Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Una fotografía de Orel, otra de Riazán, los olores de Tashkent, la vieja Rusia, rediviva, recurrente, de mis sueños. Esta vez en la biografía fotográfica de Alexander Solzhenitsin.
Ha como tres décadas, cuando apenas se esbozaba la juventud, había cierta
competitividad literaria con mi primo Jorge Soriano, mayor que yo. En sus manos
vi, por vez primera, al gran ruso. Leía Jorge Pabellón de cancerosos,
obra que muchísimos años después, me marcó la figura del autor de manera
indeleble. Cuando Jorge avanzaba las páginas del Tom Jones, de
Fielding, yo rebuscaba en los arcanos del romanticismo alemán. Cuando se
adentró en las correrías juveniles de Enid Blyton, comencé a coleccionar y a vivir
también aventuras, que alcanzarían un cenit inolvidable en la novela húngara de
Ferenc Molnar: Los muchachos de la calle Paal, llevada al cine, con
las viñetas -eternas desde allí- del viejo Jardín Botánico de Budapest.
Solzhenitsin caminó pausado en mi andar literario. El único, después del
período revolucionario, que retomó mi amor por la literatura rusa. Hablo de un
período que no incluye ni a Babel, ni a Sholojov, ni a Gorki o Fadeiev; pero
con Solzhenitsin fue distinto: ahí estaba, incólume, el escritor ruso: era
Dostoievski resucitado, Tolstoi, Goncharov, los grandes realistas.
El primer círculo me
inició en su obra. Libro magnífico. Después fue puro entusiasmo que acunó gran
dosis de nostalgia en sus Cuentos en miniatura. Había la
paisajística de Gogol, al menos imaginaria. La largueza y la eternidad de la
estepa, sólo comparable a los llanos patagónicos, a la interminable Kansas.
No se puede, ni se debe, olvidar al Solzhenitsin político, al del Archipiélago
Gulag, para mí, en mi escasa juventud y conocimientos, la antesala de la
gran crítica a la farsa soviética, la desmitificación de las ilusiones, el
preámbulo que ya había ejercido Maxim Gorki en sus escritos
"inoportunos", que posiblemente significaron su asesinato por el
estalinismo y una parodia semejante a la de la muerte de Kirov con tendal de
ilustres muertos. El Gulag solzhenitsiano denunció el horror escondido tras una
cortina de espanto. No en vano Heinrich Böll afirmaba que a ningún hombre se le
había echado encima, con tal magnitud, el poder del Estado como a Solzhenitsin,
hecho que no cambió su actitud tranquila ante la vida, su rechazo al pasaje
"de ida" -sin retorno- que le ofrecía la Nomenklatura. El escritor
permaneció, silenciado a la fuerza, mas no inactivo. Rusia seguía creciendo en
él, una Rusia que amaba y que vibra en sus páginas con la intensidad de los
cuentos de Andreiev. Pabellón de cáncer se convirtió en libro
de cabecera de mis veinte años. Prosa clara, discreta y poderosa, bella como un
campo de abedules, terrible como ira cosaca.
Autor con mala suerte, rechazado e impublicado. Enviaba notas desde el frente,
combatiendo a los alemanes, que le devolvían. Allí, en las baterías artilladas
de Prusia Oriental, revivió su intento universitario de una tesis sobre la
derrota del general Samsonov, en el mismo lugar en que lo arrestarían el año
45, por hablar mal de Stalin en cierta correspondencia con un amigo del frente
ucraniano. Esa tesis, más todo lo escrito sobre el suceso, y sus pasos de
prisionero en el sitio donde se desarrolló, culminarían la voluminosa y
soberbia novela histórica Agosto,1914, de vívidos detalles y
profunda humanidad.
Alguna recreación literaria lo acerca a Pasternak. Pintor maravilloso de la
historia, devuelve sus pasos hacia los días primeros de la Guerra Europea, la
catarsis que implicó para un país sobresaltado e incierto. Pronta vendría la
desdicha, el desencanto; Solzhenitsin disecciona los acontecimientos que
llevaron a la catástrofe rusa en un amplio espectro, incluido el militar. Las
bases de Rusia estaban podridas. La inoperancia, la ineficacia del imperio
mostraban al fin su faz, aunque ya la habían mostrado de modo vergonzoso en la
guerra ruso-japonesa, donde un ejército de color derrotara la petulancia blanca
de Europa.
Solzhenitsin valiente, que luego del discurso del poeta A.T. Tvardovsky ante el
Vigésimo Segundo Congreso de la PCUS, decide sacar a luz Un día en la
vida de Iván Denisovich, que el mismo Tvardovsky se encargaría de publicar
y fijar su sentencia personal de ostracismo por las autoridades comunistas.
Eran tiempos en que la palabra sólo podía expresar loas al Partido, donde
escribir equivalía a subvertir... y leer lo mismo, a pesar de estar ya Stalin
muerto.
Alexander Solzhenitsin vivió, en su adusta paz, siempre al filo de la navaja.
El cáncer pareció destruirlo: "llegué a Tashkent como un cadáver". No
lo logró, ni tampoco los ancianos jerarcas de la burocracia soviética,
antítesis perfecta de la Revolución.
Leí un precioso libro, en inglés, de Solzhenitsin sobre Lenin en Zurich. Obra
que desconocía, nos da otra semblanza del cerebro bolchevique, la oposición de
la inteligentsia y revolución rusas a su "traición" de ser huésped de
los alemanes en aquel ya mítico tren que se detuvo en la estación de Finlandia;
la apropiación inteligente de las tesis de Parvus, el revolucionario
"pequeño burgués" como lo recordarían los libros editados por
Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú cuando éramos estudiantes.
Escribiendo estas líneas acuno una sensación de tristeza. Es tan efímero vivir,
no poder permanecer en nosotros más que por un corto espacio temporal, las
cosas que leemos, que vemos, recordamos. Todo se insume en un conglomerado
amorfo donde van perdiendo su distinción. Y quiero recordar "mi"
Solzhenitsin antes de convertirme en olvido.
03/05/2007
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Publicado en Puño
y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo del 2007
Publicado en
Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), mayo del 2007
Imagen: Dibujo de Larry Roibal, sobre periódico, a la muerte del autor, 2008
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