Sunday, September 20, 2020

Nocturnos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Escucho King Crimson. Diez de la noche. Visto lentamente los brazos, calzo las botas. El arte no evita el trabajo. Al menos estoy solo, dueño de mi destino. Lo haré hasta que crea conveniente. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, cantaba aquel cubano. Lo es, lo veo, lo siento, lo duelo.

Comencé a mirar una película argentina. Dos mujeres, casa vieja, fantasmas, un ladrón con máscara a la usanza antigua. Mi casa es añeja, la supongo de los años 20, pero puede ser más anciana. Denver era la joya del oeste, aquí venían a descansar en hoteles de lujo, con putas, los matadores de indios. Aquí está enterrado Buffalo Bill…

Avanzaron las horas. El reloj marca mediodía y diecinueve. La mañana comenzó con una suave luz de rendija sobre mi rostro. Aire frío que entibia. La rutina de andar en frenesí en un país frenético ha sido detenida a la entrada. Hoy descanso, con la misma fruición que el Creador después de la ardua labor de inventar figuras para que llenaran la nada.

Leo textos de amigos, exilios y más exilios: de Venecia a Cochabamba; de Sao Paulo a Seúl; de Virginia a Colorado. Rutas marcadas con ruinas. Parece que, a partir de los cincuenta, donde se contaban ganancias se acumulan pérdidas. Será la vejez, aunque Matusalén y los profetas procreaban en el centenario. Pienso en el doctor Fausto. Lo leí después del Wilhelm Meister; Ute Gumz me envió una postal de Goethe recostado en el diván, una famosa, pero su pierna colgante era, en esta, calavera. Las calaveras de Amiens… Las calaveras de Puebla… El calavera no llora, ni chilla; el calavera danza. Si todo es una cuestión medieval, de soles oscuros y de hombres con cabeza de pájaro, los mismos que atormentaban tanto a El Bosco como a Max Ernst. Cuatro consonantes juntas… muy común entre lo eslávico.

Vuelvo al cine. La pandemia cortó el ecrán. Lo retomo con una docena de creaciones diversas, del Caspio a Buenos Aires. Mientras tanto, mientras escribo en calzoncillos, cambio de la misa de Notre Dame, de Guillaume de Machaut, a Tommy Tutone, de esos años ochenta que agarré en postrimerías como todavía joven inmigrante lleno de pobreza y de hormonas. EAT, rezaba un cartel de Arlington. En ese comedero moderno infestaban las piernas juveniles de las gringas, los shorts que permitían ver esbozos de vello, también perdidos hoy que la moda es cargar el sexo afeitado. De Machaut, me decía Pablo Mendieta Paz, que a él, entre otros, había retornado Arvo Pärt hastiado de infructuosos caminos musicales. The Pretenders, ahora, con Chrissie Hynde maravillosa.

El día más lindo, lo dije siempre, es el domingo por la mañana. Ya pasó, es la una post meridiem, pero queda la luminosidad. Será, supongo, porque el domingo de infancia era de cine matinal. La espera de la semana para el acontecimiento, fuera El Libro de la Selva, de Disney, o Adiós Mr. Chips, con Peter O'Toole, que hacía llorar. Un amigo me pregunta de las razones “para estar aquí”. Le respondo que sin el recuerdo quizá no habría razón, pero que sensaciones, imágenes, personas, épocas, son el trasfondo de cualquier futuro, sobre todo de la esperanza a pesar de que a veces el castillo se deshaga y solo quede un mazo de cartas sin jugadores, sin Cézanne que los pinte.

Nocturnos que se volvieron diurnos, vampiros que ya no retornaron a sus criptas, que se rebelaron contra el rictus de lo cursi. Chopin que deja el piano y agarra el fusil y muere en 1848 o en 1863, cuando se alzaron los polacos, así el 63 él ya fuera olvido.

No calenté la comida. Bastó un huevo duro con sal y picante. Me distraje. Sueño con un libro de viajes por el este, en escribirlo. Basarme en una villa ucrania cuando me jubile y de allí Moldavia, Rumania, Turquía, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia, Rusia, hasta donde aguanten los confines. Lo haré sin perecer en ello. Me hastié del trabajo, tuve mi parte, dura; ahora me toca escribir, sobre la comida, la geografía, la historia, los chismes de bar, los tejidos y la remolacha, los Campos Salvajes, el barco en el Mar Negro. Los ojos de Anna y las tetas de Snejana, la vida y la muerte, el amanecer y el orgasmo. Todo flotando en vino rojo de la puszta, anegada la tierra por el río del olvido con los insurrectos recuerdos vivos.

20/09/2020

Sunday, September 13, 2020

El pueblo al final del camino


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Domingo de mediodía. Caliento milanesas de pollo. Las hice picantes esta vez, con salsa habanera. Escucho el soberbio “pequeño cabaret ambulante” de Enrique Bunbury. ¿Qué falta para la melancolía? Nada. Están los sabores antiguos, el oriente en el comino, el sur con mejorana. Gracias a Bunbury, pasean por el departamento calaveras de mujeres desnudas de ropa y carne, batiendo la dentadura como castañuela andaluz. Clac clac. Cortinas cerradas de frente, abiertas de costado. Maúlla un gato y miro a ver dónde está pero es parte de la música. Escribo a Irina de Pilniak y Gorky. De los vagabundos que creo que estaban a orillas del Caspio, ese mar con forma de cacahuate, de maní tostado, salado, cochabambino, grande y superior. Había un nombre de mujer, en Gorky, que empezaba con V pero no era Vera. No lo voy a buscar aunque podría encontrarlo. No era Varna porque Varna es Bulgaria, el Mar Negro que Diana Kofszynski agita últimamente para hacer aflorar penas, hundidos barcos del Ponto Euxino.

“Un hueco en la almohada donde meter tu olvido”. Bunbury…

Temprano en la mañana suena el anuncio de que alguien deja mensaje. Lo veo. El veneciano, Maurizio, comenta, como un poco a diario, del extendido mundo alrededor, del arte y la grappa. Cuenta que manejó bicicleta por tres horas. Cuando menciona un lugar, y muestra fotos de perros recostados en el yermo, mencionamos La Chimba. Le digo que había un pueblo muy por detrás del aeropuerto, donde terminaba el camino. Es decir, se iniciaba otro que rodeaba el alambrado y se insertaba en el hediondo campo de La Chimba y las curtiembres, con desechos azules. Nuestro Finisterre, allí no nos atrevíamos nosotros. Tierra de nadie. Dice La Maica. No, no era La Maica, aunque también. Picha lo recordaría, menciono, porque le pedía que me llevara por aquella aridez mezclada de molles y sauces llorones. El tiempo cae en largos látigos del sauce. Sauce llorón, sauce llorón…

Retuerzo la memoria, la asfixio, ahogo su hálito dentro de un barril de agua. Y viene el nombre: Itocta. Se lo nombro, a Maurizio. Y dice que Itocta ha sido absorbida por la ciudad, con líneas de micro etcétera. Como Pucara, grande y chica. Alguna vez borrachera, en medio de tierra apisonada con agua de acequia, alguien preparaba ambrosía. Nunca me gustó y ni recuerdo si la probé. La chicha tenía color de polvo, sabor de greda. El sol filtraba entre vides amarradas a molles centenarios. Siempre el calor del adobe expuesto al sol, que es tal vez el epítome del mestizaje, el sol y España, esos dos vértices de nuestra peculiar desgracia.

Aparece Tiataco en nuestra charla. Para mí, un mítico bosque  de algarrobos entre Tarata y Cliza, cuando atravesábamos esos caminos de antaño en los “rápidos” de los tíos, aplastando gallinas y con la risa de una juventud que pasó como segundo. Para Maurizio, el lugar donde nace la Ñawpa Manca Mikhuna. No existía entonces. O dormía o remolaba. Veo en el mapa de google Tiataco. Acerco la cámara. Está registrado el bosque como patrimonio natural. ¿Quedará algo?, pregunto. No olvidemos que por encima de todo pasó el sangriento espectro de las razas, la suprema ignorancia de todos los actores que saben de superficies, epitelio, pero no llegan al hueso, a la controvertida razón de ser de nosotros, bien indios y sin embargo con otra sangre apasionada. Ni lo entienden ni quieren hacerlo. Este es macabro juego de imbéciles, ajenos al submundo que nunca murió y que está fuera de disquisiciones teóricas o arrebatadas estupideces, el nicho donde los arcanos son seres vivos y bregan los ídolos y los destructores de idolatrías. Violencia, claro, pero de una especie a la que no queda otra que encontrarse lejos de la veleidad y el vicio, si queremos pervivir. Ya funcionó el garrote y somos hijos de aquel. Y de los orfebres. El arte como refugio ante lo inexplicable, lo controvertido y la maldita belleza de la tragedia.

Volvemos a Itocta. Había un pueblo, decían los antiguos, bien en lo profundo de la tierra detrás del aeropuerto, en esa Cochabamba mítica de la que no se había explicado nada. La Coronilla tiesa, infestada de héroes y asesinados. Desde su altura se veía la lejanía. Detrás de aquellos cerros está Santiváñez, en caminos que transitó Manuel Ignacio Ferrufino, el ejecutado ancestro tan parecido al tío Hugo. Goyeneche no perdona. Observa la villa con catalejo desde una torre en lo que hoy es una gasolinera cerca del CITE. Detrás del aeropuerto está Itocta, que no se puede ver por los árboles. Pedía a papá, vamos a Itocta pero no íbamos. La vagoneta Volkswagen verde claro trashumaba por el valle bajo o subía hacia Tiraque, Tarata, Punata, Pojo, Arbieto y Huayculi. El agua de la Angostura era de adobe líquido. Itocta, el mito, hasta que con el tío Jaime, creo, fuimos, en el “rápido” Chevrolet rojo que tenía. El agua corría al costado de los caminos. Mita aquí y mita aquí no, pero rastro de agua, frescura de barro en mano. La ciudad Saturno engulló todo. El progreso infecta, es viruscorona y será hasta que termine el ciclo, cuando los sauces no llorarán y estarán secos de lágrimas, como cuando te deja una mujer que amabas y te vienes en avenida como río. Después el clac clac de las calaveras, la danza de la muerte.

Sueño con volver. Sé que escucharé aullido de hienas. Pero voy a otra cosa, a una búsqueda quizá inútil y fantasmal. Pero sé, indio que soy, de la perseverancia de la roca; español que soy, de la testarudez del recuerdo. Debajo de las piedras aún quedan tarántulas, apasankas; no todo puede ser destruido, no hasta que lo vea de nuevo y lo retrate. Que a eso voy, a recuperar lo que pierden y exterminan.

13/09/2020

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Imagen: Acequia/Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

 

Saturday, September 5, 2020

Nostalgias argentinas/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Si me preguntan de tango, que qué orquesta prefiero, dubito, y por lo general respondo que Canaro, no solo porque Francisco Canaro le dio otra perspectiva al tango, ni por su historia ejemplar de miseria y tesón -igual a muchos otros, entre ellos Filiberto- sino por la versatilidad que supo jugar entre lo clásico y lo moderno, sin desvirtuar la esencia popular del baile y, en especial con él, del cante; por su extensión y su don. Pero hoy me llega de Buenos Aires, desde Caballito, un disco doble con Julio de Caro en el primero, de delicada esencia, y Edgardo Donato el segundo, con mucho ritmo y compás. Allí dudo, ya no dubito, y quizá prefiera a Donato como maestro, aunque bien al fondo los aires de la orquesta de Francisco Lomuto tercian en esta contienda de talento y de valor.


Hablar de tango, de mis padres, de música bien entrada en la noche de Cochabamba, mientras los hijos atisbamos la fiesta de los mayores y madre y padre se enfrascan en el cuchillero bandoneón de Antonio Bisio. Trajeron, ellos, consigo, el tango de Córdoba, de una época que consideran de oro, los cincuenta, aunque para mí el tango como joya termina cerca del año treinta.

Pero no es tango el tema, viene del tango, de las letras de A media luz que con sólo la mención de la calle Corrientes despiertan la nostalgia de tres visitas a Buenos Aires. Afirman que parece París y se equivocan. No es mejor pero no es menos, y es cercana y con mucho mayor querida. París está llena de franceses lo que la reduce, tal vez descompone, y, incluso con el dejo superdotado del porteño, éste suele ser afable y oler bien.

Respecto al olor, hay la anécdota entre nosotros, los hijos de mis padres, de la característica argentina más notable que diferenciaba ese país del nuestro: era el aroma, invasivo, predominante, que venía en las ropas, las valijas, la piel y cabellos de las tías que llegaban de visita. Era un "olor a Argentina", distinto, único, inexpresable e inencontrable en otro lugar. Dirán que la Boca hiede, que el Riachuelo en el verano emana aires de fetidez, pero incluso paseando por Caminito, en un café de Pompeya, en los mandiles de los médicos al sur, más allá de la inundación, perdura el inolvidable "olor a Argentina". Con Julio Dueri, por 1984, fuimos metalúrgicos en la ciudad obrera por excelencia: Córdoba. Acabado el día, hastiados de soldar, cortar barras de aluminio, pulir estructuras que construíamos para la feria internacional, salíamos los dos bolivianos negros y lentos por la calle hacia la pensión en que dormíamos. los compañeros argentinos nos recriminaban: "pibe, estás loco", porque ellos luego de la jornada se duchaban, vestían ropas limpias si no lujosas, se acicalaban y aparecían en la vereda como doctores, mientras nosotros arrastrábamos -si arrastré por este mundo...- nuestra fastuosa piel de hollín.

En el metro de Buenos Aires, soñando si por casualidad veríamos a Borges, nos sentábamos en Miserere, haciendo hora para ir a comer milanesas napolitanas con un litro de vino, y después correr a los dormitorios baratos que en Constitución significaban jóvenes y sudorosas muchachas holandesas de magnífica recepción.
12/11/04

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), noviembre, 2004

Imagen: Córdoba