Wednesday, June 18, 2025

La marcha de Radetzky


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Gitanas de rojos vestidos cantan Selen Selen en las afueras de un muladar en Belgrado. En contraposición, la banda militar ejecuta La marcha de Radetzky y la Feuerfest Polka que nos remontan a los plumajes y el efímero garbo del imperio austrohúngaro.

 

Atravesamos un paso de nivel, o acueducto según mi parecer, y comenzamos a ver desechos por todos lados. Los gitanos reciclan, me dicen, y dejan lo que sobra en los lindes de sus tribus. Así, cómo no, este será el basural de fin de siglo. Cansados caballos oscuros se detienen para que los hombres descarguen muebles viejos, restos metálicos, cualquier cosa que pueda tener algún valor. Leeré, es menester, acerca de ellos en la vida urbana de la actual Serbia. Dudo que encuentre lisonjeras o al menos optimistas palabras al respecto. Años atrás, el 2008, lo había hablado con una amiga que llegaba a Denver de Budapest y que había escrito un tratado sobre los rom en Hungría. Quiero creer que siendo egiptóloga ya había estudiado sus posibles rastros en la arena.

 

Vi algunos en Betanzos, en la feria del pueblo a principios de abril. Compré botas de artesano con gruesos tacos de madera. Aún no he tenido ocasión de usarlas. Con ellas mediré arriba del metro setenta y cinco, se me hace. Mas no las obtuve por ello sino porque me había enamorado de su forma y color cuando el mes anterior recibí fotografías al detalle. Apenas he abierto la primera maleta y no las ubico. Estarán en la segunda con los pequeños recuerdos de las ciudades que visité. Me parece un siglo y son unos meses. Como la marcha de Radetzky esto ha superado el tiempo, casi bordeado la fábula.

 

Los brumosos últimos días de Aurora quedan en la memoria. Llovía y se diría que el otoño había caído confundido por las peleas de Juno y Júpiter en los lechos del cielo entre las nubes. Miami lo desmintió. Del avión vi una ciudad opulenta, de una riqueza que ni Trump será capaz de destruir. Suena el pitido de un tren en el tocadiscos y el ritmo azotado de baile popular. Recorro el número hasta la canción número seis, la famosa marcha otra vez.

 

Conseguí la novela de Joseph Roth en Valencia, 1986, y la mostré en los altos de la CNT original. Desde mis lecturas de las memorias de Ilya Ehrenburg andaba detrás de ella. Aquí estaba, llegados de París nosotros y alojados en Castellón al lado del mar. Tiempos ilustres, si tuviera que darles título, ilustres en el sentido de la gente que se reunió en la capital de Francia entonces con fin específico. Los irlandeses querían llevarme consigo a Dublín, y Senza Patria me invitó a lo mismo. No accedí. Ni siquiera con el tremendo aval que daba Léo Ferré al encuentro. Pensaba en Radolfzell, en el lago de Constanza, en Max Pechtein. Fácil dar lugar a la melancolía y hablar de lo que fue pero no es momento para eso, no cuando se comienza una vida y el aprendizaje retorna a los básicos que permitan convivir en asociación. Recurso fácil, la nostalgia, que en lo posible hay que tratar de eludir o darle su justa cabida en un texto que necesita ser más que únicamente lloroso para sentirse completo.

 

Hay encrucijadas, esta es una. Cuatro Esquinas era una zona en medio de campo abierto a la  que accedía en bicicleta por el canal de la Angostura. Nombre dado porque en medio de la nada era casi imposible hallar un lugar que iniciaba cuatro caminos. Hoy Cuatro Esquinas es inhallable porque hay tantas de ellas que ha perdido peso. Para las generaciones de hoy hasta parecerá una absurda denominación, carecen de la imagen desolada del campo de ayer donde esa cruz vecina marcaba algo especial. Hay estos vértices múltiples en la vida y cada uno va diluyéndose en la calma a medida que pasa el tiempo. Así como lo urbano creció sobre esta zona así crecen otras circunstancias que sugieren que es mejor no olvidar pero adelantar de acuerdo a la dinámica de la vida. Ya la mujer de Lot pagó el pecado; no hay por qué pagarlo de nuevo todos una y otra vez. El pretérito es parte del presente, vivo. No es objeto muerto. Comprenderlo nos quitará esa inútil penuria de soñar como Jorge Manrique. El buen tiempo no fue ayer sino el que viene.

 

Pequeñas filosofías acomodando el cuerpo en la baranda que mira al río turbio de Sarajevo, en la esquina donde Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, príncipe imperial de Austria, Hungría y Bohemia. Tal vez son más sabios los gitanos; quizá, como decía Bram Stoker, porque ellos han estado al otro lado. Selen Selen, carmesíes vestidos semejantes a flores agitadas por el viento de los Balcanes.

 

Miro documentales: siempre hombres armados, alabardas y mosquetes, caballos de hierro, yelmos y decorados, perfecta parafernalia para la sangre. El pretexto es que gracias a ello se forjó la historia. No lo creo. Una mañana del invierno de 1611, en los límites más allá de Viena, bajo el brillo de un sol amigable (dice Sacher-Masoch), están cuatro caballeros en el umbral del horror, de la narrativa, es posible que controversial, de la famosa condesa Bathory. El horror, presencia insalvable entre nosotros. ¿Necesaria? Lo dudo.

 

Ya saliendo de Eslovenia y penetrando en cuña en la península retornó Joseph Roth a la memoria. Al fin estaba en aras de descubrir un universo leído mil veces, imaginado diez mil, escuchado otro tanto. En ficción y en crónica. Balkan Ghosts es un libro imprescindible como diré todos los de Robert D. Kaplan. Lo tuve de trasfondo junto a los espectros de Kafka y los estudiantes de Franz Werfel y el maestro Stefan Zweig. Observo el río, corre fría brisa en la mañana, el color de estas aguas es casi naranja, no de un turbio “normal”. Elucubro que se debe a la historia, no a ninguna formación especial mineral en las fuentes en donde nace. A veces es una carga escribir porque detrás de las palabras vienen tantas cosas, ciertas e inciertas, que sobrepasan las capacidades del cerebro.

 

A la izquierda tengo el Danubio, en Belgrado; a la derecha el Sava. Me pregunto si estoy disfrutando como creí lo haría de esto y me respondo que sí. Es, a mi manera, transgredir los límites del espejo e indagar por lo desconocido. Si he de elegir una música que me acompañe es la marcha ya hablada, no solo por ser icónica de un tiempo que busco sino porque me enseña que lo efímero es una ventaja de la historia, una necesidad.

18/06/2025 

Saturday, June 14, 2025

Chac, dios de la lluvia, de Rolando Klein


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rolando Klein: un nombre que no me decía nada; una desconocida película con un tema interesante si se ha leído el Popol Vuh.

 

Klein, director chileno con estudios en Estados Unidos, vivió durante dos años en un poblado nativo, Tejepán, de la región chiapaneca, en México. Una rara atmósfera envuelve la realización del filme en 1976. Presentado al público, tuvo inexistosa y efímera vida en la pantalla, terminada con la bancarrota de la productora. Luego desapareció por veinticinco años hasta que en 2001 una empresa norteamericana lo recuperó y lo puso en DVD.

 

De argumento simple -Klein quería que incluso sus hijos pequeños la entendiesen sin saber leer los subtítulos-, la cinta despierta sin embargo conflictivas sensaciones que como semi occidentales tenemos ante mundos extraños. Rodada en dialecto tzeltal, hoy con subtítulos en inglés, se la considera un hito de la fílmica mundial, un "objeto de culto". La presentación de contratapa la hermana al Aguirre, la ira de Dios, de Herzog, a El Topo, de Jodorowsky y a Walkabout de Nicolas Roeg. Quizá la temática de perseguir un imposible, la búsqueda de la lluvia para aliviar la sequía del poblado en Chac, facilita estas similitudes. También la poética, oral o silenciosa, que la circunda. Hay en los mitos mayas una riqueza literaria excepcional, que sobrepasa sus posibilidades religiosas y que impulsa la imaginación. La sencillez argumental no se interpone entre el auditor y el suspenso que esa extraordinaria mítica aviva. La presencia de lo sobrenatural, que no necesita sino de algo de efectos especiales para subyugar, es más tácita que explícita y si bien no se concreta en figuras deja la sensación de haber estado ante un misterio que augura sombras, aves de rapiña, jaguares, transformaciones inesperadas que se dan únicamente en la cabeza del espectador.

 

La creación del mundo, o la definición del día y la noche que vendría a ser lo mismo, nacen, en la tradición cristiana, como efecto del deseo megalomaníaco del ser supremo de fundar la base de su devoción. Es unilateral. En la visión maya, el mundo antiguo se hallaba bajo el dominio de nueve señores de la oscuridad, falsos dioses que se alternaban el poder y mantenían al hombre maya en perpetua sombra, hasta que dos mellizos hechiceros logran con su magia seducir a los señores oscuros e inducirlos al sacrificio prometiéndoles una resurrección que jamás ocurrirá. La aparición del día para los mayas sobreviene a causa de aquel hábil truco. No otra cosa resulta ser el shamanismo que tratar de engañar al amo del universo, señores del fuego o del agua, con complicados ritos que aparentan tener como meta conseguir su gracia.

 

En Chac, los pobladores de la aldea recurren al auxilio del brujo local primero y luego al de un anacoreta de la montaña. Hay una brega subconsciente entre el pragmatismo -moderno en cierta manera- y la tradición con su gama de complicada teatralidad. El propósito es traer la lluvia que fecunde la mies, asunto que se logra al final cuando ya el cacique busca ejecutar al adivino por su supuesto fracaso. En ese instante se ha roto el delicado cordón que unía al poblado con las creencias ancestrales y lo pone ante una nueva y más difícil realidad en un campo ajeno y hostil.

 

Chac, catalogada como película más para el "interés de estudiantes de antropología" en la guía de cine Penguin 2004, donde además se confunde Chiapas con "un lago en Sudamérica", marca en verdad un punto que filmes incluso como El señor de los anillos explorarán dentro de otras culturas.

 

El negro cielo de Colorado anuncia lluvia. Quizá tengan razón los quichés y sea Chac que sobrevuela el espacio con su trompa elefantiaca, más calabazas llenas de líquido desde donde se desborda la lluvia.
29/06/2004

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/2004
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 2004

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019

Imagen: Chac, dios de la lluvia

Saturday, June 7, 2025

De apis y atoles


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.

 

A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.

 

Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que resultaba más bella que el francés en su conjunto.

 

Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.

 

Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la historia.

 

Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.

 

En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.

 

Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.

 

Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.

 

México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.

 

Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.

 

Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo revolviendo el atole.

29/10/12

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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 04/11/2012

 

Foto: Api con buñuelo 

Thursday, June 5, 2025

Semblanza de Solzhenitsin


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Una fotografía de Orel, otra de Riazán, los olores de Tashkent, la vieja Rusia, rediviva, recurrente, de mis sueños. Esta vez en la biografía fotográfica de Alexander Solzhenitsin.


Ha como tres décadas, cuando apenas se esbozaba la juventud, había cierta competitividad literaria con mi primo Jorge Soriano, mayor que yo. En sus manos vi, por vez primera, al gran ruso. Leía Jorge Pabellón de cancerosos, obra que muchísimos años después, me marcó la figura del autor de manera indeleble. Cuando Jorge avanzaba las páginas del Tom Jones, de Fielding, yo rebuscaba en los arcanos del romanticismo alemán. Cuando se adentró en las correrías juveniles de Enid Blyton, comencé a coleccionar y a vivir también aventuras, que alcanzarían un cenit inolvidable en la novela húngara de Ferenc Molnar: Los muchachos de la calle Paal, llevada al cine, con las viñetas -eternas desde allí- del viejo Jardín Botánico de Budapest.


Solzhenitsin caminó pausado en mi andar literario. El único, después del período revolucionario, que retomó mi amor por la literatura rusa. Hablo de un período que no incluye ni a Babel, ni a Sholojov, ni a Gorki o Fadeiev; pero con Solzhenitsin fue distinto: ahí estaba, incólume, el escritor ruso: era Dostoievski resucitado, Tolstoi, Goncharov, los grandes realistas.


El primer círculo
 me inició en su obra. Libro magnífico. Después fue puro entusiasmo que acunó gran dosis de nostalgia en sus Cuentos en miniatura. Había la paisajística de Gogol, al menos imaginaria. La largueza y la eternidad de la estepa, sólo comparable a los llanos patagónicos, a la interminable Kansas.


No se puede, ni se debe, olvidar al Solzhenitsin político, al del Archipiélago Gulag, para mí, en mi escasa juventud y conocimientos, la antesala de la gran crítica a la farsa soviética, la desmitificación de las ilusiones, el preámbulo que ya había ejercido Maxim Gorki en sus escritos "inoportunos", que posiblemente significaron su asesinato por el estalinismo y una parodia semejante a la de la muerte de Kirov con tendal de ilustres muertos. El Gulag solzhenitsiano denunció el horror escondido tras una cortina de espanto. No en vano Heinrich Böll afirmaba que a ningún hombre se le había echado encima, con tal magnitud, el poder del Estado como a Solzhenitsin, hecho que no cambió su actitud tranquila ante la vida, su rechazo al pasaje "de ida" -sin retorno- que le ofrecía la Nomenklatura. El escritor permaneció, silenciado a la fuerza, mas no inactivo. Rusia seguía creciendo en él, una Rusia que amaba y que vibra en sus páginas con la intensidad de los cuentos de Andreiev. Pabellón de cáncer se convirtió en libro de cabecera de mis veinte años. Prosa clara, discreta y poderosa, bella como un campo de abedules, terrible como ira cosaca.


Autor con mala suerte, rechazado e impublicado. Enviaba notas desde el frente, combatiendo a los alemanes, que le devolvían. Allí, en las baterías artilladas de Prusia Oriental, revivió su intento universitario de una tesis sobre la derrota del general Samsonov, en el mismo lugar en que lo arrestarían el año 45, por hablar mal de Stalin en cierta correspondencia con un amigo del frente ucraniano. Esa tesis, más todo lo escrito sobre el suceso, y sus pasos de prisionero en el sitio donde se desarrolló, culminarían la voluminosa y soberbia novela histórica Agosto,1914, de vívidos detalles y profunda humanidad.


Alguna recreación literaria lo acerca a Pasternak. Pintor maravilloso de la historia, devuelve sus pasos hacia los días primeros de la Guerra Europea, la catarsis que implicó para un país sobresaltado e incierto. Pronta vendría la desdicha, el desencanto; Solzhenitsin disecciona los acontecimientos que llevaron a la catástrofe rusa en un amplio espectro, incluido el militar. Las bases de Rusia estaban podridas. La inoperancia, la ineficacia del imperio mostraban al fin su faz, aunque ya la habían mostrado de modo vergonzoso en la guerra ruso-japonesa, donde un ejército de color derrotara la petulancia blanca de Europa.


Solzhenitsin valiente, que luego del discurso del poeta A.T. Tvardovsky ante el Vigésimo Segundo Congreso de la PCUS, decide sacar a luz Un día en la vida de Iván Denisovich, que el mismo Tvardovsky se encargaría de publicar y fijar su sentencia personal de ostracismo por las autoridades comunistas. Eran tiempos en que la palabra sólo podía expresar loas al Partido, donde escribir equivalía a subvertir... y leer lo mismo, a pesar de estar ya Stalin muerto.


Alexander Solzhenitsin vivió, en su adusta paz, siempre al filo de la navaja. El cáncer pareció destruirlo: "llegué a Tashkent como un cadáver". No lo logró, ni tampoco los ancianos jerarcas de la burocracia soviética, antítesis perfecta de la Revolución.


Leí un precioso libro, en inglés, de Solzhenitsin sobre Lenin en Zurich. Obra que desconocía, nos da otra semblanza del cerebro bolchevique, la oposición de la inteligentsia y revolución rusas a su "traición" de ser huésped de los alemanes en aquel ya mítico tren que se detuvo en la estación de Finlandia; la apropiación inteligente de las tesis de Parvus, el revolucionario "pequeño burgués" como lo recordarían los libros editados por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú cuando éramos estudiantes.


Escribiendo estas líneas acuno una sensación de tristeza. Es tan efímero vivir, no poder permanecer en nosotros más que por un corto espacio temporal, las cosas que leemos, que vemos, recordamos. Todo se insume en un conglomerado amorfo donde van perdiendo su distinción. Y quiero recordar "mi" Solzhenitsin antes de convertirme en olvido.

03/05/2007


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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo del 2007

Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), mayo del 2007


Imagen: Dibujo de Larry Roibal, sobre periódico, a la muerte del autor, 2008

 

Wednesday, June 4, 2025

La Nación Culebra de Pablo Cingolani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cristóbal Colón, cuando vio Tierra Firme, creyó haber encontrado el Jardín del Edén. Lo paradójico es que de principio se dedicó a destruir sistemáticamente lo que suponía ser el fundamento de las religiones. El espíritu mercantil, la fiebre del oro, resultaron con mucho mayores que cualquier abstracción divina, aunque ellas mismas gozaban de visos de ficción.

 

Ino Moxo, el brujo amazónico que habla en la novela mitohistórica de César Calvo (Las tres mitades de Ino Moxo), recuerda y dice de un tiempo donde el blanco no estaba, donde las naciones que no eran “bárbaros” sino hombres poblaban los bosques e interactuaban con ellos como lo que son: seres vivos. Pero Europa los “pensó” diferentes, desvalidos, confusos, equivocados, pecaminosos, y quiso arreglarles la existencia como mejor sabían: matándolos, hurtándoles, imponiendo figuras de dioses muertos que no respiraban como los árboles o las piedras, que no hablaban desde su podredumbre de yeso o madera como conversan la montaña y el bufeo. Entonces todo debía haberse acabado, pero algunos sobrevivieron escondidos en la penumbra del monte profundo, hasta hoy, donde otra vez el mismo ímpetu angurriento y “piadoso” ataca y desea arrebatarles lo poco que queda, enseñarles a vivir en las delicias del progreso.

 

Pablo Cingolani, poeta argentino en Bolivia, ya que nos obligaron a enmarcarnos dentro límites, ha pasado la vida intentando comprender aquel mundo evanescente, forzado a desaparecer. Como tal, combate en lucha de titanes en contra del poder establecido, cuyas aficiones-ambiciones siempre se dirigen a explotar inmisericordes los recursos naturales sin preguntar ni importar a quién pertenecen. La ceguera humana, que reproduce la del Almirante que incendia el Paraíso en lugar de adecuarse a él, no cejará hasta que no queden vestigios de quienes fuimos, espíritu que aún pervive -y en el cual debiésemos reflejarnos para aprender a continuar sin destruirnos- en los pueblos en estado de aislamiento, o en los remanentes de los grupos selváticos extenuados por la falsa liberación que les concede ya no solo el blanco, también el oscuro, aymara, negro, amarillo, cualquiera que tenga como objetivo el enriquecimiento a toda costa, con o sin retórica engañosa que al fin resultan lo mismo.

 

El poeta presenta batalla, dice en sus palabras previas que “también hay que darla en el plano simbólico, sentimental, místico, mágico, poético”. Para ello reúne textos que ha ido escribiendo en diez años y en miles de kilómetros caminados, descubriendo, y descubriéndose, en la Amazonía, rebelde y contumaz, aunque su obstinación no venga de un error, como sugiere este último adjetivo, y más bien de una dolorosa verdad que de epifanía parece convertirse en epitafio.

 

En Nación culebra, una mística de la Amazonía, Cingolani se nutre del largo poema que es el libro del peruano Calvo, mas no lo imita. Tampoco sigue la historia ficcionalizada de Quarup, de Antonio Callado, en donde el personaje busca en la existencia de los Xingú, respuestas para la suya propia. Pero es también literatura. En medio de la denuncia, de la tristeza, la angustia y cosas más que nos afligen al momento de sentir que se abandona la última tabla de salvamento, de todos como quiere el chamán Ino Moxo, crea, hace poemas, nos cuenta de la literatura de la selva que él va recolectando de sus ramas y poniéndola en papel, quizá una “fórmula para resistir”, como anotaría su prologuista Alfonso Valcarce.

 

Cuando los quichés de Guatemala, en el siglo XIX, pusieron en escena, después de escribirla, la tragedia de Rabinal Achí, los misioneros observaron espantados que se representaba algo muy antiguo, salido de los arcanos de la historia y mitología mayas, algo que no tenía nada que ver con ellos a pesar de centenas de años transcurridos entre la conquista y esta representación. La ventaja de los quichés era su número, que les permitió soslayar el tiempo y pasar de generación a generación las narraciones de sus ancestros. Suele ocurrir con los quechua-aymaras. Respecto a la Amazonía, esos mitos están en peligro de extinción, como las propias etnias que los recuerdan. La ballena Haisaoji, de los Ese Ejja, amarrada en el poderoso río Bahuaja, el Tambopata de la fiebre de oro y de dominio, iba finalmente a ahogarse, hasta que el poeta llega y le tiende un hilo de socorro. El precioso texto de Pablo Cingolani, Moby Dick en el Tambopata, descubre un bestiario inverosímil, aclarando, junto a San Isidoro de Sevilla, que el “monstruo” no lo es en contra de la naturaleza, sino de la naturaleza conocida. Afirmación de la que se podrían desglosar mil alegatos en defensa de los pueblos humillados y sus expresiones culturales.

 

Ya el poeta Homero Carvalho, que se reclama en parte movima, hablando de lo que se arriesga, aparte de la vida humana, en la destrucción del TIPNIS, rescataba el universo mítico de la selva, los seres fantasmagóricos, fantásticos, que para sus habitantes pueden ser fundacionales, que perecerían allí. Un genocidio y ecocidio de alcances insospechados. Podría ser el Madidi, el Manú, el río Madera esclavizado en represas para alimentar con soya a los chinos. De ahí la necesidad de defenderlo.

 

Libro fundamental el de Pablo Cingolani, expresión obligatoria de lo que no queremos ver, obviamos en incomprensible lógica. Poema en prosa y verso, tejido en maraña vegetal, calor humano y lo misterioso desconocido. Antes, siguiendo al chamán Ino Moxo, los indios de la Amazonía podían desaparecer a voluntad, para esconderse del asesinato, para castigar, pero las dimensiones del enemigo han alcanzado tal grado que ni eso basta, ya ni el “desapareció su cuerpo echando humo” (Stefano Varese sobre Juan Santos Atahualpa en La sal de los cerros) sirve. Estamos en la disyuntiva de seguir o de morir, comprender o perecer. Simple. Terrible.

 

Lorin Eiseley, en The Inmense Journey, afirma que “si hay magia en el planeta, está contenida en el agua”, esa agua que a diario ensuciamos con carreteras, minas y petróleo. Atavismos que debiesen obligarnos a renunciar a nuestra condición nacional y adscribirnos a la República Toromona, o a la Nación Culebra, cuyo manifiesto es este hermoso libro.

(Abril, víspera de la IX Marcha)

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/05/2012
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/05/2012

Publicado en FEVER (Volumen 14 Obra Completa), Editorial 3600, La Paz, 2021 

Tuesday, June 3, 2025

Del árbol llamado molle


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Así titula el capítulo CXII de la Historia de la Conquista del Perú por Pedro Cieza de León. Muchas veces, por el constante contacto que uno tiene con algo, se pierde la perspectiva de su importancia o su belleza. Ocurre con el árbol de molle, tan cochabambino y tan cercano. Cuando, luego de muchos años de ausencia, tropecé en Los Ángeles con árboles iguales a los de la tierra, sentí algo que fácilmente podrían calificar como "nostalgia de la patria", siendo que este concepto abstracto de patria no tiene nada que ver con el de herencia. Al leer a Cieza, antes de que hubiese patria alguna sobre la cual afirmarnos, vienen a la mente imágenes de árboles solos en las vertientes andinas de Cochabamba, de tupidas sombras sobre los lechos de ríos secos en el silencio de Cotagaita y demás valles potosinos.


Escribir acerca de un árbol quizá no parezca serio y sin embargo hay una literatura gauchesca del ombú, una vasta mitología africana del baobab, planta misterio que a duras penas cultivan hoy en granjas especializadas de Zambia. El molle forma parte de nuestra heredad, por encima de fronteras. Nombrarlo implica un acercamiento familiar, intimidad que han producido los años, confianza de una presencia antigua.


Delia Seyhun, nueva colonizadora boliviano-canadiense del sur de África, relata su encuentro con el molle en el borde que separa el Estado Libre de Orange y el reino de Lesotho, a orillas del Senqua que en lengua sesotho significa sauce llorón. En aquella lejanía, el molle cubre la región montañosa de Maluti que se extiende, ya en Sudáfrica, en la cadena Drakensberg (casa del dragón). Si abre los ojos, porque no necesita cerrarlos, le parece que la semiaridez del lugar, la arboleda dispersa que incluye molles, sauces y álamos chilenos bien podría llamarse Suticollo, Itapaya, Viloma, Capinota, Vinto, cualquier atesorado rincón. Interesante que no sólo el molle hermana esta parte del continente negro con el valle de Cochabamba: tanto zulúes como basothos fabrican un brebaje de maíz similar a la chicha y el pito -con azúcar- lo utilizan para largas caminatas igual que los quechuas.


Esta anacardiácea, Schinus molle, llamada comúnmente "pimiento boliviano" (Chile), "aguaribay" (Uruguay), "molli", "cuyash" (Perú), "molle"(Bolivia/Argentina), originaria de los valles interandinos de Sudámerica, se encuentra también en la Europa mediterránea, Australia, Israel, África, Brasil, México y Centroamérica y sus aplicaciones medicinales son diversas. La utilizan en Turquía como diurético y expectorante; en Argentina como antinflamatorio; analgésico en Sudáfrica; para la uretritis y la blenorragia en Paraguay; contra la bronquitis, asma y como antidepresivo... Las testarudas chicharroneras de Cochabamba continúan limpiando sus peroles con ramas de molle; lo mismo hacen con sus hornos las panaderas, sabiendo inconscientemente, por tradición, de sus grandes cualidades antibacterianas y antifungales. Hay pepitas de molle en el vino chileno y se las vende como pimienta en los mercados de Quillacollo y California.
En Córdoba, se bebe aloja de molle.


Se encuentran sus rastros en los enterramientos ancianos. Lo usó el soldado Pedro Cieza de León en 1550 y había en el patio trasero de casa uno macho y otro hembra.

09/03/2004


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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), marzo, 2004

Publicado en ECLÉCTICA, volumen 6 Obra Completa, Editorial 3600, 2018


Imagen: Molles cochabambinos 

Monday, June 2, 2025

El ghetto salvatruco/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Trasladarse una guerra desde la lejana Centroamérica hasta la capital de los Estados Unidos parece historia de ficción. Pero no lo es. Ya al comienzo del genocidio, en buena parte azuzado por el Departamento de Estado, comenzó la diáspora. Primero de población desplazada por el conflicto, empujada por izquierda y derecha, viendo a sus parientes ser asesinados por supuestamente alimentar a los insurrectos, o poseer una panadería y convertirse gracias a ello en odiado capitalista. Luego por la caza de brujas que se masificó y donde por sospecha caían pueblos enteros. Imperio de la sinrazón. Con un alzamiento, todavía considero así, de justa causa, y  masacre campesina, civil en general, por parte de la fuerza armada del poder que ya alcanzó de antiguo límites imposibles.

 

Roberto D’Abuisson, conspicuo miembro de la extrema derecha, se encargó de hacerla una guerra particular de extrema crueldad. Cierto que esa franja de tierra, la centroamericana, es cuna de espeluznantes recuerdos, y el líder de la ARENA salvadoreña, simplemente la continuaba. Avezado seguidor de grupos anticomunistas, como la Mano Blanca de Guatemala, actuó en completa impunidad, y sirviendo de frente a la política asesina del gobierno Reagan. Se me grabó en la infancia un reportaje de Siete Días, muy anterior a la guerra civil en El Salvador, detallando las actividades de grupos paramilitares que sembraban el terror entre la población indígena y la escasa sindicalización obrera, narraciones como las de un jefe policial que ponía a los subversivos apresados en moledoras de carne para con la sangrienta papilla alimentar su criadero de lucios. Entonces no se conocía a Rigoberta Menchú y la vitrina de denuncia que impuso esta mujer nativa. El crimen político, con inmensa cantidad de inocentes aplastados como anexo, viene de largo pasado, tan largo como centurias.

 

Entonces vivía en Washington DC. Hermosa ciudad y un barrio precioso de calles con árboles de hoja caduca, multicolores, apenas salido de la estación del metro de Tenleytown, a un paso de Georgetown y la delicia de sus bares, regatas y mujeres. Entonces me había afianzado en el trabajo. Pagado el clásico derecho de piso con su dosis de sufrimiento que cada quién juzgará a su modo. Vida paralela. La sordidez de los mercados, el barrio negro, North East, botas de trabajo y guantes duros para evitar los cortes. Continuo ir y venir entre refrigeradores y el exterior. Camiones que van y vienen, hombres como hormigas con carros de mano que suben y bajan de los camiones. Chinos, coreanos, negros, bolivianos, cubanos, turcos, armenios, ítaloamericanos, polacos, germanoamericanos, Babel misma y torres de frutas hasta el techo, como cuadros de Derain; rojas sandías salidas de la paleta de Rivera; cansinos y queridos negros cincuentones, de gruesa voz y canciones de Leadbelly, caminando fuera de las páginas de Faulkner. Cebollas y patatas; explotación de ricos a pobres; alcohol y más alcohol; crack y hasch. Vida doble. Llegar a casa, a mediodía, luego de babearse el pecho en el tren, dormitando el cansancio. La cama colonial, las coloniales pinturas de Hicks, el cd player que toca a Dylan. Ducharse, sin límite de agua. Dormir. Recuperar la vida en el sueño. Prepararse algo, salir al patio de bancos de piedra, leer a Schwob, escuchar Pink Floyd. Sentir el aroma de las plantas, tan distinto al espanto que hiede en la papa podrida, en los jugos blancos que salen de ella, blanda, pronto agusanada, cubriendo el ambiente con la pesadez del asco, por encima del olor del limón recién llegado, de las especias frescas en cajas especiales: albahaca y mejorana. Sólo inferior al de la sandía podrida cuyos efluvios llevaban características de batallas donde se dejaba los cuerpos a la intemperie.

 

Con altibajos, diríamos que por un lado había alcanzado la etapa burguesa de la vida de un inmigrante, y por el otro proseguía en las aguas cenagosas de la miseria y el vicio. Lo bucólico de mi jardín contrastaba con la delgadez opresiva de las niñas negras prostituidas y sidáticas. Era como una fábula de Monterroso, donde lo que parece ser no es.

 

Conocí muchos salvadoreños, hombres en su mayoría, que aparte de ganarse el pan intentaban desplazar a las pandillas negras del mercado para instaurar las suyas. Cargaban machetes cortos, que explicaban cómo utilizar para descabezar a alguien de un golpe. Relatos de bolsas de cocos llenas de cabezas humanas que se arrojaban en los amaneceres por las poblaciones rurales como advertencia. Al alba se abrían las puertas y corrían las mujeres aullantes buscando en las testas mutiladas la última sonrisa de los hijos. Una cosa inexplicable era la convivencia de los dos extremos del conflicto en este terreno neutral. Oí de grescas violentas y muertes, venganzas y juramentados. Pero a simple vista uno imaginaba que compartían tanto juntos, el mismo exilio, la misma huida, que el hecho de que meses atrás se mataran unos a otros se había reemplazado por la posibilidad de alcanzar nueva vida, con dinero que jamás soñaron y que costaba menos trabajo que la rutina cabrona de ser pobres en la patria.

 

Pero se hacía fácil discernir cuál era cuál. El simple campesino que perdió su tierra, que le quemaron la mies y le violaron las hijas. La muchacha que vio a su padre de rodillas mientras el coronel le metía la verga en la boca y después de la verga, la pistola. La muerte en todas sus formas, distante del fin romántico que tiene aire poético. La muerte perra. La muerte puta. El soldado, al que en principio quizá obligaron a disparar, pero que en la práctica de voltear muchachas, forzarlas y degollarlas, en el placer gratuito de ron casero robado y consumido, en tanto botín que venía asociado al estupro y el crimen, se hizo ducho y exigente y a quien trozar una caña de azúcar para chuparle el jugo, o abrir de un tajo el frágil pescuezo de un niño le daba igual. Esos vivían juntos, en barrios super poblados; iban al mismo bar, el infame El Salvador, donde el aire olía a dinamita y se miraba a las mujeres como presas de caza, como lo que siempre semejan ser los más débiles.

 

Cuando recién llegamos, un amigo y yo, buscamos alojamiento por allí, en unas calles de sucios edificios de apartamentos bien adentro del barrio de Adams Morgan. Subimos elevadores cubiertos de graffitis, de mensajes de odio referidos a la guerra. Pasillos atestados de niños, olor a comida en cada piso. Miradas agresivas de jóvenes que ya entonces comenzaban a raparse la cabeza. Era barato, y las dueñas de casa, que rentaban cuartos para ayudarse, a pesar de ya vivir en el departamento familia, o familias completas, ofrecían pupusas y café. Pero nos miramos. Finalmente éramos muchachos de clase media de la sociedad cochabambina, rebeldes pero contenidos. Aquello exudaba violencia, crueldad. Esa gente sabía lo que era recoger a sus muertos con cucharilla, escuchar el gemido del terror día tras día, noche tras noche, y de ejercerlo cuando la vida les permitía la oportunidad de la venganza. Nos miramos, dejamos las pupusas rellenas a medio comer, el café casi intacto, y salimos corriendo del ascensor para recibir el sol y el aire de la hermosa capital, ajena a lunares viscosos, como aquél, que latían incansables.

 

Encontré buenos amigos, trabajadores sufridos que repetían el paraíso que para ellos significaba Norteamérica. Y los otros, uno de los cuales, fornido, comenzó a abusar de un conocido brasileño a quien yo le había conseguido trabajo en la empresa de vegetales y fruta. Intervine, no utilizando la antigüedad que me daba prioridades allí. Cometí la imprudencia de desafiarlo a pelear, en las digamos caballerescas peleas que teníamos después de la escuela. A “puño limpio”

 

Dejamos el warehouse para meternos en medio de los trailers cargados. Antes de que atinara a darme la vuelta, saludar al contrincante, el individuo saltó, directamente a clavar los dientes en la oreja derecha, intentando separarla de su base. Lo habría conseguido con facilidad, el cartílago ya estaba mitad afuera. Lo estiraron. Perdimos el trabajo. Llamé a mi esposa que me llevó a un hospital donde los médicos, presuponiendo que no hablaba inglés, temían que de coserme perdería la oreja. Decidieron pegarla, con una goma especial y sostenerla con vendas. Medio que no creyeron que era ataque de hombre sino de perro. A pesar de que intenté explicarles el panorama: “the War, the War”.

 

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Publicado en Crónicas de perro andante (LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013)

Foto: Isabel Muñoz 

Sunday, June 1, 2025

Escribir con hambre/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El maestro Monterroso, hablando en El mono piensa en ese tema, dice: “(…) ese tema del escritor que no escribe, o del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan (…)” y muchas cosas más relacionadas con este ridículo y glorioso oficio de escribir.

 

Siempre me consideré ajeno al mundo de los escritores en cuanto a gremio. Mi alejamiento geográfico también ha sido autoexilio premeditado. No porque me considerara afectado por las personalidades del medio en sí, sino por una manía solitaria de disfrutar mi tiempo y mis cosas aislado. No fue hasta la aparición de las hoy imprescindibles redes sociales que comencé a establecer contacto con colegas de la pluma, a veces del puñal. No me arrepiento de ello. Me doy cuenta de lo enriquecedor que suele ser compartir con otros, pero abrumador al mismo tiempo. Ya en Cuba, como jurado de un evento literario internacional, me sentí como pato entre cazadores. Todos hablaban, excepto los cubanos por las circunstancias, de sus encuentros fortuitos o preparados en los lugares más diversos. El festival Hay, en Cartagena de Indias, en Berlín, en bienales y ferias del libro. Me sentí tercermundista, alienado, gleba, criminal y comprendí que esto de la literatura, y el arte en general, es un negocio, y que hay mercados, negociados, cuotas, de cuántas cuotas puede por ejemplo tener un país como Bolivia en la tienda literaria mundial. ¿O creen ustedes que se daría cabida a una treintena de autores de Burkina Faso?, por supuesto que no, sin importar que esos notables treinta negros de una desgraciada región sean magníficos. Pasa lo mismo con nuestro país, objeto de mirada de folklore y poco más. A veces no prima el talento, ni siquiera interesa.

 

Me echarán en cara el tema de Irlanda, mínima Erin con pléyade de geniales escritores. No es el caso. No hagamos política…

 

Guardo como un recuerdo muy preciado mi inclusión en la Unión de Poetas y Escritores de Bolivia, filial Cochabamba, siendo yo muy joven. No anoto nombres ya que son muchos y no hay que olvidarse de ninguno, pero era admirable cómo aquel grupo de poetas, narradores, novelistas, varios surgidos de las oleadas de Gesta Bárbara, dedicaba su tiempo a promocionar, discutir literatura, a producirla y a leerla. Invitaban a escritores del país a encuentros, o íbamos nosotros. Sé que hubo quien desdeñara su labor, desde una óptica sectaria y supuestamente moderna. Aquellos “viejos” tenían el espíritu indomable del arte y la rebelión. Al lado de sus corbatas o títulos académicos eran capaces de impactarse con textos de nueva literatura, o de querer, como me lo dijese uno alguna vez, vivir aquello de manejar ebrios por la capital de EUA, escuchando a todo volumen Born to Be Wild. Lo decía alguien que se hizo adulto apenas acabado el asunto del Chaco.

 

Escribir con hambre. La figura del Licántropo, Petrus Borel, haciendo oír desde el África la terrible expresión j’ai faim, tengo hambre, en una opción que de alguna manera rememoró Rimbaud y que no son (las dos) del todo inexplicables. O Simone Weil dejándose morir de anorexia bajo un entramado teórico que parecería enajenación. “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía”, suena el vallenato en el tocadiscos, y es así, tan simple como la versificación popular, que de seguro un atolondrado, y grandioso, Fernando Vallejos escupiría encima sin quitarle su verdad. Hallar un sendero por el que discurra la literatura, la propia, suele ser engañoso; quizá mejor ni buscarlo. Parto de la premisa que hay que vivir, vivir para contarla, si se quiere, no con ánimo de desmerecer cualquier otra búsqueda o de imponer rangos de valor a lo creado. Creo que cada quien lo hace a su manera, y, volviendo a la Weil, que al destinarse ella misma en persona a la experiencia del sufrimiento de los oprimidos, tal vez lograra lo que deseaba. Lo hice, en circunstancias muy distintas, y con personalidad en nada similar: me entregué a la dureza del trabajo físico, a martirizar el cuerpo como un yunque, la fragua donde Vulcano funde los escudos de los héroes argivos. O lo pensaba. Con los años he logrado no solo digerir los largos lustros de encantamiento obrero. Lo que aprendí nunca lo hubiera leído, porque hubiese sido de segunda mano. Y a veces pienso en cuánto ha influido ello en mi labor de escritor. Claro que es una carrera contra el tiempo, y los límites de la experimentación podrían ser fatales. ¿Acaso importaría? Porque no comprendo el empeño de eternizarse en algo, ni en un papel con algo magistral escrito. Será que no creo en la eternidad y sí en el placer.

 

En ocasiones nos emborrachamos con Víctor Hugo Viscarra. Hoy que otros han valorado su obra, los intelectuales se desesperan por ligarse de cualquier forma inverosímil a su memoria, su existencia, su legado. Cuando nos veíamos siempre andaba jodido, hambriento, dispuesto a aceptar migajas con un rictus sarcástico. Vivió lo que escribió y viceversa, y dentro de la tragedia de sus años creo que fue feliz. No recuerdo hablar de literatura con él, aparte de unas menciones a que su nombre venía desde el gran francés. La conversación giraba acerca del trago, de la capacidad de beber, de duchos y de pollos. Regalaba imágenes de crueles meretrices y arduos copófragos. De Sáenz no quería oír, para él no era más que un “Tribilín”, que en la jerga de nuestro tiempo era algo como un  huevón.

 

 

Otro fue mi querido Raúl Choquetaxi, desconocido porque jamás publicó. Era la literatura andante y la astucia de su vocabulario creaba estilos que sin duda en otro contexto y otro país le hubiesen dado fama. Caballeros medievales con las limitaciones, absurdos, luminosidades y grandeza de nuestro ser mestizo. Pasaron por allí, por las chicherías de extramuros, de inframundos, y me pregunto qué valor tiene la desesperada persecución del prestigio, el acicalarse para aparecer en las mil y una noches del mundo literario de nuestros escritores locales. Mejor sentarse a disfrutar de la tarde, a ver caer las frutas de los manzanos que por ahora están solo floridos. Pregúntenselo a Newton.

 

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.

 

Fotografía: Ligia Ferragutti, 2014

 

Saturday, May 31, 2025

Neil Young, inquilino de la muerte/MADRID-COCHABAMBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A Pablo Cerezal

 

Pregunto a mi amigo, que está muerto, ¿qué discos traes? Y me responde lo mismo que como cuando estaba vivo: cuatro de Neil Young. Con ellos llegaba desde el exilio, en Suecia, y con ellos viene este amanecer de junio, desde el fin de la calle José María Achá, en Cochabamba, que es ahora la calle de la muerte.

 

Lo veo de adentro, detrás de la blanca cortina de casa, tocando el timbre. Viene con Pepe y quieren salir. Caminamos la ciudad, de arriba abajo; nos sentamos en la plaza principal, de frente al mentidero de los viejos, y volvemos sobre nuestros pasos, tranquilos, riendo, observando algún culito ora redondo ora plano. Reunimos monedas, en los recovecos del pantalón, para comprarnos una Coca-Cola en los kioscos del estadio.

 

Chino ya no está; Pepe tampoco; la ventana de Ricardo al pasar luce vacía. Luz apagada, ninguna presencia de vida. Ahora, tres de la mañana, los he convocado a mi mesa de Aurora, Colorado, para conversar del tiempo, de si va a llover y del barrial que se hace en la plaza Franz Tamayo y no nos permite jugar fútbol. Observo nuestro colegio, con feos muros rosados. Las dos torres del baloncesto se alzan sobre ellos con largos cuellos de grullas chinas. Les sirvo Coca-Cola, visten igual que ayer, parece que no se han cambiado. ¿No hay guardarropas en la muerte, pregunto? No hay tiendas donde comprar, me responden, ni dinero que ganar. Al menos, prosigo, tenemos la música, y pongo Rust Never Sleeps, Neil Young & Crazy Horse, que conseguí en un tenderete de la rua Mauá, en San Pablo, dudoso entre comprarlo o comprarle una puta a mi soledad.

 

Mi perro Marco duerme sobre el sofá. Ligia ha puesto una manta blanca para que no se llene de pelos. Muy gordo, semeja un cerdito vietnamita, de esos que en Estados Unidos son mascotas y que allá, en el teatro de guerra, devoran crudos los niños. El hombre del cuadro con las manos cruzadas me guiña un ojo. Veo vaciarse la botella de cabernet sin que la tome. Una pálida ale ha tomado el color del orín, del que se mea y del que herrumbra. Estamos los cuatro, tres fantasmas y yo ¿o el espectro único tiene mi nombre y quien habita la muerte también?

 

¿Bailamos?

 

Pocas eran las muchachas que querían bailar. Puta época la nuestra, llena de remilgos. Un coito era más complicado de adquirir que la extremaunción. Dios, entonces, cuando venía, aquello se convertía en fiesta. ¿Bailamos? No, estoy cansada. Y nos sentamos, tratando de ocultar la dureza de la verga que se agita con vida propia detrás del zipper. Así en la negativa de pareja convivíamos con trago y con música. Hoy era Bob Dylan y singani; mañana Jeff Beck y chicha; hoy Neil Young y singani. Las mujeres soñaban con casarse y nosotros con viajar, después de un polvo. La soledad iba tejiendo su espesa urdimbre y antes de ser jóvenes nos íbamos haciendo viejos. ¿A quién culpar? ¿A los gringos, la economía, los milicos? There is a town in North Ontario, Neil Young comienza Helpless y cantamos. Pongo el disco. Creo que estoy solo, pero las figuras de mis tres amigos de a rato se materializan, sus voces no han cambiado, nasal la de Ricardo, idiosincrásica la de Pepe, calmada la de Chino. Tal vez, si somos aire, podremos ir con facilidad por el camino de ese pueblo de Ontario, por los bosques de Chicoutimi, donde vi tantos alces muertos que pensé que se había declarado la guerra entre Canadá y los alces, y que si debía alistarme en un bando u otro.

 

Chino lloró, en mil novecientos ochenta y dos u ochenta y tres, al recordar la prisión política en La Paz. Fue después que aporreé en la calle a un tipo que molestaba. QK Cossío daba vivas a la muerte, como Millán Astray, y yo golpeaba despiadado un rostro que ni conocía. Ustedes no saben lo que es la violencia, sentenció. Sus sollozos nos avergonzaron. ¿Qué te hicieron? No contestó. Llevaba boina negra, alta en su frente, de tanquista sueco (aunque el ordenador me corrige y pone tanguista) Sería mejor…

 

De Suecia trajo historias de amor libre, algo que nunca había pasado por nuestras puertas de endemoniada pureza obligatoria. Polacas dadivosas, de senos confundidos con la nieve y pezones rosa como flor de cerezos. Discos de Neil Young y de Bob Marley. Esa la herencia del exilio en Malmö. Guerrilleros que se quedaron, que no volvieron jamás. Era un mundo libre incluso sin ser afectuoso, un espacio de oportunidad y de igualitarismo que entumecía las páginas de Guillermo Lora, las inefables prédicas universitarias de rebelión, la teoría del futuro y la práctica del dolor. No cabía opción. Pero a Chino le dijimos: vuelve, el país vive una etapa interesante. Nos equivocamos. Bien pronto estaba acabado con los desdenes de una mujer tarijeña. Se borraron las líneas de un cercano y diferente pasado. Volvimos a lo mismo, a la rogadera y la invención, a mentirnos a nosotros mismos de que existía un porvenir, mientras que desde la derecha y la izquierda se reían los falaces.

 

Sirvo a cada uno, de un fuerte cabernet californiano que rebajamos con agua. Termino tomándome los tres, porque mis amigos, así lo quieran, no pueden sostener los vasos, ni siquiera ajustarlos. Helpless, helpless, helpless, helpless/Babe, can you hear me now?/The chains are locked and tied across the door/Baby, sing with me somehow.

 

Son las cuatro en México, las cinco en el Perú. Manu Chao pone el tictac del reloj. ¿Les importa que sea tan temprano?, pregunto a mis amigos, mientras cambio el disco. Para nada, tenemos toda la noche. Al alba nos iremos. ¿Cómo vampiros? Así…

 

Ese disco de São Paulo me siguió hasta España, camino de Francia. En Chamartín, o Atocha, ni recuerdo, nos pusimos a hablar con una chica alemana, Anja, de Neil Young. Le conté que mis recuerdos de Brasil llegaron a tres: Rusts Never SleepsWe Are the Champions, de Queen, y una pelota de fulbito. Y una lluvia que era diluvio vertical, como no había visto. De nuestro grupo, cuando salimos a husmear lo que existía afuera, siempre regresamos con un disco de Young, no sé por qué. Tal vez porque los tres difuntos y el redivivo convocamos esa magia años atrás cuando luego de salir del colegio nos reunimos en el cuarto de Ricardo, con unos aparatos Technics de primera para escuchar el álbum que mi madre trajo de Alabama: los mejores éxitos de Crosby, Stills, Nash y Young. Comenzó ahí, con las líricas de Déjà Vu, que no eran de Neil Young, pero con su inconfundible guitarra, la misma a la que con el tiempo le adhirió una pegatina con el rostro de Hendrix para vivir fraternos.

 

Camino por la plaza Franz Tamayo. El busto de yeso del pensador yace olvidado en un pedestal inmundo, con viñetas pornográficas y tontos mensajes de amor. Hay noche, y si hay noche hay oscuro. La José Aguirre Achá termina justo en la casa de Chino. Veo las enredaderas secas, los rosales polvosos, el nicho vacío de virgen en la entrada y oigo. Neil Young canta y se dirige a mí: Sail, sail away

 

06/2014

 

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2015 y Lupercalia Editores, Madrid, España, 2016

 

Tuesday, May 27, 2025

El fin del mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Debió haber comenzado allí. No lo encontré, andaba perdido en nubes celtas llegadas desde Cornwall, al otro lado del bravo océano. Finisterre. Nombre que permanecerá vacío por quién sabe cuántos años por venir. Este libro tuvo que tener sus primeras líneas salpicado por aquella sal. Cierto que ya hubo esbozos en Denver durante la primera estadía. Nadie en el aeropuerto de A Coruña. El cielo brillaba de azul. Azul color de amor, índigo. Así lo creí. Luego fueron cinco horas sentado con la maleta en una plazuela esperando que abriesen el hotel.

 

Entré unas veces al Café Hispano, una rubia pequeñita me permitió dejar el equipaje allí. Una señora peruana y su hija se ofrecieron a acompañarme para ver si conseguían que tomara mi pieza de hotel con antelación. Al fin, a las tres, pude tirarme en una cama y luego prepararme para salir. Debió ser el principio de todo y ahora, en ausencia, se transformó en el fin del viaje, las páginas últimas de dos mil kilómetros por tierra y otros cientos por avión. Finisterre fue Belgrado. Aeropuerto internacional aguardando por vuelo a Munich en avión de cuatrocientas personas. Acomodo la cabeza en el respaldar, pienso, no que Finisterre fuera más que mito para un escritor de viajes. Escribo sin mortificación ni tristeza. En sentido trágico podría afirmar que el libro no existe, que jamás se inició y mentiría. Y mentiría también que lo hice solo. Había alguien allí que prefirió ser sombra pero estaba, en cuerpo físico y voz. Sonaba McEnroe en la cassetera. Mientras tanto espero en Munich el vuelo para retornarme a Denver. Los alemanes sellan solícitos el pasaporte de USA, pronto estaré en la que fue mi casa, mis hijas estarán esperando. Medianoche de Denver, de mayo, algo fresca pero no fría. Tanto conozco estas calles, la pradera, la montaña. Lejos queda el mar bravío, la costa del nunca jamás, las páginas que se redujeron por el abandono de tres países que conformaban, uno de ellos, el centro de toda esta aventura. Bueno, es lo que hay, preparo el reingreso a Bolivia, tengo mucho por hacer. Un cuaderno de anotaciones irá pariendo una novela. Tendré de fondo canciones country de Neil Young. He reservado el disco para el momento.

 

Ideas para conformar un cuaderno de viaje. No un croquis arquitectónico de un bagaje de personajes al principio inertes de una novela. Más bien caótico, sujeto al azar, a que la lluvia que azota Lyon moje y borre lo escrito. Que la tinta se disuelva al grito de un cormorán de ébano en un café de costa cerca de La Coruña, cuando intenté con mi acompañante crear algo a cuatro manos. Había ella dado saltos por el borde del agua. La miraba, la misma mujer que me escribió, que me escribía, la misma que hablaba de Hércules y de Castelao, que me escribía la misma mujer ella que me escribía. La tarde se escurrió, ebria olía a pescado. Caminé a mi hotel con las manos vacías, sin dedos entre mis dedos, estaban entumidos y costaba ajustar las teclas del ordenador. ¿A quién puedo contar mis noches de La Coruña? A nadie, me moriré con ellas, con las letras no impresas. Si fueron mejores que las de Lyon, Ljubljana, Sarajevo y Belgrado tampoco he de narrar. Solo yo tengo memoria de dedos sin entrelazar, mustios como los de las viejas tejedoras de awayos. Secos, carentes de toda lascivia, de vida, buenos para cargar la mochila y ordenar las pequeñas cosas que se acumulan en el fondo de la maleta. Salgo y desayuno en el restaurante de al lado un plato esloveno. La muchacha, bella y sonriente, habla en mal inglés pero se entiende. Muchachas corren ahora, en shorts mínimos, por la avenida Fairmount, concierto de piernas, muslos sin cabeza avanzando en conjunto hacia la calle Québec. Atisbos hacia el futuro inmediato, modestos planes para hundir cualquier desasosiego que hubiese quedado de la trunca Bulgaria, de los pantalones negros ajustados por el mar cuyo nombre comenzaba con v chica.

 

Casi las diez, suenan las seis en Betanzos, las siete en Ankara. Desde la ventana se ve la amarilla estatua de Mustafá Kemal. Lentamente giro el picaporte, el de un castillo de arena, de naipes el castillo y ella me escribía. Mis dos están divididas, una en un pueblecillo de Francia a horas de París; la otra en Daly City; bebimos en el famoso Vesubio un par de cervezas y nos fuimos a amar a un hotel chino en el corazón de San Francisco con la ventana de agosto abierta y luces de California. La tercera dónde está, pregunto. Sé pero no respondo; significa que no sé. Casi ecuación algebraica con varias incógnitas. Amaba el álgebra, los árabes que lo habían inventado. Averroes lidiaba ya entonces con los fundamentalistas; lidio yo ahora mientras intento resolver la ecuación. Uso la antigua regla de tres que utilizo para la mayoría de mis cálculos. Vi hace poco a mi profesor de física y estaba más joven que yo. Ferrufino, señalaba, y proponía una pregunta de dinámica y otra de estática. Bien Ferrufino o mal, el tiempo pasaba así, cincuenta estudiantes mirándonos las espaldas.

 

¿Y el libro, lo olvidaste? Sí, al pie del Finisterre, que lo coja alguien y lo redacte. Sus hojas son de colores tibios, austrohúngaros. Que cada crónica vaya en un sobre. Tengo dos estampillas disponibles, la de Jack London y la de Hemingway. Carecerá de texto inicial entonces, demanda saber mi sombra. Tropo, metáfora, metonimia, sinécdoque para explicar lo explicable, la debacle del verbo y la dolorosa enjundia del fracaso. Y sin embargo continúo, voy cerrando con este escrito unos meses de vagar. Envío un par de cartas, una a Kiev y otra a Lviv. Me esperan en alguna calleja bombardeada, en un rincón sin luz. Hoy no pude estar pero cargo sus nombres en este breve libro que termina donde debió haber comenzado. Creo que este fenómeno implica que nunca se ha de acabar, que será escrito casi en sentido bíblico hasta el fin de la vida. Dios corría sobre el agua y era verbo. Está en estas páginas, cien de ellas y un prólogo. Un collage y gente que aplaude. No hay vivats, apenas tenue silencio quebrado por lecturas de esas tipo beata con que alguna gente lee. Si estoy conforme, lo estoy. Y no hay humo en este incendio, es limpio como vendaval de nieve. La nieve, después de caer, se cristaliza en las ramas de los árboles y se hace espectáculo. Este cuaderno es mío personal, mi cristal de hielo, mi recuerdo.

27/05/2025


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Imagen: Cabo Fisterra, Galicia

 

Monday, May 26, 2025

Detalles de viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alto entre Ginebra y algún pueblo de Austria. Converso con Malak, mujer nacida en Mostar y yendo a visitar a su madre a Belgrado. Habrá muchos altos en el camino, algunos ya entrada la noche. Diez y siete horas de viaje en bus no son pocas sino una eternidad. Cada parada hombres y mujeres conversan en serbocroata y fuman.

 

Recordamos Mostar, el puente y su arco antiquísimo. Fue destruido; parte de la estrategia conquistadora es eliminar resabios del pasado, de lo que fue antes de que ellos invadieran. Creo que ha sido reconstruido, pasó ya tanto desde aquello. Vi a croatas y bosnios, no recuerdo serbios, alternando en el trabajo en Denver. Físicamente eran tan iguales, altos, rubios, de ojos claros. Los diferenciaban sus nombres provenientes de cristianos o musulmanes. A veces era notoria algo de sangre gitana, o turca. Conflicto muy de antes, desde que los señores bosnios acogieron el Islam y obtuvieron beneficios y prioridades de los amos otomanos. Como en todo, se revierten las cosas en la vida y al que dominó le toca aguantar. Así Mostar y su puente fantástico, vínculo además entre poblaciones de diverso origen étnico y de distintas religiones. El profundo río debajo, el Neretva de las producciones de Hollywood durante mi juventud, como asociación mítica con la guerra, entonces la de la resistencia yugoslava ante las hordas hitlerianas y esta de hoy entre vecinos que se llamaron hermanos y se mataron siendo enemigos. Mostar. Tenía proyectado ir pero mis días se extendieron en Sarajevo y monté una y otra vez la colina que llevaba al hotel, pensando a diario en los lugares desde donde se dispararía contra los civiles. No lejos, en una encrucijada del río, las casonas están ametralladas fuera de cualquier reparación. La gente continúa obviamente viviendo allí y pareciera que se ha olvidado el horror. Error, no se puede ni debe echarse al olvido.

 

Conduje por Denver y por Aurora con mi hija mayor buscando plantas. Escuchamos awatiñas bolivianas en el tocadiscos. Le comenté cómo, en los años jóvenes, al simple sonido de las zampoñas, entrábamos en trance. En teoría éramos muchachos de origen blanco o mestizo, educados, pero al sonido de la tierra reaccionábamos danzando en círculos interminables hasta la luz del sol. También escuchamos un poco del más antiguo Elvis, Blue Moon of Kentucky, por cierto, bluegrass sobre el que he escrito antes en esta misma serie y otras canciones que se hicieron iconos del rock and roll.

 

Guerras étnicas. Las conocimos también nosotros, de lejos, en libros históricos. Pero hay una, sorda, actual, se escurre entre los tejemanejes de la sociedad boliviana. Quinientos años de España se fueron al diablo. Aparte del idioma ni sé qué dejaron, la corrupción tal vez. Si llegará el día en que esto se convierta en otra Yugoslavia, quién sabe, no podría decir que no. Ya sucede en pequeña escala cuando en comunidades rurales se caza “blancos” y se los sacrifica de la manera más cruel. ¿Pago por el pasado? Seguro. Bastante hemos leído en las novelas tradicionalistas, incluida la de mi tío Hugo Ferrufino Murillo, El Deregente, lo que ocurría en el valle alto cochabambino, por centrarnos en un lugar preciso. Aquel bucolismo de la infancia, cuando se podía caminar por el campo sin riesgo, se ha esfumado. Historias macabras se cuentan en los corrillos elegidos, de exploradores desbarrancados; también otras no menos tétricas y reales. Subir por la quebrada de Anocaraire, como lo hicimos en los años ochenta, equivaldría hoy a suicidio.

 

Estaba en Mostar y había impedimento de viajar hacia el pueblo. Creo haber visto el río Neretva en otra parte del país. Si lo encontraré en Mostar un día forma ya parte del mito. Esta señorita con la que hablaba subió al bus y la noche invadió la Bosnia inmensa. Hoy escribo en medio de la zozobra que sentí al imaginar la historia. Un instante y la existencia cambia, para peor. En un túnel de carretera se han atrincherado combatientes serbios, cerca del lugar donde nacieron. Alrededor los acosan sus viejos conocidos. La muerte sonríe beatificada. Las luces del colectivo dan curvas y a ratos iluminan sórdidas callejas. Creo que sentiría temor de caminar al anochecer por aquí. No sea que los comensales del “restoran” han salido a matar. ¿Cuán salvos estamos de desgracia entonces? ¿Cuán protegidos aunque nos encerremos en pueblos milenarios? Pero no podemos vivir en miedo. Es el peor consejero y ofusca hasta la mente de los lógicos, los analíticos creyéndose infalibles. Rojo, azul, blanco, colores de la bandera serbia, de la eslovena, de la madrecita Rusia al fin que sigue ejerciendo de maestro titiritero en ciertos países. La Rusia de Bulgakov, de Leskov…

 

Me acomodo en el primer asiento. Pagué diez extra euros para ir allí por la vista panorámica. Gracias a ello contemplé el macizo suizo, descreído que fueran montañas y no orcos imaginarios de pesadilla. Miro hacia atrás, la gente duerme, parece que se apoderó de ellos la inercia. Por mi mente saltan imágenes de Galicia, entre cuerpos y eucaliptos en el descenso de la colina. Paseo por el Lyon de antaño, los callejones semejan retruécanos de mal poema. El último cabaret que sugiere un nigeriano de Lagos que habla español está cubierto de telarañas. Parroquianos franceses beben cerveza a la intemperie, se siente la brisa que llega del Saona. He cruzado ambos ríos en mi periplo de kilómetros diarios para justificar la aventura. Se supone que debía estar escribiendo una novela y termino puliendo un breve cuaderno de viajes. Leí a Gauguin, el Noa Noa, su paseo por Tahití. Acá en casa de Ed los vasos cerveceros, delgados y chatos, vienen de esa isla que han denominado mágica.

 

Marcel Schwob deambula en vano buscando la tumba de Robert Louis Stevenson. Le escribe cartas a su esposa. Miro afuera el gris marrón cielo de Aurora y recuerdo sus descripciones de vientos de tormenta. Me causa cierto desasosiego imaginar a Stevenson en la isla. Hoy no estoy para islas ni mares tiburones. Mejor estaría mirando atardecer el Tunari, abrigado por zampoñas y ruido de galgas mortales en los pasadizos de montaña. Indios matan españoles y amedallados. Me pregunto si debí haber dejado el Ande por la incertidumbre del norte peninsular. Pero el viaje estaba programado, ese territorio añadido a la odisea posterior. Lo pienso ahora y lo pensaba en el tórrido avanzar de la vagoneta salida del Sarajevo serbio, no musulmán. No se hace nada confuso pero sí nebuloso. A ratos miro la carretera delante que semeja no tener fin. En Belgrado me espera un modesto hotel, la pieza 6 del segundo piso. Mientras no sea el pabellón número 6 de Chéjov.

 

Un albañil arroja mezcla de concreto al suelo y sin mucha elegancia le pasa un palo por encima y deja a secar el tapado hueco. Los albañiles bolivianos y mexicanos, con finos badilejos, dejarían aquello como un espejo para la reina de Saba. Que reinas hay, muchas y por doquier, y a veces pisan en falso el cemento fresco y marcan un rastro puntiagudo como si con formón de talabartero me lo hubiesen clavado en el cuello. Asuntos de mampostería, supongo.

26/05/2025

 

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Imagen: Puente de Mostar