Sunday, November 24, 2024

El librero


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mi querido amigo Miguel (Sánchez-Ostiz) me anuncia que “ha muerto el librero”. Alguien a quien conocí en el Madrid del postrer dos mil dieciocho, en la supuesta antesala del viaje del fin del mundo que no fue tal pero lo suficientemente movido para transformar mi vida. Con el librero se van sus secretos, los libros escondidos, las joyas que brillan en exclusiva para él, a puertas cerradas, a luz de lámpara de escritorio. Más lo no dicho que lo narrado. Ahí queda, irrecuperable, hundiéndose en los grises sargazos de los rincones. Cada volumen habrá perdido identidad y los recogerán en pala, los arrearán quién sabe dónde como borregos en caminos vecinales de Thomas Hardy, entre melancolía y pereza. Hojas sueltas que escondió, marcas únicas, notas para no olvidar en cierta edición de Gaspard de la nuit u otro libro aun más extraño.

 

Me encanta pasear por librerías de viejo. Lo hice con frecuencia en Buenos Aires, la última vez, 1984. Larguísima la lista de lo que conseguí allí, remanentes de una antigua poderosa empresa editora como era la de Argentina. Oí a Carlos Fuentes decir cuánto se había formado en sus publicaciones. Pero vino Perón, el fascismo que aún persiste, y destruyó la escena. Fondeó a los anarquistas en el Río de la Plata y legó a la historia una horda de pedigüeños azuzados por bestias “intelectuales” que lucraron de lo lindo en la barbarie. Escudriñar entre pilas de volúmenes amarilleando, de esos que nadie comprará, menos hoy en que se lee mierda salida de la academia donde suponen han aprendido el oficio de escribir. Una más de las taras hispanoamericanas, región tan creadora de pavos reales y de buitres calvos. Así, Buenos Aires, entre el vicio de Constitución y el apacible Miserere, asados populacheros que marchan de a dos con garzones de librea con ínfulas elegantes y vetustos vagones de metro que quizá anduvo Borges.

 

Voy adquiriendo libros que jamás leeré. Cuando abro los ojos al despertar cada hora están allí, guardianes de la noche que no del inquieto sueño, apoyados uno en otro, J.P. Donleavy con Juan Goytisolo o el solitario Antoine de Saint Exupéry sobrevolando la Patagonia y lagrimeando de amor. “No puedo dejar de asombrarme del azul de la noche”, dice.

 

Miguel me presentó al librero y fuimos a almorzar ni sé qué, algún bicho marino, junto a Pablo Cerezal. Con Sánchez-Ostiz ya nos habíamos apoyado bastante del lado del vermú. Luego vino más, con Miguel acostado y con manta debajo de sus tótems africanos. No tuve ocasión de entrar a la librería, al parecer muy antigua. El librero se cansó de nosotros y se retiró. Por ahí seguía viviendo don Cervantes, lo vimos en el Callejón del Gato con las dos manos totalmente hábiles para espada y verbo. Lindo lugar, he olvidado el barrio pero no importa. Al día siguiente preparé un fricasé, vino el museo Reina Sofía con dadaístas rusos y en unas horas descendiendo en Fiumicino, icono del terrorismo setentero y un alto placentero en mi viaje de Odiseo. En algún lugar hilaban por mí y creo que no tenía que matar a nadie. Una, dos veces por encima del mar Negro pero esa es otra historia.

 

¿Me considero librero yo? Me gustaría; seguir el derrotero de los placeres, las diferentes etapas que enfrenta un lector. Porque lector tienes que ser en un negocio que boquea como pescado sacado del agua, que en realidad ya ni te interese vender, si tienes una aunque escasa jubilación. Concentrarse en la búsqueda, también el descubrimiento, porque los libros son insectos escurridizos, suelen subirse al cielorraso y acechar como el Samsa, patas arriba y baboso.

 

En este momento, por ejemplo, pienso con nostalgia vallejiana dónde estará mi ejemplar de Caballería roja, o el Nosotros de Zamiatin. Porque la casa hace de librería, de todos modos clientes no hay. Lástima no tener espacio para callejones y pasadizos, conformarse con la modestia si poco más no se puede hacer. Entra en juego la imaginación y hasta narraciones se hallan en este juego gramático cabalístico.

 

El librero ha muerto, viva el librero. Pero se van acabando, nosotros incluidos, sin ni siquiera el estrado preferencial que tuvo Luis XVI haciendo famosa su testa colorada para la historia. Hijos del anonimato, albaceas  del silencio, anotando con letra fina jeroglíficos en los bordes que de inmediato olvidaremos, inventando secretos infalibles que ni volveremos a encontrar. Stendhal escondido detrás de Roa Bastos, Brendan Behan desaparecido para siempre. Lo leen las sirenas del agua verde del Rin. Sobre Gales crece una niebla espesa como Irlanda, moja las hojas caducas y me enferma, de acuerdo al doctor, con tristeza de olmo. He de morir de mal vegetal y lo último que escucharé no será la voz amada sino al urogallo. Parecidos a golpecitos de la muerte el día que te viene a buscar.

 

Me intrigó aquella librería ya ajena en el tiempo y cercenada de oficio. Me hubiese escondido del mismísimo librero hasta el otro día, permitiéndole creer que me había devorado un libro del tamaño de Leviatán, ya fuera Hugo o Grossman, tal vez Plutarco. Miraba esta mañana un filme italiano sobre Miguel Strogoff. No pude terminarlo porque urgían salteñas superpicantes. Creo que no intentaré recuperarlo en la pantalla. A veces se deben desproteger cosas a medio morir. Dentro de una biblioteca existen nichos que suelen cerrarse. Recuerdo en la de mi padre los inmensos libracos de Upton Sinclair en monástico abandono. La pupila acaricia el lomo pero las yemas de los dedos no. Hay de aquellos traspapelados, inútil buscarlos, y otros que preservan su presencia de mustios alfiles de fichas negras. Sin tragedia. El librero trashuma sendas cuyo fin nunca sabremos, está distraído con una lectura de borrosa cubierta, obras protegidas por eclipses, figuras de duendes en terracota esparcidos por aquí y por allá, ni te asomes si no deseas sucumbir al hechizo.

 

En los sótanos de la lóbrega catedral de la Iliff School of Theology, Universidad de Denver, estaba la biblioteca. Joyas bibliográficas, Lutero en su primera impresión, Descartes con dedicatoria a la reina Cristina de Suecia… A medianoche se movían de manera automática líneas enteras de estantes que aterrorizaban a los limpiadores mexicanos. Mundo que se trasladaba sin lógica, activando un ejercicio permanente de bisagras y aceites. La primera impresión era de terror. Igual a la del ángel de mármol en la capilla en penumbras del segundo piso. María, una valiente inmigrante de Chihuahua, decía: “don Claudio, no voy  a regresar, en los pisos de arriba hay gente que se mueve entre los maderos. Se detienen y me observan, tengo miedo. Subí y los encontré, hieráticas momias de lento paso. Cinco pisos descendían hasta las colecciones. Entre medianoche y las dos ejercían su imperio. Luego desaparecían, se sentía el alivio de las páginas, los escritos volvían a su lugar, un aroma de chile rojo salía de los paquetes de cena de los trabajadores. Para sobrevivir y dar de comer a los hijos a veces hasta lidiamos con espectros; las calaveras nos persiguieron hasta aquí, chingada madre.

 

Costumbre de mirar tu foto antes de ponerme a escribir. Lees a Goncharov en tu gown oscuro. Cierta vez, en medio de la matanza de aves, encontré en la granja de Sarco, en una pila de desechos de construcción, media docena de libros españoles de fines del siglo XVIII, tapas de cuero dobladas por la lluvia. Rescaté al menos tres más adelante y tal vez están en algún resquicio de lo poco que queda de casa en Cochabamba. Dejé el cuchillo matarife al lado, limpié la sangre de mis manos en los jeans, y seleccioné entre adobes rotos las obras. Julio y yo estábamos encargados de asesinar mil pollos listos para la venta. Las peladoras hacían hervir turriles con agua para desventrarlos y desplumarlos con maestría, sentadas en el piso. Luego de meter al animal en el agua hirviendo, heridos ellos por nosotros en el costado del cuello o dentro del pico con punzón, los pelaban con un par de manotazos bien dados al cuerpo. Otra remojada y a los bañadores para que la gente los alistara para la venta. Quedaban frescos, limpios; nosotros agotados e inmundos. Al principio, cuando empezamos a trabajar de mozos de granja, Julio se cubría los ojos ante la crueldad, después accedió a fría eficiencia nazi. Teníamos que ganar dinero, algo había que invitar a nuestras dadivosas muchachas. Y el pollo al horno no faltaba, picante de pollo, caldo de pollo, arroz con pollo, mamá, he traído esto… Remanentes, esos libros, de alguna casa de hacienda, de varias cuyas ruinas había por allí en ese fértil valle tan verde como el de Richard Llewellyn. Paso muchas veces enfrente de la iglesia de Sarco y sigue siendo un precioso lugar aunque las zarpas de la modernidad mestiza vayan consumiendo sus patios de a poco.

 

Cierro tu fotografía. Me despido de ti por hoy. Desviste tu hermoso vestido, termina con Goncharov, que tu esposo sale machete en mano a degollar colectivos de impecables aves de blanca pluma. No solo las mata, se las come, tiene predilección por los muslos bañados de ají.

 

¿Mataría nuestro librero? Quién sabe de lo que uno de ellos es capaz. Elucubra en un rincón, complota con Mefisto, oculta el sexy retrato de un amor que no declaró. Insondables límites humanos, dentro de cada uno habita Caín. Abel ha muerto en mí, me he convertido en mastín de defensa, perro de caza, de frente de batalla, de los que llegaban a generales en las guerras de conquista. En las crónicas de Indias se encuentran muchos, con nombre propio ganado en dudosos méritos. Me falta leer, si lo han escrito, el papel de los perros en Nueva España y en Nombre de Dios. Ladridos de sangre presagiaban la llegada de los ejércitos de Bartolomé Welser, el Viejo, en la Guajira.

 

Saco un libro de mi biblioteca al azar: Alejandro Dumas, El caballero de Harmental. Leía a este autor en mis veintes, justo antes de que el sexo me tornara analfabeto. “(…) abrióse la puerta del gran salón y pudo verse en un estrado cubierto de satén carmesí con aplicaciones de abejas de plata, y en un trono que se elevaba sobre tres gradas, a la bella hada Ludovisa (…)”. Maravilloso, sin palabras. Si escribiese así sería Dumas, por supuesto, y las bellas de Francia bailarían desnudas alrededor con máscaras de Ensor. La princesa rusa del cementerio de Montparnasse bajaría de su torre de roca vestida de cofia.

 

Ahora se navega de manera virtual. Mentiría si dijese haber sido marino. Me hubiera gustado en honor de Melville pero aparte de un viajecito en aguas del Titicaca o una canoa larga en la inundación del Mamoré no hice mucho. A decir verdad poco me gusta el mar. Belleza para observar, sentarse a escuchar, ver los inmensos pelícanos rascarse en los postes del puerto, un pulpito intentando eludir la olla en la explanada de Vigo, rayas con caras humanas en el puerto del Callao. Me acojo al mar en las sosegadas páginas de la literatura de viajes, en La Condamine y el capitán Cook. Me interesa adentrarme en los guerreros tlaxcaltecas combatiendo a los nativos, por España, en la conquista de Filipinas cruzando el océano. La majestuosidad del Mekong, los tiburones que casi me devoran en Rehoboth, Delaware. Remojar los pies como matrona jubilada y verte en short y blusa claros, removiendo el cabello de tu hermoso rostro. Me he sentado con vino y cerveza a orillas del mar Negro, del río Duero. Quiero ver el Congo y el Amur sin humedecerme exagerado, lo justo para la memoria, no lo demasiado que soy hombre de desierto. Daniela rema veloz las aguas del Balaton.

 

“Eu vi a Morte, a moça Caetana, com o Manto negro, rubro e amarelo”, escribe Ariano Suassuna. Dama Irina, nunca podré llamarte dama muerte así te pasees por bosques incendiados. Prefiero cubrirte de telas coloridas como en los poemas de Else Lasker-Schüler, hacerte ninfa de mil noches. Librero de mis tantas soledades, hojeo, recuerdo, releyendo aprendo, hago paráfrasis de oscuros textos. Te invito a sentarnos en los sillones brunos a leer. Sugiero, me pierdo en el pasadizo del conocimiento y saco un libro para ti, pequeño como el Werther pero mejor. Con manos vacías prefiero leerte las líneas de la frente, las volutas que las elegías crean en tu superficie. Dicen que a las siete cae la oscuridad pero observo por la ventana un sol montado sobre la luna, naranja intenso, fruta de Valencia, frutales del norte argentino. Dudo que la noche se anime, se pone cobarde ante el embate flamígero. Pues, ha muerto el librero, falleció el barquero, el maromero. En un viejo folk norteamericano, la aguda voz relataba que el muerto en un duelo había pedido que un coro de muchachas vírgenes cantase en su entierro. Los libros no cantan, pero ¿qué era aquel sonido que acompañaba el movimiento automático de los estantes en la Escuela de Teología? No era Desiderio Erasmo, ni las tribus nativas cuyos despojos se prestan en los museos. Quiero creer en voces de ángeles, en suites de personajes y autores reunidos para cada fin de día. Ha muerto el librero. Lo vela Neruda con voz gangosa. Otro cuarto vacío de Madrid, un vermouth menos. La cuenta es larga y no se acorta, eslabones de humo que somos, vanos e insofisticados.

 

Explicaba Franz Boas que la danza del sol de los indios del norte era básicamente la misma para todas las tribus de los llanos. Lo mismo la nuestra, con detalles tendenciosos y a veces atractivos, personalizados. Pero girando conjuntos alrededor del gran tambor, en trance ya fuera del miedo, carne del montón, creadora en paradoja de libros singulares. El librero cierra un volumen de Pavese y termina allí. Su pena dura un instante, un hálito. Luego el vacío. Coleccionista de opúsculos, de poco sirvió.

 

Encontré el manuscrito original de mis Virginianos. Año 89, Alexandria, en las escalinatas de un departamento en donde me prestan un asqueroso colchón para dormir.

 

Escribo encima del cuerpo de una muchacha de papel; monstruos del Museo Fowler en derredor. Calo anteojos oscuros para evitar la penumbra y manejo en reversa hasta el acantilado por donde caigo con la esperanza viva de que me pondré a volar.

23/10/2024


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Publicado en la REvista 88 Grados, 24/11/2024

Friday, November 22, 2024

De la melancolía alemana


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Bettina Wegner suena en la casetera. Kinder:

Sind so kleine Hände
winzge Finger dran.
Darf man nie drauf schlagen
die zerbrechen dann.

 

Atisbo entre las cortinas. Estás en la lavandería de basto concreto, calzones de flores, largas piernas blancas, juncos, zancos, bambúes fosforescentes. Faltaría poco para ser feliz. Algo de Bertolt Brecht, Bach en domingo, divagaciones acerca de Rosa Luxemburgo, de la paz de Weimar. Jorge Zabala sugiere que eres polaca, tal vez de Pomerania, donde las fronteras históricas son tan tenues. O Silesia. El Oder corre de abajo hacia arriba. Otro río transversal. Cruzando el Vístula, alejado de los adustos edificios de Sttetin (Szczecin) y de Posen (Poznań) se asientan las tierras de las casas coloridas, el ensueño que impactó a Pedro I de Rusia, llamado el Grande, territorio de Immanuel Kant y sus complicados artilugios en los bolsillos de la levita.

 

Sind so kleine Füße
mit so kleinen Zehn.
Darf man nie drauf treten
könn sie sonst nicht gehn.

 

Alquilas un departamento en la parte de atrás de la casa del asesinado, uno de los victimizados en la calle Harrington. En el toque de queda los soldados arrestan a toda una boda que intentaba eludir la medida, desconociendo el golpe de estado. A encerrarlos en el estadio, la banda tocando, pistola en nuca, durante el resto de la noche la misma canción que interpretaban cuando llegaron los milicos. Creo que era Casita de pobre, pero no estoy seguro. No está mi hermana Picha para preguntarle. Tomó un bus con destino incierto y no dejó registrado su nombre en ningún lado. Una y otra vez: “casita de pobre, ahí disculparán, aquí solo reina la felicidad”.

 

Te amaba y el sacrificado ululaba como lechuza desde el cercano molle. Abría la puerta para espantarlo pero los muertos son reacios y uh uh retornaba hasta que el amor literalmente se evaporaba.

 

En realidad vienes de Singen, al sur, mítica ciudad pequeña que al final desdeñé. Me hundí en un bar argelino y permití que los vagones con destino a Estrasburgo partieran. Te amaba por las noches y el occiso, sin ánimo insultativo, gritaba portentoso. Recurrimos a la música, preferías Zamfir. Yo siempre amé a Theodorakis.

 

Sind so kleine Ohren
scharf, und ihr erlaubt.
Darf man nie zerbrüllen
werden davon taub.

 

Qué hermoso cassette amarillo de Bettina Wegner. Tal vez lo imagino, pero se me hace que había una antigua canción prusiana del tiempo de von Blücher y las guerras napoleónicas. Lecturas infantiles de Erckmann-Chatrian, que eran dos autores: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian, ambos posteriores a Napoleón y que juntos escribieron aquel maravilloso diario de las aventuras de un soldado del emperador. Todavía me debo, hasta que lo encuentre, Los cien días, de Joseph Roth, que murió en París, mísero y abandonado, con su esposa recluida en un manicomio mientras orondos nazis desfilaban por el Arco del Triunfo. Que la historia da vueltas, las da, trompo desquiciado de astroso cordel.

 

Sind so kleine Münder
sprechen alles aus.
Darf man nie verbieten
kommt sonst nichts mehr raus.

 

Ahora viajo a Villazón, en dos meses nos encontraremos en Radolfzell. Quiero ver los cuadros de Erich Heckel. Abandonaba tus juncos de neón por fantasías locas. Ellas, tus piernas, no eran propiamente la caña pensante de Pascal sino carne, hueso y sangre que temblaba con espasmos neumónicos. Mirando la sal infinita de Uyuni, que entonces era el fin del mundo, se me antojó que extrañaba la palidez de tus muslos. Entonces frené el tren de emergencia con ánimo de regresar. La callada multitud que creí dormida de pronto despertó y poco faltó para que encendieran teas e hicieran un desfile de seis de agosto con mi cuerpo. Cuando el oficial del ferrocarril solucionó el asunto retornaron a su modorra pero yo sabía que no dormían, vigilaban, cóndores que contemplan desde El Alto la urbe debajo, parafraseando a Christopher Isherwood, y afilan picos como hoces caníbales, no solo segadoras. Cerré los ojos. Pasaron Atocha y Estación Balcarce, tarde para volver atrás. No diré que nunca más te vi; lo hice, pero la pátina de las horas habíase opacado e incluso al amarte aquello sonaba como bronces viejos entrechocados, la fragua de Vulcano dañada por el diluvio.

 

Sind so klare Augen
die noch alles sehn.
Darf man nie verbinden
könn sie nichts verstehn.

 

Pues… ahí estamos tú y yo. Narración bebida a medias. Idealicé Lucerna y su torrecita al atardecer. Te hablé extenso del filme Karl May de Hans-Jürgen Syberberg (1974), a raíz de lo que los alemanes pensaban de su historia. Este director hizo una monumental trilogía fílmica de profunda gran calidad. La del escritor resultó ser la segunda parte; la primera comenzaba con el retrato del rey loco, Ludwig II de Baviera (1972); el epílogo se centraba en Hitler (1977). Te interesó entonces pero supongo que lo olvidaste, no vives de mitos como yo, eres mujer y por tanto real. En los oscureceres, después de la guerra, conversábamos de tantas cosas, Heinrich Böll y Ulrike Meinhof. Theodor Fontane a quien no habías leído, su Effi Briest, de entre las mujeres que incluyen a Anna Karenina y a Emma Bovary.

 

Fassbinder.

 

Alfred Döblin.

 

Remarque.

 

Ute Lemper. Lotte Lenya.

 

El molle al exterior de tu ventana no solo acurruca almas en pena sino ancianos aromas cargados de memorias. Continúas lavando ropa, calzón floreado, blusa verde ya húmeda. Dos largas eles de mi diccionario predilecto descienden de tus caderas, pies con uñas despintadas. Me acostumbré a Ucrania y los colores que depositan sobre sí las muchachas.

 

Sind so kleine Seelen
offen und ganz frei.
Darf man niemals quälen
gehn kaputt dabei.

 

Se va terminando la canción. Aquel cassette está desaparecido, una víctima más de la dictadura de las horas. Si pudiera cambiar el reloj no creo que lo haría. Es bueno recordar mas no vivir de espectros. Hueles todavía a molle, pepitas rojas cayendo sobre tus pezones rosa.

 

Ist son kleines Rückrat
sieht man fast noch nicht.
Darf man niemals beugen
weil es sonst zerbricht.

 

Hago tiempo hasta que llegue la noche. Recién entonces asomaré mi rostro a la ventana. Observaré las pocas estrellas que quedan, no pediré deseos que si los tengo los tomo. Alemania. De Hölderlin pero también de los guardias del campo de prisioneros en Smolensko, mirando impasibles cómo los rusos amontonados devoraban los cadáveres de sus compañeros. Lo cuenta Curzio Malaparte. Germania.

 

Grade, klare Menschen
wärn ein schönes Ziel.
Leute ohne Rückrat
hab'n wir schon zuviel.

 

Pondré fin al texto ahora. Me has prohibido anotar tu nombre y no lo anoto. No porque me lo prohíbas sino por el absurdo tuyo de obedecer órdenes de un vejete que te tiene de niñera. Vida que suele ser alegre y que en un tristrás toma cariz de mascarada.

21/11/2024

 

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Imagen: Albert Birkle, 1922

Wednesday, November 20, 2024

El jardín de las especias


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Joy Division, 1977-1980. Ha pasado tanto tiempo desde mi llegada a Estados Unidos en enero de 1989. Terrible invierno en Virginia y la capital. Se acercaba un tornado, una larguísima línea que subía hasta el cielo, muy visible desde los mercados de Gallaudet. Pero no se movía. Resultó ser un efecto de luz. Los trabajadores negros y yo, el único latino, volvimos a agarrar nuestros carritos de mano y a cargar camiones de nuevo. Sí, hubo tornado, pero no aquel; decepcionó mis expectativas de nuevo inmigrante. Llegó el día, la jornada era de once de la noche a diez de la mañana. Tomé el metro en Union Station, luego de caminar por cuarenta y cinco minutos y viajé hacia Arlington, a la estación de Virginia Square, deshecho, babeante, hambriento. Cómo amé el colchón que me habían regalado, cama sin sábanas, almohada sin funda, pero nada comparable. Lo había decidido, salir de la inercia alcohólica cochabambina y hacerme hombre. Brutalidad de cincel y martillo, golpe a golpe, así fueren los golpes tan fuertes de la vida que cantaba el poeta. Martillazos que tallan el diamante, según lo veía yo. Así lo recuerdo, bebiendo ahora refresco de ciruela roja igual al que preparaban madre y abuela. Del Luribay, afirman, dulces. Las canciones de Ian Curtis lo traen de regreso.

 

Daniel Mocher me envía Guignol's Band, de Louis-Ferdinand Céline. Le cuento que lo tuve, comprado en Buenos Aires en 1984, mientras aguardábamos un supuesto barco hacia Marsella que nunca vino. Plaza Constitución, jugoso sexo de holandesa en la memoria mientras los garzones gritaban: “marchen dos milanesas napolitanas”. Roxana que a mis veinte y cuatro años me dice que escribo como Céline, ametralladora, lujo de piropo que no reflejaba la realidad pero que hizo alegre ese año. Vivo en el mismo lugar en donde se pronunciaron esas palabras, solo que arriba, en el viento, y entonces era de alfombra roja y cortinas de gasa agitadas por la brisa. Todavía había sauces llorones en el lote de enfrente, postes podridos en cuyos agujeros vivían ruidosos moscardones de cabeza gualda ébano. La tarde detenida en unas clases de inglés; quizá se habló de Thoreau. O de John Kennedy Toole, de Nueva Orléans, ciudad que tiene los árboles de sus calles formando bóvedas. Suenan tuba y trombón. Un cantante caribe deleita el R &B. Collares arrojados desde balcones. Pezones como balcones; como balcones, pezones. Y yo que muero de sed en mi oscuro lecho del parque Audubon, cerca de la universidad de Tulane. Sí, Daniel, lo tuve y lo leí. Siguen los disparos resonando en mi cerebro, escapan por mis ojos, derriban soldados rusos en Kursk, coreanos que gesticulan y mueren chillando, sin decoro ni designio.

 

Metropolitano a Virginia Square, a veces hasta Ballston donde trabajo haciendo sándwiches de atún, blueberry muffins, pan francés. Corto delgadas carnes frías que no encuentro aquí. Preparar un reuben caliente en pan rye judío tostado, corned beef, chucrut, queso suizo derretido cubriéndolo y thousand island sauce para darle toque neoyorquino. Plaza de comidas, intercambiando platos con otros inmigrantes que trabajan allí. Diversidad. Los viernes por la noche viene una banda de peruanos vendiendo ropa. Rateros. Son varios y ofrecen piezas extraídas de las tiendas a muy buen precio. Nadie sabe nada, nadie dice nada.

 

Parsley, sage, rosemary and thyme, letra de la bellísima Scarborough Fair, de Simon & Garfunkel. Mis aderezos de hoy para el almuerzo familiar fueron pimienta negra, paprika, urucú, orégano a falta de mejorana o perejil. Me contuve por pedidos expresos de los comensales, que esto sí y aquello no. Privé al tallarín de ajo y de algún pimiento fuerte que equilibrara lo amargo del tomate y lo dulce de la zanahoria. Tenían razón los músicos al poner las especias como notas musicales. El graduado, 1967, clímax del erotismo. Tanto dicho y tan poco mostrado. Hermosa Anne Bancroft, innegable y perpetuo encanto de las mujeres maduras. “She was once a true love of mine”… La feria de Scarborough, Señora Robinson, como para pensar que el pretérito ha muerto, obviado el pluscuamperfecto en época de gerundios.

 

El tornado tocó el techo del garaje de Aurora y lo destrozó. Muero por ver los gigantescos, los de cinco kilómetros de ancho. Espectáculo del fin del mundo, único, magistral y majestuoso, perfecto, sonoro, cantarino. Inolvidable magia del inicio del Mago de Oz.

 

Chorrito de aceite de oliva, algo de sal y la pasta al agua hirviendo. No voy a tirar un fideo para ver si queda pegado en mis paredes de mausoleo. Confío en mi vista más que en el reloj; nunca me he acostumbrado ni a horas ni recetas. El día que falle, sabré que un hito ha sido sobrepasado, definitivo. Pesa el calor, plancha de metal con agujeros de vapor. El cielo va presionando, acurrucando el lomo contra el piso. Al menos los mosaicos están frescos. No puedo dejar de pensar que entre tantas cosas también fabriqué mosaicos, con mármol picado sobre un especial preparado, o a veces trozos de piedra aguayo que traían de los altos de Tupiza, puro color de antiguo misterio, de los montes ensangrentados durante los últimos días de la colonia española, desde Salta a Potosí.

 

Rocas color de sangre, sabor de caramelo.

 

Té con una tía nonagenaria. Y Los demonios, de Dostoievski.

 

He percibido olor de puerro fresco en tus axilas.

 

Apenas queda cuarto de copa de vino en la botella. Parecerías tú, que mezquina escanciabas tus postrimeros labios tintos. Beberte hasta la última gota, cursilería de tonto amante. ¿Qué hacer cuando la imbecilidad es última defensa? Sea, vete, márchate, despedida de marino a un mar bravío. Hago girar el índice para batir el jugo de ciruelos, ocio infantil de quien ve morir al sol y luego de seis décadas no sabe el por qué. Siempre la ruleta rusa de dormir, la bala invisible que danza macabra. Falso romance derrotado. Por ti he de morir. Miento, si ya estoy muerto, de yeso tallada la lápida y el responso escrito a lápiz. “Y volvió a gemir a viva voz, apiadándose de sí mismo”, anota la más grande de las Brontë, Emily Jane.

 

El almuerzo terminó. De fondo puse a los Hermanos Simón, vieja música de Santiago del Estero para recordar a los ancestros. Lo alegré luego con Dire Straits. Retrotraje con ellos el tiempo con el que inicié este texto, mi arribo a los Estados Unidos de Norteamérica y los falsos torbellinos. Comencé a prepararme gruesos asados con sal de mar. Ya no era el cuscús en lata de París. Leía a Kafka como antes lo hiciera con Panizza, Joni Mitchell reemplazó a Brassens. Hablo de intervalos no de totales. Luminoso Shenandoah que opacas las calaveras de Amiens. El tren ya no me lleva a Arras sino a Baltimore, de Robespierre a Poe…

19/11/2024 

Sunday, November 17, 2024

La ruta del tren a Oruro mientras leo Kaputt


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Concedo un descanso al ocio. Leo Kaputt, de Curzio Malaparte, la belleza de un libro extraordinario. Comenzado en una aldea de Ucrania y finalizado en la elegante y delicada Suecia. Pienso.

 

El pedregoso río de Arque se llevaba a menudo consigo las vías del tren. Con ellas árboles, ovejas, vacas, pastores. Venía sin ruido la avenida, a diferencia de la mazamorra que suena a garganta enferma de resfrío. Tarde ya cuando el agua de cinco metros alcanzaba. Los oficios santos debían hacerse después, al encontrar los cuerpos infaustos. Pero los eucaliptos susurran impasibles, ajenos al plañidero grito de las madres. No despintan sus colores que iban desde el verde ceniza al verde petróleo. Lo mismo con los molles. En la subida hacia Oruro, en lugares como Orcoma y Aguascalientes, que también sufrían entonces el embate del agua, las plantas de tumbos daban frutos amarillos, colgando como pepitas de oro.

 

No estaban aquí los plácidos canales de Estocolmo, país sin guerra por doscientos años, sino gredas de distintos tonos, sutiles aromas de cedrón, tierra y lodo antes de que atenazara la sequía y convirtiese el río Arque y el resto de los otros en abandonadas rutas de grueso cascajo. Corrían negrillos por los cielos, y tarajchis, chiwalos, kosñis o algún coquero. Jilgueros machos cabeza negra se enfrascaban en las semillas de esa planta desconocida de preciosas flores. Había una enfrente de la ventana de nuestro cuarto infantil. E iguales jilgueros, mukusuas hembras marrones y machos dorados.

 

Los ahijados de Villa Rivero llegaban con ofrendas de arrope y quesillo. Mi padre aconsejaba a uno de ellos, el más viejo: “mucho ojo, Jeremías”. Y Jeremías era tuerto.

 

El nostálgico fantasma de Ucrania pasea por mi piso. Me obliga a poner la canción que dice así: “When I find myself in times of trouble, Mother Mary comes to me”. Las gradas que descienden al cuarto piso permanecen oscuras. Silencio de fin de semana. Las familias oran y copulan. Busco la luna colgando a manera de pendiente y no la encuentro. En la terraza del octavo, con ojo telescopio, tampoco. A dos cuadras, en la calle X, una juvenil poeta recita con vehemencia tal que asusta a la noche y la convierte en tormenta. A cada relámpago brilla la cordillera. Sombras atraviesan el aire convulsionado y diría que son murciélagos, nosferatus de Allan Poe o de Charles Nodier. Brucolacos.

 

Sorbo el chop. No se iguala a aquellos que servían en el bar Comercio o en el Anexo América, pero valga por hoy, al menos carece del excesivo gas que ha hecho que abandone la cerveza por tragos cortos pero no menores. Muchachas muy jóvenes con cuerpos esplendorosos juegan triquiñuelas ante el oprobio de la vejez y la lascivia. Una es tan linda que atrae mi atención. No me fijo en sus jeans que ajustan caderas de diosa sino en su sonrisa. Al parecer cuenta con todos los dientes. Lo digo con visión caníbal y de joyero de collares. Todos, impresionante. Si pienso que en la caverna primigenia, bajo el pesado hedor de las pieles, las mujeres hacían de refugios desdentados. Los cazadores arrastran un rinoceronte peludo para el festejo de órganos palpitantes y sangrientos, lujuria de la creación.

 

Gracias a los textiles conocí en detalle tierras que había caminado en mi juventud. Hablando de la estación de Orcoma, en donde se ofrecía comida caliente y condimentada a los pasajeros del ferrobús, bajando hacia el sur, cruzando Kara Kara y Sicaya, encontré tejidos en Arampampa y más aún en Apillapampa. Entrando a la región de Bolívar, límite interdepartamental, los colores de la lana se hacían más vivos. Sobre el pueblo de Arque, montañoso, arboledas de eucalipto, se mecían nimbos acuarelados de gris. Hablo con el tiempo detrás mío. No puedo confirmar que las cosas siguieran así ni que las polillas no devorasen las telas de Japo. Poco lo que guardamos entre manos: una rueca, tus dedos, lana delgada llamada kaito, lista para telares mayores de ritual perpetuo. Como el río, las horas habrán cargado con todo. En los costados de las vías del tren muerto, fallecen pueblos de viejos. Recuerdan una canción de Serrat. Pueblo joven ido con ancianos villorrios. Los ahijados preparan arrope al otro lado del espejo.

 

Mi padre me saluda buenos días por la mañana a tiempo de peinarme. ¿Cómo es que estás allí?, le pregunto. Como tú estás, responde. Chilchan las lluvias de noviembre por la ventana, como gotas de hisopo de cura.

 

Let It Be. En cierta terraza de Londres, o de Liverpool, los músicos arrojan sus instrumentos hacia la calle. Luego saltan ellos y se produce un gran silencio. El torrente llega sin anunciarse y se ceba en niños y corderos. Como si no pasara nada, ni un grito, ni cuerda de piano roto, ni seis meses que han pasado sin yo verte.

 

La estación de Bombeo era un oasis de paz. Agua en abundancia, diversos árboles de sombra. Tan distinta a la desolación de Crucero de Belén, de su iglesia olvidada de Dios que tanto me recordaba la de Lequepalca, en donde trabajé de administrador de parte de la carretera Oruro-Confital. Sentado en Patacamaya, en la encrucijada que se dirige a Turco y Tambo Quemado, apenas probando el café para no quemarme los labios. A medianoche un camión, una flota, me devolvían al pueblo de Lequepalca. Lo hacía para combatir el tedio pero también para sentir el hálito de indio rebelde que siempre ha pesado en mí, aires que corren por el altiplano encima de los campos de Aroma. Mis compañeros de trabajo duermen juntos en un galpón al lado del espacio que funge de plaza. No me quito los pantalones ya que el frío espeluzna. Espectros recogegrasa deambulan por los patios. Último estertor de un borracho. Despertamos con escarcha y con humo helado saliendo de las narices. Pronto el api hirviente calentará el pecho. Inflados buñuelos de queso, azúcar impalpable.

 

Llega el fin de semana y parto en el primer vehículo disponible hacia la ciudad, a ver a mi esposa y a mi hija Emily de menos de un año. Claros sus ojos, amanecer de esmeralda jaspeada de azul. El cabello rojo de Jenny no se ha hecho todavía crepúsculo, guarda el espíritu de una caballería que pintara Kazimir Malevich. Estepa, estepa roja. Si todavía me amas, dímelo. Amo tu imperecedero carmesí, lo traigo conmigo desde épocas de Takoma Park. La riada viene silente. Como el destino.

16/11/2024


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Fotografía: Carlos López 

Tuesday, November 12, 2024

El Quitapenas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Cómo se inaugura un lunes en Cochabamba? Con fiesta. ¿Cómo termina el domingo? Igual. Viene mi cuñado y nos invita a comer escabeche de pollo en el Quitapenas. Hay música en vivo los lunes, asegura. Media docena de artistas locales interpretan canciones de Queen en un inglés no ortodoxo pero con ritmo. Alternan Michael Jackson con chojcheras cumbias que hacían mis delicias de joven; nada como tarde chichera. Un cartel reza que la chicha viene de Cliza, vaya a saberse, Cliza tuvo la fama, pero no la pruebo. Hay garapiña y creo guarapo. I Want to Break Free, ahora, los borrachos se besan, pasan la tutuma de boca en boca, saliva, baba, jóvenes muchachas de mochila al hombro van ocupando sillas. Varios guardias de seguridad vestidos de negro auguran que esto tendrá final tormentoso.

 

Extraño, en momentos así, una buena pelea. Sobre todo acompañado de eximios puñeteadores como Julio y Omar. Para todo hay tiempo y no puedo intentar, aunque quisiera, ninguna sesión pugilística ya. Sorbo mi Coca Cola caliente y observo. Freddie Mercury. Inician la obertura de We Are the Champions y se detienen allí, en We Will Rock You. Hubiera sido lindo. Las olas baten la bahía de Robin Hood en el norte de Yorkshire y tú, Francine, te acomodas en mí como abrigo de invierno. Mojadas baldosas de piedra oscura, centenarias. Volapiés en la puerta del Wunder Bar, sillas rotas en espaldas en el Awicho, Hans que cae al canal de la Angostura a la salida del Me da la gana. Combato con una jauría de perros, cinturón en mano, creyéndome Gandalf enfrentando a los orcos, Puskas acumulando defensores alemanes en la gran final del 54.

 

Lechugares entre altos eucaliptos. La avenida América en partes todavía de tierra. Un cementerio baja hacia el río. Ha cambiado mucho, urbe activa que huele a fritura. Cada vez queda menos del bucolismo aquel que la caracterizaba. El esmirriado y retorcido tronco donde te amé es hoy añoso monumento. Converso con el taxista acerca de épocas cuando los borrachos iban a tomar caldo de verga de toro al lado del matadero. O te sana o te derriba, dice y decían. En el matadero, mujeres con vasos de plástico y metal recolectaban sangre caliente para beberla al pie del bovino asesinado. En la ruta de la Serpiente Negra los autos se detienen en medio para tomarse un trago de leche de burra, alta temperatura y espuma. Recuerda la ambrosía que servían en Itocta, detrás del aeropuerto, pasada La Maica. Los pueblos pobres recurren a artificios para alimentarse. Algo nuevo que me relata el maestro conductor, con bolo verde de coca sudando por las comisuras de sus labios, es el “sabroso” plato que sirve “doña Victoria” en La Chimba, el famoso sullito. Pregunto si son fetos de llama, los que se usan en hechicería popular todavía en las calles de La Pampa y dice que no, que son fetos de vaca asados como brazuelo y acompañados de macarrón (supongo que con huevo batido a la usanza valluna), papa y ensalada de “beteraba”. Enumera los manjares que se deben probar en la mañana en lugares específicos de la Beijing y la Melchor Pérez de Holguín o en los mercados Central y Papa Paulo. Averiguo más acerca del sullito y derivamos al pulpito que a diferencia de lo que se creería un plato gallego es algo así como el ano de la oveja o el recto que llega al ano. Las ya usuales cabezas de cordero con gusanos incluidos en los orificios de las orejas. Regados de llajwa y cerveza o en casos bicervecina negra para seguir la tradición.

 

Chhuqu va chhuqu viene. El chhoqo es el balde pequeño de chicha, en oposición al “balde” grande; lo que ya no veo son “latas”. Tal vez las prohibieron porque cuando te traían una lata llena la mano completa del servidor estaba ahogada en tu bebida, tocase lo que hubiera tocado se lavaba allí. El Forúnculo, conocido mozo de una chichería de la Ladislao Cabrera, andaba siempre acariciándose un gigantesco y purulento grano en la mejilla. La siguiente lata limpiaba el fatídico manantial… Se hacían con recipientes de manteca argentina que contrabandeaban en La Quiaca, de veinte litros.

 

Recuerdo a Víctor Hugo Viscarra desafiándome a una soledada de chicha, lata contra lata. El destino puso barreras, distancias y el combate singular nunca ocurrió. Héctor Priámida contra Diómedes Tidida, no guerra de Troya propiamente pero guerra.

 

Chhoqos van y vienen. Sorbo la hirviente Coca Cola. El escabeche de pollo está desabrido y lo hago a un lado. Me gustaban estas cosas. Bailaba con Ligia. Ella reía, paulista calabresa. Quita penas en serio, entonces solo risa. La tragedia siempre aguarda en penumbras de esquina. Ella en San Francisco, yo en Cochabamba, a pesar de que escurrimos una noche en el Vesuvio Café de North Beach para alimentarnos del aire de los poetas beatniks. Pasamos la noche en un hotel chino y desayunamos en el café Praga. Hubo todavía bastante historia después de eso, aviones vuelan y contravuelan como baldes de chicha. Triste amor de hotel, gris como cuadro de Pascin, plagado de omens como en Balthus.

 

Profusión de plantas alrededor de las mesas, helechos y cartuchos, carteles amenazantes a quien arroje trago en las macetas o el piso. El aduanero Rousseau hubiera estado feliz de pintarnos aquí. Selva urbana. Rosada garapiña con coco rallado, no falta color. Los rostros, muchos ya deformados por el alcohol, me hacen pensar en Grosz. Me pregunto si siento nostalgia y me declaro un tipo frío. Observador y detallista. Que me gustaría saltar a la mesa vecina y romper narices no niego; vicio que me viene de las historias de Jack Johnson. A veces lo cuento en noches de reunión y mis hijas me miran espantadas. Quién creyera que soy ahora burgués de quinto piso escribiendo en calzoncillos. Ni Balzac.

 

Preparo café y pan con dulce de durazno. A las nueve continuaré viendo el filme Los hermanos Karamazov y escenas de guerra esteparia. He venido antes aquí, no para quitarme tristezas, sin embargo. Si no hay música, grupos de jubilados juegan cacho. Sobre un estante, tres casas de horneros que pocos se ven con su estilo de paso de parada. Muy lindas. Ese color del barro seco trae memorias. Recorríamos la ciudad de norte a sur, subíamos a los temidos cerros, noche rendida, ánimos belicosos, Alalay brillaba sur y la refinería de Valle Hermoso lejana. En el matrimonio de Emma, con Ligia, por allí, bebimos entre los dos una guinda caja de paceñas. Los novios caminaban en línea recta un interminable vals de Strauss, costillas a medio comer se disputan los perros. Un taxi nos sacará al amanecer para un día que terminaría hermoso. No nos ofrecieron chicha, éramos padrinos, únicamente cerveza y comida en abundancia. Bailamos, no vals caminado sino cueca y cumbia. Huayño. Ojos brillando, canicas especiales que ponen al embalsamar a los difuntos, o a las muñecas chaposas que se venden a cinco pesos en la Cancha. Así te miraba yo, así sonreías. Veníamos de Denver por un mes y lo bebimos treinta jornadas, danzados y sexuados, parecía que recién nos conocíamos y deseaba saber qué había debajo de tus botones.

 

Un par de horas en la chichería-bar en donde mueren las penas. Las imágenes se acumulan muy coloridas como en Amarcord, incluso sin ser muchachos. Escabeche de ave con cebolla, zanahoria, judías verdes, jugo sospechoso. He trabajado en cocinas y sé lo que se teje a escondidas, no importa si en Washington DC o en la plaza Busch.

 

Sigue Queen y el ofertorio de identidades, formas, obsolescencias y futurismos tecnológicos de esta sociedad me hace recordar mis lecturas sobre el desarrollo desigual y combinado de León Trotski. IPhones, Otto Dix, Gíldaro Antezana y el flotante kaluyo olor a molle, pincel de sauce llorón…

 

Resulta que el nombre del vocalista era Panasonic, igual a las radios a transistores. De los briagos de Huarochirí a Panasonic personificando a Freddie Mercury. Me levanté y me divorcié de la fiesta, anillo no usaba hace mucho.

11/11/2024

 

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Imagen: Martín Chambi, circa 1920-1930 

Sunday, November 10, 2024

Memorables tinieblas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Edimburgo y Brasov. Invierno.

 

Loren, desde Betanzos, Galicia, me alimenta de máscaras de Ourense. El maragato como un minotauro entre el verdor de la tierra. No se disfrazan, se visten, dice un video hablando de la población para las fiestas. Parte del colectivo, entonces, ni demonio ni fantasma. Algo hay de aquellas máscaras entre los guaraníes del sur, y entre los guatemaltecos que combatieron a Pedro de Alvarado; forzada unión de los muertos y remembranzas que con el tiempo se hicieron alegres de la tragedia.

 

Cómo no retornar a Álvaro Cunqueiro y mis inolvidables lecturas en una colección de Tusquets bajo el nombre de Marginales. Incluían a Malcolm Lowry, Michel de Montaigne, Cioran y Borges; Michaux traducido por Borges. Gracias a Cunqueiro leí El Ciprianillo, comprado entre libros usados en la vereda del correo. Sueños extraordinarios viviendo ya en un país extraordinario, plagado de tesoros. Allí mismo, en la esquina de Heroínas y Ayacucho, otrora cubiertas de bellísimas casas coloniales, estalló un inmenso p'uyñu, cántaro con asas, lleno de grandes monedas de plata con la imagen de Carolus III Rex. Tengo una, ni sé cómo, aunque estaba en el centro de Cochabamba aquel día y la gente corría enloquecida que se había descubierto un tapado. Tiempo en que destruían la memoria antigua para construir un “palacio” de comunicaciones convertido hoy en muladar.

 

Cunqueiro… Conversamos con Miguel, en Cochabamba y Madrid… Lo suyo un viaje inaudito, inesperado, caminata entre sombras, de las sombras, en medio de artes, saltimbanquis e ilusiones. Preciosos textos, tantos, que despiertan de nuevo, que había abandonado detrás de gavillas de ropa, de fracasos, entretenidos amores. ¿Para qué quisiera volver a ser joven? Quizá para leer con mayor atención los grandes libros.

 

De Porto en tren a Braga. Platos de chorizos portugueses, papa frita y peri peri. No como natas y por eso no las menciono. Fast food turca en los claros de la villa medieval. Abundancia de motos que reparten comida, empleo subalterno y rara vez bien pagado. Vagón de pasajeros a la religiosa Braga, con mujeres acompañantes bellas momias sin sonrisa. Lluvia y cerveza. Noche de pinga, aguardiente, arrastrándose tatuados brasileños por el piso derrotados por mi experienciada borrachera. María, me has traicionado. No creas que mi hija es una puta. El puto eres tú, cabrón, y meta pinga, vasitos demenciales cargados de nostalgia paulista. Llueve en la brutal São Paulo, diluvia. Me refugio en la rodoviaria. No vayas al baño que te violan. Café en vasos de vidrio y metal.

 

Brasov y Edimburgo. Invierno. La nieve se ha acumulado en los portones de las calles Meade y Marion, Denver se ha detenido. Los dichosos miran televisión en el living con el gato al lado. Los otros perecen en carpas improvisadas y beben moonshine para la esperanza. No aparece el Maragato por allí, algunos rostros de madera y cartón de la carnestolenda gallega semejan kusillos.

 

Va asomándose, va, ella, la penumbra, la sospecho debajo de la puerta en donde brillaba un sol. No hago ruido, apago incluso los tangos de Floreal Ruiz, no sea que me descubran, que niño malo todavía no me he acostado y hojeo obras prohibidas.

 

De Braga a Vigo. Ni cuenta me di que pasaba de un país a otro. Pulpos en zancos empujan el bronce de Jules Verne hacia las profundidades. Que busque allí sus nautilus y haga paz con los sirenos. Nos sentamos a por empanadas argentinas, gallegos que han retornado de la pampa patagona doscientos años después. Bastante mediocre el alimento pero la charla atrae, siempre resulta provechoso escuchar historias de viajantes. Otros se quedaron en Isla Desolación. Allí el mar crece como montañas y ruge a manera de otorongo. El viento no es fenómeno natural sino pesadilla. La reina poeta, Carmen Silva, envió delegados al fin del mundo. La conquista forma parte de la lírica, supongo.

 

De Vigo a Braga a Oporto al Duero al fado al vino. Escribí a una amiga y varada en Estambul nunca llegó. Daniela no quiso dejar por unos días al marido y recordar que teníamos palabras pendientes, textos a redactar y cuerpos sedientos. Hacía frío ya en Rotterdam y era solo octubre. Le sugerí entonces que visitara la biblioteca de historia social para aprender de Élisée Reclus. No puedo hacerle esto, tú sabes, es un hombre bueno… Hacerle qué, vamos. Truena Camarón de la Isla en la casetera. Me persigno en sentido contrario para alejar a los ángeles. Quiero estas horas de pecado.

 

Estoy secando ropa. Colgaré las camisas antes de que se arruguen. Masco un pan chamillo que acompaña mi café. Domingo de cementerio mañana. Flores, siemprevivas que gustaban a mi padre; girasoles a mi hermana; amarilis a mi madre. No lejos hay un esmirriado jacarandá, no de los litoraleños que cubren de morado el pavimento en el Paraná. Mucho más modesto. Extraño el olor de las flores de paraíso, escucho que es difícil encontrar los árboles ya. Algo los ha matado. Asesinos con hachas, la enfermedad.

 

No puedo decir que mis horas carecen de interés. De Belgrado me comentan a Lévi-Strauss; de Chañar Ladeado a Konstantin Paustovsky; allo, ceboliñas de Miño, cenoura e pemento vermelho, ramiña de pirixel, de Betanzos, qué más pedir. Relata André Gide hablando de Oscar Wilde: “Yo era rico, alegre, cubierto de gloria, pero sentía que ser visto junto a él me honraba, aun cuando Verlaine estaba ebrio”. Para entonces el magnífico irlandés llevaba las mangas de su levita “ligeramente deshilachadas”. Leía yo a la pequeña Elisa El ruiseñor, después de haberle enseñado a manejar bicicleta en una plazuela de la calle Papa Paulo…

 

Luz de oscuridad. Perros pelean en la calle o están cachondos, que es igual. Inicié un cuento alguna vez, tal vez lo completé, donde jaurías de perros a orillas del río Rocha secuestraban bebés de las lavanderas. Observando las nubes que en el agua forma el jabón Patria no se daban cuenta hasta ya ser tarde. El festín había terminado. Si ciertas las narraciones que escuché o no vaya uno a saber. Pero en la final Santiváñez, final General Achá, cruzando la avenida, se concentraba nutrido grupo de mujeres para lavar ropa. Memoria difusa del agua. A la vuelta de la esquina paradas gradas subían al burdel de la Juana. Había que decidir entre mortaja y muslo. Creo que siempre elegí bien.

09/11/2024

 

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Imagen: Maragatos (Creación atribuida a J. Arias con IA)

Thursday, November 7, 2024

Noche irina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Miro tu foto en la noche de Trump; recuerdo. Alrededor arden fuegos de distintos matices y cuerpos corren cargados de candela como en cine medieval.

 

He colgado la máscara guro y la punu a ambos lados del televisor. Me falta un capítulo para terminar, por tercera vez, aquella serie rusa sobre Odesa basada en los cuentos de Isaak Emanuílovich. La ancha cara de las mujeres muertas del Gabón lleva un diamante carmesí en frente. Contrasta tanto contigo.

 

He intentado no pensar en lo acontecido ayer. He hablado repetidas veces con las hijas para aliviar su desasosiego. Aprendí en esta larga vida a capear el dolor y trato de animarlas. Siendo jóvenes, es difícil. Duro destruir tus mundos temprano, pero sobre cuántas ruinas nos hemos elevado. Intento distraerme. Agarro el ¿Qué hacer?, de Lenin, y rememoro sus discusiones sobre Bernstein que leí a tiempo de ser aprendiz de sociólogo. Me aburro. Entonces Norah Lange, Cuadernos de infancia, con la cubierta escrita en cursiva por mi madre: Alicia Coqueugniot, 31 de Mayo 1949. En la página 47, una postal del monte Fuji en Yoshida. Techos de una pagoda. Escribe Norah:

“Las velas, ya vencidas, comienzan a inclinarse hacia un lado. El árbol se oscurece con los brazos abiertos y recargados. Sobre las curvas de algodón que circundan su tronco, una lágrima verde, roja, amarilla, nos indica el final de esa noche ruidosa y ya lejana”.

 

Lágrimas de colores, negras sobre la mejilla, casi calcadas a manera en que los sicarios de la mara anotan sus víctimas. Me pinto una, púrpura resplandeciente, con lapicero justo allí donde cierran los ojos. Se despintará con la almohada, en mi permanente agitado sueño. Sobre la mesa de mantel cuadriculado descansa un plato. Migas de pan en superficie, naturaleza muerta y melancólica, restos de un cuadro jamás pintado, ajeno al arte, desechado en su modestia. Esa noche, anoche, ida, ruidosa todavía por la fanfarria de las bestias y yo contemplando tu foto, largos dedos, de esos de pianista, del piano colgado sobre el techo y tú tocándolo de cabeza para engañar los destinos.

 

Silencio. Dime si Pokrovsk ha sido tomada, si despintaron los muros naranjas de la iglesia, si cayeron las cúpulas de tubérculo con estruendo. Sacas tu ametralladora pesada y disparas, a dónde, hacia la nada, a la carreta fulgurante del profeta Elías que a veces trae esperanza y muchas consigo lleva una bolsa de tocuyo sangriento. Dispara, hazlo, alguien tendrá que morir allí donde caigan los cartuchos. Había en una pared de la Moldavanka un ser amorfo con un arma de guerra apuntando sin rumbo. Lo fotografié, representaba el fantasma de la navidad futura, el más duro y cruel en Dickens. El peor hoy.

 

¿Era el mar Negro, mi amor, o el río Vorskla? Cinco centímetros más alta que yo con los pies descalzos. Han fusilado a Benia Krik, 1919, y el tiempo del sacrificio ha retornado. Comentan acerca del agua, el extraño matiz que ha tomado. De pronto voy camino de Tulum y también aparece a ratos el océano esmeralda. Yucatán de embeleso y maldición. Se tiraron los dados y cayeron mal. Si ha de haber una cronología para el desastre no lo sé. Parece indicarse que no, que la vía del tren ha tocado su fin. Una sandía a medias comida en el piso brilla un extraordinario rojo, el sol que muere, la sangre del matadero. Allí matan toros con golpes de combo en la frente y las mujeres recogen en vasos el líquido que revienta del cuerpo. Beben, vampiros de la mañana, la premonición de las horas.

 

“Si una mujer hubiese puesto su mano ligera sobre el comienzo aún delicado de esta ira…”, diría Rilke.

 

Escasas las palabras hoy. La pena las ha consumido de desayuno y almuerzo, lustrosas y violentas se pusieron con el té de la tarde y un largo luto las cubre a las nueve oscurecidas, semejan cuervos de los que gritaban en casa, crua, crua, mientras copos de nieve empequeñecían la vista y nos tenían de ciegos hasta el amanecer.

 

¿Quién anda por la estepa si no eres tú? Me busca el destino con un ramo de flores de manzanilla tal vez, las puedo oler. Miro tu foto en la sombra de Trump. Un reloj de brazos desvalidos ha marcado su curso hasta detenerse. Vuelan cornejas a ras del piso, creí que eran avioncitos de juguete intentando engañarme a mí mismo. Los juegos se acabaron, hay una inercia que sugiere incertidumbre. Me gustaría escribirte un verso y las consonantes se han escondido detrás de mis muñecos libaneses. Estoy cansado, dormir no deseo, quinto vaso de agua que bebo y aún no me ahogo. Olas sugerentes suenan igual a cascabeles, la metralla es, de hecho, un cascabel. Dime, mi amor, en medio de la noche irina, cuando cierres tu libro de horas si recibiste mi carta con una única pregunta.

 

O no.

 

O no la recibiste.

 

Me acuesto aferrado al libro de Norah Lange. He vuelto a ser un niño pero el estruendo de los obuses pugna por envejecerme. No sé si decidirme a correr hacia donde cantan las aves o lustrar mis botas de charol, altas botas  de cosaco, y con afilado sable ponerme a cortar remolachas para el borchst. Cabezas, quiero decir, sopa de jugos humanos hoy que el tiempo de la poesía ha terminado.

 

Antes, te hago otra pregunta. ¿La has leído?

 

O no.

06/11/2024


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Imagen: Kees van Dongen, 1903

Sunday, November 3, 2024

La murmunta (conversaciones con taxistas)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me encanta hablar con peluqueros y taxistas. Peluqueras los últimos años, mexicanas, a pesar de la postura machista que siempre tuve de no permitir mujer hurgando con tijeras mi cabeza. La vida me derrotó y al final no me arrepentí.

 

Taxistas también. Ilya Ehrenburg reclamaba al genial Isaac Babel por haberlo llevado a un bolichón de mala muerte. La vida está aquí, lo interesante, replicaba el odesita. Soy de esa escuela y prefiero conversar con gente que tiene la existencia en la punta de los dedos y no con señoritos graduados en “literatura”.

 

Todos Santos. Me gustaba ver en mis viajes por el campo las flores negras y púrpuras de papel, adornos, algo que iba más allá de la simple congoja, cómo en un par de colores se podía expresar la intensa ligazón con el otro lado, con la memoria. Las “mesas” campestres, llenas de comida y golosinas, dispuestas a ser volteadas por rezadores profesionales que excediesen límites en alabar al fallecido o muertos que tal parafernalia agasajaba. Lo hicimos con amigos, no teníamos ni veinte años, en el camino de tierra de Charamoco, el que iba hacia Buen Retiro. No volteamos la mesa pero nos dieron en bolsas lo suficiente para llegar a destino barriga llena. Un arriero pasaba, solitario, con charango interpretando kaluyos.

 

Peluqueros y taxistas, modestas profesiones, archivos humanos e históricos, incluso sin ser completamente fiables, que enriquecen el sentido de mi vocabulario. Ángel, Angelito, me cortó el cabello desde que tenía tres años hasta al menos mis sesenta. Se inició en la peluquería Berlín que alquilaba un hueco entre los muros de piedra de Santo Domingo, calle Santiváñez. Luego abrió no lejos y de manera individual su propio local en la Junín, a la vuelta del que por un tiempo fue consulado de Dinamarca. Cuánto aprendí con él, no puedo contabilizar. Acerca de sindicatos gráficos, a uno de los cuales yo pertenecía, a cuitas de clientes respingados y mucho más. Bellas desnudas de revistas en las paredes, una anciana fotografía del Wilstermann, revistas en español que le regalaban los alemanes, Manchete brasileño. El hijo o la esposa le traían a mediodía su almuerzo. Sopa, por supuesto, y quizá segundo. En ese entonces la calle Junín bajaba; hoy sube.

 

Shhh, se desliza la navaja afeitadora en el cinto de cuero para afilar que cuelga al lado. Chorritos de alcohol sobre el cuello al terminar la faena para cerrar los poros. Nunca aburridas sesiones, en él se depositaba a diario un sinfín de historias que supe utilizar. Habrá muerto Ángel, la tienda no abre ni hay cartel. Me preguntaba de Estados Unidos y conversábamos de guerras y golpes de estado, de la profusión de malentretenidos en la política nacional. En Denver, Calderón, Susana, mi peluquera de Chihuahua recordaba la angustia del narco, los sufridos cruces de frontera, árboles de la Sierra Madre. Ya abandonó el negocio, su hombre, indocumentado salvadoreño, se hace rico con una empresa propia limpiadora de alfombras. Alquiló el lugar a una compañera que cada vez lloraba añorando a su hija de diez años que le secuestraron y de la que nunca más supo. Venía de Nayarit. Cierta vez me trajo bellísimas artesanías de su región, hechas de cuentas coloridas, porque sabía que las coleccionaba. Me gusta la salsa picante de Nayarit, tono de tierra mojada, de greda. También la cumbia, diferente a la de Monterrey pero con mucho ritmo de los indios huicholes. Todo popular, sin ínfulas de grandeza, con estrecha relación al quehacer común, las amas de casa con los críos y los hombres que se marcharon al norte para proveer a sus familias. Veinte años sin ver a los hijos, teléfono diario mientras en el disco se cocinan carnitas cubiertas de chile serrano.

 

Coronas rosadas de papel sobre las tumbas. No he visto verdes ni amarillas.

 

Tomé un taxi hacia Trojes hace poco. Conversador, el chofer me dijo que se había jubilado y que luego de vivir veinticinco años en Tapacarí se vino a la ciudad. Subimos a Tapacarí desde Arque en la juventud, le comento, y derivamos la charla hacia la pobreza de la región, la hermosura de lo árido que es causa de tragedia. Que yo tengo, o tenía, tejidos de Tapacarí, ponchos sobre todo de gran colorido y arte. No con demasiado diseño a diferencia de sus vecinos de Leque que son fantásticos o de una pieza de museo que valoro, un awayo chico, originario de Challa, en la cumbre.

 

De Challa se puede ir al pueblo, o seguir hasta Independencia en la provincia Ayopaya, rincón olvidado de tradición y riqueza. Subir en temporada seca por el río del mismo nombre, apenas pasado el pueblo de Parotani. Son casi cincuenta años que no voy, le cuento, pero intentaré ir a la próxima fiesta de la virgen de Dolores. Vienen de todo el mundo, dice, cada año, a atragantarse de comida, de nostalgia y de chicha que la suaviza. A veces la empeora…

 

Las tierras fértiles se ubican en el sector aymara, arriba. Las más pobres pertenecen a los quechuas. Común el trilingüismo. Sé, por cierto, que mi abuela Neptalí y sus hermanas Murillo Coscio lo eran, en Sanipaya, Ayopaya. Aymara, quechua y castellano. Mis tías abuelas Angélica y Josefina, apodadas Anki y Uchipa en lengua natural, pasaban de un idioma al otro sin dificultad. Envidia la mía. Tristeza porque no aproveché al notable maestro de quechua que era mi padre, autor de un detallado diccionario trilingüe que incluía el inglés. Joaquín y sus primos rubios, los tres de ojos claros, reían los sábados cuando se reunían a jugar cacho y conversar divertidos en quechua, mi madre y nosotros ajenos a aquel mundo privado.

 

El chofer habló del cabrito asado de Tapacarí y de la murmunta. ¿Qué es eso? Explicó que el “caviar campesino” se recolecta en las qochas (charcos, estanques, lagunas, de las alturas). ¿Huevos entonces? No supo decirlo pero aseguró que no venían de peces. Supuse batracios o reptiles. Indago en la red y encuentro que es un alga muy popular en el Perú, de forma parecida a la uva (llamada cushuro o llulluca), de grandísimas propiedades alimentarias y curativas, además, con mayor proteína que la quinua y más hierro que la lenteja. Variedad de platos, guisos, sopas, ensaladas, en polvo después de secarla, etcétera. Veo al fin en un periódico de Cochabamba, publicación de años, la murmunta de Tapacarí, servida en las ferias gastronómicas de agosto. La montaña provee suplementos necesarios a quien tiene hambre. Tendré que probarla.

 

Llegamos a destino, casa de mi hermana Elena, y agradecí al maestro por una preciosa lección. Me anima a seguir en los recovecos de un país que es mío y que me quieren hacer creer que no. Me interesa la murmunta, los tejidos, teñidos naturales, historias y leyendas, mientras que a los oligarcas nativos y la turba que suele seguirlos solo los dólares, vender polvo blanco a los calabreses y posar en Maseratis. Pues no lo permitiré y tendré que refregarles en la cara un pasado que prefieren olvidar. “Deregentes”, los llamaba el tío Hugo en una voluminosa novela inédita que escribió (El Deregente); deregentes son.

 

Algo de antropofagia antes de que se consuma la noche. Café negro con t'anta wawas, pan dulce boliviano de Todos Santos, con cuerpo humano y carita de niño. Las chocolaterías lo han sofisticado y lo cubren con el elixir del cacao. Como sea, sabroso; la noche se absorbe en mi café y ando a tientas guiado por estrellas, devorando cabezas infantes.

02/11/2024