Wednesday, November 30, 2022

Zirkus Palestina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 



Dice Eyal Halfon, el director, que vio remanentes de la carpa circense alguna vez. Implicaría certitud del hecho: la visita de un pequeño circo ruso a los territorios ocupados de Palestina durante la Intifada. Zirkus Palestina (Israel, 1998) no es un filme político en el sentido de militancia, sino más bien una comedia cuyos entretelones pueden alcanzar densos tintes políticos.

 

Halfon trata a israelitas y a palestinos por igual, con sus defectos, sin hacer exégesis de ninguno. Hay sensibilidad en su lente aunque su ironía ataca mayormente a sus compatriotas, a la falsa legitimidad de la ocupación.

 

El argumento burlón e incisivo no le quita seriedad. Hay un tenso momento, que fuera censurado cuando salió la película y que se incluye en el DVD: aquel en que el productor local del espectáculo es obligado a bajar del automóvil por un soldado israelí y a sacar de entre los cables de electricidad una bandera palestina recién colocada. Su hijo lo hace en su lugar, mas, en la noche, el hombre, quien aparte de contratista tiene negocios ilegales de autos robados con el coronel judío Oz, confiesa a su mujer que a partir de entonces llenará de banderas cada esquina de la ciudad.

 

La mayor atracción del circo es el viejo león Schweik. Al momento de la primera representación y cuando la domadora (Evgenia Dudina) lo conmina a aparecer, el felino no responde: ha huido de su jaula. Divergentes son las opiniones del por qué; para unos se ha retirado a morir; para otros lo consume la necesidad de aparearse. De pronto se ha convertido en el problemático centro de actividad de la población.

 

Lo que prosigue viene a ser el corazón de la comedia, la búsqueda del león a cargo del representante cultural del ejército, el sargento Bleiberg (Yoram Hattav), ajeno al entorno e hipnotizado por la canción Dalila, de Tom Jones; casi un imbécil en apariencia. El suceso modifica el aspecto de la comunidad. Este fenómeno extraño a la cotidianeidad presupone rebelión y desenmascaramiento. Agitación entre los árabes como entre los colonos, e investigación de los pormenores que llevarán a descubrimientos profundos y no deseados (el caso del contrabando de automóviles).

 

La desaparición de Schweik y su búsqueda extiende la visión de la cinta hacia la totalidad de la existencia de los territorios ocupados: los enclaves civiles judíos en tierra palestina, la ineficacia y la parodia de la fuerza armada, la corrupción y la desidia. Bleiberg, enamorado de la domadora, inicia una historia paralela de romance. El león, mientras desnuda las falencias de un régimen de vida obligatorio -en ambos lados- tiende a unir los sentimientos de los seres humanos, muy por encima de las diferencias étnicas, políticas o religiosas.

 

Los artistas rusos no comprenden la complejidad del hecho. Su mirada desde afuera no hace más que denunciar el absurdo de vivir así. Pareciera que algo que podría ser tan trivial como la aparición de un circo ha desencajado la estructura de la zona. Otra vez será el gordo palestino que realizó el contrato quien afirma, en un solo instantáneo y memorable, que "esta región no está preparada para el entretenimiento... todavía". Palabras que en un par de años serán proféticas con la explosión de los suicidas, la constante matanza y acogotamiento económico por parte de Israel hacia Cisjordania y Gaza, la Tormenta del Desierto, los misiles Scud de Saddam Hussein sobre Tel Aviv.

 

Bleiberg, el supuesto idiota, poseerá al fin la única cordura. Logra, gracias al apoyo de un niño palestino que lleva un parche sobre un ojo a la manera de Moshe Dayan, y el nombre de Dayan también, descubrir al león y luego de ciertas peripecias en las que el coronel Oz quiere apropiarse de la bestia, devolverlo a su dueña, ya su amor. Bleiberg abandona todo y se marcha con el circo. Da la espalda a una realidad inventada, o al menos mal hecha, y deja Israel. Antes liberan a Schweik en algún lugar que semeja la sabana africana. Detrás quedan las absurdidades del sistema, pero a la vez personas buenas e inocentes en esta comedia de "instintos animales".
01/11/2007

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), noviembre 2007

Sunday, November 27, 2022

Canción de día de muertos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Confuso, me describiría así, mareado, ilusorio, metafísico. Enfermo. Agonizante; flor de tarde quemada por hielo. Colores de Oaxaca, flor de azalea. Juchitán, Chiapas, cruces verdes y espantosa muerte con aroma santo. Leo a Rosario Castellanos, trastabillo, el mole se torna negro, piedra muele a piedra, molcajete inmemorial donde con mi sangre preparo salsa hasta hacerla espesa, greda dispuesta a cacerola, transmutación del barro.

 

Pienso en el Cónsul de Malcolm Lowry. No he visto tanto México y tanto lo siento. Rulfo me suena a sosías antropófago. Nos devoramos, sabemos que en nuestras venas corre sangre de tierra. Lo percibo en Colcapirhua, Cochabamba, debajo de una pirca que protege cochinos para el chicharrón; en Juchipila, volando por encima de los alaridos de los tarascos, de los indios cocas y los zacatecos. Me di cuenta cuando dentro de ti, Francine, vi nuestras pieles como ropa de arlequín. Entonces supe que entre los dos había más que una fuga, que un vuelo de avión. Cada quien con sus muertos y sus vivos. Podría no ser importante, lo podríamos obviar, pero vive allí como bomba de tiempo, mecha encendida, bala perdida. Entonces me senté con Rulfo a la vera de la cuesta (Sayula) y nos dijimos que era tiempo de permitirles irse, que el peso de nuestros rostros de ídolo será en cualquier hora insufrible carga y que no debiéramos llenarlas de innecesarias cadenas. Salud, Juan, le dije, y nos pusimos a reír acerca de qué pomada era mejor para que no dolieran las balas. Un rey zope atravesó el cielo; no era el Concorde, no, estoy seguro. Luego dormí.

 

Despierto, estoy cansado. La garganta ha tomado color de lava. La peste se enrosca en las piernas y no sé si quiere picarme como sierpe o besarme. Quito la fiebre con toallita mojada; el pincel delgado traza líneas coloridas sobre el alebrije. Me escribió Zinaida ¿lo hizo? ¿O escuché a Leonardo Favio cantando una vieja canción colombiana de nombre similar? Erba di casa mia, las hierbas de casa. Ahora que pienso, en medio del delirio hablaba con mi madre para que preparase llajwa sin quilquiña porque siempre la odié. Si el pantalón o los zapatos la tocaban en el patio, el olor quedaba pegado por varios días. Muy apreciada en Bolivia, en México le dicen pápalo (del náhuatl papalotl, mariposa). Es una de las muy pocas cosas de la ancianidad que no amo. Será esa gota de sangre vasca que antes de perder su corazón azul a los dioses sangrientos olió el papaloquelite y me heredó aquel miedo asco. Porque paradójico como resulte soy de aquellos que esgrimió el jade cortante y sufrió el embate del pedernal en las arterias. Los muertos vivos.

 

Tengo que cortar zanahorias para el guiso y caigo en cuenta que trocé los dedos. No es que difieran mucho, hasta textura parecida. El dedo meñique, zanahoria púrpura; el índice ya doblado por la artritis se asemeja más a un delicioso parsnip. ¿Ves, Juan?, le digo a Rulfo, este nuestro canibalismo atávico. Sonríe el maestro, y toma fotos de cuerpos muertos a la vera de los caminos. Nunca deja de ser tiempo de sacrificio acá, susurra. Mueve el brazo de un cadáver para captarle la sonrisa. En un par de días serán calaveras de azúcar para las hormigas. El rey zopilote vuelve a dividir las nubes y estamos ambos de acuerdo que no es superhéroe gringo. He decidido no cocinar los dedos. Los planto en el suelo seco y añado un par de litros de sangre. Con suerte vendrá un vergel. Los antiguos instrumentos de viento suenan invocando. El didgeridoo de los nativos australianos, el erke del sur boliviano y de los lambayeques del Perú: la trutruca mapuche. Caracoles de la costa purépecha, muy ligados a la tradición andina del mullu-pututu. Sonido y color. Arte y muerte.

 

Gotas de sudor sobre el teclado. Este piano de textos va a fundirse así. Trato de secarlo. Digo piano porque es mi manera de hacer música, ligar palabras. Aunque hoy como fallido cocinero tendré que escribir con los codos, pero, en sentido figurado, ¿qué texto que no se respete no ha sido escrito por muñones? Amor y dolor, placer y desgarro. Brillante polvo de Spondylus. Encima de la biblioteca yo guardaba un hermoso Nautilus, negro y rojo, al lado de un sextante para insuflar aire marino a la montaña. En una de las varias carpas gitanas que tuve, que fui dejando por caminos con señales de nombre de mujer. No llevaban ellas a ciudades sino a piernas y hacia ellas dirigía mi carreta. El tornado tamaño cinco, el más grande, que siempre me persiguió, iba alimentándose con lo que dejaba: nautilus, awayos, guardianes del Orinoco, monedas polacas. Engullía todo y cuando abro la persiana está allí, aguardando por el resto, sabiendo que desnudo no cargaré nada conmigo. No lo necesitas, sugiere su hambre, pero yo voy a nutrirme de tus sueños. De ellos necesito para arrasar campos y eriales.

 

¿Te das cuenta, Pedro Páramo, que salida no hay? Pero, aunque lo sé… me niego al gris. Si he de terminarme que sea en lecho colorido, al ritmo de la Sandunga, y con la Llorona cariñosa.

11/11/2022 (Día de la liberación de Kherson)

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Publicado en Revista 88GRADOS, 27/11/2022

Imagen: Carlos Mérida/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940

Wednesday, November 23, 2022

Si el poeta eres tú...


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Yolanda se ha ido, eternamente se ha ido. El tiempo pasa, y cómo, dime tú que ya mudo quedaste a pesar de voz hermosa, de sonrisa y bonhomía. Reviso compilaciones, la poesía de Pablo Milanés, ardiente pero suave, dulce caricia de infierno. Somos un monumento hasta que células rebeldes dentro nuestro explotan y revolucionándose nos desmoronan. Vejez, le dicen, imperturbable dejo de la creación: Nada ha de permanecer; nada; ni Dios. Y esa Yolanda a la que cantas ¿quién era? Dichosa mujer del vacío, conformada de palabras que en su momento serían besos, cuerpos arrollados por tanques encima del húmedo lodo.

 

El mar tocaba las aceras de Cienfuegos. Coloridas, pequeñas, modestas y hermosas casas al lado del agua transparente. Un día desaparecerán, se hundirán cuando bajen los hielos deshechos desde Groenlandia. Tal vez no sea de golpe, tal vez no sea cáncer el mar sino larga y tosida tuberculosis que sube lenta y del verde brillante hace lavanda; del azul chillón, tenue celeste como ojos de Francine.

 

Reúnen en el hotel a los serios jurados del Casa de las Américas, cada uno consciente de una grandeza con mucho inventada. Segundos de gloria. Cola de langosta, delicias culinarias en el palacete al lado del hotel con piscina. Veo llover desde mi balcón privado. Cinco estrellas tiene la bóveda aérea de este lugar. Desayunos con camarones pistola, roquefort  francés, corte de carnes frías. Una vieja mujer me detiene cuando paseo a orillas de la bahía. Destrozadas sandalias de plástico: mi hijo es de su porte, ¿puede regalarme su camisa? Siempre llevo camiseta debajo y desabotono la Crémieux colorida y se la doy. Quiere besarme las manos. Mientras como con lentitud el solomillo envuelto en tocino, mientras sorbo el cabernet, imagino lo que mis colegas dirán acerca de la revolución. Las grandes palmeras abiertas semejan plumas de pavo real.

 

Tocaba la bahía las aceras de Cienfuegos. Al frente estaba la cáscara de una otrora planta nuclear. Aquella noche nos invitaron a la Casa de la Trova, con el mar salpicando los zapatos. Músicos ya de cuarenta y más años cantaban. Unos bien; otros re mal. Contaron anécdotas de Silvio (Rodríguez), de Pablo (Milanés), pero ellos estaban lejos, ya no pertenecían a ese grupo de aguerridos canta autores; ellos ya no volverían a la miseria del añejo barato y las cuotas de pan. Vivimos siempre la mentira, le digo a Roberto Burgos Cantor, amigo y colombiano. Nos mentimos y sonreímos haciéndolo. Este es un bello país, de nalgas, textos y sones gloriosos, de pueblitos impecables en su limpieza comunista, pero nada es verdad; quizá genuina alegría, que reír se puede hasta sin dientes y en hambre. Ya ni escucho; la mayoría de las canciones son mediocres. Yolanda no está, eternamente Yolanda. La marea ha subido. Un fino y largo pez se mueve como serpiente tratando de volver al mar. Lo empujo. Me mira, tal vez era un santo, o un orixá.

 

En las compilaciones encuentro las sangrientas calles de Santiago, pero hasta ahora no veo al presidente Ho Chi Minh ni al poeta Ernesto Guevara. Eran canciones de Pablo Milanés que amaba. Puede que el concepto que las envuelve no me atraiga más, pero son hermosas piezas.

 

El cielo de Denver va decorándose de gris. La nieve se esconde en el boscaje de las nubes. Sugieren que ese es el color de la tristeza, aunque he visto ojos pegados a los míos que tenían gris de carnaval. He tenido Yolandas, cada una con su dosis de eternidad. Eternamente, te amo.

 

Llevo calcetín doble para evitar resfrío, dos poleras y una camisa; calzón azul. La caldera silba para llenar mi bolsa de agua caliente con tejido de awayo encima. Un poco más y pareceré el Scrooge de Dickens. El silencio se puede cortar con tijera. Me haré un traje para rodearme de él. Pues, Pablo Milanés, te moriste sin decir hola. Despedida menos. “Despedida no les doy porque no la traigo aquí, se la dejé al Santo Niño y al Señor de Mapimí”, dice la canción mexicana.

 

Te escucharé. A veces te escucho. Me gusta tu dulce voz, debes ser un buen hombre. Adiós. O al diablo, que en esas no estamos, creo yo.

 

Si el poeta eres tú.

23/11/2022

Sunday, November 20, 2022

Kherson liberada


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Un decorado tren arriba desde Kiev después de ocho meses de ocupación. Alegría de la gente en los pasos sobre riel. Pero no pude dejar de pensar en Auschwitz. Mundo ciego, imbécil y depravado. Ahora que los republicanos se apoderaron de la cámara de diputados en Estados Unidos ya hablan de cortar la ayuda a Ucrania. Alegan que Putin es el “defensor de la cristiandad”. Ante ello, la izquierda mundial se prosterna como islamistas de sucio culo. Trump y Evo Morales en lo que siempre fueron: gemelos. Pablo Iglesias y los fascistas húngaros. Lo dicho, a estos los parió la misma otra. Sin embargo, hay gente que se precia de leída y está más que dispuesta a entregar las nalgas, propias y familiares, al monstruo mediocre del Kremlin, uno que nunca fue nadie en la KGB, uno de los tantos que procrea la inmunda izquierda/derecha. Los pocos seres humanos que queden tendrán que asistir a la debacle, al Armagedón que felizmente ha de llegar ante una muchedumbre que no vale pizca. Que estalle el mundo, viejo Bakunin; enciende las mechas y que profetas ardan como leña verde en la pira funeraria del asco. Ayatolas y revolucionarios, Cristinita y Erdogan, Medvedev con Maduro. Esa fogata tendrá la esencia de la creación, la paz del diluvio. Ponerlos en pares, apareados incluso, y avivar las llamas con la negra grasa de su miseria. No veré el día pero llegará, que el poder es efímero y no importa lo que rebuznen o escriban. La muerte los hará libres… mejor que no, que los disuelva y basta.

 

Ucrania debiera decir, porque ya es, “guerra de exterminio” y manos a la obra. A eso vamos, a qué esperar. Rusia bombardea civiles, a bombardear civiles entonces. No prisioneros. Nadie ganará pero el más brutal tendrá mejor asidero. Guerra sin contemplaciones; no es tiempo de piedad, aquella se quedó en mármol eternizada para el recuerdo. Ni tiempo de belleza. A perseguir a los parientes de los oligarcas rusos, estén donde estén, hacerlos picadillo. El “Oeste” no hará nada, temen al cobarde enano. La única respuesta está en la ferocidad, la Pax Mongolica de Gengis Khan sobre decenas de millones de muertos. Mejor unos que otros, simple lógica. La humanidad ha llegado a un punto en que los Putin-Trump-izquierdas han de apoderarse de todo. Oclocracia de analfabetos, imposición por fuerza bruta. Y si alguien quiere defenderse, más le vale pensar en escuadrones de muerte que en inservibles retóricas. No existe la contradicción entre democracia y autoritarismo. Creerlo implica el camino más simple hacia la destrucción. Entender que al otro lado existe un enemigo a eliminar y no una contraparte razonable quizá extienda un poco la bolsa de aire que se agota. Lo digo yo que quiero creer en la hermosura, que piensa en cómo Zweig describía la tumba de Tolstoi, en imaginar las florecillas salvajes encima del túmulo del grande y enojado pensador. Quise ver Belgorod, bajar hacia el Kubán a escuchar canciones de bajos profundos, viajar en barco desde Kherson a los cafés de Mariupol que ya no están. El mar de Azov es más cálido que el Negro. Ya no es mar sino tina donde orcos remojan sus rugosas pieles de anuro. Veneno, desinfectante, blanco humo inodoro que trae el fin de la mala hierba. Tal vez, tal vez, cuando la cabeza de Putin sea devorada por perros de calle, habrá momentos de paz, cuando su lacayo Donald Trump sea enterrado, con pañales puestos, de cabeza en tumba sin fondo. Pero para ello tiene que haber un cambio de frente radical que parta de terminar toda conversación y alistarse para el combate. No interlocutor, enemigo borrado. Como Stalin borró a Yezhov de las fotografías conjuntas, aunque ello no le impidió el triste fin.

 

Veo un video en que soldados ucranianos ejecutan vencidos rusos. Hace poco me hubiera costado aceptarlo pero o estamos presentes en la realidad contemporánea o nos refugiamos en el alcohol. En esa tremenda lógica sobrevive, por ejemplo, Israel: me quitas uno, te arrebato diez. Nadie mejor que ellos para saberlo. No hablo de justificaciones; no hay justificaciones. Demasiada cháchara para un mundo que se acaba. Los cineastas de Mad Max lo supieron siempre, esta es una pieza cinematográfica que no necesita perfecto guión. Las líneas de Paul Celan sobreviven como lúcida tragedia. No entender la profundidad del dolor nos ha llevado a donde estamos. Mentirnos es lo mejor que hacemos, y permitir abuso, también. Si el mal se respondiera con inmediata acción y crueldad quizá hubiera sido diferente. El hombre es una anomalía del Jardín del Edén. El problema nunca fue la serpiente.

 

El tren avanza entre vítores y niños que saltan. Pero en el cielo de noviembre en Ucrania del sur los personajes de El Bosco se escudan entre nubes. Siempre estuvieron allí, desde Eva y Adancito hasta hoy. Siglo veintiuno, me aseguro, y los representantes del congreso de los Estados Unidos hablan de rivales devorando niños, de pactos del enemigo con Satán. No es que se trate de un grupo de orates desvariando, es gente con poder. El malévolo papa argentino sonríe con dientes sangrientos. La realidad está allí, en judíos marcianos disparando láseres desde el espacio, en ucranianos que se afiliaron a las huestes del Maldito para dar fin con la ortodoxia. No hay que leerlo a profundidad, la superficie no miente. Hay unos y hay otros, y mejor quedarse solos. Si alguien cree en que los ejércitos de Lucifer están a las puertas pues hay que enviarlo sin demora allí, de la manera que fuere, sana y con precisión médica o con un mazazo en la cabeza. Lo contaba Rudyard Kipling, aquel primitivo armado con palos nunca se fue, ha retornado. Ser o no ser no es pregunta válida; vivir o no vivir lo es.

20/11/2022

 

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Imagen: Ucrania 2022

Thursday, November 10, 2022

Cotagaita, el camino del sur


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 


El sur de Bolivia es una región hermosa y semidesértica. El tiempo no ha corrido allí. Eso, a veces, es bueno, nos da la nostalgia de un bucolismo olvidado. Era, para mí, en medio de las urbes del medio oeste norteamericano, como la memoria de una infancia.


Pero nuestra nostalgia se torna peligrosa cuando al abrir los ojos no vemos cómo el polvo va cubriendo la tierra, cómo el desierto se agiganta y toma caracteres espantosos. Es el silencio del agua el aterrador, la ausencia del líquido reptando por las piedras.


Cotagaita es así. Valle de sauces y eucaliptos; la huella de España en los aldabones, techos, casas; en los patios con fuentes pedregosas ya destruidas por cien años.


Los árboles son un porcentaje mínimo de la geografía. Lo seco avanza; es como una película infantil de mis hijas, la Nada que devora la belleza, la que hace del universo un aburrido espacio gris.


El tiempo no sabe lo que significa abrumar; no hay tiempo. Noche y día son casualidades, eventos esporádicos entre la ida o regreso de un camión, entre la chicha, más blanca que la cochabambina, que se derrama siempre, en rito, por el suelo, antes de beberla. Sentados, de pronto ya está oscuro, y de inmediato amanece. Día, año, no interesan, las prioridades temporales han perecido en el sol del sur.


Por 1810, en Cotagaita, González Balcarce, militar argentino, perdió sus hombres. La memoria oral lo va olvidando. Todo el valle es lugar de batalla. Entre la sequedad y la falta de angustia parece nunca haber ocurrido. Pero es justamente ese silencio el que preserva el pasado. Han escuchado, debajo de los molles, el choque de los cuchillos. Borges hubiera pensado que eran mil compadritos batiéndose, mas son los soldados del Ejército Auxiliar Argentino que arrastran su derrota por el río despoblado.


Cotagaita se asemeja a la mayor parte de aquellas poblaciones del sur: a Camargo, a Vitichi, a Tupiza, incluso a la más norteña Caiza, célebre por sus estudiantes formados en la escuela de Warizata. Parece más antigua. El abandono le confiere misterio. Fue progresista hasta que se hizo otro camino hacia la Argentina, más al este, el que va a Tarija. Pocos son los que transitan la ruta antigua. El comercio es mínimo y regional. A lo sumo sus pobladores sueñan con Potosí, la pétrea ciudad arriba, la madre de todo este olvido, que parece entierro, de las ciudades sureñas. La gloria se fue haciendo tristeza y no queda más. Desde lo alto, los socavones del Cerro Rico muestran un cráneo vacío. Y los efluvios de esa calavera bajan a las villas mínimas del departamento.


He terminado de leer los Recuerdos de Francisco Burdett O'Connor, un hombre muy ligado a los destinos del sur de Bolivia: Tarija, Tupiza, San Juan del Oro, Cotagaita, las provincias de Cinti y de Chichas y el norte argentino.


En Burdett O'Connor se despintan muchos mitos nacionales. Andrés de Santa Cruz deja de ser la imponente figura histórica para alcanzar no más que la estatura de un hombre decente cuyos gravísimos errores costaron vida y tierras a la nación. Pero esa es una digresión que no corresponde.


Después de la Independencia, las regiones sureñas tenían posibilidades de alcanzar interesantes grados de desarrollo. El tiempo se ha encargado de empolvar tales esperanzas. Lugares como el que es título del texto se hunden más y más en un abismo de miseria irrescatable. Mientras modernización y centralización enriquecen a determinados puntos del país, otros, aquellos cuya historia fue puntal en la formación de Bolivia, pasan al olvido. No hay ni siquiera la valoración histórica necesaria para infundir ánimo a estos pueblos.


La ceguera de los gobernantes no da opción a grandes extensiones geográficas de Potosí, Chuquisaca y Tarija, entre otras. No hay inteligencia suficiente para que en lugar de malgastar los dineros venidos de la limosna extranjera, se los invierta en situaciones productivas como la del turismo. Se podría hacer giras especializadas, para historiadores, por los campos de batalla de la guerra contra España o la Argentina: un tour que comenzara por Suipacha, Cotagaita, San Lorenzo, Padcaya. Hacer un seguimiento guiado y profesional de las diversas campañas guerrilleras de la región. Aquello podría traer mucho dinero; sin contar fauna y flora regionales que son de gran interés.


En una gira se podría recrear el paso de Francisco Burdett O'Connor por los lugares de la guerra independentista, porque es justamente en sitios como Cotagaita donde se realizaron las últimas rendiciones de los ejércitos del rey a las tropas libertadoras. No en vano Manuel Valdez, alias "el Barbarucho", postrer y bravo comandante español, deambulaba por los altos de Vitichi hasta su final entrega al teniente coronel Urdininea cerca del pueblo de Cotagaita. Incluso los bolivianos, más nosotros que nadie, nos suscribiríamos a idea tal; yo el primero.


O, por ejemplo, hablando de historia más nueva, rememorar la infernal caminata de los soldados indios de Bolivia, partiendo de Estación Balcarce, no lejos de Tupiza, hasta el desierto chaqueño, durante el conflicto del petróleo. Si nosotros no rescatamos nuestra historia ¿quién ha de enseñar a nuestros hijos que alguna vez aquello que semeja un desierto, el sur boliviano, fue preponderante para la nación?


El camino viejo que bajaba a la Argentina venía desde Potosí, ingresaba por el bello poblado de Cuchu Ingenio hacia los valles de Caiza, iba más al sur hasta Vitichi, a Cotagaita, a Tupiza, a Moraya y la frontera. Hay sauces llorones tan lindos por esos caminos de polvo que duele la idea de que todo se habrá de perder. Es difícil imaginar un viaje así, por las dificultades. Parece que tendremos que conformarnos con lo que vimos alguna vez y recordarlo, o, si es mejor para no entristecerse, olvidarlo.

05/10/1996


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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 06/10/96

Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), octubre 1996


Imagen: Foto de El Sillar, Tupiza 

 

Thursday, November 3, 2022

Noviembre en Kharkiv


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Cuatro mil años atrás, Homero cuenta, que griegos y troyanos fabricaban sofisticados escudos para protegerse en la guerra. Hechos de varios niveles y materiales: piel cruda de buey, bronce, tejido, metal labrado, etc. Miro un video ayer que en Achacachi comunarios vestidos de rojo cortan turriles por la mitad, les pintan una cruz local y van a una inexistente guerra usándolos como escudos, guerra esa en la que el que chicotea domina y preserva centenas de años de sojuzgamiento y poder vertical, sin importar el color del patrón. Cuatro mil años y alcanzamos en un rincón de las tierras altas tal sofisticación que anula a los veloces mirmidones de ayer, a los teucros que defendían su tierra. Homero no podría soñarlo; menos escribirlo.

 

Noviembre 2, día de muertos, difuntos, calabazas y brujas. Ray Bradbury recurría a los mexicas para explicar Halloween. Hoy, cuatro años atrás, yo estaba en Kharkiv, escudriñando la belleza ucraniana, asombrándome de las capacidades de la fotografía, azorado en las oscuras criptas de la religión ortodoxa. Detrás de las paredes crecían voces de bajo profundo. Y profunda era la tristeza de esos ojazos de los iconos, de sus pies pintados y casi descoloridos ya por siglos de besos de creyentes, de mujeres con la cabeza cubierta.

 

Recorro el mapa de la ciudad en mi teléfono. No encuentro mucho en cuanto a los lugares que visité y la destrucción de hoy. El parque Gorky, sí, como si la rueda Chicago y los autitos chocadores fueran estratégicos puntos que avalaran su fin. Esta guerra sí existe, no es lírica de borrachos. Que los hay también, ebrios, seguro, hasta dicen que el gran maestro ajedrecista Karpov estaba borracho cuando se cayó y viajó a la coma inducida por decir que el ataque a Ucrania debía terminar. Siendo putinista él, o tal vez sabiendo que esta partida de ajedrez ya está perdida, a pesar de los enroques…

 

Hablo con Ekaterina, en Lviv. Ella era un sueño en las calles de Kharkiv, nariz de diosa, caderas como literatura de la mejor estepa. Estiró la mano y me salvó del laberinto de espejos, de caer en manos de la morsa y del gato de Cheshire, de la oruga pensante y el loco del sombrero. Estiró la mano y era fría, larga, lápices de color blanco y tenue rosa. La seguí, me obnubilé con su pantalón negro, y de pronto luz de sol. Déjame en el laberinto, permite que tu imagen se haga mil y de asfixia de multitud hermosa muera yo. En Lviv tus manos de refugiada seguro perdieron su don de agujas. Roma es la miseria.

 

Quiero recrear las caminatas de ayer, verte, verlas de abrigo gris en el otoño. De caminar al interior de una clínica local, fría y desalmada, mirando a las enfermeras con pañuelos en la cabeza a modo de matarifes. Bulgakov y Chejov. La pesada cortina del hotel se niega a abrirse. No logro encender el televisor. Me acuesto mirando el cielorraso.

 

Son como doscientas fotografías de Kharkiv, de la ciudad misma y del oblast. De mi amiga casi todas. Llegué como a las cinco de la mañana, luego de dieciocho horas de colectivo. A las ocho la vi. Caminó entre tanques, bajando por la acera izquierda de donde habríamos de desayunar. Nos dimos un beso en la mejilla, a pesar de que sugieren que eso, en Ucrania, es error. En un instante estaba en una de mis novelas de infancia y juventud, ni yo me lo creía. En el libro que deseé leer; tanto conversé con mis padres de Miguel Strogoff, de Raskolnivov, Dimitri Karamazov, de Petrichenko y el Volin; quise vino y blanco helado tuve por desayuno, semidulce, los límites de lo real habían caído, el tiempo eran intrascendentes martillazos sobre cristal.

 

Observé las calles. Este era el martirizado Jarkov de los años cuarenta, la capital, refugio y tumba general. En ruso, una hermosa Ekaterina demandaba si tenía algún deseo en especial. Morir, dije y repetí, en tus brazos. Y me convertí en cantor de boleros.

 

Nos han segado las piernas, cortadas las alas de ángeles que jamás fuimos. Como en un flash de memoria veo el busto de Gogol pasar desde el taxi. Almas muertas, rodeados estamos, maestro, de almas muertas. Lo malo es que hasta los escribas perecieron, los estadísticos y los escribidores. Nadie anotará los nombres de tanta riqueza material alrededor. Fácilmente, con las decenas de miles de muertos, podríamos parecer patrones de antaño con profuso número de almas, más que árboles en las tierras negras de por aquí. Maestro Gogol, tú lo habías visto ya y trataste de borrar con fuego los rastros de la verdad futura. ¿Qué queda? La tumba sin nombre del gran Tolstoi cubierta de hierba, los versos de Shevchenko. “Entraron en la ciudad rompiendo las puertas”, dice el gran poeta Iván Frankó. Al lado de su estatua descansé, pero no en Kharkiv sino Odessa. Ese sol no contaba de la muerte, era de flores y un otoño que soplaba todavía tímido.

 

El lente de la cámara, según la posición del fotógrafo, desmiente la realidad como es, el tamaño, la perspectiva. El lugar al que me llevas se llama algo como Cámara-Ilusión. Si doy el paso preciso, tu cuerpo entra a la ficción de Swift en el país de los gigantes. Te haces breve, cabes completa en una silla y sobra espacio. Te devora un tiburón blanco, cruzas un tronco del que si caes serás delicadeza de caníbales. Subes al Big Ben para atrapar un cuervo y con manos y pies mueves los brazos del reloj para desvirtuar el tiempo. Cómo, me pregunto, no nos quedamos allí. Seguiríamos en dos mil dieciocho y tendríamos media docena de hijos que me tutearían “abuelo”.

 

Bombas caen sobre el reloj londinense, otra vez. Pero este se escondía en una casa vieja de algún rincón de Kharkiv. Quizá sobrevivió, ya nunca lo sabré. Aún nos escribimos pero no como ayer. Qué tal, qué gusto, qué pena. Detallas el silbido de los distintos obuses. No hay tiempo de pensar ahora en los colores de Goncharova, en qué quería decir Malevich en sus cubos negros. Noviembre dos pasa inadvertido. Alguien disfrazado de hechicero toca puertas por caramelos.

 

Ilión sitiada, Príamo degollado y Casandra violada. Neoptólemo, hijo de Aquiles, destroza la cabeza del hijo niño de Héctor contra un muro: luego sube a las negras naves con Andrómaca madresposa encadenada. La historia juega cruel. Los hijos de Andrómaca y su ladrón regirán la Hélade en el porvenir. La vencida Troya verá a sus príncipes de media sangre dueños del ponto y del mundo. Hécuba aúlla como perra cerca de Kherson bombardeada. Los ayllus guerreros y afines marchan al ficticio combate armados de macanas y con mitades de turriles de petróleo. Épica de la modernidad. Los turriles, en Trinidad, sirven para producir sones, ron y Coca Cola, caderas y deliciosa frivolidad.

03/11/2022

Tuesday, November 1, 2022

El sur


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 



Zamba. Una estación de noche. Catamarca es oscuridad de cerros y tamales redondos.


De la escalera del tren crece Catamarca; así la vería mi padre, hecha de horco quebracho, con sol espinado y lagrimeado, amarillo.


A veces, en Cochabamba, en la chicha, salí y miré al sol de tal manera. Descansé entre los arbustos, oyendo a la tierra. En vano me protejo ahora en el distante cemento: el polvo del sur me extraña, quiere matarme y abrigarme. Es simple, en el futuro me sentaré con el compadre Rodolfo, y los dos dejaremos que la sombra de los eucaliptos crezca tanto sobre nosotros que de pronto estaremos en la oscuridad de la muerte, tranquilos, con dados, casi sin darnos cuenta.
1993