Thursday, November 27, 2025

Lunes de noviembre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cuando sucedieron los hechos del 2019 donde los jerarcas masistas huyeron sin siquiera acercarse el enemigo, con llanto además, prometí no escribir más textos de opinión política, pasquines los llamaron algunos, y paré. No voy a retomarlos, a pesar de que el momento es propicio para ello, con un peligroso carnaval en ciernes que quizá defina el panorama nacional. Profunda tristeza al ver que en mil años no avanzamos nada, incluso antes de que llegaran los españoles andábamos igual. Llanto otra vez en palacio, hoy a cargo de un elemento de amplia cornamenta que se presenta como macho alfa, con grado a pesar de ser desertor, y ambición digna de Nerón junto a veleidades de Calígula, parece.

 

No vale la pena. Lo ideal sería que se exterminasen solos pero estamos en estadio tal de desarrollo, muy abajo en la escala histórica, que tendremos, como siempre, que pagar el precio. Vámonos por otros rumbos, por los ríos de Konstantin Paustovski y los mares de Stevenson. Mejor estaremos que en la vil cloaca del presente.

 

Tres libros que me dedican en las primeras páginas. La tarde se dora de plata o se platea de oro. En algún lado suena el diálogo de una novela brasilera. Logro captar el nombre de Getúlio Vargas y la Armada Imperial japonesa. Justo ahora en que la región occidental de Brasil juega en mi mente en forma de péndulo y sopesa posibilidades de escritura. Asoma en forma de sombra lo leído en Jorge Amado acerca de la dictadura de Vargas, la trágica y singular historia de Luiz Carlos Prestes y de su esposa. Pero disipo esos pensamientos ante la incomparable belleza de La Gaiba y alrededores, amén del dulce verbo de las pantaneiras, habitantes del Pantanal. Lo crucé de noche, en 1984, en tren. El aire olía a jacaré y las bandadas de tucanes semejaban rugidos de onça-pintada y reptaban inmensas sucurís por los vagones de pasajeros. ¡Dios, qué mundo se abre! Misterio y belleza, suave frenesí de las pieles. Les hubiera gustado a Robert Louis Stevenson y a Marcel Schwob. Lo qué hubieran escrito, no alcanzan signos de admiración para detallar aquel asombro. Nunca llegaré a la altura de las páginas de los maestros pero puedo crear un espacio que también tenga valor, en dimensiones menores pero con arduo trabajo y belleza.

 

Amaneció despejado. Dediqué unas horas a leer acerca del desvanecimiento del imperio incaico, de la facilidad con que diez mil castellanos lo evaporaron de la cronología. Un decir, por supuesto, es más complejo. Sin embargo sirve para ver la eficacia utilizada por el marqués Pizarro y sus huestes para dividir y reinar. Ceguera y soberbia de los gobernantes incásicos que no previeron lo que se venía. No tenían idea de lo ocurrido en México con Cortés y los aztecas pero pronto los acontecimientos habrían de ser calcados para una nueva tragedia.

 

Leía en La Habana sobre el imperio tarasco…

 

Leo ahora de los conquistadores en la isla de Puná, camino de Tumbes. Entretelones previos de la debacle. Indios nicaraguas, tlaxcalas, otros centroamericanos que apuntalaban las tropas invasoras. Se va escribiendo más y más de cuando los tlaxcaltecas, “vencedores” junto a España de los mexicas, combatían tan lejos como las Filipinas. Fascinante y terrible. Muy alejado todo de la narrativa facilona a la que nos han acostumbrado y que prima a tiempo de realizar “políticas” en estas tristes y abandonadas naciones.

 

Incertidumbre. Alegría de voces lejanas, nuevas lecturas. A raíz de volver a hojear, cincuenta años después, páginas del Wilhelm Meister, he pensado en Fausto. Y Mefistófeles. Vender a precio de ilusión el alma y hallar que el supuesto mundo paradisíaco tampoco existe. Se ganó apenas y en realidad, si uno es descreído, no se sabe cuánto se perdió, de si hay algo detrás de esta carne que trascienda. Balance de lo incierto entonces, como suele ser común y general. ¿O es Mefistófeles el gran pretexto de una penosa y larga búsqueda interior? Me siento a mirar la cordillera, los nimbos que lentos se escurren del panorama. Son muchos los senderos que se bifurcan, no solo dos, y con una pesada barreta metálica hay que cavar un hoyo, plantar la estaca y desde esa posición en apariencia estática definir la senda a tomar. He definido la mía, toca implementarla. No solo es cuestión de razonamiento sino de ayudas y cuestiones prácticas. Me apoyo como antes lo hacía en los libros. Alivia, por supuesto, pero encima de ello, apuntala. Está decidido ya, entonces, y poco pesa el tiempo que tome. Ojalá que amaine como las tormentas de arena del Gobi y deje un nuevo campo visual de empoderamiento y solidez. Decidido.

 

Firmaba, julio del 98, Las trampas de la Fe para mi hermana María Renée. Sor Juana Inés en Octavio Paz. Libro que a modo de boomerang ha retornado a mí más de veinte años después. Ronco sonar del didgeridoo, el imperturbable excavar de las hormigas verdes bajo el cielo de Beethoven. Todavía duermen alrededor. O los vecinos se han marchado según lo anuncia el silencio. Semejaría que me he quedado solo en este piso. La gente sigue emigrando, pocas son las garantías que ofrece la tierra de uno. El intercambio, de un pasado por un futuro, ha sido y es feroz. Cuánto cede el inmigrante para forjarse el postrer bienestar. Hay que saber cuándo retirarse y jugar con las posibilidades. A mí me salió bien. Para otros fue tarde.

 

Anoche vaciamos el resto de media botella de Flor de caña, conversando con música de Jorge Ben Jor y ritmos de Belem do Pará. Terminamos antes de medianoche cantando con Elena a Serge Reggiani. Observo una foto de despedida de los emigrantes gallegos a la Argentina. Sobrecogedora. El pie de foto reza que ese hombre joven y su niño que despiden a la esposa-madre nunca la volverán a ver. Del Ferrol a Buenos Aires el año 57. Mi padre me susurró al oído cuando yo emigraba: vuelve pronto. Tardé treinta y cinco años en volver. Él ya no está. Así nos fuimos formando. Y continuamos.

 

Otra efímera tormenta de montaña. La lluvia penetra por el ventanal de la sala. La Torre Alpha en medio de la llovizna, enredaderas cayendo de los pisos, musgos multicolores que parecen pintados. Ya huelo a distancia el café. He prometido alguno de Yungas que espero llevar este año. Elijo un libro para ir a sentarme con mi cortado sin azúcar. Y salgo con Tristes trópicos mientras me prometen por teléfono información del Mato Grosso do Sul. Curandeiros que hacen picar a sus pacientes por serpientes no venenosas. Falsos corales como falsos arcoíris. Un arco enfrente de casa, del morado al añil, flotando en la perspectiva.

 

Jinetes de la tormenta. Riders on the Storm.

25/11/2025

_____

Imagen: Cecilio Guzmán de Rojas

Saturday, November 22, 2025

El viento del crepúsculo


JULIA ROIG WHITTLE

 

“¿Qué texto que no se respete no ha sido escrito por muñones?

Amor y dolor, placer y desgarro”.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

 

Dijo Kierkegaard que escribir un prólogo es como afilar la hoz, pero este libro no necesita afilador. La caricia de sus hojas arañará tus yemas y la honestidad del contenido se amarrará a tu pecho de un modo dopamínico y brujo. Si lo acercas a tu oído podrás escuchar la voz de cueva de Claudio, quien le escuchó lo sabe. Esta suerte de diario, y digo suerte porque me sé afortunada como ante las grandes obras, con hambre y extenuación, es un delirio de nieve, sangre, piernas de mujer y poesía. Un mapa de rincones, un mapa del frío. De saltos a la infancia, de saltos a los bosques, de saltos a los libros. Y a las guerras y a los adioses lluviosos. Un tango ruso. Una cavalcata sarda. Un vals peruano. Un itinerario alucinado de estaciones con nombres de ríos, ciudades y mujeres. Y poesía, lo dije y lo repito: “voy a nutrirme de tus sueños. De ellos necesito para arrasar campos y eriales”.

 

Claudio conversa alquímico e inspirado hasta el dolor con Pedro Páramo y con Juan Rulfo, “Nos devoramos, sabemos que en nuestras venas corre sangre de tierra”. Con Thomas De Quincey, “Tiemblo. ¿Del frío, Thomas De Quincey? Del hambre. Se tiembla de hambre más que de frío. De amor más que de hambre”. Es un exhibicionismo feroz el de la mente de Claudio. Pornografía neuronal. Y narra y esculpe, como exquisito picapedrero, los olores, el tacto, los sabores, las canciones, la nostalgia, imita a la naturaleza con animalidad y delicadeza innata mientras empaqueta toda una vida en cajas, porque tiene otro rumbo, otro espacio…porque le esperan los cielos de El Greco de la alcohólica Cochabamba después de treinta inviernos. “Mañana trashumaré de nuevo las sendas empolvadas, haré de la memoria orgía con serpentinas de angustia”, dije poesía.

 

Es música. “Gotas de sudor sobre el teclado. Este piano de textos va a fundirse así. Trato de secarlo. Digo piano porque es mi manera de hacer música, ligar palabras”. Y compone, Claudio, como el tercer movimiento del Septimino de Beethoven te afecta, te noquea con sus puños voraces mientras vierten la tinta de toda una vida. Mientras derrama recuerdos de un modo tan nítido que todo es hechizo. ¿De dónde los extrae? ¿De la espesura de un bosque eslavo? ¿O aguardaban bajo un manto de nieve denveriana? ¿O tal vez empapados de chicha cochabambina? Yo no lo sé, pero los cocina a fuego lento y los sirve con sus manos y todo es festín. Some days are diamonds, some days are rocks, pero Claudio es un buscador y los trae de un mundo, de un mundo antiguo que no obsoleto, que ya nadie podrá pisar. La exuberante memoria de este hombre, melancolista desde antes de nacer, es un tesoro de vida, porque Claudio es el viento del crepúsculo.

 

He encontrado el poema perfecto para hablar de este libro. Un poema que habla de Claudio sin haberle conocido. Un poema de su admirado Vitezslav Nezval.

 

CIUDAD DE TORRES

 

Praga de las cien torres
con los dedos de todos los santos
con los dedos de los perjuros
con los dedos de fuego y granizo
con los dedos de un músico
con los deslumbrantes dedos de mujeres tumbadas de espaldas
con dedos que tocan las estrellas
en el ábaco de la noche
con los dedos de donde mana la noche
con dedos estrechamente unidos
con dedos sin uñas
con los dedos de los niños más chicos y afiladas briznas de yerba
con los dedos de un cementerio en mayo
con los dedos de una pordiosera y de toda la clase
con los dedos del trueno y del rayo
con los dedos de los crocus de otoño
con los dedos del castillo y de las viejas arpistas
con dedos de oro
con dedos por donde silba el mirlo y la tormenta
con dedos de puertos de guerra y clases de baile
con los dedos de una momia
con los dedos de los últimos días de Herculano y de la Atlántida sumergiéndose
con dedos de espárrago
con dedos de cuarenta grados de temperatura
y helados bosques
con dedos sin guantes
con dedos en los que se ha posado una abeja
con dedos de alerce
con dedos que tocan el flautín de la orquesta de la noche
con dedos de jugadores tramposos y de acerico
con dedos deformados por el reumatismo
con dedos de fresas
con dedos de molinos de viento y ramos de lilas
con dedos de agua de la fuente y con dedos de bambú
con dedos de trébol de cuatro hojas y viejos claustros
con los dedos de creta diluida por el agua
con dedos de cucos y de árbol de Navidad
con dedos de médiums
con dedos cepillados por el vuelo de un pájaro
con los dedos del tañido de las campanas y del viejo palomar
con los dedos de la inquisición
con los dedos lamidos para probar el viento
con los dedos de enterradores
con los dedos de ladrones de anillos
de manos que tocan la ocarina
con los dedos de deshollinadores de Nuestra Señora de Loreto
con los dedos de los rododendros y las fuentes de la cabeza del pavo real
con los dedos curtidos de la cebada que madura en el mirador de Petrin
con los dedos de mañanas de coral
con dedos que señalan hacia arriba
con los dedos cortados por la lluvia y la iglesia de Tyn con el guante del crepúsculo
con los dedos de la hostia profanada
con los dedos de la inspiración
con largos dedos sin falanges
con los dedos con que escribo este poema

 

Ibiza, 17 de febrero de 2025 

_____

Prólogo a ARS SIMIA NATURAE (Editorial 3600, La Paz, 2025)

Monday, November 17, 2025

Recuerdos de invierno


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Las luces contrarrestan la noche. No porque le tema. He trabajado treinta  y cinco años de noche. De día también, claro, pero las sombras eran mi espacio. Entre ulular de búhos y tormentas inenarrables de nieve y hielo. Esa era soledad y no la lírica a la que nos hemos acostumbrado. Tú, a oscuras, solo ante el embate de la naturaleza brutal. Sabiendo que un paso en falso y te encontrarán congelado al día siguiente. El automóvil resbalando, chocando las aceras, imposible de parar. Enterrarse en nieve. Luego, al anochecer más profundo, veinte, veinticinco grados bajo cero, con sensación térmica de menos cuarenta: la estepa, Siberia. Solitud en serio, no la del amor malogrado sino la del hombre primigenio, antes del amor.

 

Los focos iluminan una penumbra trivial, burguesa. Calzo las mismas barbas, exactamente los mismos bigotes, pero no hay trozos de hielo colgando de ellos. Abro la puerta y escucho niños, perros, albañiles en la construcción, alguna tonada. Aquello, cuando hasta los coyotes callaban, era el amanecer del mundo, tal vez el fin. Ni un ruido, ni el mínimo, apenas el ronroneo del motor que sufre, el aire de la calefacción para permanecer vivos. Esposa e hijas duermen en casa, calientes, abrigadas, bien comidas y contentas. Yo observo, contemplo, aquí no está ni Dios. Llegaré con suerte cuando el cielo se vaya aclarando, mojado, las botas hechas desastre, los guantes también, tiesa la gorra rusa. Pararé en el supermercado que recién abre y compraré pan francés y queso azul. Ellas, mis queridas, despertarán a mesa servida, café caliente o chocolate, y nadie sabrá que he enfrentado el horror, la caverna del silencio, que a ratos me dieron ganas de llorar pero esa agua se hubiera congelado en las mejillas. Mejor no, aguantarse pensando que abriré una puerta, dejaré botas y medias anegadas, secaré con toalla los congelados pies y tendré al perrito Marco moviéndome la cola. Fui novio de la noche; era noviazgo sufriente y extenso en los inviernos. Los árboles semejan bosques de cristal, la gente comienza a mover la modorra y nace el trabajo. Día a día. Y yo en la sombra.

 

Lejos está pero presente. He visto a los inmigrantes, incluido yo, en el altar del sacrificio. A la larga valió la pena. Amigos mexicanos que fueron construyendo casas en sus pueblos, haciéndose de vacas y caballos para el rancho, todo lo vedado por nacimiento en nuestras tierras “propias”, nunca más ajenas. El monstruo del norte devoró la juventud, cedimos muchísimo por nuestras familias. En la balanza queda un saldo positivo, la sonrisa de los padres al recibir el cheque mensual, las profesiones de las hijas, su éxito, hasta la independencia de las otrora esposas. Nada de qué quejarse porque en la inmensidad de las tormentas en descampado existía una profunda belleza, olvidado ya el miedo, la desazón, la incertidumbre de retornar a casa, el horrísono ruido que venía antes y después del silencio. Apenas unos conejos perdidos saltan camino al hogar, sin zorros que los persigan. La lechuza de cara blanca, la que habita las trojes del medio oeste, se pregunta qué hace este loco trabajando cuando el mundo duerme. Hago lo que ella, lo mismo, busco alimento en la alfombra blanca donde parece que nada se mueve. Pero se mueve.

 

Quise escribir algo diferente pero la garúa me hizo recordar. Por supuesto que no hablo de frío. Los cochabambinos caminan envueltos en chamarras y chalinas. Si esto es un verano, me gustaría decirles, allá ellos y sus veleidades climáticas. No tengo por qué dar lecciones de nada. Me basta con escribir.

 

Thomas De Quincey es mi referencia invernal. Siempre. A ratos Solzhenitsin. Las cuevas de las riberas del Dniester. Tengo que referirme a la guerra, al cielo color flamenco que creció en él antes de apagarse Moscú. Hielo recorre el frágil espinazo del dictador enano. Como si una bandada de las hermosas aves se hubiera congregado en las nubes para anunciar terribles presagios. Las veía, durmiendo en una pata, cuando atravesaba en tren el yermo a orillas del lago Poopó. Flamencos entre albos y rosados; largos peces de colores volando en el aire de la puna. Ahora cruzan lentas Moscovia y no traen buenas noticias.

 

Contesto varias cartas a la vez. En cada lugar visos de tormenta. Semeja un aquelarre goyesco multiplicado, la fiesta de la Salamanca en medio del bosque de quebracho. Manejo el camión de Amazon a medianoche por las colinas de Parker y de Aurora. Ni estrellas hay, tan profunda es la noche. El viento hace temblar el carro, quiere tumbarlo. Por la radio la oficina anuncia gran riesgo pero me niego a dormir allí, detener el auto y con la calefacción encendida aguardar socorro que suele tardar demasiado. Prefiero arriesgar. Con lentitud de dos horas de retraso me aproximo al warehouse. Otros han hecho lo mismo. Después caliento el Outback y enfilo a casa con dificultad. A terco no me gana ni el invierno. Viejos blues de los Rolling Stones distraen el miedo al accidente. Otra vez, la magnífica emoción de llegar al hogar, el hombre primitivo que camina hacia el fondo del refugio y se envuelve en pieles de oso. La nieve toca la puerta repetidas veces pero no abro. Las kachinas zuñi y navajo siguen inconmovibles en los estantes. Un misterioso ibis ghanés está a mi lado y escuchamos marcharse al intruso. Calor de cuerpos, huido de la pesadilla helada, incomparable sensación.

17/11/2025

Saturday, November 15, 2025

When Johnny Comes Marching Home


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Un libro se ha concluido. Parecía tarea difícil pero ahí está. Fue lentamente escrito en años y quiso apresurarse al final en un largo viaje que no le permitió espacio ni calma. No importa. He cerrado sus páginas y me alegro de él, y por él también porque a partir de hoy sábado tantos de octubre es ya autónomo, no más mío, camina solo, tira el bastón de madera hueca y desaparece detrás de los puentes de alguna ciudad adormilada. Buena suerte.

 

Rebusco en el laberinto del panorama privado. Entre escritos iniciados, truncos, desechados. Un par de novelas como estatuas de sal, algunas por más de una década. Selecciono una que me acerca a donde estoy; mis rumbos han cambiado y otras mis montañas alrededor. Hubo nieve por los últimos treinta años y no la hay de nuevo. Segura transformación. Mañana domingo a descansar, no porque fuere el de ramos ni nada especial. Relajaré el cuerpo de un mes atareado y a comenzar. Que el tedio jamás podrá conmigo. Ya trazo planes en el mapa por donde han de moverse mis personajes. Yo con ellos, no a distancias insalvables pero todavía lejanas. Vamos de a poco, no voy a enloquecerme como un chico. Con vanidad diría que afilo el lápiz pero bien sabemos que este ya no existe. Pues, pronto, por los nuevos caminos de un novel trabajo que me he impuesto con gusto y que demandará lo mejor de mí. Dispuesto estoy a darlo. Y más. Para eso corre la sangre por las venas y la luna que quería ver está escondida en labores de amante. Sea, a oscuras comienzo, con ganas, fuerza, destreza adquirida y objetivos claros. Mato Grosso, ya voy. El tocadiscos suena Let it Be. Sintomático. Llovizna llega desde el Tunari. Hay una suerte de claroscuro en el cielo, de lluvia mezclada de sol. Muy lindo. Un perro ladra en el pasillo. Pienso en las páginas escritas, en el río Bravo, sigo, treinta años después, conduciendo mi automóvil por el desierto de David Lynch, el de Jim Morrison; cuánto ha forjado el medio oeste en mi carácter.

 

Alguien escribe desde el fin del mundo. Cambio el disco. When Johnny Comes Marching Home es una de las canciones más hermosas. La escucho siempre. La ponía para mi sobrina Renata que la bailaba por el siglo y medio de corazón que llevan su ritmo y letra. Revive Estados Unidos en mí al escucharla. Viví allá mayor tiempo que acá, país complejo y bello. Cuando muera mi cuñado Ed, que carga 82, habrá fenecido de algún modo. Cierto que mis hijas permanecen allí pero hablo de otro espacio de existencia. Los carros corriendo por boscosas colinas de West Virginia, condujimos en medio del mito y la historia. Las tribus, algonquinos e iroqueses, todo quedará enterrado, tieso en roca tallada el rostro del jefe Caballo Loco, gloria de los lakotas. La vida, dicen, el tiempo, claro, implacable reloj que martilla las sienes sin pausa pero debiera ser sin desasosiego. Ya está, lo hecho está. El Potomac seguirá fluyendo en Harpers Ferry cuando no estemos. Estos días han pasado de tal manera. REM en el tocadiscos del Café Dalí, en la calle España. Losing my religion entre otra buena música. Dos copitas de Baileys y un taxi con aparente destino infinito pero que se detendrá, así asome la brecha, el insalvable abismo de los años, la hondonada de Babi Yar que contemplé en Kiev.

 

Quebradas boscosas por las que Lenin desbarrancó la revolución. De nada sirvieron los teóricos, el notable Bujarin de rodillas ante un maloliente verdugo. Vértigo de imágenes, un 2025 que acaba y carga sueños. Revitalizaré algunos en las páginas del nuevo libro, supongo, aunque no vaya por allí. En literatura siempre hay un resquicio por el cual meter algo en apariencia completamente ajeno.  Despiertan las cinco de la mañana del viernes. Pareciera día de decisiones, ya se verá. On verra, recuerdo mis clases de francés, en París perseguía tontamente las imágenes del libro de texto que me había atraído allí, amén de mujeres imposibles y regiones cercanas más alejadas que las estrellas.

 

Llovía sobre Lyon, sobre el Ródano y el Saona. Escribí que ella, la lluvia, causaba sarpullido en las aguas de por sí calmas. Pasos que reviso en mente, errores graves. Cuando Johnny retorne marchando a casa, en sus espaldas el peso de muerte fraterna, la osada ridiculez, macabra, de la incomprensión, lo fatídico de los tiempos actuales y el amor del instante, el minuto a más, que carcome al hasta parecer que existe un karma milenario y una suerte de venganza de Adán. No sé, que se ha olvidado el placer como poética, cierto, que lo reemplazan veleidades jugando virtualmente a la grandeza, también. Tonos bíblicos, no diré la asunción de Gomorra ni el alba del fin del mundo a pesar de los signos presagiosos como aquellos antiguos de los cometas. Las épocas son cañitas de papel. Olvidemos a Pascal.

 

Hago hora para que lleguen los aviones. Hierve el café. En la mesa pan integral y pan blanco.

 

Sábado de llovizna anunciada y todavía oculta. Caerá cuando no estemos de pie, solo la escucharemos, susurro de la montaña. Días que pasan días que traen calma. De a poco reabro los libros. Hoy compré en tienda de viejo una novela de Andreiev, publicada en el Madrid de ciento un años atrás. Si razono, me doy cuenta que a partir del 2022 Rusia se alejó de mis lecturas. Otras también pero ella en particular. La paz de la tarde pasa las páginas con sosiego y de pronto me veo enfrascado en recorrer historias a pesar de cierta lentitud. Me place. Recordaba el camino de Belgorod y a pesar de ser tierra quemada hoy sigue siendo la ruta hacia muchos de mis autores favoritos. La guerra nunca ha sido extraña a esta región, vaya tristeza, y el retorno de la belleza tampoco. Llegó el crepúsculo y retorné a Kharkiv, a mi cuarto de hotel en el quinto piso de un edificio de negocios. Han pasado tantos años. No diré que poco queda de aquello sino que se dispersó, excepto casos de dolor donde del viento se apoderó el silencio y se truncaron misivas de amor. Tanto ha pasado, mucho que no ha de volver. Sin embargo hay cosas nuevas, siluetas queridas que pugnan por tornarse en realidad. Hago paralelo con la carretera que lleva a Rusia y sé que los pasos volverán a marchar.

 

Tierra incógnita, lugar que he de descubrir. Mientras tanto redacto las líneas que conformarán el nuevo libro. Aprendí a tejer a mano de niño, resabios milenarios traídos de las serranías de Sanipaya. Al escribir, tejo. Cruzo la trama interminables veces, y ajusto los puntos que he diseñado con un madero especial que se utiliza en el campo. La vuelvo a cruzar y muevo los dedos encima de ella. Aparecen rombos, líneas. Vuelvo a asegurar el diseño con golpes fuertes para solidificar la lana transformada. Es un arte y un oficio. El tejido no puede ser endeble sino sólido. A eso voy.

 

Johnny retorna a casa. La guerra ha terminado. No hace mucho me preguntaban acerca de Memphis, Tennessee. De Elvis y la música negra. Hablé. Y de las montañas y los bosques, de la increíble belleza de aquel lugar de los Estados Unidos. No solo la guerra civil, la lucha por los derechos civiles. Con mi hermana María Renée cruzábamos el país desde Colorado hasta Florida. Allí la despediría y volvería por otros tres días en bus. Comer algo en Kansas City, por decir algo, que aquello equivalía a un universo.

 

Ni la amiga que la esperaba en Miami ni mi hermana están más. Desaparecieron como el soplo sordo de la armónica. Neil Young cerrando los ojos: helpless, helpless, helpless.

 

Escribo sin tristeza. En los atardeceres converso con ella y le digo de mis planes de remontar el poderoso río Paraguay buscando los tintes que desarrollarán mi acuarela narrativa, que aprendo a amar, la guerra y la paz.

15/11/2025

Saturday, November 8, 2025

Desde el imperio hasta el olvido


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Un interesante artículo de Guisela López sobre Cachuela Esperanza, capital del fastuoso y apócrifo (en el sentido de fábula) imperio de Nicolás Suárez, rey del caucho, me hace pensar en una tierra sin novelistas. Demasiada la riqueza desperdigada por el país, y mínima la cantidad de gente que transforma la lujuria en letra. Quizá se piensa que en un mundo globalizado la temática literaria ha cambiado, sin ser cierto. Existe el malentendimiento de suponer que un tema como el fecundo auge gomero en la frontera más nororiental de Bolivia puede sólo producir libros de tinte tradicional. Tradicional o costumbrista son adjetivos que los ignorantes usan imprudentemente para calificar textos cuya situación cronológica no encaja en un nebuloso presente y menos en un imaginario, las más de las veces ingenuo en la pobre literatura nacional al respecto, futuro.

 

Nicolás Suárez, la piedra laja sobre la que se levanta su iglesia de madera, su mansión o las de sus hijas insumidas por la jungla, la exuberancia del entorno, tienen suficiente espacio para una extendida gama novelística desaprovechada. Es como si los autores cubanos más representativos del siglo veinte obviaran son y bolero por asumir que su despliegue en palabras implicaría su apuesta por la tradición y la ancianidad. Craso error que permite -en Bolivia- búsquedas, válidas como toda indagación pero no feraces, de elucubraciones subjetivas, de erotismos malamente inventados, de poco recordables párrafos cuyo único valor es bibliográfico.

 

Recuerdo algunos esbozos de novela, leídos con el apresuramiento de los años ochenta, que ubicaban su espacio en Beni/Pando, durante la expansión gomera de fines del siglo diecinueve. Comenzaban con el naufragio de una embarcación mediana cargada de lencería que choca contra las cachuelas del Madera y se hunde con un cargamento cuyo destino eran las lavanderías parisinas de Malakoff. Aparte de aquella obra ya perdida, poca es la ficción que torna hacia esas regiones en busca de temas. Un universo más rico que el que produjo el Fitzcarraldo de Herzog se condena, con el país todo, al olvido. Se destierran sus agrestes cualidades, la dosis de misterio con pizcas de magia, en favor de burdas imitaciones de diferentes experiencias.

 

Triste sería afirmar nacionalidades en arte, o sugerir que cada pueblo debe circunscribirse a su entorno propio para crear, pero, sin embargo, hay condiciones particulares que paren escuelas, e imitarlas lleva consigo el sabor de lo inventado. Lasar Segall, en Brasil, hace expresionismo de la escuela alemana, porque Lasar Segall nace allí. Su arte se transforma en Sudamérica y funda otra escuela que se nutre de la anterior. En cambio Portinari, con distinto trasfondo, se acerca a Segall con un estilo peculiar, único, sin imitación. A qué viene ello, a que en lugar de intentar un falso modernismo ajeno, se pueden encontrar, muy cerca, los utensilios necesarios para hacer buen arte, al estilo de Herzog: combinación de fábula, historia y literatura, con ambiente viejo y amplias proyecciones contemporáneas. De esa manera, con algo de imaginación y gran esfuerzo, el reino de Suárez, en un confín del mundo nuestro, ganaría brillo literario y borraría la opacidad del destino.
27/7/2004

_____
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), julio, 2004

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019

Imagen: Nicolás Suárez y su familia/fotografía de Carl Blattman, 1913

El nuevo auge de la goma


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

La fábula de la goma toca de cerca la historia nacional. El novelista Hugo Ferrufino Murillo imaginaba una obra que tuviera como personaje a Nicolás Suárez, emperador de la siringa, quien desde el fondo de su imperio vegetal enviaba cargas de lencería para ser lavadas en París. Werner Herzog, en Fitzcarraldo, enfiebra la mente de los espectadores con escenas de barcos que ascienden montañas a hombro en busca del agua, para lanzarse luego a los míticos bosques gomeros que traerán oro -y ópera- a la inercia del mundo nuevo.

 

Fuera de la lírica, World Business publica un artículo sobre las utilidades que Tailandia recibe, hoy, del comercio de goma, gracias en gran parte a la "inacabable demanda de automóviles de la China". El caucho sintético pierde terreno ante su rival natural porque su elasticidad es mucho menor. El transporte pesado, el aeronáutico, dependen casi exclusivamente de la goma vegetal. La distancia de Tailandia, o Malasia, productores de caucho, a la China es sin duda menor que la nuestra en Sudamérica. Pero, a pesar de que China ha resultado ser el mayor importador de caucho, aunque también lo produce, Estados Unidos acrecienta su demanda. En un supuesto escenario, China tendría que proveerse de sus vecinos asiáticos y Europa, con los Estados Unidos, de nosotros, incluidos Bolivia, Brasil, Perú y Colombia. Sé de monografías que indican al caucho como una de las alternativas a la exportación del gas. Sin embargo, según los economistas internacionales, hay que ser puntual al respecto. Hay un margen de siete u ocho años desde ahora para que la demanda de goma natural, debido a la poca oferta, mantenga precios altos; eso, hasta que crezcan las nuevas plantaciones que serán productivas al fin de tal período.

 

La posible idea para Bolivia es invertir en el desarrollo productivo de plantaciones ya existentes, con un soporte de otras nuevas para el porvenir. El texto indica que la mayoría de la producción tailandesa, que dejó este año un saldo positivo de 714 millones de dólares en manos directas de los agricultores, proviene de terrenos no mayores a 5 hectáreas. El producto se vende a rescatadores que lo lanzan al mercado mundial.

 

Cierto que implica un proceso serio de mercadeo. Pero la accesibilidad de las nuevas 200.000 hectáreas de goma de Tailandia es menor a la del trópico local. Gobierno, bancos, compañías tendrían que envolverse en proyectos conjuntos con los agricultores, en un negocio que -parece- beneficia a todos.
06/03/04

_____
Publicado en Opinión (Cochabamba), marzo, 2004

Imagen: Hevea brasiliensis

Tuesday, October 21, 2025

Contrabandista en la frontera argentina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Doce años atrás, una expedición de contrabando partía de la estación de ferrocarril en Cochabamba. Lo usual era tomar el ferrobús hasta Oruro, llegar allí a las siete de la mañana y luego correr a hacer fila para los pasajes al tren de Villazón, cuyas ventanillas abrían a las dos. Cada día ya se habían vendido la mayoría de los boletos, a puerta cerrada, para los conocidos o gente que podía sobornar más largamente. Nosotros, los de compra de dos cajas por producto a lo más, debíamos aguardar. Uno reservaba el espacio de otro mientras éste desayunaba en el mercado próximo. El api era bueno, a pesar de que a esa hora temprana los barrenderos se encargaban de recolectar los desperdicios que perros y borrachos habían dejado en las inmediaciones.


Dos de la tarde. Al abrirse la boletería, la gente se agolpaba para tratar de llegar antes. Después de una lucha, con suerte, se obtenía ticket, aunque con número ficticio. Se vendían muchos más boletos que los asientos que tenía el tren, con series y números que se sabía eran inventados. Uno de aquellos significaba veinte horas de viaje parado.


Perder la oportunidad de conseguir lugar nos largaba a la oscuridad de Oruro, a un pésimo pisco y a velar en los gélidos asientos de la estación. El viento corre, pampa negra, y hombres descarados hunden la nariz en los pequeños vasos con fuego, hasta el otro día.


A las nueve de la noche parte el tren al sur. Hay que acomodarse lo más cerca posible a los vidrios rotos, soslayando el calor de los cuerpos y la asfixia. Mover el pie derecho y contar veinte minutos. Veinte para el izquierdo; treinta para los dos. La cadera a la izquierda, quizá el culo un poco atrás. Los brazos tiesos, junto al sexo o al bolsillo del dinero. Espacio reducido y baile personal y silencioso de los contrabandistas. Los vagones son oscuros. El ruido lo dan los inspectores o aduaneros que chupan sin parar en el coche comedor. Las putas ríen y los oficiales, con los labios ya hinchados de singani, les babean los hombros. Nosotros miramos, desde nuestro alargado cubil, rogando que los hijos de su madre no se acerquen a molestar con sus inspectorías o sus galones. Sólo queremos llegar a Villazón y que se desentumezcan las piernas...


El tren se detiene en despoblado. Los que duermen ni se dan cuenta, pero los que vamos de pie vemos el febril moverse de los aduaneros, subiendo y bajando. Es tráfico de quién sabe qué. Así se sirve a la patria. Lo mismo en las oficinas, en los ministerios, en las embajadas.


Las estaciones se suceden. Pueblos indios; minas. Y también pequeñas estaciones de piedra construidas por los ingleses.


Han diseñado este viaje de noche para esconder el yermo. El altiplano no tiene nada, y el frío es incorpóreo. Cuando amanezca, ya se estará entrando en los valles de Potosí con árboles y remansos esplendentes. Por la mañana el sol se muestra benévolo. La vegetación, aunque escasa, da vida a los ojos después de la sombra.


Cuando para el tren, estación por estación, la gente se pone a mear y a excrementar a lo largo de las vías. Hay tanto trasero que no se puede prestar detalle a ninguno. Y comida, tamales que llegan sobre las cabezas de los niños.


Tupiza, Estación Balcarce... Ya se presume la frontera. Habrá que subir otra vez, montar al frío y estaremos en Villazón, con sus horribles calles, un cine que por años muestra "The Dresser", en copia antigua. Platos de comida mala. Los contrabanderos almuerzan y cenan en La Quiaca, al otro lado del puente internacional: barato y mejor. El desayuno se hace en este extremo porque la frontera abre a las ocho, y los gendarmes argentinos son tan perversos que mejor no molestarlos.


Papel, lápiz, y dinero argentino en el bolsillo. Dólares no; Argentina tiene un extraño comportamiento en relación a monedas extranjeras, recuerdo de su muy perdida gloria.


Se camina por los almacenes: un parmesano allí, tres cajas de mermelada al otro lado, diez cajas de queso fundido porque se vende bien. Pagado y anotado. Al término del día, los cargadores hormiga, contratados en Villazón, irán recolectando las compras y pasándolas una a una, hombre por hombre, hasta cerca de las vías donde cobran el trabajo. Un "hormiga" puede cruzar cien veces diarias, con un único producto en las manos. Los gendarmes, entrenados carceleros, los hacen formar largas filas y retenerlos por el sólo gusto de ensayar su estupidez y romper la fatiga del aburrimiento. Los cargadores bolivianos andan tan empolvados como los tristes negros de las minas de oro del Brasil.


Los ricos, aquellos que compran cientos de bolsas de harina o latas de manteca, van llenando vagones del tren de aquí, a medida que los peones descargan las unidades. Este tráfico con cuentagotas ahorra mucho, en impuestos y aranceles, a los grandes.


En una jornada se ha comprado todo. Un buen contrabandista que venga de Cochabamba puede hacer la vuelta completa en cinco. Si tiene la mala suerte de llegar en sábado no verá sus productos hasta lunes o martes. Peor si le dicen que el vagón con sus cosas "se quedó en Aguascalientes", como si hubiese algo que hacer en Aguascalientes excepto mirar los eucaliptos.


Una caja de galletas para el secretario. Dulce de frutilla para el subjefe. Queso fundido para el principal. Vino para los cargadores. Parte de un rito institucional llamado robo.


El tren de regreso tiene, literalmente, jaurías de perros con uniforme de aduanas. Cada vez que uno de ellos asoma el hocico en un extremo del ferrocarril, hay alboroto. Hombres y mujeres pasan repartiendo cosas entre los que van sentados: que guárdeme estito, que por favor, que diga que es suyo. En un alarde de memoria, un comerciante ducho puede dispersar más de cincuenta productos pequeños entre el mismo número de personas, y levantarlos cuando pasó la inspección. Y repetirlo en todo el trayecto. Cuando el guardia pregunte: ¿qué lleva ahí? responda: "es mío". Y se acabó.


Aparte de ser un carro de contrabando, el tren es un lupanar. Lleva carga de putas entre Oruro y Villazón. Pequeñas y oscuras mujeres desempeñan el oficio para aduaneros y militares en el vehículo en marcha, y para compradores en los hoteluchos de Villazón, que cambian sábanas una vez por semana.


Acabada la faena de escoger y comprar, el singani se destapa. Si se es contrabandista sobrio será imposible dormir. Cantos, gritos, peleas, vómitos. Entre ellos se conocen tanto, vienen tres a cuatro veces por mes, siempre los mismos, que sólo se encuentran nuevos cuando los abruma el alcohol.


Oruro se ve ya. En los doscientos metros finales, hasta la detención total de los vagones, la gente va tirando paquetes por las ventanas. Como en un filme del oeste, de ambos lados de las vías, comienza a salir tal cantidad de gente que semeja un ataque. Son los levantadores, que toman un bulto y lo desaparecen. El contrabando chico, y a veces bolsas tan grandes como personas, salen de los maleteros, de debajo de los asientos, del baño, de entre las polleras. Material que nunca será contado ni magnificado. Alimento fantasma que de la estación de Oruro se repartirá al país. Los precios habrán de doblarse, triplicarse en otras ciudades y los objetos cambiarán muchas veces de mano.


Las contrabandistas chotas, no cholas, que por lo general visten de luto, se peinan y arreglan sus negros trajes para ir a lidiar en las oficinas. En un tumulto, sólo comparable a las oficinas de inmigración argentinas, en Buenos Aires, en la avenida Madero, se finiquitan -es un decir- los detalles de ciertas cargas. Como las coimas son tan abiertas, sobre la mesa, ya deben ser llamadas sueldos. Los oficinistas cobran el salario diariamente, con excepción de los días en que no hay tren y están tan pobres que vagan con su trago debajo de los crepusculares focos.


Por fin, en Cochabamba, se reparte la mercancía por los almacenes. Invirtiendo cien se gana cien, y siempre queda comida extra para la casa. Una semana más tarde ya hay que partir otra vez. Un par de jeans, que aguantan mejor el sudor, una frazada, camisa y chompa. Listos.


_____

Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 29, septiembre, 1996
Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 13, octubre, 1996

Imagen: Frontera Argentina-Bolivia

Saturday, October 18, 2025

Octubre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Octubre. Cuando leí el guión de Eisenstein decidí que quería escribir así. No lo logré, derivé hacia la retórica, el barroquismo. Sin embargo, no he olvidado las notas del maestro quien, no con objetivo pedagógico, me había indicado las pautas de la precisión en medio de la belleza. Era joven entonces, quizá lo era Sergei Eisenstein cuando escribió aquello, y mucha agua ha pasado debajo del puente Mirabeau. No hace mucho deambulaba yo cercano a los viejos tranvías rojos de Belgrado, o caminando otra vez los remanentes de la barriada negra de Aurora, Colorado, y pensaba en lo que deparaba el cercano porvenir. Eran abril, mayo, de un año anecdótico, plagado de promesas. Estas, como cometas, han corrido con su fuego por el espacio hasta desaparecer en el alba. No significa que ya no están, la cegadora luz de la mañana las esconde pero apenas asoma el crepúsculo se renuevan, fulgores naranjas, estallidos púrpuras, los zorros han salido de sus madrigueras y los búhos se dirigen a cazar. La mente se aclara, la mirada profundiza, tengo los ojos acostumbrados a la noche y no son sombras lo que contemplo. Hay una distinción fundamental entre quienes vivimos en la oscuridad y los que se desempeñan con normalidad en ámbitos luminosos. No es un mundo de fantasmas; al contrario.

 

Casi, casi ya, ahora a pensar en la siguiente novela. Voy a sacar de la gaveta del ordenador alguna que comencé una década atrás; trasladaré mis bártulos al sur, a Bolivia-Brasil, a la cercanía de los rincones de la Columna Prestes, pero no será un libro político ideológico sino otra cosa. Tengo que recrear las ideas, sumadas a las imágenes, que me atraían a narrar aquello. He recordado Corumbá, esta última semana me ha revivido aquella ciudad a orillas del río Paraguay, donde un amigo me tomó una fotografía con una mujer negra que caminaba al lado y me decía tontamente que aparecería allí con un souvenir local; sabemos a qué se refería. Era 1984 y el tren por la región de Roboré se inclinaba de un lado a otro como si fuese el vehículo del péndulo.

 

Casi, casi ya, no lo puedo creer. Siempre he trabajado muy bien a destajo, mejor mientras fuese mayor la presión. Nunca duró tanto un año como el 2025, se extendió, alargó con paso de bolero de caballería. Lo evaluaré más adelante, mucho más porque aún permanece vivo, con brasas candentes a la vez que con estertores, como todo. Aprovecho las horas del amanecer para que no interrumpan el desarrollo de mi otro trabajo. En un rato me meto en cama otra vez y cierro los ojos sin mirar las redes sociales. Mi sangre está hecha de grandes ríos y de embarcaciones arriesgadas. Pienso en Fitzcarraldo y la subida al monte para encontrar el Pachitea. Algo por ahí, vencer los escollos en la vida real, no soñar con artes inexistentes y príncipes o princesas cuyas espadas están fabricadas de la más vil hojalata. Casi, casi ya. No lo puedo creer.

 

He cumplido conmigo y con un amigo. Tiempo que vamos tras esto, intensas charlas interrumpidas por llantos y manicomios, por errancias y destrucciones, memorias del amor siempre presentes y a las que no se debe obviar. Vale un buen vaso de ron Zacapa en unos días y, sentado enfrente de la ventana, mirando la cordillera, podré decir con alto valor: salud. Por tu chingada madre, cabrón, por los inditos, como los llamas tú, que parieron parte de  ti a orillas de los volcanes. Y parte de mí. Hay tanto de todo y poco no hay.

 

Seré breve. Texto de alegría, no necrológico. Soy afortunado, estoy bendito pero no en sentido religioso. Diez y ocho de octubre. En dos fechas más tengo que entregarme a mí mismo algo de peso. Lo he logrado y que venga lo que venga, sin expectativas. Basta haber llegado, piedra fundamental, creativa y creadora, valdrá ese aromático trago y llamaré a mis hijas, a Emily y Aly, para contarles las nuevas. Dos años desde que emigré; descuento el primer año por motivos obvios. Este es el primero de mi vida y aprendo a caminar.

 

Van a tocar las seis. Pena que no hay iglesias con campanas cerca. O barcos en el puerto. O locomotoras de ronco grito. Los imaginaré mirando el cielorraso de la deleznable Cochabamba, aspirando la brisa de eucaliptos que repta por el valle bajo hasta el vano de mi puerta cerrada.

 

Salud, por la vida, porque nos creímos muertos y no. Ni Lázaros ni lazarillos. Silencio alrededor, mucho. No voy a alterarlo, seguiré su curso. Punto final para este escrito. Punto seguido para todo lo demás.

18/10/2025

 

_____

Imagen: Escena de Fitzcarraldo, de Werner Herzog

Monday, October 13, 2025

Infeliz año viejo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ray Charles atraviesa las congeladas calles de Aurora; en las colinas el hielo quiso caer por las paredes y se convirtió en cortina transparente. Nunca llegó al suelo.


Cruzo la entrada de unos apartamentos: The Cambrian. En Lowry, que fuera base militar con armas nucleares enterradas en casamatas, crece un asilo de ancianos en forma de L en medio del vapor de frío. Subo por el ascensor a las tres de la mañana. Me siento en el salón de estar, vacío a esta hora. Aunque alguien en silla de ruedas mira por la ventana sin moverse para ver quién entró. Pienso en mi padre, que se hubiera negado a la silla, y al favor de cualquiera. Prefirió morirse con el vozarrón intacto. En su café favorito, en la esquina Ayacucho y Santiváñez, el patrón afirma: murió un patriarca. Si se sigue la calle abajo, hacia el pasado de Cochabamba, una casona guarda la memoria anciana de las sillpancheras hermanas Hilera, en el llamado k'ullku que describía mi padre en ya historia muerta.

Me siento en un salón triste, salón de tres de mañana. Ajados libros en cirílico adornan los estantes. Alguna hora lo llenará de soledades. Miro, igual al inválido estoico, por la ventana. Un Papá Noel de tamaño natural, con las pilas casi agotadas, baila, fantasmal, festejando las navidades. De niño leía, cobijado por los padres, Canción de Navidad, de Dickens. Nunca antes, tal vez en David Copperfield, aprendí tanta tristeza. Este Santa Claus se me hace macabro. Gesticula y canta para los ausentes. De a ratos, alguna cuidadora de ancianos, etíope o somalí, pasa con trapos. Huele a orín, a excremento. Alguien grita en los pasillos ¿en el segundo, tercer piso?

Neil Young canta en un punto cerca de inaudible. Voy con los vidrios del coche abiertos. Ráfagas de quince bajo cero abofetean mi rostro de ambos lados. Me quiero dormir, cabeceo. Despierto sobresaltado y el paisaje se cubre de árboles canosos, de tronco oscuro. Sombras. Les hablo. ¿Eres tú, Joaquín? El hielo debajo de las ruedas suena como cristal quebrado, en una fiesta de despedida, no de fin de año, sino de fin para siempre.

Un mechón de tu pelo. He cambiado la estación. Cumbia sonidera. El listón de tu pelo. Es bailar pena, otra vez, abrazado a una mujer espectro, que nunca se ha ido y nunca permanece. El dormitorio de mis padres está al fondo del pasillo. Miro su puerta desde mi puerta. Diez metros, quizá, pero en esa distancia habitan mujeres de largos vestido y cabello negros. Con el auto he llegado a la intersección de Piccadilly y Hampden, colina arriba. Hay un parque allí, del lado izquierdo, con motivos tradicionales. Unas chozas, teepes indios, muestran siluetas de lo que no existe. La nieve cae, parece que viene de los faroles mortecinos que arrojan los copos. Me he detenido en mi propio western. Desde el Honda Accord imito al postrer cheyenne que mira la fértil hondonada hoy cubierta de mortaja.

Nunca llega la mañana, de Nelson Algren. Me lo dio Joaquín Ferrufino Murillo, el último de los descendientes del ahorcado, hace cuarenta años y recién lo recojo. Lo leo en su hogar, en su cama, con el saco todavía en el perchero, zapatos debajo de la cama, el poncho gris de Sanipaya doblado. Boxeadores polacos de los bajos de Chicago. Le gustaba ese mundo. Me gusta. Nos gusta. Algren revolcaba a Simone de Beauvoir enloquecida de pasión, aferrada a los hombres rudos, aburrida de su pequeño pensador. Culto de la hombría, Joaquín, lo decías mientras estirabas un brazo para alcanzarme Hemingway y las notas de Enzensberger sobre Durruti. Tal vez por eso, cuando me preguntan, el por qué no estoy sentado en una oficina con papeles garrapateados con firmas afirmando lo que soy en la pared detrás, les digo que adoro esta intemperie que me congela los pies y me aisla. Las montañas rocosas de Colorado traen una imagen que podría ser Cochabamba. Espero que se vaya el año y que no vuelva. En medio de la tormenta estoy con mi padre, observado por azorados coyotes que cazan conejos. En la radio suena un blues. Adiós, papá.
29/12/2014

_____
Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 30/12/2014

Imagen: Joaquín Ferrufino Murillo

Saturday, October 11, 2025

Herencia santiagueña


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Escucho, de la gran tradición musical santiagueña -por Santiago del Estero-, canciones de Los Carabajal. Ya con Juana Azurduy, de Luna y Ramírez, me dan ganas de escribir algo sobre la intensa relación que Bolivia, y Cochabamba en mi particular caso, tiene con aquella región argentina.


Si trazáramos líneas que de alguna manera definieran sectores geográficos hermanados por la historia, las fronteras de los países actuales, ficticias y malintencionadas, tendrían que desaparecer. Habría un país que partiendo desde el norte de la provincia de Córdoba, con una recta hacia Catamarca, con Santiago y Tucumán, y otra que atravesara Salta y el Chaco para adentrarse hasta Santa Cruz de la Sierra y de allí a Cochabamba, con una diagonal hacia el sur que incluyese en su interior los departamentos de Potosí, Chuquisaca y Tarija, llegaría a cubrir gran parte del norte de la República Argentina más el centro y sur de Bolivia. Líneas sin duda especulativas y no necesariamente precisas; no hay que olvidar que los ejércitos auxiliares argentinos llegaron hasta Huaqui, al Desaguadero. Sin embargo, el territorio incluido entre estas coordenadas ideales por llamarlas así mantuvo, a lo largo de toda la guerra independentista, sólida relación cultural, política, militar.

Los Carabajal entonan ahora Tradiciones santiagueñas, de Carabajal y Trullenque, que habla en parte del esfuerzo santiagueño en los campos del Alto Perú. Dicen que Santiago quedó mermada en su población después del despliegue bélico de los años que van entre 1811 a 1815 mayormente. Suipacha, Vilcapugio, Ayohuma, las dos batallas de Sipe Sipe, llamadas de Amiraya (Hamiraya) y Viloma, cargaron con buen número de ellos. El flujo humano de Santiago hacia la guerra en el norte persistió incluso después de que la provincia de Santiago del Estero ganara su autonomía en 1820. Se siguió combatiendo junto a Martín Güemes, en una frontera que no era como hoy una línea definida sino que fluctuaba entre las poblaciones de Jujuy y Tarija y se internaba hasta los valles de Potosí, a Cotagaita y a Tupiza. El manipuleo político posterior eligió dividir en lugar de ampliar y naciones que debían haber permanecido juntas se separaron en merma del futuro mutuo.

El hecho de que Manuel Belgrano y Gregorio Aráoz de LaMadrid se reuniesen en el pueblo de Yuqalla (entre Oruro y Potosí) para dar pelea a España, o que Rondeau, pésimo estratega, se asociara con Lanza, Uriondo, Camargo y Padilla en las rojas quebradas de Wilauma no es casual, forma parte de un todo.

_____
Publicado en Opinión, ¿?

Foto: Chichas, Bolivia

Saturday, September 27, 2025

Existo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mi cocina tiene aire similar al del desierto de Sonora. Suculentas y cactáceas que solo necesitan un solitario lince para hacerme dormir y recordar la fría brisa del muerto crepúsculo. Roy Orbison suena lejano en Only the Lonely. Antes de emigrar de vuelta a Bolivia tuve que destrozar, de nuevo, mi biblioteca. Un sector que sufrió fue el de los libros en inglés, entre ellos decenas referidos a los nativos americanos, no solo en la épica de la resistencia sino hasta en el tejido de canastas. Mangas Coloradas, claro, y los mescaleros; el peyote que se extiende de Arizona a la sierra tarahumara, las huestes de Victorio y cómo construían sus teepees los cheyennes. Ensayos, libros históricos, testimonios de ancianos jefes, guerreros del tiempo, negros caballos de los soshones, la contradictoria actitud de los arikaras, llamados reekarees, ya extintos como los mandan, creo. Todo aquello donado a bibliotecas, a vecinos interesados, a Bill que al lado de Borges leía mitología de los indios de las planicies. ¿Dónde están mis maravillosas kachinas que mi esposa no comprendía? Cabezas de barro navajos y cuero de búfalo de otros, de precioso marrón oscuro brilloso.

 

Blue Velvet de David Lynch. Roy Orbison está con In Dreams ahora. Cómo ha cambiado el mundo desde 1989 cuando llegué a los Estados Unidos. Mis cactos enanos fueron algunos muriendo mientras me ausentaba unos meses en suelo balcánico. Cuento a una amiga acerca de ciertas callecitas de Sarajevo. Reviso fotografías, el camino hacia un supermercado porque una mujer musulmana de mediana edad me pidió comprarle alimentos básicos para sus cuatro hijos. Estaba en aquel momento en el teléfono con mi hermana de Chicago y ella aconsejaba no ir, podría ser una celada, alegaba. Pensé, como tantas veces lo he hecho en momentos similares del exilio, en qué podría perder ¿la vida? Tal vez y no por desapego a vivir, aquello no me quitaba el aliento. Fui y compró mucho. Me miraba mostrándome productos. Me hice entender que comprara lo que quisiera. Vi galletas de chocolate y cómo no habiendo niños, carne y verduras. Cereales. Más tarde me las compraría yo también. Al final dos carros llenos del mercado y la gente molesta porque la cajera tenía para largo con eso. Equivalía a doscientos dólares. Los pagué con marcos bosnios de los que me quedan billetes todavía en medio de páginas de libros. Quiso besarme las manos y le hice el quite. Elevó las suyas hacia Alá en plegaria y la ayudé a tomar un taxi que pagué. Me dejó dos “rosarios” de cuentas baratas para Emily y Aly, mis hijas. Se los entregué en Denver semanas después. Coloridas bolitas de plástico cubiertas de la bendición de Alá. Me sucedió en Kiev, ocho años antes, con una muchacha gitana y su desharrapada prole. Bendiciones también y, a decir verdad, yo que crédulo no soy, a veces me da la impresión de estar bendito. Falsas sensaciones que trae la paz interior.

 

También yo he pedido monedas de a diez francos en París, cuando el hambre y el amor me agobiaban. Y esas señoras francesas tan vilipendiadas en la opinión general me las daban. Metal de color café. Usé dos que quedaron más adelante para jugar rayuela en el bar Quito de la calle Antezana (el Barquito) con los profesionales del barrio. J'ai faim, les decía, al modo de Petrus Borel. Tengo hambre, estoy cansado de comer queso con pan y leche, cuscús en lata de a franco cada una, lechoso color en donde flotaban chorizos de dudoso origen. He comido media hamburguesa que alguien abandonó. Por eso sigo vivo y aunque sé que en el cielo azul de Cochabamba no están ni Dios ni Alá, me doy cuenta de la inmensidad de la belleza, del horizonte siempre lejos pero permanente de inverosímil arcoíris.

 

Guardo cartas. Guardar es un decir porque andan perdidas para siempre, es posible. O estarán por ahí, en el tendal de cajas mágicas desperdigadas por el mundo. Era, y soy, el extranjero de Georges Moustaki. Incluso aquí en mi tierra camino a ratos ausente. Luego me repongo porque el peso de las raíces es poderoso. Pero extraño, quisiera estar por momentos en otro lugar. He sido ubicuo, cierto, pero al final encuentro la solidez que me ha permitido vivir tranquilo y bien en cualquier sitio. Podría habitar en la cárcel también, o en medio del Sinaí, pero tengo predilección por las urbes sin haber dejado de lado la profunda herencia rural de los bolivianos, que nos acerca tanto a los rusos y su literatura. Sé a perfección dónde quisiera estar en este momento pero por ahora no puedo. Entonces escribo, borroneo cuartillas sería de mucha vanidad decir. Anoto y borro sobre una pantalla de suave añil.

 

Oh, Pretty Woman! Dioses del cielo, demonios de la greda, resuena esta canción desde la infancia. Vívida en el bulevar Clarendon, de Arlington, Virginia, en un bar redneck en noche de Afganistán, de guerra y de putas. Tan presente hoy.

 

Pues pensaba ducharme, visitar el mercado para encontrar a un amigo italiano que prepara productos gourmet, ver si puedo hallar un delicioso queso tipo Tilsit que producen cerca de Tolata. Lo postergué para redactar estas líneas de memoria. No es que vaya a olvidar y hay premura por registrar lo pasado. Para nada. Me ducharé en un instante, luego de revisarlo y ponerlo en mi blog.

 

Conversé con Gloria acerca de Pakistán, que ella visita a menudo. Es algo que tengo que hacer, el valle de Kalash… Mareo de colores, fuertes sabores, pobreza y grandeza. Corazón, mucho corazón. La burka esconde secretos, resalta ojos oscuros, cejas y pestañas diseñadas en el mejor arte. A veces los occidentales no entendemos muchas cosas. Aprendo a ser más liviano en mis apreciaciones sin dejar de ser incisivo. Rara fascinación que aquel alrededor produce en mí. Habrá sangre turcomana por ahí, seguro que sí en las interminables interacciones entre los universos. Entre Roma y los selyúcidas, vaya uno a saber los derroteros de la sangre. Vaya uno.

27/09/2025

 

_____

Imagen: Mijail Larionov

Thursday, September 25, 2025

El Paraná en avenida


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hoy que el Paraná no baja en turbión, que apenas sobre sus desmalezadas orillas crecen briznas de pasto, me he sentado en bancos antiguos de la universidad, maderos de amores idos, a leer a Konstantin Paustovski, oyendo en los tributarios del Volga graznar a las zancudas y observar estrellas colgantes como monedas de plata en el alba inmensa. Hacía hora para los prosaicos avatares de la vida diaria, aquellos, sin embargo, que de realizarse me darían un amplio margen de movimiento, que me embarcarían en la estación de Tashkent hacia lo que sé y busco. Entre otras cosas, solo para mencionar una apasionante Asia Central.

 

En el taxi sonaba una morenada de esas modernas. Chac chac, chac chac, chac, como el dios mexica de la lluvia. “Esta noche volveré a bailar…”. Entre café expreso y lustrarme zapatos escuché con deleite a la banda municipal vestida de azul oscuro, tono que en las plantas de Paustovski toma matiz casi negro. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? Desde que en este lugar leía el retrato como perro joven de Joyce y Francine aparecía con cuerpo de reconciliación. Una amiga me mencionaba Leeds en mensaje de voz, preguntaba por la hermosa inglesa, por aquel 1988 de intensa cronología. Cuarenta años atrás, casi anteayer.

 

Jimi Hendrix canta: “And so castles made of sand/Fall in the sea eventually”.

 

Teoría del desmoronamiento, me pregunto. Pero acá estoy, ha cambiado algo la geografía universitaria pero básicamente siguen ruidosos jóvenes contando monedas para pagarse el almuerzo. Si no leo a Joyce en este momento, según bien podría ser, es porque aquel libro anda perdido en cajas gitanas. Aparecerá o no ya queda como detalle sin importancia. Ahora acompaño a Masha, muchacha personaje de Paustovski, camino de Kamishin. Miro en lontananza y no se percibe que el magnífico río baje en avenida desde el Brasil. Aprovecharé el tiempo, tal vez no me alcance para descolgarme del puente internacional entre Laredo y Nuevo Laredo, quizá ni me alcancen las manos para cumplir un destino que, pero y de todos modos, no tiene por qué ser mortal. Si se da, se da, y lo contrario no destruirá nada. Hay cosas que se posponen, otras que terminan y mueren. Tanto de uno y de otro ha fluido alrededor que la pena no puede pintarse de oscuro para siempre.

 

Páginas de mi libro que se lleva el río, elimina la tinta, el blanco del paisaje, se hace masa húmeda, y no que no tenga la belleza que puede poseer una obra literaria pero permanece efímera. Las aguas tibias descienden por los vericuetos del verbo y lo ahogan en dulce suicidio. Ni cómo esconderlas, el panorama vive expuesto al sol o a la luz eléctrica. Los Rolling Stones prestan su ritmo caótico y todo perece, a la vez que nace, en la inundación.

 

Quería hacer unas notas a Paustovski pero extrañamente perdí mi lapicero. Anotaciones al borde de la lista de compras: uvas rosadas, pollo trozado, palta tipo Hass, el Volga, la Unión Soviética, un piloto héroe y una beldad campesina. Por aquí pasó la guerra mas las plantas continúan creciendo y hacen ruido por la noche, iguales a hormigas roedoras que derriban árboles a modo de castores.

 

Me preparo con lentitud para salir de nuevo a la larga reunión con el sindicato agrario. Yo que leí a los Flores Magón, que cabalgué con Villa desde Ojinaga al sur, con Zapata y Felipe Ángeles, no reconozco en estos a nada que se parezca al sindicalismo al que me acostumbré. Fui sindicalizado gráfico en Bolivia y miembro del sindicato de trabajadores de la comunicación en Estados Unidos, por décadas. Lo que se presenta es salvaje capitalismo puro y nada más. Sin reivindicaciones agraristas ni lucha social, el imperio de la fortuna, riña de gallos en cualquier palenque que filmara Arturo Ripstein. Leí a Scorza y seguíamos la guerrilla de Hugo Blanco como la de Ñancahuazú. Sacaban los cadáveres hinchados de Vado del Yeso y ahora el dólar y la coca blanca rigen los destinos de lo que otrora fueron ideas. Y en este asco hay que bailar.

 

“Baby, baby, baby”, siguen los Stones. Ella se insume en la sombra. Su nombre cambió a crepúsculo, su apellido a penumbra. ¿Has visto, acaso, a tu amada parada en la sombra? Mal parafraseo una famosa canción. Es que el tiempo apremia y a mediodía ha llegado la medianoche con maletas de neón, casi una fiesta setentera en donde cubrían los focos de terciopelo para dar aire de anochecida a la tarde tórrida de limonada bailando a Los Iracundos.

 

Desde la pampa húmeda me piden que les cuente algo. He estado recordando, narro, cuando en el largo viejo Cadillac descapotado íbamos por la noche de Virginia haciendo alto en bares con música en vivo, lunares brillosos, luciérnagas del océano opaco. Con Fernando Vargas íbamos. Nos detenía una banda de bluegrass y gringas borrachas derramaban cerveza lager por el piso. Había cowboys como había civiles. Núcleo de la Confederación; dos bolivianos en tierras de Robert E. Lee, hasta en lo profundo del Shenandoah, donde duerme solitario el brazo de Stonewall Jackson. También cuarenta años se deslizaron por la pendiente de greda húmeda.

 

Steppenwolf, Leonard Cohen, Creedence Clearwater Revival. Fernando tomó un bote sin destino a orillas del río Potomac. Nos vamos quedando solos pero no es lamento de viejos. No, porque seguimos secando las cervezas de entonces, continúan como torrentes, se oye el Paraná tronando a ritmo de bachata. No morimos, cambiamos, seguimos la prédica del decapitado Lavoisier. Tetas de ojos mustios…

 

No era aquello el sombrío panorama de algún filme de Tarkovski; era exuberante. Sacábamos dólares del bolsillo que habíamos ganado en el trabajo duro y podíamos invitar tragos a muchachas que apenas podían pronunciar tu nombre. El reloj desapareció, nada marcaba las horas. De pronto, al amanecer, la gran ciudad se abría y crecía un domingo, un fin de semana en que me tiraría en cama vestido, tal vez me visitara la pelirroja que se hizo importante, fuera uno a saber la manera en que se arrojaban los dados.

 

Eso, respondo por escrito a las preguntas de Santa Fe, fueron los años mejores. Leeds se había herrumbrado en la memoria. La última vez que hablé con Francine me quedé dormido. Y sin embargo la amo, cuarenta años recorridos, y nunca más sus azules ojos de aguamarina. La perdí en el manejar interminable del Cadillac por nuevos mundos, difícil sustraerse al encanto del descubrimiento. Vicio del oro, del placer. Y mi último amor en la penumbra, hablo conmigo mismo sin interrogantes, dónde está. Sé dónde, muy dónde sé y cómo va diluyéndose, acuarela del año veinticinco, día que pasa.

 

Me hablaste desde un bar irlandés. Estabas en York y caí en sopor, el príncipe consorte que no despertaría para levantar a su amada del panteón de flores. Bueno, tarde ya, comienza  el jueves y van perfilándose panoramas inéditos.

 

Volga, Potomac, Paraná, voz de ríos terribles, cantos a su vez de ruiseñor, el de Oscar Wilde y el de los campos balcánicos. Escribo. Te escribo. Les escribo. Adiós, y si es para siempre, también para siempre, adiós, más o menos decía el poeta Andrés Ady. No estoy allí, ni estaré. El horizonte se luce de arcoíris y las piernas me sostienen con más firmeza que ayer.

25/09/2025

 

_____

Imagen: Hundertwasser 

Friday, September 19, 2025

El mareo de la noche


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Miro desde los ojos de Conrad Veidt en Das Wachsfigurenkabinett, el gabinete de las figuras de cera. Alucinados, centrados en la luz de reflector de la construcción detrás. Pausados vuelos de polillas madres, oscuros tonos jaspeados, prosa japonesa girando en espiral. Interesantes mujeres enamoradas de hombres mediocres, bebidas de fruta sosa, silente ebriedad con dulce aroma de ron. Puerto Rico y Panamá, máscaras del ser diablo, el devorador entre medio de calles coloniales y toscas meretrices.

 

Me he sentado en el atrio de la locura a debatir con Robert Walser y Oskar Panizza sobre los concilios de amor, conciliábulos de díscolos amantes. Pensamos que caían estrellas, luces de neón hacia el vacío, y eran las huestes del bello Lucifer en su viaje sin retorno al abismo de Dios. Santísima Trinidad, el padre, la madre y el espíritu santo.

 

El puente de Londres se ha construido sobre el caparazón de una tortuga somnolienta. Al fin se ha movido, que incluso los estáticos deciden avanzar. Se incendia, Daniel Defoe escribe con las candelas del fuego. Lo leo y arrojo lo leído a las negras aguas, de Dickens las aguas. Nostálgica Inglaterra, me repito en la noche chicha de Cochabamba, la t’uru noche, la de barro, de pantano. Walser y Panizza se fueron a dormir, queda colgando de un vértice de la luna un cuadro de Grosz que se diluye. Te evades por las calles de Leeds y me da pereza buscarte, te dejo perecer.

19/09/2025

 

_____

Imagen: Conrad Veidt 

Wednesday, September 17, 2025

El vaso de Sarajevo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cuicuilco pintada de naranja. El Xitle, volcán, pero en realidad malévolo djinn del otro lado del mundo, la cubre con tonalidades de fuego. Corría el año 100 o el 150 d.C. Si eran toltecas o mexicas poco importa. México no es para hablarlo sino para pensarlo, acariciar la cacha marfileña de un revólver grande como guitarrón o llorar, antes de que se vaya, a la que se fue. Dura contradicción, vivir entre exterior e inframundo, en brazos de cualquier chata de Tlalpan o acogido y masticado por el sombrío Mictlantecuhtli. Calaveras con lengua de serpiente. Eisenstein que entrega arte y culo en nombre de la piedra antigua. Lágrimas de sangre, sangre color de agua.

 

Para ello, por el líquido, saco la copa, vaso de cerveza en realidad, que robé de un bar de Sarajevo. No pienso, miro el cielo, albañiles como alfileres al arbitrio del viento montañés. Suena el klezmer, me acaba de llegar el disco desde Denver, junto a trova de Santiago de Cuba y música bosnia. Copa de cuando creía en el amor, diría en insulso dramatismo. Aún creo en él desde antes del nacimiento. Nací con él a cuestas y así me moriré con hermoso bagaje de memorias y bolsas multicolores de Papá Noel, lleno de ilusiones y exceso de llanto que fácilmente se transforma en contento.

 

Georg Trakl:

De noche me hallaba en un brezal,
Tieso de mugre y polvo de estrellas.
Entre las hojas de avellana
Los ángeles de cristal seguían sonando.

 

Ese mugido, sonido ronco, imita el de los búfalos de la floresta en Rusia Blanca o es el urogallo escondido en el brezal que intenta confundirnos, distraernos, para que no descubramos a los hombres siguiendo la melodía del clarinete. ¿Gitanos tocando klezmer? Mayores maravillas se han visto en los caminos de tierra de Moldavia, que parecen los de Sacaba anciana, del tiempo en que se fabricaban  adobes con tonos de chicha pálida.

 

Sobre la mesa descansan restos de comidas varias que se irán pronto camino del ascensor. La noche avanza con sigilo, semejara que no desea dormirse. Una mujer escribe un poema a un hombre; de belleza magnífica, palabras hiladas en oro, más brillantes de cuando Tetis vestía a su hijo Aquiles con la armadura de Vulcano. Qué no haría yo si ella me escribiera algo así. Me volvería Lucifer y al abismo me tiro. Rubíes devorados como cerezas, diamantes sus ojos romboides sin llegar a las fronteras de China. Agarra el teclado, que alguna vez fue pluma, la luz que solía ser tinta, y dime aunque sea un poco de lo que destellas para otro. Me acostaré entonces a vera del Río Amarillo e imaginaré que me pican víboras de cascabel que extrañamente llevan cuernos a usanza de los brujos kiowa. Hoy mi oscuridad tiene contextos luminosos, no hay desgarros y la pesadumbre se ha hecho juego de niños, serpentinas de carnaval en la fiesta del socavón.

 

Un camión empolvado atraviesa el pueblo de Cuchu Ingenio subiendo hacia el gran Potosí. Tiene carga de quesos fundidos y dulces de membrillo y batata enlatados. Un antropólogo argentino y dos mujeres de la misma nacionalidad que incluso detrás del polvo se ven bellas. Rara carga que pasó por Cotagaita.

 

La hermana muerta fuma cigarrillo tras cigarrillo. Lo mezcla con Coca Cola y papa frita. Mala recomendación, le advierten. Ella enciende otro y mira hacia el oeste por donde se ahoga el sol. Por donde pereció el cometa Kohoutek hace tanto ya que es demasiado.

 

Medio hombre, literal, vende desde una carretilla caramelos y chocolates en la calle Jordán. Lo veo a menudo cuando paso a comprar productos de los menonitas. Alguna vez lo he visto ebrio; mujer e hijo empujan la carretilla camino de una casucha de extramuros. Medio hombre tendrá solo medios sueños, me pregunto. O sus sueños serán más largos y extensos que las piernas que perdió. No lo sabré, supongo, pero en la calle Jordán, cerca del edificio de la renta interna, agita entre los dedos miskibolas.

 

Cargo el vaso de Sarajevo de vacío. Lleno ya está de recuerdo, no le queda espacio. Paradojas del amor.

17/09/2025