros se embolsillaron unos, para hervir a esos inteligentes animales más tarde, tal vez con suerte conseguían una mujer que los cociera, de esas que con crack abren las piernas señalando al páramo. Aquello no era paraíso y meterla carecía de cariño. El cacique y su amada en la pampa. Bosques desaparecidos de pino negro, cuevas con megaterios todavía frescos. Painé y la dinastía de los zorros. Épica. El tren de Nueva York pasa a las seis de la mañana; los restaurateurs chinos recolectan en los basurales comida podrida. En el metro sacaré mi tesoro del bolsillo, un tocadiscos portable y antes de que la baba caiga, lava del trabajo en la boca, pongo a Smetana. Sueño, sin embargo, con Joe Day y sus largos cuchillos. Calculo que fácil atraviesan a un hombre y quedan expuestos tres centímetros más. No conocía entonces Europa del Este pero imaginaba sus calles, hasta con melancolía recordaba el hambre de Argenteuil y Pontoise, el Bosque del Lobo. Smetana y descompuestas berenjenas. Carla que me pide: “muéstramela, pisón”. Su boca parecía flor de lis. Fellatio.

 

Si esto se asemeja a Praga entonces yo soy un golem al que han marcado en la frente el nombre secreto de Satán. Ni tilos ni café capuccino con garabatos. Comer con asco mollejas de pollo estilo chino en restaurante coreano. Echar un sueñito hasta que te empujan; vamos, macho, a trabajar. En fila, faltan cadenas y que alguien cante canciones del chain gang, los condenados. La canta Sam Cooke: “Hooh! Aah! Hooh! Aah! That is the sound of men working on the chain gang”. Mi primer cheque fue de ciento veintinueve dólares. Por cien me compré un abrigo inglés azul oscuro que sigue empolvado aquí en la calle Clarkson. Esclavo con aires de gentleman, caballero de infortunio. Mientras leo a Schwob sobre el capitán Kidd; el otro Kid era el de Stevenson. Islas y mares, raíces de apio para la cocina del Sheraton, raíces de hinojo para gourmands.

 

Se acaba el año 1989 sin comenzar siquiera. No he contado mucho entre tanto desvarío. Camino solo; de vez en cuando compro amor de a diez, o de a veinte, mientras más negro, más barato. He obviado nombres sobre los que ya he hablado y recordaré más. Huelo aire fuera de la cueva y de pronto he sentido asfixia.

22/05/2022

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Imagen: Jean-Michel Basquiat

Wednesday, May 18, 2022

It's All over Now, Baby Blue


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Corto cuidadosamente el andouille, por el medio. Abro el pan como si abriera la Biblia. Lo decoro a la izquierda con mayonesa, a la derecha con mostaza común. Pongo el chorizo, aunque los entendidos cajun del sur neorleanista digan que el andouille es andouille y no chorizo. Esparzo encima una salsa con jalapeño porque no tenía nada más fuerte; tomate y cebolla, aceite, vinagre, sal y listo. Al trabajo luego, café casero sin azúcar. Tomo la calle Corona, luego la carretera. Roadhouse Blues, tan triste este país, tan solo, tan oscuro. Johnny Cash canta a Dylan. Joan Baez canta a Dylan. La respuesta está en el viento, dice, pero el viento de Denver viene como huracán. Hay que acomodar sillas contra puertas y ventanas porque llega arrancando goznes. No miento. En el ventanal de la sala hay una puerta de vidrio doble. Ya saltaron los seguros. Acomodo una silla, dos sillas, un sillón, la mesa cargada de vino y papeles. Y así tiembla; me recuerda la noche de mi amor cuando tu cuerpo sufría escalofríos y me pensé la Muerte y tuve delirios de grandeza.

 

Pete Seeger, con fuerte acento: Guantanamera. Ayer escuchaba a Los tradicionales de Carlos Puebla en Veinte años. Hermosa Cuba; mar de Cienfuegos. Agua cristalina que llega a la acera de la casa, la misma, o muy cercana, en donde nos recibieron viejos de la Nueva Trova, paradojas del tiempo, que nada nunca es nuevo ni antiguo. Ahogué mis nostalgias revolucionarias, nunca las tuve, en áspero ron de Santiago. No estoy hecho para proclamas y sofismas. Me gustan las canciones, las caderas que bailan canciones, si Che o no Che, ni importa, aunque mi madre me leía a José Martí. Leo sin cuidado a los vanguardistas de la izquierda en posiciones abiertamente fascistas. ¿Para qué discutir? Los putinianos, puristas del asco, seguirán con absurda vehemencia con el puño levantado. Ni saben lo que dicen. Les sale mierda, no espuma, sacristanes de toda la vida, eunucos por voluntad propia. Me place la guerrilla de Melitopol apuntando a oficiales rusos y no siento nada viendo volar un tanque, aparte de alegría. Jamás entendí a los obedientes, a los que tal vez cierto no pueden oponer su voluntad al estropicio. A riesgo de castigo, seguro. Pero no hay tiempo para sentimentalismos. Muere un invasor, que era joven, que era apuesto, que escribía versos a su amada, qué pena y vuelta de hoja. “Al que asoma la cabeza duro con él, Fidel, Fidel, duro con él” ¿O no era así? ¿A qué el llanto? O se vence o se pierde y habrá más jóvenes, más poetas, el cielo volverá a brillar, el putín cocoliche colgará como marioneta y a seguir que nada espera.

 

Me pregunto por qué el título del texto. Se debe a qué compré muchos discos de folk norteamericano y me estoy nutriendo de ellos desde hace dos días. Recordando además temas musicales de la niñez, como Trini López y Lemon Tree. En mi oído derecho están Peter, Paul & Mary; en el izquierdo, un analista cuenta la emboscada del río Donets en Bilohorivka. Una masacre a la que habría que ponerle de fondo el Réquiem de Mozart, no por festejar la muerte sino porque la música cuenta más que lo que cualquier voz lo haría. Por sobre obuses y metralla voces de coro. Escriban, escribidores, canten al mundo la ira de Aquiles. Negras naos se recortan en el horizonte. Negro se ha puesto el mar, de ébano a caoba, Putin vuela por allí con cola de colibrí, el rostro llenito y sonriente de azulitos ojos y bondad estalinista. El picaflor se encuentra con el gorrión, supongo es el comandante eterno, Hugo Chávez. Se entrelazan, preciosas avecillas de bondad y esmero, y gorjean la ya inservible por malhadada Internacional. No es que la crean, aves cabronas, sino que les es utilitaria. Vuelan, trajes de colores y aura monacal. De pronto una pedrada las derriba, venida de una flecha, honda o como quieran, de un niño cazador. Ahí van, de patas colgadas, por pasadizos infantiles y se termina el cuento de hadas y pajaritos de cabezota infame. Una piedra bien lanzada, Goliat cae, dos ascos menos. Más tarde se multiplicarán pero qué hacer, la rueda marcha hacia el fin preconcebido. Mientras llegue, apuntemos.

 

Todo se terminó, baby ¡por Dios qué drama! ¿Qué se terminó, pregunto? ¿El azúcar, la sal? O tu enojo en la mañana, tu sombría tarde, tu noche de pesadilla. Si no se puede, no se puede, a pesar de que un día te llamé Baby Blue, y quise hacerte creer que el amor era como emparedados gratuitos repartidos en la esquina. Mornas de Cabo Verde, sarcasmos de George Brassens, un obvio Bataille que llama a las cosas por su nombre, prosaico en verso.

 

La guerra, primer influjo de la infancia, no flores ni cantarranas. Desviaciones adredes o simplemente fatalidad que sí o sí encontraremos. Primera comunión, confirmación, cuerpo de Cristo, amén. Pero recuerdo la expedición de Belgrano, el tambor de Tacuarí y la mente se pierde en arcanos históricos siempre pletóricos de violencia. ¿Es la guerra el sino? Tambores de batalla, en Sienkiewicz, en Kadaré, en toda y cada literatura. John Reed ve llegar a Pancho Villa y musita: “napoleónico”. En su afirmación truenan las baterías y cargan las grandes armadas. La muerte trae gritos, llantos y lamentos pero queda tan silenciosa en las páginas. No se oye en la biblioteca el ruido de las espadas de los diez mil de Jenofonte, ni se huele el sudor de Caupolicán cuando lo sientan en la estaca. Será que trivializamos la guerra, que sin ella no estamos bien ni lo estaremos. Guardamos la épica prescindiendo del horror. No pensamos en el dolor sino en la gloria. De niño tenía la imagen del general argentino Necochea ¿era en la batalla de Junín? saltando con su caballo en medio de una docena enemiga. De Ucrania hoy, Taiwán mañana, se esfumará la muerte como avergonzada y sucia sirvienta. Brillarán nombres, otros se cubrirán de luto, y, como en Oporto, tal vez era Vigo, observaré una plaqueta que cuenta que allí se masacró gente. Muy interesante, anoto lugar y fecha, y me desasno más tarde, me quito lo asno debo decir. Leo, saco el teléfono y tomo fotografías. Que no le pongan mucha mostaza al sándwich, por favor, y la limonada sin hielo porque me destempla los dientes. Para asegurar lo que digo abro la boca y muestro las tembleques muelas al garzón. Lo veo caminar confuso, tal vez anda ebrio, la vida sigue. Todas las guerras acabarán y comenzarán otras, y siempre tendremos escoria que defienda lo indefendible. Para eso son bautizados, y benditos. Se contaba en un famoso libro, Claude Levy-Strauss, que en la biblioteca municipal de la ciudad X, en el año X, Bolivia, un cartel rezaba: “No usen los libros para limpiarse el culo”… Pero no aprenden.

15/05/2022

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Imagen: Batalla de Zama/Cornelis Cort



Friday, May 13, 2022

Darwin Pinto: loco por culpa del tamarindo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Si bien no conozco todo lo que se escribe en Bolivia, mucho de lo cual permanece y permanecerá escondido por nuestra característica de adrede y obligado culo del mundo, me gusta afirmar que la obra de Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz, 1978) es el intento más serio y más talentoso de la nueva novelística cruceña y boliviana, de adentro y de afuera. Trabajo de imaginación desbordante, sus dos novelas: Sabayoneses y la pronta a aparecer El Tratado sobre la Gangrena, lindan en su prosa con lo mejor de cualquier literatura. Hay detalles, a los cuales ninguno de los que escribe es inmune, que llaman por un buen editor que realice algún trabajo de maquillaje, asuntos de orfebrería que ni tocan la calidad de lenguaje y argumento. Ricardo Bajo, en crítica de Sabayoneses, dice algo como que ésta vive lejos del onanismo intimista de otros creadores, y tiene razón. Las metas del joven escritor no pasan por el triste reconocimiento de cierto verbo pulimentado. Pinto ha apostado por la épica de su arte, por un conjuro de lo poderoso que la escritura suele dar.


Los dos volúmenes forman parte de una trilogía que yo preferiría llamar tríptico (con la tercera parte todavía inédita), cuyas características de ambigüedad entre elementos contradictorios: presente y pasado, vida y muerte, por anotar un par, prestan una dinámica que obliga al lector a leer el texto de corrido y a quedarse con las ganas de descubrir el fin de la saga que muy posiblemente jamás termine.


Periodista, cuentista, músico, poeta rural converso en urbano, inquieto, activo, irascible, tantos adjetivos para descorrer el velo de un escritor mayor, aquel que no se conforma con la efímera gloria de los triunfos y que aspira a más, que supone estar perdiendo su tiempo en las horas que pasan porque son eso, nada más que horas, convenio para mentirnos que crecemos y envejecemos, cuando la pródiga epopeya de sus personajes -en su caso particular- demuestran lo contrario.


Una línea de cierta preciosa canción colombiana que me recuerda el ambiente de Álvaro Mutis reza: “barranquillero que baila arrebatao”. Y como arrebatado se define a sí mismo Darwin, insatisfecho por el tiempo que “fabrica demoras”. Cuando pienso que ya a sus treinta y tres ha creado un espacio mítico, presupongo lo que se viene. No es escritor que se amilane ante las posibilidades, ni hombre que se arredre ante un destino. Ello no puede dar otro resultado que la solidez de una obra en un contexto que caracterizaría de monumental. No veo en el país, ni fuera de él entre los nuestros, esta calidad imaginativa, la destreza de conjuncionar sus fantasmas y sus quereres, lecturas y héroes y antihéroes, seres irredentos que aúnan violencia a ternura y que no respetan, como su creador, ni cronología ni límites entre tiempo, espacio y geografía. De pronto es Bolivia en la incandescencia del Chaco, en la plata de las montañas de San Brandán, que sugiere Potosí a su vez que al monje irlandés errante y ubicuo en los mares atlánticos; de pronto un puerto en una región tropical asociable con Santa Cruz, en donde varan barcos piratas y los ingleses que los capitanean muestran ser como son ellos, no sólo caballeros de fortuna sino caballeros a secas. A ratos Tolkien, o los cronistas de Indias, o el horror viscoso y oscuro que abunda en la Providence de H. P. Lovecraft.


Una familia, los Drake; es su saga. Alrededor, y por doquier, se mueve el resto, asociado siempre a los avatares o caprichos de la dinastía fundada por Antanas, desde la pobreza, en la ribera de un río, en el extremo del mundo, afín a los aventureros de Verne, a las poderosas parentelas de la Malasia de Salgari, junto a la pesadez del sur profundo que adquiere de Faulkner y el éxtasis cálido del Macondo de Gabo, aunque, lo aclara el autor, su Santa Rosa es Santa Rosa y no Macondo.


Llaman la atención sus nombres que, otra vez, dan pauta de la vastedad del universo que transita Darwin Pinto. Ejemplos como el pueblo de Sanjuancagado, o la fortaleza de Bellasniguas, en aluvión de referencias jamás gratuitas, que escarbando en ellas descubren las magias de los pueblos ancianos, la euforia y asombro de la conquista, el tesón de los exploradores que en el ártico siberiano descubren mamuts preservados en hielo (los pobladores de las villas de los Drake excavan civilizaciones mantenidas en frío, dinosaurios frescos y tiesos, que servirán de alimento, porque nada hay mejor en esta tierra que la sopa de dinosaurio). Luego de la comilona, en un preciso momento del drama, invaden los negros pájaros del Rey Buitre que se refocilan con los despojos antediluvianos, mientras Belle Almanegra, eterno amor de Antanas, condenada a jaula por adúltera, y después basamento vivo de la Casa: hogar y palacio, refugio y gobierno, sufre la eternidad de su deseo, mientras los descendientes de los Drake cada uno va fundando una tragedia personal cargada de rencores, sueños, ambiciones, memorias, miedos, ilusiones, que combaten con maúseres o pistolones confederados, pero que no sirven para combatir un destino que parece predispuesto y que al final quizá no lo esté.


El Ejército Descalzo, la Guerra de las Cinco Naciones, Nanawa, Andrés de Santa Cruz, Junín, escenarios que se nos antojan conocidos y que se amalgaman con fantasías y alusiones en un fascinante y estrepitoso mundo de necedad y grandeza, de dantescos tamarindos.
21/03/2011

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Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 26/03/2011
Publicado en Semanario Uno (Santa Cruz de la Sierra)

Imágenes: Mixed medias de Carrie Ann Baade, serie The Devil is in the Details, 2006

 

Wednesday, May 11, 2022

Canciones de Serge Reggiani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Treinta y cinco años atrás, Michèle Lemaître me regaló un disco de Serge Reggiani. Lo escucho ahora, a las 2:52 de martes de Denver sol y estáticos verdes sin viento. Amiga de mi hermana, visitaba Cochabamba. La llevé a conocer una región entre Quillacollo y Vinto, subiendo hacia la montaña, a la izquierda de Anocaraire. “Francia”, le dije, porque esos paisajes necesitaban de Sisley y Derain para guardarlos. De Cézanne. Vimos la quebrada de La Llave de lejos, boscosa, que subía hacia la parte trasera del pico Tunari. La había trepado ya, con dos amigos, siguiendo las huellas de mi padre que hizo Cochabamba-Palca (Independencia) en cinco días a pie. La idea era la misma; dormimos en una escuela la primera noche. Comimos atún peruano en lata, con pan. Tres apachetas cruzadas hasta contemplar, desde el cielo, Morochata. Sombras de guerrilleros ayopayeños sobrevolaban vestidas de cóndor. La apacheta de El Negro fue la última. Luego bajar, por sendas de piedra sólida y sinfín de humedales donde se hundían los botines.

 

Ahora, a mis sesenta y dos, tendría que tomar un helicóptero para hacerlo, aunque me gustaría intentarlo. Claro que la época cambió y de seguro los “hermanos” cocaineros me arrojarían al sin fondo abismo, entusiasmados de baba verde.

 

Vuelvo a Reggiani. Creo entender que “la mujer que está en mi cama ya no tiene veinte años de ha mucho”. Si lo dice o no, no importa, uno crea la narración que le conviene en el preciso momento. Un escritor es como un fraile, puede inventar lo que desea: querubines culipelados por los cielos, lobos corriendo por las medievales callejas de París.

 

Trabajé toda la noche; si la calculadora no miente son casi once mil noches seguidas, siete días por semana, doscientas sesenta y dos mil horas y más en tres décadas. Repito, no compruebo los números, pero es un horror de tiempo. Paris ma rose, canta Reggiani. Las primeras líneas de la canción vienen de Apollinaire:

Passent les jours et passent les semaines
           Ni temps passé
     Ni les amours reviennent
Sous le pont Mirabeau coule la Seine

 

Hiervo papa de piel roja para tostarla, pelada, a la moda cochabambina, llena de puntitos por la pimienta negra revuelta. Trabajé y no dormí. Amé, leí. Treinta y tres años de trabajo y no sueño. Basta para crucificar a cualquiera. Todavía sobran ganas para romper un par de narices. Puño de estibador. Combo de hierro. Leer a Apollinaire sacándose las costras de sangre seca con la uña…

 

He cerrado las cortinas pero la luz atraviesa. Me recuesto en el sillón. Cuando lo hago me quedo dormido hasta que el ruido del teléfono al caer al suelo me despierta. ¿Te acuerdas, Julio, en el metropolitano del distrito de Columbia, cuando luego de descargar cajas y cargar camiones, babeábamos las estaciones hasta que el guarda nos despertaba que se había acabado el viaje? Arlington de memoria, calles Monroe y Nelson. Metro de Virginia Square. Domingos del mall de Ballston. Cerveza y colchones donados. John Lennon canta Stand by Me. Estábamos todos todavía vivos. Vivos, palabra extraña entre muertos.

 

Sigo escuchando a Reggiani: Passy, el león de Denfert-Rochereau, llamada la plaza del infierno alguna vez en juego de palabras. Recuerdo. En el distrito 14, Montparnasse. Yo viví en el 15, “mi reina, mi duquesa”. Hablamos con Michèle de Francia. ¿Era de Naumur? Ahora se refugia con su esposo a orillas del río Joseph, en el profundo Québec, en Sainte-Famille-d'Aumond, cerca de otras puertas del infierno. Escribieron y fotografiaron entre ellos dos un hermoso libro: Les saisons de la rivière Joseph. Un día ¿por qué recuerdo tanto? paramos el automóvil durante una tormenta invernal, con Metin, para tomar en medio del inmenso bosque entre Montréal y Chicoutimi una sopa francesa de cebollas, un centímetro de queso dorado y fundido. Con pan redondo, boule medieval, y alces que cruzan la carretera como terminators del fin del mundo. ¿Lo viví? ¿O los fantasmas del hombre me persiguen y anotan nombres desconocidos? Prusianos en Belfort, iroqueses corriendo alocados a orillas del Saint-Laurent. El último mohicano, uno de los libros más hermosos que leí, que me pobló de imaginaciones y se quedó como novia sin velo en alguna caja de quién sabe dónde o en manos de quién, o de qué.

 

Cuando llegué al Canadá, bien norte de la región francesa, aunque no tanto para conocer uno de mis sueños: la bahía de Hudson. El país de las pieles, Julio Verne. Mi primer Verne ¿o miento? ¿Las Indias negras? Estaba allí, compungido por un amor fugado, de los primeros, llegando de un París hambreado. Escribí un largo texto al respecto. Lo conservo. Cuando lo publicaron, recibí una carta de una mujer que sé quién es. Decía: yo puedo cuidarte. Mi verbo despertó a la madre amante en alguien que caminaba en la facultad de Idiomas. No necesitaba cuidados pero recuerdo. Texto dolido, como herido con cuchillo motoso. Texto que sangra y llora, pero que también observa una iglesia y piensa en Le Corbusier.

 

El bosque, el bosque. Tormenta, cuando la nieve viene casi horizontal. Tierra que se hace isla en las tardes, cuando sube la marea. Los indios conocerían bien este fenómeno. Busco sus ojos en la floresta cercana. Esas pupilas perdieron brillo, como bolitas de cristal melladas. Árboles gigantescos, noche de color marrón; las luces del auto se desvanecen en viento furioso. Mugidos infernales al interior del bosque. De pronto, una pesadilla alta de dos metros y de diablo cuernos inmensos aplastados. Un alce puede pesar hasta mil kilos. Verlos salir desde la sombra en tormenta, al trote rápido, gritando, cruzar el camino y desaparecer. Mucho para un día. Recurrencia a Verne, preguntándole a mi hija Emily años después acerca de la bahía de Hudson que visitara ella en Manitoba. Dicen que hay alces en Colorado. Nunca los he visto, cierto que dejé de ir a las montañas, que me hice urbano. Extraño, sin embargo, los elusivos castores, una piel brillosa que cruza rápido nadando. Más grandes que las ratas de agua de Miguel Delibes. Tampoco vi linces, el más hermoso felino. Sus huellas anuncian presencia pero no aparece. Confinado en una silla por voluntad propia, escribo. Me conformo con mapaches que de tanto comer basura humana parecen enfermos, despeinados, con chueco antifaz de ladrón deprimido.

 

¡Pobre Serge Reggiani, sus hermosas canciones me lanzaron a la deriva! Al menos mantuve algo de los límites del idioma de Francia. Si volveré a París, lo dudo. A Québec sé que nunca más. Si leeré de nuevo a James Fenimore Copper, ojalá. Me encantaría. Nunca he dejado al niño que tengo en casa, ni los libros de ayer. Jamás olvido el bosque de El último mohicano, ni tampoco La leyenda de Montrose, o la adivinadora Meg Merrilies en Guy Mannering, libros, estos dos, del gran Walter Scott.

11/05/2022

 

 

Monday, May 9, 2022

Contratapa para la edición de 3600 de El señor don Rómulo, 2022


DANIEL AVERANGA MONTIEL 

 

Como una obra mayor y representativa de Ferrufino, “El señor don Rómulo” significa más que un producto literario; es, probablemente, un torrente inagotable de valentía y de sinceridad, no solo por su forma de revisitar el pasado familiar, sino y más que todo por no dejar detalles al aire para endulzar la tradición del silencio ante los vacíos que no debieran ser. Muchas veces idealizamos el pasado, barnizamos los recuerdos con remilgos de olvido y este no es el caso: Ferrufino embiste contra lo acontecido con la precisión del narrador que es, pero también con la honestidad y la poética de alguien que sabe que tuvo una familia como muchas de las que existieron en la Bolivia que se erguía en la época republicana: un territorio todavía crudo y violento.

En su lugar, estoy seguro de que muchos escritores apelarían a la elipsis, a suavizar las cosas, a decir que así somos los humanos, imperfectos, y que para qué profundizar; pero no, el drama en “El señor don Rómulo” involucra, cual omnívora faena, otros espacios, a otras gentes y, en su intención, a la humanidad misma.

Nadie que se atreva a leer esta novela quedará indiferente. Kafka tenía razón al afirmar que un libro debiera ser como un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros, y esta novela, desde su prosa magistral, escinde moralismos y dogmas sin reparos.

Friday, May 6, 2022

Muszikás


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

He encontrado un disco rarísimo de Ray Charles, impreso en Alemania Occidental, con canciones que desconocía y con una versión muy singular de Eleanor Rigby, de Lennon-McCartney. Lo acompaña su coro de mujeres, The Raulettes. No hay fecha en el compacto. Encuentro que la cantó por primera vez en el show de Ed Sullivan, en 1968. No diré que me gusta, comparándola con la original, pero que tiene grandes momentos, seguro, además del interés. En todo el disco de diez canciones hay solo una conocida: Hit The Road Jack, de Percy Mayfield, pero en otra versión, no la que se popularizó y forma parte de todas las colecciones esenciales del músico. Lo he tocado muchas veces ya, en el abril/mayo de lluvia y fiebre, en el delirio de las noches a la intemperie cuando el frío quema el calor.

 

Tiempo de preparar un café. La tos hace que las pupilas tiemblen y deba releer un texto sobre Osip Mandelstam. Quisiera recordar lo que Joseph Brodsky, hablando de Ajmátova, dice de él pero no lo recuerdo. Ehrenburg lo menciona mucho. Mi amigo Perets venía de Voronezh, donde vivió Mandelstam con su esposa. Decía que las cúpulas de la catedral de la Anunciación parecen de chocolate. Pedro llegó a Denver desde allí, pero había nacido en Penza. Era rubio, supongo que ya murió luego de treinta años, en cierta manera tenía algo del malévolo Putin, con la diferencia de ser judío, de los miles que llegaron, como rusos, desde todo el imperio soviético. Quedan algunos de entonces, las mujeres con vestidos toscos, muy mal vestidas, y los hombres con la dejadez comunista de la miseria, también desarreglados. Pocos ya, muy pocos. Kolya, Nicolás, lo he visto luego de décadas, pasa riendo encima de una vieja bicicleta. Rostro como de iluminado. El vodka ha hecho lo suyo para la redención perdida.

 

Fuego sobre Voronezh, sobre Kursk y Belgorod. No podré, como escribí un par de veces, mirar otra vez el camino a Belgorod saliendo de Kharkiv. La belleza se ha decorado con muerte. Soñaba entonces en hacer un semicírculo entre Kiev, Vitebsk, Belgorod y volver a Ucrania por la ruta de Jarkov. Ya no tengo sueños. Hasta alguna vez me dije que pasaría con gusto un par de semanas en Tiraspol, en la Transnistria. La izquierda reaccionaria y sus aliados fascistas no ven lo que se ha destruido. Solo piensan en el billete y el arribismo. El poder abre braguetas y piernas; compañeros, compañeras y compañeres dispuestos a ofrecer culo y letra a cambio de qué. Esta gente no ha leído poesía, a pesar de ser duchos en citar a Miguel Hernández. Contaba Curzio Malaparte en cómo se sentían en el cielo los bolcheviques acostumbrados al hambre y a la cárcel cuando les tocó dormir en lecho de zares y princesas. Luego de eso no los cambió nadie. Mencionaba a la esposa de Lunacharsky, comisario de Educación y hombre brillante, si mal no recuerdo. Simon Sebag Montefiore escribió una joya acerca de la corte del zar rojo. Quizá allí, o no sé dónde, ya asentados en el poder, los otrora revolucionarios pasaron a ser casta. Hoy los que descienden de Mikoyan, de cualquiera de esos, conforman la aristocracia rusa, bajo la égida, claro, del zar pez-globo, el hinchado muñequito, espía de segunda y mafioso de alto vuelo. Saben de quién hablo. Hacer saltar el mundo, épica de Mad Max, en donde prime, a pesar de la violencia, una ética digamos “humana”.

 

Gigantescos obuses, no tan grandes como el/la Gran Berta que disparaba sobre París, tienen estructuras metálicas de gran belleza. Prodigios de ingeniería. Apollinaire comparaba su amor con Madeleine con el disparo de obuses de 105 milímetros. Tuvimos en casa, como florero, un casquillo inmenso de aquellos, que regaló el tío Antonio Ferrufino, artillero del Chaco. Tengo una colección de tanques en miniatura, al igual que de camiones. La magia de la precisión, el engrasado brillante, hasta la elasticidad de sólidas piezas de acero o amalgama. Al verlos no se piensa en la muerte, o si se piensa, se la trivializa. Alguna vez, hace mucho en los años ochenta, conseguí una ametralladora de trípode punto 50. La boca parecía una flor de cartucho. Tenía mi altura, me miraba al espejo con ella al lado, mi pareja de baile. Pero eran tiempos de avidez de sexo, y el sexo se rociaba con alcohol y picante. Para eso se necesitaba dinero. La vendí, maldita cachondera juvenil, por una pila de billetes de a cien, rojos y con Simón Bolívar, que llenaron una bolsa para carga de papas. Equivalía el bulto a cincuenta dólares entonces. Con aquellos billetes subimos con Ella al Brasilia azul de mis padres y nos fuimos a un descampado a copular, no sé si antes o después de comer a la carta. Me dijeron que esa arma fue a parar a manos de los maltrechos guerrilleros del Luribay. No quiero saberlo. Quien la compró es amigo mío en Facebook; un día le preguntaré. Aquellas aguas viscosas que eran el objeto de la vida se secaron. Sequía arreció por todo lado. Ella, la G, envejeció. No la veo por las calles como a la rubia Mireya, y menos voy a llorar. Mejor me quedaba con ametralladora, llena de tornillos pintados de verde olivo, que de los maizales donde intercambiamos amor queda yermo y hasta he olvidado cómo olía por más que estire la nariz y quiera captar efluvios de ayer.

 

Muszikás, no el grupo húngaro, sino la música con un dejo de misterio. La guerra no ha llegado a los Cárpatos, o no aún. Suenan violines en la noche de los contrabandistas. Las mujeres temen por sus maridos que cruzan entre Rumania, Hungría y Ucrania. Preparan licor de ciruelas como se hacía antiguo. Yo salto de Ray Charles a Sandro. Ese llorón, decía mi esposa; pero llorón de los buenos, contestaba yo. “La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel. Y el mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también”. Penumbras. Tu boca. ¿Será tu voz la que pienso? Caminas por Poltava, la Poltava de Gogol, y, por qué no, también, la de Anatoly Lunacharsky a quien leía a mis dieciocho.

 

Espero dos libros de María Iordanidou. Me estoy llenando de nostalgia. El Gran Berta era cañón de 420 milímetros. Ahora, en sinfonía, cantan los M777 de 155 milímetros con bocas de fuego como la entrepierna de Madeleine.

06/05/2022

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Imagen: La grosse Bertha, en Bruselas