Monday, May 29, 2023

Domingo de lluvia, domingo de ramos

 


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Lluvia es noche; noche tu boca que me devora con fruición caníbal. Un fotógrafo retrata una puerta. La puerta invita: entra, que soy la muerte. La calle Clarkson diluvia en llanto; lloran dioses y demonios, las plantas reverdecen. Lucifer se sienta en la silla blanca del pórtico; mi madre en la silla negra. El agua corre por la calle como si fuera la Pajcha que bajaba en mazamorra a ritmo de bolero funerario, la Pajcha que en español llamaban Cantarrana, torrentera de voces, como lo eran todas, mojando por unas semanas la sequedad hasta del río de la caca, ahí, a una cuadra de la chujlla donde asaban carne argentina y donde el pueblo secaba sus excreciones.

 

Pasé la noche, cuatro horas siendo preciso, con R&B a volumen 62, el máximo sin romper tímpanos. Ni policía hay ya que te detenga, solo lechuzas que no pestañean pero bailan al ritmo de Huey “Piano” Smith y The Clowns. Don't You Just Know It, alma de Nueva Orleans. Mi cama en el hostal del parque Audubon hecha de madera oscura. Caroline me dejó una nota adúltera en recepción pero mi avión a Denver salía a las seis amanecer. Mi esposa me había llamado que me aguardaba con desayuno y reculé, no tomé aquel blanco cuerpo que olía a jabón recién lavado, obvié la necesidad de pezones rosa pétalo, no descubrí si cubrías tu secreto con bigotes o natura estaba libre de cantos rodados, lisa como rascacielos. Ahora es tarde, ni huellas has permitido de tu extensa vida exitosa. Mi mujer descansa en el panteón de la memoria y me envía notas que escribió Joseph Brodsky en Nueva York. Le digo que podría haberlas escrito yo, dado el espíritu. Me acompaña en este momento el klezmer en clarinete. En traducción de Alejandro Valero, Brodsky escribe:

“Si te gustaran los volcanes, yo sería lava
          en constante erupción desde mi oculto origen.
Y si fueras mi esposa, yo sería tu amante,
          porque la Iglesia está firmemente en contra del divorcio”.

 

I Know (You Don't Love Me No More), canta Barbara George el año 62, casi cuando nací. Magnífica. No me amas, “no mo, no mo” (riquísima síntesis vocal de la raza negra). No más.

 

“Si fueras china, aprendería tu idioma, quemaría
          mucho incienso, llevaría tu ropa rara.
Si fueras un espejo, asaltaría el baño de las señoras,
          te daría mi lápiz rojo de labios y te soplaría la nariz”.

 

Pienso en Leonard Cohen, afanosos hombres estos que de transformers actúan, solo por amor; “y a veces cuchillo solo, sólo por amor”, poemas del orihuelo. Perdí la tonta cabeza repetidas veces, por una y la otra y la de más atrás; mejor me la hubiesen cortado.

 

Descabezado escribiría mejor, sugiero a mí mismo. El siquiatra afirma que es instinto suicida y la semana siguiente voy a enterrar al siquiatra por el mismo asunto. Ella lo abandonó y quedó en soledad de servilleta sucia. No pudo ya lavarla, la lavandina no sirvió para clarificar sus genes, o su genio, y se extirpó a sí mismo. Instinto suicida, le diría, pero debajo de tanta tierra dudo que escuche. Además lo enterraron con auriculares puestos y una grabadora con batería y canciones para cinco años. Luego nadie recordará.

 

¿Por qué mencionar el Domingo de Ramos? Porque amaba ese día, de niño lo amaba y lo amaré si lo veo otra vez. Plantas entretejidas, cruces vegetales como de los chiapanecos. Había maní y rosquetes, y k'opurus que según explica mi hermano agrónomo es un frijol nativo de los Andes cuya particularidad está en que se lo tuesta y no se hierve. Ideal para sistemas áridos y fríos donde no hay agua. El Inca cargaba esta leguminosa en sus largas expediciones. De alto valor proteico es seca y deliciosa, siempre presente en las fiestas religiosas de allá, quizá del más allá también, en el sitio donde están las momias ancestrales o lo que los frailes dejaron de ellas. Más sabios los malgaches que las tienen de perenne en casa, u otros “salvajes” que las devoraban, charque de hombre.

 

La vida es dura, tanto como el palo fierro de los desiertos de Sonora, madera que tallan desde siempre los indios seris de la isla Tiburón. Los “figureros”, artesanos, crean muñecas con colorida vestimenta, o imitan gigantescos sahuaros para decorar las mesas. Corazón de piedra, o de chonta tal vez, corazón de mujer; será que parece tan duro en oposición al masculino lamento alcahuete. Cierto que a Hernando de Soto no lo enterraron sino lo aguaron en el Mississippí, atado a un pesado madero. Gloria de los hombres vanidosos mientras la mujer prepara el caldo inmemorial para que crezca la vanidad de los otros, la caldosa que anónimamente ha permitido el desmadre eterno.

 

Fluyo, trashumo, el viento me lleva desde Guaymas hasta Istanbul. Me he detenido a cantar rembétika en Salónica, a recordar que un amigo de Caracota estando allá se rodeó de bellas armenias y lo contaba con pausa y no zozobra. El amor en domingo de ramos, hembras acostadas encima de hojas de palma cortadas. Faltan dátiles para darle aire de gineceo. Lo narraba en un café cochabambino que antes estaba en la calle Ecuador, entre aguardiente caipira y ron guatemalteco, cuando unos libros habían sido paridos y la palabra goteaba al piso, transparente alcohol.

 

Joseph Brodsky estaba enamorado de su vieja maestra ¿y quién no ama a Anna Ajmátova?. Modi la tuvo en carne, delgada como cabellos de ángel. Nosotros la leemos y la soñamos. Anna Ajmátova, reina de todos los cielos, ruega por nosotros. Ora Pro Nobis. Solemnidad que destruye el loco de Little Richard y sus grititos de Tutti-Frutti; en la Rumania rupestre los gitanos también entonan su propio Tutti-Frutti en voz de un cantante enano.

 

¿Qué ha sido de ti? ¿Te pasearon en burro como a Cristo en Jerusalén después de robarte de mí? No lo sabré y tampoco quiero leerlo. Odysseas Elytis te susurra: “Erguida en las rocas sin ayer ni mañana/En el peligro de las rocas con un peinado de tormenta/Despedirás tu enigma”. Me dan celos. Disparo con un rifle de caza a los vecinos y anoto, uno y van veintitrés, diecinueve si descuento tres mejicanos haciéndole un guiño a Borges. Juegos de muerte intelectual, gusto ácido en el rictus que quiso sonreír.

 

Vuelvo al R&B, arte entre alegría y pena. Hoy es el Día de la Memoria. Los muertos en “guerras extranjeras” han salido a pasearse con mejor traje. El parque Cheesman rebalsa de volibolistas. Cuán lejanas de la guerra estas piernas temblosas, adjetivo que no hay pero que quiero, como quiero tus nalgas después de que termine el partido y seque los sudores sedientos con mi pañuelo más o menos blanco.

29/05/2023

 

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Imagen: Man Ray/Le Violon d'Ingres, 1924 

 

Thursday, May 25, 2023

El hombre tatuado


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Esas hermosas historias de mar… Un raro Alejandro Dumas alejado de las cortes francesas en Las aventuras de John Davis. No recuerdo el argumento. Lo leí, enfermo de mononucleosis, en mi larga cama juvenil de Cochabamba y Buenos Aires.

 

El mar, que en sí no cuenta entre mis lugares favoritos, proporcionó a Stevenson, el cojo John Silver, Pierre Mac Orlan, Oexmelin, Conrad, los viajes de Simbad, el Holandés Errante ¡Cuánta imaginación me trajo este barco! Cuántas líneas escribí, yo mediterráneo, sobre olas y fantasmas. Hollywood destrozó aquella magia con un pirata tonto. No era este uno de los mustios caballeros de fortuna ahorcados en el muelle de Savannah, pasando por allí en 1989. Temí, en la playa de Rehoboth, Delaware, que el mar me engullese hacia las fauces del gran tiburón blanco. Nadé contando las olas cuando ya los hombrecitos de la playa semejaban hormigas.

 

Mar de Arica. Melville. Aire de pescado. Salida del Shenandoah hacia el océano. Aguas oscuras golpean las rocas del Malecón y salpican las piernas de Maceo. Esas de mar historias hermosas.

 

Queda el ron, domingo de mayo; un Kirk & Sweeney Gran Reserva aroma el ambiente. Luego ron negro de las islas, de la Guyana barrosa, de Trinidad y melancólicos cantos bailables. Contemplo a las hijas, tres décadas al lado de ellas que ya terminan. Sorbo, huelo, Earth, Wind and Fire suena en los parlantes. Los jóvenes no bailan todavía pero se mueven en la afrocadencia. Hará un año que un amigo en el trabajo contó que en un asilo cercano moría uno de sus miembros. Hasta el baile tiene fin, no hay fiesta eterna. Isla Desolación; por los canales ruge algo y devoramos uno al otro, entre nos.

 

Literatura mixturada de vida, qué ella sino literatura, en la pesadumbre de Giordano Bruno en la Roma de Marcela o las sombrías iglesias de Braga. Todo ha estado, tiene que estar, en alguna página. Escribo desde una mesa prensada a medianoche. Pronto saldré al mundo de los mapaches de cola a rayas. Me llevan a Peter Pan, a los jardines de Kensington, las crónicas de Narnia.

 

Treinta años han pasado. Y más. Sorbo el ron color de tus ojos, me despido en silencio, se abren caminos, la rutina de envejecer perece ante el placer. Subido a un bajel me inmiscuyo por los ríos de Georgia en busca del vellocino. En una bahía de antes las naves se aprestan a partir a Troya. Desde Beocia a Pilos, tierra de Néstor; de la Fócide a la Lócrida. Homero las cataloga, una por una, las negras naves, este ron que está pintado igual que tus pupilas.

 

Literatura hasta en los vertederos de Chitá y Manila (leer a Patxi Irurzun). En la miseria de los calmucos.

 

Antes del licor de caña dulce asomo a la boca un mezcal, ese que no se disfruta porque mata. Ya desvarío, mescal o mezcal, apaches mescaleros, mescalina. Salto a De Quincey y Bukowski; a Jim Morrison y callo. El prieto alacrán en el fondo de la botella canta tontas canciones de amor, dolidas, ahogadas. Hasta que lo descabezan y mastican con ruido de tostado ch'uspillo.

 

He de trabajar ahora, continúo mañana con los paisajes que traiga el amanecer en ulular de búhos y zorras madres que chillan.

 

En el filme Cabeza de Vaca, extraordinario, el loco Pánfilo de Narváez se pierde en la sombra, otra nominación de la muerte. Las naves son devoradas por la broma, ancladas en Nombre de Dios. Los españoles se hacen menos por sus guerras internas. Les heredamos eso. Pero vienen más. Los trajo el agua, sea que el verbo de sangre flotaba sobre las aguas. Génesis malparido, sacerdotes que cubren de tierra a otros sacerdotes.

 

Leí “todo” Daniel Defoe en mi juventud. Por supuesto que comencé con Robinson Crusoe pero seguí con Diario del año de la peste. Entre ellos, en una edición española de hará cincuenta años, estaban las páginas de El pirata. Sólidas lecturas del siglo XVII y XVIII, formación de mi imaginario literario. No podría hoy describir el contexto sino de algunas pero ese bagaje quedó, late, sobrevive y obliga mi prosa hacia derroteros que tienen un poco de antiguo aunque no de obsoleto.

 

El mar. El sur del mar, el Estrecho, el hambre, las orcas y el genocidio indio. Francis Drake y Morgan, Barbanegra, cuya cabeza colgante de un bauprés elucubraba yo mientras navegaba los canales de Virginia y pensaba cuán cenagosas eran las Carolinas. Tan viejo aquello, ciudades costeras, rincones que el tiempo no tocó, bares penumbrales que no diferirán mucho de los doscientos años atrás. La costa oriental de los Estados Unidos cargada de misterio, desde la caliente Florida de Juan Ponce de León hasta la sombría Nueva Inglaterra. Mientras bebía y cabalgaba el amor como potro bronco también leía y acumulaba historias. Una cosa no desdecía la otra; la resaca producía textos y asimilaba lecturas: cartas a Diego Rivera de su amante rusa, La cruzada de los niños, fotografías de Roman Vishniac y de Jan Saudek con Dvorak y Smetana de fondo. Las cortinas de mi dormitorio en Rockville, Maryland, son pesadas. La cama es de ascendencia británica del ochocientos. El piso cruje, la madera del piso brilla por la cera de tantos pies. Contemplo el cuadro en la cabecera de cama: animales en línea para el Arca. Edward Hicks… no lo olvido. Hiervo una sopa de pollo y fideos directamente en la lata. A no muy lejos distancia huele el mar.

 

“Ground Control to Major Tom”. Media hora de Bowie hasta el trabajo. Diluvia. Conejos se refugian en el calor de los baches del camino, ya ni corren al acercarme. Verne, El Chancellor. Agua de río en la alucinación de las amazonas. Me gustó Más allá del horizonte, de Joaquín Aguirre Lavayén. Francisco de Orellana…

 

Suena la una y cincuenta y dos. Suenan las dos. Pongo el disco Klassische Militärmärsche, casi completo con música de Beethoven, algo de Berlioz y Haydn. Ropa en remojo, he de arrodillarme a lavar. Si cierro los ojos y no aspiro el jabón se creería que cerca hay un torrente de montaña, que Francine se ha desnudado otra vez y puesto su blanco cuerpo de Yorkshire dentro del agua helada. Ella venía de piratas irlandeses e italianos, según decía; tenía pupilas color del mar de Cancún pero celestes. Ha tirado las faldas y danza lenta una canción de la olvidada banda The Style Council; luego me besa y despierto, ceniciento mi rostro, chueca la nariz y dientes rotos.

 

Recorro con la vista mi piel, de alguna forma en ella se ha tatuado lo hecho. Bajo la axila suena el pájaro cucú de Cochabamba ya de mucho hundida. Por el ombligo, las rejas de la cárcel se tornaron frías. En la rodilla aflora la margarita de tu sexo y en la otra tu espalda parece resbalín de infantes. Ray Bradbury; sí, también estoy tatuado como ecrán que camina.

25/02/2023

 

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Imagen: Final del capitán William Kidd

 

Monday, May 15, 2023

Huliaipole


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El dron observa, filma. En la trinchera, un soldado ruso que ha perdido una pierna agarra su pistola y se vuela la cabeza.

 

El dron mira, graba. En otra trinchera otro soldado ruso, esta vez con las dos extremidades lejos de su alcance, activa una granada y se la pone al pecho.

 

La guerra de Vladimir Putin para continuar siendo el hombre más rico del mundo. Monstruo admirado por las izquierdas latinoamericanas, las que cuando se encaraman en el gobierno son maestras del hurto, oligarcas con pellejo prestado de santo. No se suicidan, por supuesto que no, envían a sus hijos a nutrirse de inglés, que los inditos que dicen defender se queden con sus costumbres y no asomen por el barrio nuestro. Esa su revolución.

 

Han veinte años ya pasado desde que compré un lote en los bordes de la selva nubosa. La niebla y el frío comienzan a las tres de la tarde; el lago se agita; lomos plateados de trucha brillan como diamantes. Hoy es un bosque de pinos, casi como Escocia bordeando las faldas tropicales del boscaje chapoya. De la floresta se ven los ojos del último oso de anteojos. Quedan algunas liebres, los campesinos han matado los zorros y talado la vegetación antigua. Musgo sobre piedras, musgo crecerá sobre los huesos rusos, y girasoles cuyas semillas otros labriegos les depositan en los orificios de bala. ¿Triunfo de la vida sobre la muerte? No, ciclo vital, trágico y sangriento.

 

Allí soñé levantar dos pilares de adobe gruesos en la entrada. Poner arriba un madero plano, viga de árbol entero, donde a fuego grabaría “Gyulai Polé”, nombre del centro operacional del Ejército Insurreccional de Ucrania, Ejército Negro de Majnó en una guerra civil de fuerzas armadas de colores. Que dónde leí primero acerca del lugar no recuerdo. Tal vez en Volin (Vsevolod Mikhailovich Eikhenbaum) y La revolución desconocida, edición argentina de muchas décadas atrás. Varias son las opciones y no importa. En la guerra de hoy, la de los soldados suicidas, con la letra cambiada Huliaipole resiste desde febrero 2022 el embate enemigo. Había una estatua dorada del batko Majnó, su hijo predilecto. Supongo que ya no existe por los bombardeos. Se levantará de nuevo, que su pueblo no ha sido conquistado y no lo será. El karma de la historia lo convertirá en tumba de los que asesinaron la revolución en 1921, los que fusilaron a Semen Karetnik en Melitopol, noviembre de 1920, cuando los bolcheviques engañaron a los anarquistas y los reunieron con voces de alianza para matarlos. Karetnik había derrotado al Ejército Blanco en Crimea; la derrota de Denikin fue fundamental para el afianzamiento del martirio soviético a costa de otros a los que de inmediato traicionarían. Pues, la villa continúa de pie, como siempre, jamás pereció.

 

Se habla de la gran contraofensiva, la que cortará a las tropas del muñeco Putin en dos. Rusia tendrá que levantar las manos y salir corriendo. No le queda otra. Cuando se recupere la costa del mar de Azov, el fascismo habrá perdido. Crimea será cuestión rápida. Los escasos tártaros combaten por Ucrania, a degüello se cobran la expulsión de Stalin, el genocidio. Pena que no se pondrá sebo a los palos para recordar a la élite moscovita cómo se pagan allí los desmanes. Un triste periodisto boliviano me reclamaba mis devaneos “medievales”. Es una guerra medieval, nada ha cambiado. No estaría de más un sólido combo de madera para golpear la estaca en la entrepierna del tirano; pienso en el puente sobre el Drina, de Ivo Andrić, y cómo después de leer su magnífica novela escribí un breve texto sobre el arte de empalar.

 

Saliendo de Huliaipole se dibujan tres vectores de ataque: Melitopol, Berdyansk, Mariupol, todos con el mismo objetivo de asfixiar al enemigo en el oeste. Tuvieron que pasar cien años para cobrarse esta deuda; con éxito, la Federación Rusa como tal dejará de existir pronto luego de la debacle en Ucrania. El sirviente Kadyrov será el primero en la secesión.

 

Leo el texto de un amigo escritor, valenciano, acerca de su familia y una de refugiados ucranios que acogió en su casa. Entenderse incluso con dificultades de lenguaje. Si se entienden los mudos entre sí, por qué no. Son de Jarkov y hoy que llueve he pensado en los días grises del otoño en esa ciudad. Caminé por todo lado como si buscara algo. Me detuve a comer pasteles turcomanos de carne, cerveza local en vasos de plástico, un delicioso cheesecake de maracuyá (¡!) en un café poblado cerca de la universidad. Jarkov, Kharkiv, ciudad mártir hoy y ayer. Pesadas cortinas tenía mi cuarto de hotel. Desde el piso elevado veía poco, partes de la ciudad sin interés. Cuando salía y me incrustaba en recovecos de la herencia soviética, en edificios de apartamentos de míseros ancianos, entendí la melancolía de la Europa Central. Lo añejo, no muerto pero desvaneciéndose. Polvo antiguo, bancos de madera y ojos azules en arrugado rostro sin esperanza. Los árboles, los árboles… cargan el peso del tiempo, en las hojas decoloradas, hasta los niños llevan vetustez a cuestas. Comprendo que hay un impulso en el país de deshacerse del bulto, de abrir la mirada a occidente, a la “alegría” europea. Dejar el pasado, divorciarse de espectros. Convertir la tristeza de las edificaciones comunistas, al menos adentro, en soleados recintos. Los camaradas siempre fueron -y jamás cambiarán- cancerberos desolladores, en Rumania, en Camboya, en La Habana y La Paz.

 

Una cabeza, dos cabezas, diez cabezas, la docena. Sandino le dice a Sacasa: “a diez centavos te vendo cabeza de americano”. Una cabeza, decena de melocotones, docena de albaricoques. Hay testas alargadas como berenjenas, extrañas como higos, hombres piña y mujeres sandía. Explotan sin necesidad de utilizar dum dums. Los “Fantasmas de Bajmut” se mueven entre los rotos edificios. Atentos al movimiento de ratas, las de cola y pico y las ratas del bando ajeno. Cabeza que pasa, una que desaparece. No sé si hacen muescas sobre sus armas porque son de metal pero mantienen estadística. Caen mujiks de la región de Saratov y mongoles de Tartaria. De ojos cerrados todos somos chinos diría una mala broma racista que no deja de tener asidero. En silencio caminan. Matan en silencio. Un tac un tac un tac y van tres fallecidos, tres menos que violarán mujeres ucranianas o robarán toilets. Hay que temer a los fantasmas, aparecen y desaparecen sin rastro ni olor. Élite de francotiradores eficientes como cloro que exterminan insectos bailarines o alacranes de agua por igual.

 

Quiero mis ojos contentos de Kharkiv y no se me quitan las legañas. Será un mal sueño. Una Natalia escribe que se presentará como enfermera al ejército cosaco si no se casa en el verano. Anillo con un combatiente barbado y poderoso. O anillo con la muerte. Miro como Viktoriia danza con su pequeño Darii en Sevilla, hasta ya canta en español. Huelo el moho que trae la lluvia a mi casa vieja. Me inclino por sentarme en la terraza pero no dejo de escribir. Así llegará la noche y mi vida se habrá ido hoy en ficciones. Preparó café instantáneo. Quisiera unos de esos franceses prensados y mínimos. Unto el pan amargo con queso cambozola (camembert/gorgonzola) tres cremas. No almorzaré dada la magia del asunto. Algo de folklore árabe en el tocadiscos, Jarkov que gira alrededor, la pobreza de mi amiga, el reloj Tissot detenido a las diez treinta y ocho. Lukashenko morirá; todos morirán. Lo dijo el cometa de 1647 por encima de los Campos Salvajes; también el de 1812 cuando Napoleón deseaba tomar Vitebsk.

 

Si un día tengo una casa en el campo pondré todavía ese cartel nombrándola. Será “Huliaipole”, hogar de los insurrectos. Ya no habrá osos que miren pero el rocío seguirá gélido al despertar. Habrá humo de eucalipto y zafiros saltarines en el lago. Tal vez estemos, tú y yo, “al borde de una mañana eterna” (diría César Vallejo) debajo de un cubrecama azul viendo tejer sus redes las arañas.

15/05/2023


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Imagen: La estatua de Néstor Majnó protegida por bolsas de arena

Wednesday, May 10, 2023

Las brujas de Tlahualilo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Mi aproximación a México ha sido largamente histórica. La admiración de mi padre por ese pueblo se me transmitió desde muy niño. Mis compañeros de clase se burlaban de mí porque hablaba de Francisco Villa a los diez años, y de Maclovio Herrera o de la toma de Zacatecas. No se malinterprete, que abusado no era. Aquellos burlones lo pagaron con llanto, bastante mal, que también a pelear en la calle me enseñó papá. Recuerdo cuando en la plaza Cobija dos gemelos pelirrojos que aterrorizaban el barrio comenzaron a molestar. Hermosa plaza era esa, no sé si sigue así. La última vez que me senté en sus bancos fue alrededor de 1988 cuando Elizabeth A. me ofreció el panorama de sus pechos, ahogado yo dentro de su camisa. Ya no era la infancia entonces sino el desenfreno. Pregunté a mi padre qué hacer con los gemelos y me dijo que los derrotara a golpes. Aparte de las campañas de la División del Norte, él nos había introducido a la legendaria historia del boxeo. Pues a lo bestia, a la brutal manera de Jim Braddock, lavé las baldosas del piso con lágrimas pelirrojas. Me sentí Jack Johnson, el gran negro, habiendo destrozado iconos de la barbarie blanca. No saben lo bien que se siente aquello y que Joaquín Ferrufino Murillo contara orgullosamente a sus amigos la escena. No nos faltó pelea, incluidas derrotas. A mi hermano mayor, Armando, de tan valiente le decían “Riesgo”. Estos ojos lo han visto saltar de la Chevrolet roja modelo 50 que teníamos y lanzarse en medio de un grupo de tipos a repartir puñetes. Casi como Mariano Necochea en la batalla de Junín, si es que mi recuerdo no falla, sable el mano, montado, entre un grupo de godos.

 

Siempre me gusta girar en torno al tema, zafarme en cosas que parecen no tener relación con lo que quiero decir. Una alumna mía de español me decía que así lo hacían los japoneses. No sé. El tornado tiene un centro y un gran vacío alrededor. Seamos viento así, pues.

 

Partimos en México y aterrizamos en sangre y arena de un seis de agosto del ochocientos veinticuatro en un lugar del Perú. Sitio, valga la digresión, de los indomables indios del Mantaro de los que hablaba con embeleso José María Arguedas. Si todo se relaciona de una manera u otra. Si se desea, claro.

 

Mi amigo Jesús, resucitado por empeño propio de tres muertes de corazón, nació en Tlahualilo de Zaragoza, también llamado Bermejillo, parte del estado de Durango, casi colindante con Coahuila y Chihuahua. Anoche hablamos del bolsón de Mapimí, de Ciudad Lerdo, Gómez Palacio (en la nueva nomenclatura del narco, Gómez Balazo). Tierra de Villa, digo. Torreón está cruzando el río seco, en Coahuila. Me explica que Lerdo, Gómez y Torreón son casi como una misma ciudad. Me remonto a las lecturas de la Revolución: Martín Luis Guzmán, Edgcumb Pinchon, John Reed, Jesús Silva-Herzog y tantos más. Cuánto habré leído sobre ello, una vez y otra, y otra.

 

Luis Pérez Meza canta en este instante Por una mujer casada (me dicen que he de morir…). Me gusta más la versión del Charro Avitia. Canción que me dedicaba mi amigo el mariachi Renán “Nano” Tarifa en las borracheras de la avenida Oquendo. Y sigue con la ley del monte… El mote de los de Durango es el de alacrán. “Yo soy de la tierra de los alacranes, yo soy de Durango palabra de honor, donde los hombres son hombres formales y son sus mujeres puro corazón. En esta tierra sagrada y bendita nació Pancho Villa caudillo inmortal”, en voz del Charro Avitia.

 

Jesús me muestra el puente colgante de Mapimí; cuenta del oro que dejó alrededor el Centauro, ahí nomás, debajo de los mezquites de madera olorosa. Luego derivamos a las características  de su rancho. Una gigantesca empresa cárnica, la mayor de México, dice, y brujas. Pueblo de hechiceras. No lejos hay un villorrio de setenta personas, todas brujas y brujos: Las Lechuzas. No tanto como en Tabasco y Veracruz donde está la “mata” grande, la matriz del encantamiento. Será porque en ese lar también está la herencia negra y la santería se junta a la magia nativa.

 

A medianoche caminan por el panteón. Panteonean por horas, haciendo sobre todo mal aunque también de amores y besos tratan sus hierbas y pócimas. Nada malo en hablar con los muertos. En las revisterías cochabambinas de la infancia había revistas de la editorial Novaro que trataban de misterio y brujería, de leyendas y terror mexicanos. No a colores sino en sepia o negro, siempre. Mucho de la antigüedad pero sobre todo historias de la Colonia. Tal vez solo el Perú, en textos populares como en las notables Tradiciones peruanas de don Ricardo Palma, iguala a México y su rico como espeluznante trajinar. Otra vez los españoles, porque gracias a ellos el diablo se aparece con barba. Razones no faltaban.

 

Danzón sobre Culiacán señorial, Sinaloa…

 

Se abalanza la lluvia primaveral sobre Inverness. Jesús y yo somos los únicos que estamos en la bodega. La noche norteamericana viene larga triste y oscura. Como a las seis, clarea. Enfilo hacia abajo por la avenida Ocho, en diez minutos estaré en casa. Café caliente, pan amargo que me apasiona. Contesto a Ekaterina y escribo a Irina. Continuaré con la película sobre Artigas, en realidad una miniserie del año 2019. El primer episodio, que es donde estoy, me gusta: El señor que resplandece, traducción de cómo llamaban los guaraníes a José Gervasio Artigas en su exilio paraguayo: “Oevara Karaí”.

 

Tierra roja de Asunción, 1986. Inicio de sueños truncos: Madrid, París, Estrasburgo, Zürich. Terminó en París, Castellón de la Plana, Valencia, Madrid, Asunción, Santa Cruz, Cochabamba, con pantalones militares, Joseph Roth y Marcel Schwob en la mochila, Julius Fučík. Sin un peso. Desamor. Debí viajar a las brujas, pasearme entre los nichos con ellas, quemar incienso y hierbas tarascas. El yatiri que extrajo de mi cabeza un líquido negro que parecía alquitrán corrió hacia el horizonte del poblado de Sarco, corrió hasta Condebamba y desapareció. Quedaron hojas quemadas de eucalipto, destrozados vidrios de plomo. Por las noches me observan las lechuzas, caminan erectos los búhos grises. Los únicos encantamientos que tengo se llaman literatura y música; no hay nombres de mujer.

10/05/2023

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Imagen: Graciela Iturbide 

Thursday, May 4, 2023

Digresiones escuchando a Billy Idol


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Soñé con Vladimiro Putin muy vívido. Desperté cuando me traía un plato de comida a un parqueo en que aguardaba que terminara con una muchacha. Me presentó al hermano de Prigozhin, con cabellos de perro dálmata. Manejaba yo, para él, un camión de aquellos cabezones que había en Bolivia y cuya marca no recuerdo. Suizos. Zeta, desde Cochabamba, me dice que será asesinado “entonces”. Ojalá, explotado en mil pedacitos de confetti colorido para carnaval. Extraño sueño de las nueve, justo antes de despertar para el trabajo. De allí salgo al todavía frescor de la noche; lo hago como Horacio Quiroga, no con mi nombre real, para llamar a la invención y convocar monstruos del necronomicón local.

 

Billy Idol canta su bellísima Eyes Without A Face. Veía ayer que estará de gira en Estados Unidos pero nunca he sido atraído a multitudes que vitorean. A nadie. Más bien hosco, lobo estepario. No vi a Dylan ni a los Stones. Ni a Leonard Cohen. Fuera de algunos asuntos del sexo opuesto no tengo fetiches. Parecido a Juan Calvino, me opongo a imágenes aunque carne y sangre tengan. Tambores del punk, tam tam de una juventud tan cercana y ya perdida. Se asombraba hace años, en el Café Fragmentos, un diletante literario de que me gustara el punk. ¿Cómo podía entenderlo él con tanta limitación pajera? Editor de suplemento literario, Iscariote de su grey además de semidiós.

 

Así, así vamos. Igor cuenta que vive en los fondos de lo que fuera el bar España. Casas viejas, republicanas, de varios patios, escondidas detrás de intrascendentes portones. Alocados años de cocteles con amargor de suicidio, en patios en que se bailaba al ritmo de la chicha y donde alguna rusa sofisticada, bien hija de puta, narraba estrambóticas historias. Había de todo, sardos y mestizos, whisky adulterado, pastas con fideo chino pero de gran sabor. Mujeres que se iban con cualquiera y volvían a contar que habían pecado, nefandas. Raimon y Al vent, los Ramones, Yo no sé qué me han hecho tus ojos. Queríamos darle importancia, creer que el tiempo era nuestro, que el arte nos pertenecía mientras contábamos fajos de brisa. No era más que un vals que ni sabíamos bailar, pero, supongo, que de esa manera se hilvana la historia; la trama es un hilo invisible que mantiene unido el tejido. Lo sé porque aprendí a tejer a mano, en telar de silla, según la tradición de Sanipaya, de las abuelas Neptalí, Anki y Uchipa (Angélica y Josefina con sus apodos aymaras porque eran de Ayopaya/Inquisivi).

 

¿Habré olvidado cómo cruzar los dedos? Ya no tengo hermanas que preparen el tejido para mí. De allí salían rombos, cuadrados en extraordinarios colores, cintas para chuspas, cinturones. Tejía, en muestra de amor, para mis amantes joyas. De nada sirvió, ni que les contara leyendas africanas de Blaise Cendrars.

 

Terminó el disco de Billy Idol. Sigo con The Pixies.

 

He estado recorriendo la historia del Rhythm & Blues que me apasiona. No lo que hacen ahora sino hasta los años 70, más o menos. Pensaba, recordando a mis amigos negros de 1989, en que eran hijos de este ritmo que copió con talento el Rock and Roll. Recién se esbozaba el rap. El joven Anthony creaba letras y hacía música con los labios mientras limpiábamos hongos tipo B para enviarlos al Willard Hotel o al Sheraton. Pero los negros viejos, casi todos venidos del sur, habitaban otro tiempo, tarareaban blues rurales y usaban zapatos de cuero.

 

Hubo un intervalo de tiempo, en los 80, en que le costaba a la música deshacerse de sus ancestros. Aún alardeábamos con cuchillos y fumábamos hash en manzanas verdes adecuadas con papel estaño. Había fenciclidina, cierto, Phencyclidine o phenylcyclohexyl piperidine (PCP), el polvo de ángel que te hacía mierda. Luego me enfrasqué en batalla singular con un soldado asesino de la guerra civil de El Salvador que prácticamente quiso devorarme una oreja y perdí el trabajo. Abandoné los docks del mercado de abasto de Gallaudet un viernes a mediodía luego de cobrar el último peso. Murió una época, vinieron otras. El cargador de camiones que fui, bravo y poderoso, dio paso a otros aliases de mi vida. Sin embargo aquello quedó muy marcado. Tres años en que conviví en un universo que ni en cine había imaginado. Medianoches alrededor de turriles con fuego, durmiendo sobre sofás desvencijados en alguna esquina, oliendo a cebolla y con moretones en los brazos. Dormía bendito cuando alrededor se asesinaba a sí misma la miseria y las amigas negras tragaban sus bellos blancos dientes igual a tostado. Vagaban, ninfas oscuras del silencio, por rincones en que se pedía espacio a las ratas para tener un coito rápido. Crack es sonido de ruptura, corazones y mentes rotos.

 

Divago, trashumo, destapo el velo de oblivion que se echa sobre el recuerdo. No deseo olvidar lo único que tengo. Leía a Dylan Thomas. Pero era bueno con cuchillos, los arrojaba en par hacia las cajas de patatas. Temblaban al penetrar y luego la calma. Salía jugo, sangre incolora de tubérculos. Tejía mi leyenda según Kierkegaard; los negros que me querían, Big Mike, Wayne, abrían Colts 45 malteadas para festejar posibles cadáveres. Escuchábamos a Gladys Knight & the Pips, amaba a la prima negra de Mike en la casona victoriana detrás de la estación. Te irás, afirmaba, eres el viento del crepúsculo. Por la noche, en mi tibia hermosa cama del barrio rico de Tenleytown abría páginas de Emanuel Swedenborg. El domingo me sentaba con una cerveza al borde del canal mientras los estudiantes de Georgetown pasaban rápidos con largos botes y remos de competencia.

 

Batería rítmica de David Lovering, de los Pixies, guitarra y bajo. Invocación. Las tres de la tarde llegan con lluvia, han crecido flores salvajes sobre mi pared de atrás. El teléfono no ha sonado y me llegan menos cartas que al coronel.

 

Por la noche retornaré a Ray Charles a todo volumen. Solo lo reduzco cuando veo autos policía, no sea que muera por una canción. Dejé atrás el romance, y nada vale unas balas que de tu cuerpo perforado echen efímero humo de música negra.

04/05/2023

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Imagen: Emil Filla/La muerte de Orfeo, 1937