Thursday, May 1, 2025

Acercándome a Troya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Estoy en Dacia. Asociados a los tracios, dicen de la población local; otros a los frigios pero parece no ser cierto. De todos modos, motes que relacionan con Troya, la de Homero, de la cólera de Aquiles. Pero quedó trunca la narración y leemos acerca de mucho más: de la muerte de Paris, el secuestro de las troyanas, Pentesilea y las amazonas, los etíopes de Memnón, Eneas en otros. Las últimas páginas del poeta ciego son del cuerpo de Héctor arrastrado por los corceles del Pélida; la humillación de Príamo; la hidalguía del vencedor. Juegos mortuorios, bueyes asados, brillantes lorigas y el silencio de las naves en el ponto.

 

Abro el mapa, sitúo Belgrado en él.

 

No iré a Pérgamo ni visitaré ciudades turcas ahora, pero me he puesto a pensar cómo cuánto, y cada vez más, me voy acercando al centro de mi imaginación literaria: Troya, la Ilión de Heinrich Schliemann, que también estuvo en Micenas, tierra de los Atridas Agamenón y Menelao. Rondo alrededor, hasta el Bósforo he llegado. Hasta, del otro lado, observar la costa de Edirne y mirar hacia el norte, a la tierra por conquistar con la espalda dada a la Sagrada Puerta. Una Adrinópolis que Miguel El Bravo soñó, y desde la cual amenazaba cruzar en sentido contrario.

 

Mapa de dos metros de ancho. De Portugal a las estepas cercanas a Sumy y Poltava. De Belgrado a la ciudad del poeta Ovidio, Tomis, la actual Constanza. A ella quiero ir pero calculo que desde esta ciudad será un viaje de casi veinte horas. Una opción que sopeso es la de Sofía, a cinco horas de aquí, permanecer un par de días, salir hacia Varna, ya en el mar, por otros dos. La distancia hacia Constanza se habría reducido considerable. No queda mucho, el mes de mayo, y falta Braila y quizá Chișinău, Moldavia. De todos modos visitaré la Dobrujda y Besarabia, cuna del famoso como nefasto Grigory Kotovsky, de quien los rusos hicieron una magnífica serie televisiva. Vi su tumba en el oblast de Odesa en donde los partidarios de Benia Krik, el Rey, se vengaron asesinándolo por su participación en su muerte.

 

Tierras de sangre. De juncos y aves zancudas gigantes.

 

Estando en Sofía estaría a un paso de Troya. Todavía dejo un misterio muy íntimo que me impide concretar esta visita hoy. Ilión es sólida en el imaginario. Sudan caballos de guerra, Patroclo infesta las naos con brillo y armadura de sol. Vulcano martilla incesante, de los metales que forja vuelan estrellas hacia la vía láctea. En el próximo viaje quizá, muy posible al acercarme a Armenia y Georgia siguiendo el paso de los argonautas. Eso si el mundo no ha estallado y humo y ruinas reemplacen las olas del lago Van.

 

Lo he pensado antes. Cuando Roma caía a crepúsculo en el noveno piso. Cuando en Odesa me sentaba, cerca de la estatua de Richelieu, a contemplar las actividades del puerto y la infinitud del líquido. Gentiles rodaballos miran desde el suelo del mar al cielo. Miradas curiosas o esperanzadas, difícil decirlo. Luego colgarán secos en el mercado de arriba de la Preobrazhenskaia y curiosidad y esperanza formarán parte del mito de nadie. Solemos creer que eternos somos. Apenas rodaballos, peces, pescados.

 

Mañana del primero de mayo, Belgrado suena calma, olor de café casero, perros callejeros que no he visto hasta ahora dormirán en algún lado. Tengo comida y jugo de naranja. Entraré en la mínima ducha y me emperifollaré para fiesta sin danzantes. Insondable soledad de este viaje. Polvo, camino, maleta, lectura, miradas al vacío, al pasado del vacío, fracasos, triunfos. En un mes aproximadamente enfilaré a casa, a las dos casas. A la final, con mis cuadros de Otto Dix y Christian Schad, a reafirmar la vida y mejorarla. Hay cosas que hacer, trabajos duros corporales y asuntos de espíritu. Labores que hubo que enfrentar antes pero que se hacen hoy. Nunca es tarde para forjar el hierro, jamás. Entregado el cuerpo a Hefestos, Vulcano, sabrá él hacer de nosotros espadas de largo filo o adornos de jardín. En Cochabamba me sentaré en el sofá negro a leer, mirar la cordillera y aguardar por llamadas que solían ser magníficas meses atrás y que supongo siguen pendientes del aire, lucecitas navideñas o ninfas que han de asomarse apenas encienda las luces al entrar, las apague al dormir.

 

Troya nunca descansa, cuál de las Troyas preguntarán ya que es un túmulo de historia. No importa si la piedra tal o la estatua cual pertenecen al período del fabuloso conflicto. Es lo de menos. Alma de Troya. Las flechas del pútrido Filoctetes vuelan malditas. Guerra de dioses, no de hombres, estos, tristes, son desbarrancados hacia el abismo con líricos cantos fúnebres. Aquileo descansa, si es que un hombre de semejante temple puede descansar. Guerra de dioses. La vida no vale nada reza una canción mexicana. Si conocieran aquella geografía, esa de la vuelta de Dolores Hidalgo, verían que no la vale en serio, que no miente José Alfredo. “Pronto llegará el día de mi suerte”, cantaba Héctor Lavoe. Malhadada asomó ella, igual que para el héroe griego pero en instancias con antelación decididas. De allí me nutro, de veleidades divinas y mundanas, sueños, fastos, sangre de Deyaniras degolladas con escasa proyección al universo. La sangre se seca, tórnase polvo, tizna rostros de nuevos y feroces guerreros, levanta Macedonias y hunde Persias. En Maratón no se consolidó nada siendo que ya estaba escrito. Y si escrito estaba, era literatura. Vuelvo a decirlo, de esas fuentes bebo yo. De la imaginación febril que creo mía, única, sin darme cuenta de que ya la soñaron, como a mí mismo, que lo que mis manos redactan sobre el papel son manifiestos muy antiguos, letra sobre letra, civilización por civilización. Un general arroja sus cartas en el Indo. Truenan elefantes con trompetas de la extinción de una era. Cartas que no se pierden, que siempre estuvieron flotando. Ya entramos en el mundo existencial, de preguntas sin respuesta, de ellas sin cuestionamientos.

 

Vago por las rocas, allí debió estar el Escamandro, río hombre semidiós. Llevo un cuaderno de notas sobre cuyas páginas no he escrito; no lo haré, lo cargo como si fuera una joya, collar o diadema. Me recostaré mirando el montículo, sagrado para mí, e inventaré una historia, jamás plasmada, en la que hablo de un niño que miraba la preparación de las naves de los aqueos, el recuento de guerreros, y que, a la vez, oteaba desde las murallas hacia el mar de fondo. Desde ese choque mítico y contradictorio escribo yo. Y no vale si pronto o tarde llegue para mí un día de suerte. No guarda importancia. Cierro los ojos, no quiero volverlos a abrir.

01/05/2025

Tuesday, April 29, 2025

El camino de Belgrado


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En Un puente sobre el Drina Ivo Andrić narra con detalle el proceso de un empalamiento. Tan vívido que me hizo escribir, en la década de los ochenta, un breve texto que se llamó El arte de empalar. Crueldad humana que no busca solo imponer la muerte sobre el “enemigo” sino alargarla en medio de interminable dolor. El hecho de que los maestros empaladores fuesen tan cuidadosos a tiempo de introducir el palo afilado en el ano de la víctima, de no dañar ningún órgano mayor que pudiera causar el deceso, lo demuestra sin más. Casi se diría que con martillos y golpecitos suaves y sutiles estos eran suerte de orfebres, de joyeros carpinteros verdugos, duchos en el arte de matar sin matar.

 

Tremenda época que sugirió a un noble valaco como su cénit en este tipo de oficio, pero que era materia común en aquellas regiones del centroeste europeo. Nada privativo de ellas, por cierto. En el siglo XX, finales, era normal en la brutal guerra civil colombiana, por solo citar un ejemplo. Recuerdo un filme, olvidado el título, donde aparece una figura que al acercársele muestra un empalado. En medio del mutismo, niebla, ciénagas, donde el hombre se halla solo a merced de los otros que, siendo hombres como él o ella, no lo son en realidad. Monstruos de oscura ciencia ficción.

 

Amanece en Belgrado. Pequeño hostal céntrico. Luego de ocho horas de viaje en un pequeño bus he salido a observar el entorno. Instinto animal que me obliga a indagar lo que hay alrededor, con ánimo o sin ánimo de acciones. Simple observación, conocimiento, ver huellas que no se ven, como los baqueanos de la pampa interminable. Brizna de hierba doblada, polvo removido, gota seca de sudor sobre la arena… Ya me estoy poniendo en modus gauchesco y entonces lo dejo.

 

Vi el río Drina en Zvornik, ciudad fronteriza entre Bosnia Herzegovina y Serbia. La estación de bus como aquellas antiguas bolivianas con baños en el piso y mugre por doquier. Grandes aguas por las riberas, la naturaleza es plácida, aromática, febril en su belleza. Olvidé los palos ensebados del novelista y solo contemplé botes mecidos dulcemente.

 

Este debió ser el camino de Poltava pero muchas cosas cambiaron. Me las sé yo. Comenzaría en el Finisterre y acabaría en el este. Pareciera, a modo de poner el mundo en su lugar, que terminará donde debió haber comenzado. Algo debió decir Azorín acerca del círculo…

 

El taxista me señaló el Sava y a la izquierda el Danubio. Soy todavía como un niño al respecto. Se me heló el corazón al igual que me pasa cuando encuentro un amor. Recordé, tirado en cama con las manos detrás de la nuca, la sensación que tuve al ver el Dnieper en Kiev por vez primera. No se puede describir, no se debe; hablar del aire, de la brisa, de la infancia que llega subrepticia en medio de la pena. Instantáneas del paraíso nunca perdido, John Milton.

 

El paisaje del lado bosnio es con mucho más lindo que al entrar a Serbia. Diferente, como lo era el esloveno y sus efluvios alpinos. Para tomar el camino de Belgrado fuimos de Sarajevo a Sarajevo Este. El chofer hizo una parada y quitó su signo de taxi. Me pareció extraño. Pero un cartel lo aclaraba: “Bienvenidos a la República Serbia” (dentro de Bosnia Herzegovina), la de Karadžić y Mladić, sombra del mal. Creo que observé un único pequeño minarete perdido. Señal de que aquí no se solucionaron las cosas; la calma aparente no es calma sino peligro adormecido. La estupidez humana concibe cualquier feroz desatino y lo dora de lógica. ¿Estaría yo observando por última vez un Sarajevo que me conmovió? Tan solo detrás de unas colinas el ambiente cambiaba. Ya no mujeres con el cabello cubierto, ya no músicas del oriente que danzan los mozos de la capital mientras sirven café y baklavas. La suerte está echada hace mucho, en la soledad de Noé llorando la borrachera. Hijos rumbo a separados caminos. Allí se perdió, no en Caín, la especie.

 

Obreros vacían concreto en el patio. Ese sonido es precioso, cuando la pala raspa el piso y mezcla arena, cascajillo y cemento. Lírica, si lo sabré yo que lo elogio, porque cuando uno tiene que hacerlo en persona, mezclar a pala para la construcción, es pesado, duro, los hombros se agotan con rapidez, los antebrazos pierden fuerza. Peor para un picapedrero como yo que pasó ya la mañana queriendo romper mármoles de metro y medio sin éxito. Ni para afirmar que chispas estelares salían de los golpes del combo sino pedazos de roca que se clavaban en mejillas, ojos, cabeza. La filosofía radica en aceptarlo, porque después esa piedra partida mostraba un fantástico mesón rosado o negro para una casa rica y quedaba el placer, por mínimo que fuera, a compartir un espacio de arte. Luego de la puteada, la paz, más valiosa resulta así.

 

Primera mañana de tantas primeras que voy teniendo en este viaje. Ha cambiado la dinámica, sin embargo. Ahora hay ordenanza de trabajo, voluntad de escribir, metas propuestas que serán metas logradas. En los altos, cuando descanso inevitable se necesita, estará el poderoso Danubio acompañado de humeante café. Río que he de perseguir hasta un preciso recodo de creatividad y empeño. En esa curva que hace, de donde toman vuelo garzas, arrendajos y moscones, saldrán páginas para homenajear a Panait Istrati, quien con el cuello vendado luego de un intento de suicidio se puso a contar. Espero ser fiel al maestro, permitir que el sol duerma calmo por sobre los musgos, no pisotear la paz de los caídos; respetar el silencio, jamás abrumarlo.

 

Francine me regaló Kyra Kyralina, comprado en la esquina de las calles España y Heroínas. Dónde andará ella que no lo sé. Fuimos jóvenes y bellos y basta. Su silueta recortada contra las rocas de Liriuni, el sonido de decenas de pequeñas cascadas de agua helada. Suficiente para la eternidad, todos los llantos secados, las voces dormidas. Enfrente el camino de Belgrado se ha detenido un rato. Debo tomar aliento pero polvo a recorrer todavía hay. No leo ahora, escribo, siguiendo el sabio consejo de mi todavía ayer viva madre.

 

Me alargó un libro: Xavier de Maistre. Y me dio a Unamuno para hacerle contrapeso. Al salir activó el péndulo del reloj de pie. Jamás se ha detenido. Hoy, desde la infinitud de su presencia, ha activado los dedos de mi mano derecha y señalado el camino: escribe, escribe.

29/04/2025

 

_____

Imagen: Jean-Michel Basquiat

Saturday, April 26, 2025

Soy los ojos de mi padre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Soy los ojos de mi padre.

 

1939, él, Joaquín, y Armando, el portentoso abuelo de casi dos metros, pintan con delicadeza banderitas de color. Lo harán por los próximos seis años. En un mapa adosado a la pared irán marcando con alfileres avances y retrocesos: la imparable macabra cruz germánica, el rojo ruso, banderas menores, movimientos partisanos, tropas húngaras, rumanas, españolas e italianas camino de la estepa. La guerra se reduce a un casi juego infantil en donde Rommel, Montgomery, von Manstein, Zhukov y Vatutin hacen de soldaditos de plomo. Luego vendrán Bradley y Patton. Singapur martirizada, Bataan, sucia guerra de la selva. Habrá guerra limpia, cabe la pregunta, o simplemente nos referimos al sudor y las alimañas tropicales.

 

Mueven las manos del niño las señales del camino de Bakú. Stalingrado es la piedra tropezante. El mapa permanecerá en ese sector momificado. Triunfos y derrotas entre edificios no cuentan para la perspectiva mayor. Trabaja el silencio. Me acomodo contra la fría pared y leo a Henri Barbusse acerca de Stalin. Este segundo niño de once años no acomoda emblemas ni en mapas ficticios pero se nutre de conflictos: batalla del saliente de Kursk, las Ardenas, toma y retoma de Jarkov. Ayer me sentaba en el banco húmedo de un parque en Sarajevo y recordé Kharkiv, los asientos para jubilados asoleando su miseria, contándose interminables cuitas de cincuenta años. Sorbo la cerveza ucrania ligera en vaso de plástico. Dobro utra, saludan. Respondo. Spasiva. Respondo. Pongo los pies a caminar, que me lleven por cualquier rumbo, botas de siete leguas que han comido polvo y bebido lo que hubiera.

 

Café turco. Pequeño, diría espeso. Rechazo el azúcar, mientras más amargo, mejor. En algún lugar de Turquía central está muriendo el padre de mi cuñado. Podría ir, aprovechar el trayecto para visitar Salónica, de la que hablábamos con Víctor años atrás antes del final. De la hermosura de las mujeres armenias, la piel más blanca debajo de los cabellos más negros. Casi bola coreana del destino, el ying y el yang. El pez bueno y el pez malo de los piscianos, aunque esta digresión va arrastrada de los pelos y no encaja bien.

 

Busco un kilim para el departamento en Cochabamba. Pero los que toco son fabricados para turistas, quizá incluso chinos. Y deseo uno tribal, hace falta allá, extraño mis alfombras orientales. Aly se quedó con la afgana y Emily con la persa, como correspondía. Sueño recurrente de una casona victoriana en la que el piso esté totalmente recubierto de ellas, una al lado de la otra, armadas en rompecabezas de magnífica presencia. Imágenes y tonos, enhebrados fantásticos como tejidos por brujos. Gurdjieff conduce un tren hacia Europa con miles de ellas, su fortuna. Escapa de combates y revolución. De esa que Shklovski narraba con espantosa belleza. Katherine Mansfield, la gran cuentista y seguidora de George Ivanovich Gurdjieff, sentenciaba: “Make it a rule of life never to regret and never to look back”. Trenes de nunca más, trenes de la ausencia en voz de Luis Aguilar. Humos que al igual que las aguas, salidos ya de las torretas de las locomotoras, no vuelven nunca jamás. Así hubo alfileres torcidos en los conflictos del mapa de Joaquín y Armando, cuando los finlandeses aporrearon al ejército soviético y estos inventaron monstruos míticos de los bosques escandinavos como la causa de su derrota. Soldados rojos crucificados en el aire, casi símbolos rosacruces congelados por encima de la nada. Alfileres que hubo que desechar, que retornaron al neceser de Neptalí la impertérrita, abuela de la humanidad y albacea de la calma, según las mujeres suelen ser para beneficio colectivo.

 

Entre mechillas y carretes de hilo. Agujas de un palmo de largo y ojo de cerradura, garfios mínimos y ganchos aun menores. Arsenal de otras guerras domésticas, la del zurcido y el autoengaño, que pobres no somos si todo está bien cosido.

 

Pues sí, parque de Sarajevo, cruzando el río por el Puente Latino, apenas curvado, enfrente del lugar donde perecieron Francisco Fernando y Sofía de Austria en un momento precario de la humanidad que aguardaba por el menor pretexto para encender la bomba que ya ardía. Esquina donde la muerte se ha posado con nombres propios. No implica que la tragedia se ciñera sobre Bosnia entonces. Ello ya estaba marcado de mucho y su principio se perdía en el tiempo y el fin anda igual. Mirada de Kharkiv, añadiría sobre mí, muy parecida a la de siete años atrás, al amanecer real de las Europas del Este y Central.

 

Una mujer musulmana me regala un rosario, especie de, oscuro; otra me entrega uno claro. Con palmas elevadas hacia el cielo recitan jaculatorias que piden mi ingreso en la gloria, me hace pensar. Los guardaré para mis hijas. Hechos de cuentas de plástico barato, brillosos pero trascendentes. Fuera de cualquier desvanecimiento religioso agradezco sus bendiciones con sonrisa y palmas hacia arriba para la grandeza de Alá. Nada pierdo, mucho gano. Llovizna por el río turbio. Triste sería morir en estas circunstancias, mojándose los hombros y la sangre deslizándose hacia las bocas de tormenta. Dirán que no hay muertes mejores o peores. Yo se lo preguntaría a Juan Rulfo.

 

Soy los ojos de mi padre. Tendría él casi cien ya y estaría pegado al teléfono escuchando mis historias. De mi madre también, por supuesto, pero me refiero a él por su prurito geográfico-histórico, por lo que me enseñó y fui aprendiendo bajo su guía continua y firme. Él me hizo conocer a Mustafá Kemal Atatürk, añadiendo que lo que Bolivia necesitaba era un carácter de tal índole si quería arrastrarse fuera del foso. A pesar de lo controvertido del líder turco ningún político boliviano se asomó a sus canillas. Por cierto que las diferencias culturales, las circunstancias pesan, pero también cosas como la solidez, la visión, el compromiso.

 

Muchos turcos alrededor. Supongo que el turismo en Bosnia es fructífero para ellos. Viendo la opulencia del aeropuerto de Estambul puedo deducirlo.

 

Ojos de mi padre soy, ojos de verde agua. Marrones los míos, no tan vivaces pero atentos. El atlas extendido sobre la mesa hoy, en el muro del pasado, sigue dando lugar al movimiento de alfileres, de alfiles y torres y caballos y reinas y reyes y bufones saltimbanquis. Calzo para la lluvia un impermeable color de tierra, de trinchera en Verdún, de greda que crea cerámica y pocillos de barro de donde rebalsa el violeta de la dulce aloja.

26/04/2025

Friday, April 25, 2025

Solitary Man


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Concierto de colores, la comida bosnia. De sabores. Armado arquitectónico para la estética. Una bellísima mujer atiende, negocio familiar. Cabellos y ojos de la noche. Conversamos en inglés. Pido una copa de vino tinto de la casa. Fuerte, áspero; necesito un vaso de agua al lado para domeñarlo. El centro de Sarajevo dicen que se parece a París, el del Quartier Latin, o el Marais. Con la salvedad de las señoras de cabeza cubierta pero rostro libre, a la usanza irania más o menos. Muy pocas, muy muy pocas, con burka. Pupilas de gran belleza saliendo de negra caverna.

 

Para entrar a las mezquitas hay que seguir la tradición. Implica descalzarse, lavarse los pies en pilas comunales, acomodar los zapatos en una especie de biblioteca. No lo hago, en parte por desidia. Que me gustaría ver el interior, por supuesto, pero tampoco soy viajero turista, más bien vagabundo arrastrando la mochila y contemplando parques durante horas, movimiento de gente, perros, gritos de urracas, músicos callejeros con canción de Leonard Cohen. Tañer de campanas.

 

Viajo solo, preguntan algunos el por qué. Simple respuesta. Lo que quede de este trajinar en apariencia sin fin ni destino lo guardaré yo; lo sé en parte ya y es íntimo a no ser que lo escriba. Libros pocos llevo, del querido Miguel y un par de rusos. Otro precioso, El pasatiempo, que hojeo en las noches antes de soñar.

 

Me ha invadido una gran pena hoy. La niña a la que enseñé a manejar bicicleta se fue. Vuela, se hace exigua en el viento, un punto, un suspiro. Permanece, en una de las encrucijadas, en la esquina de calles cuyos datos no daré.

 

Hay pesadumbre permanente en el aire; la guerra nunca abandona. Fotografío un edificio al fondo de un pasillo callejón, cubierta la fachada de varios pisos de orificios de bala. Puedo imaginarlo, excelente posición defensiva, con enemigo al descubierto. Lo dejaron así, sin revoques, a modo de memoria y ausente placa recordatoria. Gente murió allí a no dudar. En el silencio de la gran entrada tal vez medieval flota un dejo de tragedia, pero no de entonces, de los años noventa, sino de antiguo. No lo he sentido en otro lado. Tal vez en el Abra de Sacaba, por las historias de la dictadura, asesinatos de Jenny Koeller y Elmo Catalán que marcaron mi infancia, siete años tendría yo, un poco más. Esa boca cavernosa con luz de sol al fondo lejano me sigue causando escalofríos. En la calle Paccieri, a una cuadra de casa, otro concierto bajo dirección escénica de la muerte.

 

Oboes de Mozart a mediaoscuridad. Viola da gamba. Monsieur de Sainte-Colombe. La música también se ha compuesto para la tristeza. Danzas de calaveras, desde el Simplicissimus hasta la revolución de Madero. Sonríen; extraño, pero a ninguna le faltan dientes.

 

Si fuese metódico contaría las heridas de bala en los muros pero no lo soy. Me basta el retrato general. Ando por la ciudad y eludo adrede los museos de crímenes de guerra, del Holocausto, de Srebenica, del genocidio. He leído y visto mucho ya. Demasiado. Siento la carga sobre los hombros de un peso que no veo, desconocido, pegajoso, silente y voluble. Tomo dos duchas diarias para arrebatar de mi piel máculas que del aire se adhieren a uno, vampiros de la brisa helada. No quiero ver más, eludo los dinteles de aquellas casas. Doy monedas a la izquierda a una mujer mendiga y me encomienda a Dios; a la derecha otras a una mujer musulmana, casi arrastrándose por el piso con un vaso plástico para recibir marcos. Me encomienda a Alá. Y yo, viajero sin Dios, tengo ahora a dos de ellos como compañeros. Me salvarán de las minas flotantes en la rada de Izmail u otras vicisitudes dañinas que pululan por ahí. De los tigres de la Malasia y las novelas de caballería.

 

Me gusta ver joyas, me encanta el trabajo, las filigranas, las piedras preciosas, el rubí y la esmeralda. Tengo una de estas en bruto en casa y la piedra carmesí, ojo de sangre, me recuerda una obra de Joseph Kessel.

 

El plan era visitar el lugar en donde Gavrilo Princip ejecutó al archiduque. Me diversifiqué en otras cosas y no lo hice. Mañana en la mañana. Curiosidad. Sugiero una película: El hombre que defendió a Gavrilo Princip (Srđan Koljević, Serbia, 2014), muy interesante. Hay otras cuyos nombres se evaden, hay que buscar. Por supuesto la ciudad no hace propaganda del hecho ni del sitio. En las listas de lugares históricos no lo he visto. Se puede entender.

 

Entre tomar jugo de granada y agua se esfumó la tarde. Escucho la lluvia en el patio y en mi ventana. Quería salir a la noche de Sarajevo pero no sé. Ver cosas alegres. Quizá con el crepúsculo los fantasmas del desastre se fueron a dormir. No sé además si tengo suficientes marcos bosnios. Aceptan euros, cierto; no tanto dólares. Narices aguileñas de los turcos, cejas de ébano muy marcadas. Blondez de los eslavos. Mezcladas.

 

El río de Sarajevo corre con tinte algo raro. No es el turbio cochabambino del barro ni las rojas aguas de Viloma. Marrón, sí, tirando a sangre sin alcanzar un mínimo carmesí. Cromóforos especiales. Tan opuesto al plácido verde sosiego del agua en Ljubljana. Bebo café sin azúcar a sorbos. Lo ofertaban como auténtico café bosnio y creo estar seguro que cafetales no hay. Será el estilo, como el turco, la forma de drenarlo, aplastarlo, o verbos otros que sabrán los que saben. Barista no soy pero me hubiese gustado. El río no viene pardo ni tampoco cristalino. Las gredas que lo alimentan serán de otro período prehistórico. Abandonarlo allí, en el misterio, igual a tanto dejamos atrás.

 

Decido que mi viaje lo terminaré en bus. Más complicado el servicio de trenes, me parece. Belgrado sigue. ¿Qué año leí Belgrado de Ivo Andrić? Al menos cuarenta años pasaron. Nació en Travnik, ciudad bosnia que denigré hace poco en un escrito como crisol de penas. Alguien en Belgrado tuvo una rosa entre las piernas, amarilla como las de García Márquez. Recuerdo. El sol se amodorraba en la cortina, las aves habían callado.

 

Luego proseguiré hacia el supuesto destino final: Rumania y varias posibilidades. Si se cancela una maravillosa opción para junio, enfilaré hacia Moldavia. Entonces veré gitanos, Dios, que parece que todos cruzaron al otro lado por Semana Santa. Susurran, en Bram Stoker, que por esas regiones suelen caminar, ajenos a lobos y hombres lobo y a la oscuridad absoluta del infierno.

25/04/2025

 

_____

Imagen: Lawrence Schwartzwald 

Thursday, April 24, 2025

En Bosnia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dicen que Vorkuta es la ciudad más triste del planeta. He atravesado Travnik durante el miércoles crepuscular y posiblemente no le vaya en saga al poblado ruso o a otros a orillas del interminable mar Blanco.

 

Travnik apareció luego de cruzar una de las regiones más bellas del mundo que he contemplado. Montañas con un ancho, apacible río (o dos), y meandros de tonos verdosos. Pequeños barcos, una mínima marina en algún lugar. Sobrecogimiento, invitación a contemplar el derredor desde el silencio. Permitir a la tarde caer como manto de novia, mortaja que brinda ansiada paz. Fue diluyéndose mientras la claridad del día fantaseaba con la eternidad. Luego las casas, luces de escaso voltaje, lo que ya pesa de por sí. La luz interior de las viviendas muestra el potencial económico de las zonas urbanas. Serían focos de cincuenta vatios dando espantoso tinte sepia a comedores y salas. Lo mismo a cafés y restaurantes. Lo único iluminado a fondo fueron las gasolineras. A pesar de que leo que Travnik eludió la guerra bosnia en buena parte, había recordatorios, tumbas en diversos rincones, de pequeños grupos, seis, diez, veinte personas, lo que marcaba sitio de masacre. Se repetían, a izquierda y derecha. Ni una sombra sentada velando a los muertos, apenas el frío tenue primaveral. No eran estos aires alegres de Turgueniev, los recordatorios fúnebres, a ratos con lista de nombres en un panel, anunciando que en la tierra vecinos matan a vecinos; hombres mayores que vieron crecer a niñas al lado convertidos en bestias violadoras.

 

Pasamos por Vukovar, en Croacia, ciudad mártir. En los años noventa vimos en el departamento de la avenida Peoria el filme del mismo nombre (Boro Drašković, 1994), una de tantas historias terribles que retrotrajo a Europa a la Edad Media; nada igual hasta lo de Ucrania hoy. Bus desde Ljubljana a Sarajevo, con alto en Zagreb. Bienaventurado y precioso. Difícil quitarse la carga histórica asociada a las regiones. Admirar la belleza sabiendo que detrás de ella, impredecible, inmediato, feroz, puede asomar el horror, que la sonrisa de quien hoy pide una pizca de azúcar o una cebolla prestada para enriquecer el guiso, en medio de una conversación trivial entre conocidos, puede al amanecer siguiente derribar la puerta de una patada y lanzarse a la orgía.

 

Hurgando la herida con profundidad mayor, miraba los campos cultivados croatas. Siempre el cine para remozar las imágenes y no permitir el olvido, cuando los ustachas acostaban prisioneros, serbios en mayoría, en esos sembradíos en flor y enviaban a sus soldados con inmensas guadañas a segar la cosecha y en medio de ella destrozar cuerpos, dispersar miembros, acallar el trino de las aves con gritos de dolor y miedo. Hijos de la muerte. Padres de la muerte.

 

Aparece el verde cartel contrastando con el bosque gualda: Jasenovac. Campo de exterminio, de los más crueles que conoció la guerra mundial. Miro mi pasaporte sellado en la frontera entre Croacia y Bosnia i Herzegovina: Stara Gradiška, campo de concentración de mujeres, todo dicho. Lugares de comida, verdulerías, anuncios de kebobs, en apariencia un activo pueblo de borde de ágil dinámica. Los guardas de ambos lados sonrientes, bien alimentados, revólveres colgando con cierto desparpajo del far west. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Apenas treinta años.

 

Recibimos con trabajo, en el periódico The Denver Post, a buen número de refugiados bosnios. Mis amigos Brakmić, rubios de metro noventa, celestes ojos musulmanes, siguieron en contacto conmigo por las siguientes tres décadas, siempre agradecidos por aquellos momentos cuando llegaron descarnados, abandonados, asustados, y de pronto se vieron en una ciudad solidaria, con dinero en el bolsillo y con futuro. Hermosas mujeres bosnias, jóvenes, huyendo al destino cierto. La bella gitana cuyo nombre no recuerdo, con largos pelos en los sobacos y fuerte olor salvaje que reía, libre al fin de la pesadumbre, en alta voz. Ahora estoy allí, en el lugar que tantos de ellos me describieron, en las aldeas incendiadas, en Sarajevo bombardeada. Cuando entraba en la ciudad, anoche, de la bruma de la niebla surgían los rascacielos desde donde los francotiradores hacían pasto de civiles durante la guerra. El bus se detuvo en un desolado parqueo para una ciudad de más de medio millón. Me apresuré al único taxi ya que llovía. Temí quedarme en la penumbra sin acceso a nada. La entrada del hotel me sonó a maravilla, mi cama doble de claras sábanas, el olor a café con crema.

 

Dormí. Hubo voces que se despedían. Ducha caliente en la mañana y buen desayuno después de tanto. Cuando se viaja por horas y horas, días y noches, en acalorados buses no hay espacios para comer. Camino tras camino, ojos que nunca se gastan del asombro. De lado admiré la ciudad amurallada de Bihać, en la Krajina; fortuna tengo de ver en vivo lo leído. Castillos y casas señoriales asomando techos fuera del bosque. Dejando la fortuna occidental de Eslovenia, noté que la riqueza iba deteriorándose, desapareciendo. Travnik, ya mencionado, ajustando el corazón del observador, yo, con las luces internas que de hogar no tenían en absoluto. Vorkuta, la más triste, o Murmansk. Y los pueblos de la Herzegovina, precarios, semi derruidos, más que humildes, pobres. Casi entrar en cortejo único, solitario, a un mausoleo cubierto de musgo. No es un cuento de Poe, no, ni de Lovecraft la alucinación. Pobreza real, cuando linda con lo dramático, lo trágico, lo horrible en suma. Los meandros del río anterior, sus arboladas y bucólicas colinas, se habrán dormido. Mantengo los ojos abiertos, ya van diez horas de viaje y la espalda continúa de hierro. No el alma, claro, activa como en pena, queriendo obviar enterramientos, astrosas estatuas de desconocidos, ladrillos de color guindo oscuro.

 

Tres cuervos se disputan un pedazo de pan. Grandes como ratas negras, cola de lombriz emplumada.

 

Hablo con mi hija menor. Te contaré, le digo al terminar, cuando en Denver esté. No oyeron de esta guerra, quién pudiera no oír más de ninguna. No ha de suceder, los monitores internacionales de conflicto auguran desastre. Una mínima pisada en falso puede detonar un fin. Los geopolíticos anuncian que para fin de siglo España habrá perdido catorce millones de habitantes, Ucrania veintitrés. Ciudades chinas crecen cargadas de personas en la vecindad casi vacía de la Siberia rusa.

 

Por las colinas de Sarajevo trepa la niebla, o desciende, formando barbas que me obligan a pensar en Tolstoi. Cierro el libro que tenía abierto, no voy a leer. Pienso, no pienses me sugieren. Pienso en el contraste entre lo hermoso y lo brutal, entre el arte y las cámaras de gas. En este trayecto los nombres me han sugerido cosas de ambos lados. Tap tap suena y creo que son tiros de fusil de largo alcance. Resulta ser un insecto alado que desea penetrar mi dormitorio. Escruto lo oscuro afuera. Mi patio da a una subida cubierta de césped. Pasan automóviles arriba, los oigo.

 

Ajusto el cinturón y me preparo para salir. Cambiaré unos dólares por marcos y caminaré unas horas la ciudad. Por la tarde continuaré con mi novela, imaginando un mundo geográficamente muy distinto pero tan humano y cruel como este y cualquier otro. En unos días a Belgrado, otras sensaciones. Pensé que cuatro meses de viaje durarían una eternidad y ya veo cómo se aproxima el fin. Sweet sixteen, cantaba Neil Sedaka. Ni dieciséis quedan y tampoco dulzura. Necesito un chocolate para creer que estoy vivo y que no me he metido en tumbas de las que no podré huir.

24/04/2025

 

_____

Imagen: Srebenica 

Monday, April 21, 2025

Ciudad del drago


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Órdenes monásticas. Música de Dhafer Youssef, el Réquiem de los pájaros. Soñé, porque imaginar lo es, un monasterio en el Sinaí, aislado, en donde los monjes aguardan como los soldados de El desierto de los tártaros pero esta vez por espectros santos. Huertos de especias, hierbas que el  hermano cocinero corta con mesura para hervir el sustento de los hombres. Barro cocido, mixtura con roca, cascajo, arena, esbozos de plantas y cielo de universo. Huellas de ajonjolí, el claro y el oscuro; cardamomo, raro que crezca aquí, para preparar masala como la que yo hacía en Denver. Más extraño aún, en la tierra de la sed, largas vainas ácidas de tamarindo, fruto de las guerras de Santa Rosa, según relataba mi amigo Darwin Pinto, en un mítico oriente nutrido de la Guerra de Secesión como de la Guerra del Chaco. Ilusión alucinada, que implica un doble peligro tanto como doble belleza.

 

He caminado al borde de los canales de Ljubljana. Todo estaría de maravilla si no hubiese tantos turistas. Escucho hablar en lenguas, sin que de ángeles ni creyentes se trate, pero me doy cuenta que mucho hay de movimiento local. País tan breve en gente y semejantes multitudes alrededor. Dragones verdes en el puente principal que atraviesa el canal. Dragón el símbolo de la ciudad. Deduzco que de las montañas bajarían raudos regando de fuego cultivos y razas. Llegarían con la brisa fría de las tres, la que arriba desde las faldas de los Alpes. Algo, mucho de medieval, dorado y escondido el horror por la modernidad capitalista. En una disquera, a precios inflados, reviso volúmenes de mayormente música norteamericana, rock inglés y jazz. Uriah Heep. Ritmos latinos, de Cuba tradicional a los salseros de siempre. No veo Ray Barreto: Watusi, el hombre más guapo de La Habana. Me puse a recordar y bien tengo presente que en abril de 1989 compré en Tower Records de Washington DC el primer y único disco compacto que tuve de él. Perdido, por supuesto, como tanto otro. Como un tomo de filosofía política de Bakunin, como, en Visor, poemas de Mallarmé. ¿A qué mortificarse? Cosas van cosas vienen. Tiempos de amores muertos, nuevos tiempos de amores vivos. Escribe Severo Sarduy: "...Entrando en ti, cabeza con cabeza, pelo con pelo, boca contra boca...". Monjes esperan sombras, gendarmes pierden las pupilas al simún aguardando en vano por lo que no vendrá. Simplemente no existe y ellos no lo saben. Severo Sarduy escribe:

“El hombre está solo frente a la luz soñada por Dios.

Los gritos de las bestias del cielo, las extrañas voces de los ángeles, las aguas de la tierra por él han sido nombradas.

He aquí que él descubre soñado y acepta su señal: la furia de los ángeles, la nada, el olvido de Dios”.

 

Bandadas de pájaros apenas rozan los ríos. Abrevan mientras vuelan. De a ratos uno atrapa una espuela de plata. Brilla, magnífica, ante la luz, de Dios la luz afirma el poeta. Reluce, de argento, el sol. De luna. Atardecer y crepúsculo. Naranjas colores, feria de mercado en la lontananza del fin del mundo.

 

Col crecida como flor. Alimenta cuerpo y alma, hermosura y nutriente. Viejitas chinas andan con paquetes escondidos debajo del brazo. Llevan vegetales desconocidos, secretos, saber que nos está vedado. Grandes tilapias observan con ojos condenados. Un mazo de madera acaba con sus gentiles pensamientos. Secas anchoas, parecidas a boquerones, se ofrecen en turriles al por mayor. Patos enteros y patos mitad cuelgan de garfios coloridos, vaya paradoja.

 

Muchachas rusas y dominicanas se apresuran a anular el tramo desde el taxi hasta el cabaret cercano. La ciudad se relaja en las afueras, el centro permanece activo. Cada tanto a rebato las campanas. Me encanta. Las de mediodía suenan gracias a Juan Capistrano festejando notable triunfo ante los turcos. El nombre me retrae a California, a un automóvil con tres nosotros ebrios, deteniéndonos en bares de San Juan Capistrano para beber Michelob helada u otra cerveza más popular y barata. Después el camino de la costa, casamatas abandonadas, páginas de John Steinbeck y Henry Miller. Y bares, Milwaukee Best, bastante mala pero embriagadora. Campanas de Ljubljana, política municipal, debo pensar, que presta aura divina a la urbe del drago

 

Haciendo una mala lectura del serbocroata, dejándome llevar por la raíz latina de ciertas palabras, entré a un edificio creyéndolo correo. Esperaba encontrar sellos para mi colección de estampillas que debe vivir debajo de una tonelada de libros y enseres en el depósito de la avenida Peoria. No, era estación de tren, que, valga decirlo, me gusta igual a los correos. Ambas tienen dejos obsoletos, de cuando el mundo giraba distinto. Yo enviaba a mis padres, durante la década de los noventa, cartas a mano. Utilizaba el sello postal conmemorativo de Hemingway; era entonces de 25 centavos. En treinta años subió a 45, si no yerro. Poca gente visita ya estos lugares, inmigrantes sí. Los otros, la multitud, depende de Amazon. Lo sé porque trabajaba allí por dos años en zonas urbanas y también en la inmensidad de la pradera que se difumina en Kansas o en las montañas que suben a las Rocallosas. En uno u otro rincón no hay señal de teléfono y hay que manejarse a tientas. Dramático en las noches, cuando no sabes si desde la oscuridad un cowboy te está apuntado a la cabeza con un fusil de asalto. A medianoche conducía con todas las luces posibles encendidas, las de emergencia más que nada. Parecía un tiovivo a ciento veinte kilómetros por otra, calesita de niños que se niegan a dormir.

 

Hoy ha sido mágico. Día con voz especial, algo que giraba entre los árboles del parque, que hacía piruetas en torno a los edificios soviéticos del inicio de la ciudad. Me vino el fin del homo soviéticus a la memoria pero no estaban la claridad, la sutil brisa, para pesares. Después de décadas sin probar helado pedí un vasito de vainilla y lo derretí con intenso placer. Ya tengo ojeados otros para comerlos antes de que los buses me lleven hacia el sur de los Balcanes, a la Bosnia que conocí en voz de refugiados amigos el 92-93-95; en su magnífico, algo escaso, cine de guerra. Período ese que ha producido filmes de gran calidad entre los países participantes del conflicto. Ciudades mártires de Vukovar y Srebenica. Corren el Neretva y el Drina, los fogones se abastecen de pimiento rojo en diversas variedades, albahaca, rábano picante, menta y verduras frescas.

 

Comí un burek en extremo grasoso ayer, mientras miraba construcciones de la modernidad comunista, aberraciones de comisarios ahogados en vodka. Trago de rakija. A la vista platos llamativos; no tanto el sabor. Alforfón, trigo sarraceno. Veré si abro una botella de vino rojo hoy, dependerá de la comida. Repollo fresco, shtruklji y gachas de avena. Me tira el deseo de subir hacia Moldavia, ahí sí que hay buen vino. Las páginas de mi novela reclaman seriedad y no un turista alucinado. Razón por sobre sinrazones, elegiré.

 

“Mi luz de la luna”, dice Danilo Kiš. La última que vi se ocultaba detrás de murallones nevados en Austria. Desde entonces no apareció y la extraño. Ríes y el panorama se transforma: cielo de lunas multiplicadas, de estrellas manuscritas…

21/04/2025 

Wednesday, April 16, 2025

Poema de los estorninos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Anoche me leyeron un hermoso poema que hablaba de estorninos. Y de la sangre que cae al suelo. Estorninos rosa mostraban los libros de zoología de la infancia.

 

Con luces apagadas, apenas iluminación del celular, había en el cuarto del hotel un rumor permanente que salía de las paredes, algo como mar bravío acomodándose a la arena. De Carballo, tal vez; del norte. Dormí con ello, acurrucado, arrullado por ventisca de murmullos, aguas descendiendo con pausa, grada a grada, del pedestal de la catedral de Betanzos. Sonidos de campanas, largamente atrás oídos con fruición, mientras me lustraban los zapatos enfrente de la Compañía de Jesús. La memoria literaria las redobla en el Mantaro peruano. Otras, breves, cantando como desnudos angelitos a la intemperie, arrojando flechas azarosas.

 

Moneda de dos euros con la efigie de Dante Alighieri en la mesa, cerca del ordenador.

 

Va acercando la noche. Está frío. Es bien el frío. Chaleco, chamarra y a buscar café. Al final me quedan dos días de Lyon y debo extraerles el jugo, aunque eso implique sentarme a mirar gente pasar. Mojados los personajes, esbozos de algún libro de Onetti. Tristes, terminando el día para llegar a casa a rumiar el sueño de un pequeño automóvil, la bicicleta, playas turcas, caravanas de camellos enfilando a Giza. Lo has hecho también tú, me digo. Si lo habré hecho, reflexionado acerca de mis cuitas proletarias a la conclusión de la jornada. Subir al apartamento K24, la llave gira a la derecha siendo que en Norteamérica no puedes estar seguro hacia dónde girará. Comida casera y caliente. Barry Lyndon para saciar ansias que deben ser postergadas aún.

 

Por ahí, en cierto momento de la mañana, surgió el nombre de Nazim Hikmet. Ehrenburg lo amaba. Recita el poeta de la tierra, siente el gentil del sol y la lujuria de la sombra.

 

Villorrios abandonados de Armenia, el genocidio devora hoy insectos. Sugiere la mente que se escucharon campanas, correría el tañer con aire infante por las colinas, antes de que bigotudos soldados de gigantescos brazos cortantes segaran la mies de los hombres. Tanto de esto se ha visto, tanto se ve. Serbios despedazados por ustachas, chinos cortados en dos durante el avance germánico. Nada para señalar que el brutal reinado de los Borgia ha llegado al límite de su existencia. Campanas que no tocan de alegría sino en festejo de poder.

 

Nazim Hikmet, delirio del terrón, macilento u oscuro, picota y azada cavando, buscando no el fin mas el principio del mundo. El poeta trae agua, no la bebe. La escancia para que los sauces llorones continúen sollozando, que la ortiga arda en la garganta, que el aroma de los floripondios ejerza de continuo el seductor licor del misterio.

 

La tierra. Cruzando el baden por los caminos de Sama, en Macha alta y helada, bajando al sur por los cañaverales del Tucumán, oliendo los muertos de la guerrilla cuarenta años anciana de Famaillá. Cantaba Atahualpa Yupanqui de los espejismos que ciegan al caminante. Utilizaba un nombre que ni recuerdo. En las regiones coyas, pegadas a Bolivia o no muy distantes, de Catamarca y de Jujuy, grito alegre de la indiada en exterminio, cuando lo último que se guarda ante el enemigo es la burla. Dantón antes de agachar la cerviz a la maniática cuchilla…

 

Rodilla sobre rodilla, en una kasbah en miniatura de una ciudad de Francia y pensando en el sur, en la polvareda, la vendimia, en los poetas de la tierra como Hikmet que a la vez lo son del amor. Sabes, tú, lejos, de qué hablo, tú que estás muerta tal vez y te hayas llevado contigo mis collares. Cruzamos el desierto calchaquí. Bombo y guitarra, salamanca y carnaval. Si algo hay pesaroso en la música es la vidala, más que la baguala incluso. En la región de Camargo, tijera en mano, cortamos manojos de uvas verdes que serán singani. A la moledora entra todo, el fruto, las ramas, los pulgones y el desarreglo. El fuego sabrá modelar, limar cualquier aspereza. Aves de paso que no son estorninos sino gavilanes van de a uno en solitud tranquila y aberrante. A Tupiza, presuponemos, o al cauce turbio del San Juan del Oro que va de un país a otro. Tierra, territorio, Turquía, Armenia. Jinetes kurdos descartan las fronteras, crucifican asirios para rememorar a Cristo. Dime si esto, aquí en la ciudad que llueve, tiene algún sentido. Si la localidad de Añatuya cabe aquí, si Manogasta, si Sajama y punto del ánima, los fosos del barro negro henchidos de camiones muertos. Dime, en la ciudad que llueve, si cabe el desierto del sur, el cañaveral ambiguo, víboras del cañaveral, himnos militares de un lado y al frente. Sorbo café y rictus sonrío. Ríe el universo de mi ingenuidad.

 

Tarde de sórdidos nubarrones. Si de augures no podría decir. De todos modos incluso ellos son frágiles. El chofer del bus pone el dedo gordo en el parabrisas para evitar que se haga trizas. Baden tras baden, bien marcados por quienes construyeran aquella carretera que es posible no exista ya. Tórrido clima, mencionamos el desierto. Algarrobo y mistol y otras especies espinosas.

 

A las nueve de la noche bebo mi café caliente. Dos cuadras abajo se perfila la silueta del gran hotel de cúpulas oscuras. Vocerío a orillas del Ródano. Botes convertidos en tabernas y música en vivo. Del punk a la melodía francesa. Onetti se balancea entre la gente con un libro de notas. O cámara fotográfica para captar detalle. Luego volver al camastro de una plaza y al silencio. Poco a poco este va apoderándose del bulevar Gambetta. Será la llovizna que espanta a los nocturnos. No he visto un solo murciélago en este viaje. Extraño su vuelo errático de golondrina noche, casi golpeando los rostros. Si pienso, a esta hora estaría atravesando Palpalá. O, situándome en Bolivia, en la encrucijada de Patacamaya con un tazón metálico hirviente, queso, marraqueta y trozos de charque de llama. Los choferes tocan bocina. Si salen para Chile llegarán en doce horas, manejando sobre roca viva. Elegantes carabineros pedirán documentos con desdén. Más luego el desierto y el mar, lágrima de sequedad intensa, casitas de calamina; aquí nunca ha llovido, o no llueve por cincuenta años. Volver a la Biblia, supongo, a las pestes de Egipto; ya ha llegado la sed. También cucarachas.

 

El estornino pinto imita la voz humana y corre el agua primigenia en cauce extravagante.

16/04/2025

 

_____

Imagen: Estornino brillante de hombros rojos 

Tuesday, April 15, 2025

30, Cours Gambetta


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me aconsejan que no, que este es el barrio más peligroso de Lyon. Por eso lo elegí, por su diversidad. Explican la división tripartita en la esquina de mi avenida y Cours de la Liberté de distintos grupos étnicos. Puedo verlo. Un día tomo café en medio de aglomeraciones árabes, lavo la ropa con los afganos, ando impávido por lugares llenos de nigerianos, restaurantes de nombres sonoros. Hay franceses durante el día, por supuesto, y largas filas de ellos aguardando por pollos asados de los marroquíes a orillas del Ródano, en domingo. El Papagayo, café latino, en una de las callejas oscuras cerca de rue Creuzet, donde estuve por dos noches. Pido un quiche Lorraine en un cafetín africano. Bastante malo, con néctar de albaricoques. Desciendo hasta Jean Jaurès y doblo a la derecha hasta encontrar la patisserie que busco. Me siento, pido una tartaleta de frambuesa y praliné. Demasiado dulce pero es pequeña.

 

Llovizna. Salgo del hotel y quieto observo transeúntes y coches. Gente hacia la labor diaria, apurados unos, con todavía modorra matutina otros. A dos pasos hay otro local norteafricano. Ordeno una pizzetta de cuatro quesos con atún. Muy rica. Un señor mayor, de origen semita, se excusa porque enciende un cigarrillo y me escucha toser. Le digo que no se preocupe. Acaricio las mangas de mi impermeable marrón. Lo llevé en las montañas al norte de La Coruña, las de los acantilados y la niebla. Mugen las vacas salvajes y no se las puede ver, escondidas detrás del denso aire helado. Aparte del constante rumor de máquinas de los molinos de viento. Mi amiga comenta acerca del Quijote. ¿Cómo andaría el caballero aquel, bacín en testa, adarga de aspaviento, entre estas sombras blancas que ocultan al enemigo? Preguntas incontestables. Luego el cielo se desencapota y aparece el azul. Faros que en esta claridad no funcionan. Otra cosa de oscuridad cuando las bucólicas rocas del día se transforman en dientes desolladores de madera y metal.

 

El auto guindo hace volutas de humo a través del territorio. Ha entrado en el espacio onírico, donde vuelan ángeles y descansan demonios, en la liviandad del recuerdo y los pesares melancólicos, allí en donde vale leer a Juan Ramón Jiménez y beber con lentitud y parsimonia el último café de ayer.

 

Brillan las baldosas. Leo que Lyon fue feroz en resistir. Lo sé. Miro la Prefectura pero no deseo ver su interior. Nada sacaré visualmente de lo que ya sé. Prefiero tocar la manchada superficie de los grandes plátanos, incluso recordar breves poemas de amor. Algo tiene que hacer balance al horror, algo tiene que, en este péndulo macabro. Si no existe la suavidad del pétalo de qué valdría existir. El poeta japonés Makoto Ooka escribe:

Frutas de luz

 

Los hemisferios de tu pecho

Descansan en mis manos tan lejos en un mar distante

 

¡Tan pesadas estas frutas hechas de luz!

Una espina, penetras el revestimiento

De mis entrañasdeslizadas entre

 

La distancia te hace

Desbordarte dentro de mí

La ausencia te hace

Vivir en mi corazón

 

Tarde por la noche te volviste

Ochenta y cuatro mil estrellas

Penetrando mis sueños  pasando a través de mí

 

Y yo miré por el vidrio roto

Mientras las ochenta y cuatro mil estrellas

Disparadas a través de ti, dispersas, volaban en pequeños pedazos sobre el cielo.

 

Pedazos que nos hacen hombres, queriendo decir humanos, tan trilladas palabras ambas, tan caídas, venidas a menos. Pero aquello no debe impedirnos continuar, la vida es camino de bellezas. Buscábamos con mis padres el Tupuyán en la región de Parotani, la senda por donde bajaron los quechuas al valle aymara. Misterio de la búsqueda, transformación del encuentro. Café solo, pido, pero no solitario, todos andan conmigo en multitud. Me recuerda el Vallejo que una revista de izquierda boliviana ponía en su portada durante los agitados años ochenta, de la sangre y del martirio. Decía César Vallejo: “¡Y cuándo nos veremos con los demás, al borde de una mañana eterna, desayunados todos!”. Lo queríamos, lo conversábamos en las huelgas de hambre de San Francisco y San Juan de Dios. Si quedó algo vaya uno a evaluar. Me fui por más de tres décadas y sé pero no sé en qué resultó. Ochenta y cuatro mil estrellas tus ojos. Aumento: ochenta y cinco mil, creciendo.  

 

Quito las gotas de lluvia de las mangas de mi impermeable marrón. ¿Deshacerse del recuerdo? Claro que no. Gotas de lluvia son, ojos de cielo, uvas del paraíso al otro lado del espejo. Como amarrarme los zapatos, hasta esa minucia diaria carga su bagaje de memorias. Cada zapato que tuve en cada época, el que se mojaba en la pila de la plazuela 4 de Noviembre al amanecer, el que dormido se aferraba al pie si dormía en la calle ajeno al peligro, o llamándolo. Las quito con delicado afán, no sea que con ellas se aleje tu rostro.

 

Oye, dime, amor de mis amores, en qué siglo estamos. He perdido la cuenta de los lustros, las décadas espaciaron casi espectros. Y ahora, en las puertas de un hotelito en la avenida de Léon Gambetta, cuento con tino matemático el ritmo de las gotas encima de una precisa pieza del suelo.

 

Hablar del peligro… para qué. Mucho he vivido y poco temido. No digamos que el aprendizaje perfecto fuera, ni fuere porque siempre hay porvenir, pero sirve. Relataba a mis sobrinos los cuerpos jóvenes de los estibadores negros con los que trabajaba en los mercados de Gallaudet. Puedo afirmar con convicción que ninguno de ellos sobrevivió un ápice de lo que anduve. Tomaban tan solo semanas para eliminar los individuos. Entraban robustos con la usual sonrisa y humor afroamericanos. Luego tierra arrasada, crack debajo de los puerros, metido en las finas envolturas de las flores de pensamiento que iban para ensaladas de los grandes hoteles de la capital.

 

Pasa una muchacha, en aquel entonces, con blusa transparente. Nunca he olvidado sus pezones oscuros y puntiagudos como lápices de dibujo. Descargaba yo bultos que tal vez eran zanahorias y ella atravesó la primavera de DC mostrándose en gloria. Adams Morgan, barrio bohemio.

 

Bato con cuidado el poco azúcar del café. Gente de color, de colores, en el barrio. Acuarela. La peluquera de Denver acaricia mi cabello, elogia su suavidad y dice que el tiempo ha traído sobre él sal y pimienta, en la jerga de su gremio…

15/04/2025

 

_____

Imagen: René Magritte, c. 1941 

Monday, April 14, 2025

De Lyon y los gitanos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Llegando a la gare Perrache, en Lyon, me crucé con un acordeonista gitano en un banco. Recordé que ayer hablábamos con Papillon y Mamina del festival de música gitana a fines de abril en Tarbes, en la Occitania. Cómo me gustaría ir pero la dirección esta vez va al Este, justamente al centro del universo rom, posiblemente incluso a Moldavia y sus jerarquías gitanas, sus reyes y ciudadelas. De allí salió alguna de la mejor música de principios del siglo XX, cuando ricos judíos contrataban gitanos para interpretar sus canciones en las fiestas que hacían. Se produjo una simbiosis tal que los márgenes de diferenciación entre una y otra se hicieron tenues. Sutiles velos que aparecen en la música perdida de los judíos de Transilvania, en la mixtura en el klezmer de melodías supuestamente ajenas a ellos, aparte de rusas, turcas, tártaras y un montón en general. Lo mismo hacia el otro lado, la adquisición por parte de los romaní de contrapartes hebreas. El yugo nazi vino a destruir mucho de ello, acabar con la base humana que permitía este arte. Sobrevivió.

 

Eugene Hütz, vocalista de Gogol Bordello, banda punk rock del Lower East Side de Manhattan, nacido en Ucrania y con ancestros gitanos y judíos al mismo tiempo, partió en una expedición en busca de sus raíces musicales. La directora de cine Pavla Fleischer, “cautivada por su energía”, se enamoró de él y decidió hacer un filme de la odisea: The Pied Piper of Hützovina, 2007. La vi poco antes de emigrar de vuelta, en la bella solitud de mi casa victoriana en North Clarkson Street, con su fantasma femenino en el balcón de atrás, según corroboró Daniel Averanga al ver la foto, y el silencio de los escalones que llevaban a los departamentos de arriba y quién sabe a dónde más. Allí, con una copa de cabernet-sauvignon español, lo hice, con la buenaventura de que el primer escalón del viaje se detenía en Uzhhorod, en los Cárpatos orientales ucranianos, ciudad a la que siempre quise ir y donde, me contaron, más de la mitad de la población vivía del crimen. No wonder, al otro lado de las montañas estaban Hungría, Eslovaquia, Polonia y Rumania. Bosque inmenso, osos, de seguro urogallos y ciervos que gritan aterradores en celo. Ideal para contrabandistas. Hombres, en su mayoría. Las mujeres cocinando y llorando al futuro convicto. Estigma de ciudades fronterizas. Pesado ambiente en el Paraguay colindante con Argentina y Brasil. No tanto, aunque cercano, en Villazón y Bermejo. Cuando llegué al gran río todavía el narco no había plantado señales fijas y decisivas en el país. Entonces se cruzaba en bote hasta Aguas Blancas, provincia de Salta; de allí nos fuimos hacia Embarcación. He leído que hoy hasta de muros se habla, de alambrados y guardia pretoriana. No sé si el rumbo me llevará por allí otra vez. No sé si veré Padcaya de nuevo. Sin embargo queda. En Desaguadero los comerciantes hacían multitud. En Tijuana iban por el mismo cauce. Hoy, en mi barrio lionés cuya esquina de Gambetta divide África del Oriente Medio, puedo olisquear remanentes de aquella historia. Observo, mientras bebo un café express en un bar argelino. Me miran, pero al azar, pensarán que vengo del Maghreb si es que les interesa un pito. No pensarán nada otro que vender cigarrillos gringos, alguna droga, muchachas de ojos negros calcáreos y tiznados al mismo tiempo. El kofte sabe casi como hamburguesa regular. Le faltan especias que lo diferencien de las cadenas de carne molida. En la mesa contigua hay un hombre que me recuerda al amigo pintor Ivo Ríos, barba blanca y anteojos. Me sorprendí al entrar, de cómo estaba él presente ya no siendo. Se deshoja un trébol de cuatro hojas; cuatro líneas tiene el horizonte, una a cada lado. Pizarro en la Isla del Gallo. Tal vez, o algo menos dramático, igual posible.

 

Ha habido conversaciones hoy trascendentes. Se ha hablado de Jonathan Swift, diríase olvidado. Horas después de Rudyard Kipling, en otro contexto. De fotografía, de Rodchenko. No mencionamos a Vargas Llosa que fue un fabuloso escritor, digan lo que digan. Ninguna obra es pareja, montañas rusas pululan alrededor. Permanece sólida una base que es la que los hace grandes. No olvido lo que escribió sobre la zorra y el erizo, siguiendo la línea trazada por Isaiah Berlin. Mente lúcida, si de derecha o izquierda no tiene importancia. Había un detestable Ferrufino en uno de sus libros, me acuerdo. Cochabambino además. Pariente, tal vez incluso.

 

Partes del Ródano siguen transparentes, se observan las rocas del fondo. Algunos cenotes mayas comparten esta característica a pesar de su mayor profundidad. Ojos de dioses, faros hacia las estrellas, para guiarlas en  su devenir por la tremenda noche americana.

 

Quisiera aquellos caminos rurales que suben desde la desembocadura del Dniester. Los he leído, ideado, soñado, contado a mis padres cuando ellos hacían la siesta y yo niño necesitaba trasmitirles las emociones que Gogol me había causado. Con Leaño Martinet sugerimos a Bulgakov esta tarde. Me habló de una película casi imposible de conseguir sobre El maestro y Margarita. Guardias blancos. Tumbas de princesas en los cementerios de Francia. El detalle de la primera emigración de la guerra de Ucrania que fue la de los ricos, con automóviles difíciles de creer y mujeres que encima de la blanca piel cremosa cargaban diamantes albos. Los pobres estaban siendo carneados, quemadas vivas las violadas muchachas de Bucha.

 

Bulgakov… Hará un año que conseguí otro libro suyo que no he abierto. De muchos tantos. Está la necesaria relectura de Dostoievski. Vi en La Coruña la publicación de cartas a Anna Grigorievna, 1867-1880. Hay una excelente película rusa, en mi opinión, sobre esta extraña relación entre la transcriptora y el genio. Demasiado por leer, la corta vida que suele alargarse sin fin a veces, con gran contento, claro.

 

Idílicamente debiese encontrar a los rom apenas baje del bus en Eslovenia. Dudo que sea así. Son grupos en ostracismo en su mayor parte. Me encargaré de averiguar. Ligia me decía que bien podía ella hacerse a la imagen mía bailando entre gitanos. Danza de botellas vacías y sugerentes mujeres de manos en permanente arabesco, como si fuesen egipcias, lengua de áspid. Añadía la expresión “meu Deus” y volcaba los ojos como Morgan le Fay. Era en el contexto de una película que veíamos, donde una muchacha rumana embrujaba con su baile a un ingenuo musicólogo francés. Bellísima cinta: Gadjo dilo, 1997, de Tony Gatlif.

 

Sonido de violines. El acordeonista de la estación de Lyon seguía tocando mientras me alejaba camino del puente. Le dejé dos euros que servirían para un pan. Sonreía. Hacía sol y sonreía. Llovía y sonreía.

14/04/2025

 

_____

Imagen: Bailes gitanos en Uzhhorod

Sunday, April 13, 2025

El buen pan


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ocho de la mañana. Duermen las vanidades, bien sabemos que no. Judas cuelga de la soga en alguna Jerusalén. Anotaba Else Lasker-Schüler: “Múltiple y rica soy, nadie puede cosecharme”. Me nutro de belleza mientras la cortina cerrada preserva la noche en la mañana. Pronto habré de salir pero no deseo terminar el sueño. Una mujer se paseaba por él y mojaba los pies en cauces tumultuosos mientras se protegía el rostro con quitasol. Olía a pan fresco, se percibía en su piel el reflejado calor de los ladrillos. Horno maduro, de barro y redondo, casi como la casa del hornero que pasea con traje militar por veredas de la memoria. Pan, corteza, miga, especias que se cantaban en Scarborough Fair. Añadiría hinojo. Cuece el pan, el delicioso aquel de Betanzos, el pan cartesiano de las calles francesas; nunca olvidado de Oporto, ni de Brasil, marraqueta y tortilla bolivianas, panes negros de pecado, sólidos, hechos de concreto de granos. Chamillos. Tenue mas punzante el aroma de la mejorana fresca, hierba de misterio que utilizo con frecuencia en mis comidas. Utilizaba, diré, ahora que las horas me llevan por miles de kilómetros desconocidos, en una suerte de procesión hacia el misterio, el origen civilizatorio de los hornos, que de asar hogazas pasaron a crematorios. ¿Qué sucedió? Lo señaló Kafka, estaba en Nietzsche. Kurt Tucholsky advertía sobre  él.

 

¿Qué encontraré en Ljubljana? No lo sé. Aparte del aura demoniaca de las guerras campesinas que asolaron la región, el coronado rey labrador sentado en una parrilla por osar cuestionar el poder. Se hizo un buen filme de un héroe popular local. No lo busco para calmar un poco el ímpetu de referencias. Como todo, como todos, acabó en tragedia. Figura compartida con otros países, tal vez Polonia, o Hungría. De trasfondo el increíble paisaje esloveno. Los crepúsculos teñidos usualmente de sangre. Hoy asoman de azul deslavado, casi celeste, opacado por el verde de los árboles. Espero que haya alguna fonda en la que pueda sentarme, lejos del ruido mundo, y reflexionar. Pienso en la madre, en la hermana, en una voz de mujer que me avergüenza recordándome que de hombres los hombres poco tienen. En el humo de un café oscuro me quedaré hasta que la tarde acaricie el resto con largos dedos, así estuviera hilando y las grullas dejan sus longas patas estiradas sobre el cielorraso del universo.

 

Cavilo. Croot, croot, chillan las cigüeñas rumbo a los Cárpatos occidentales.

 

Lecturas matutinas: Kurt Tucholsky atacaba al militarismo prusiano. Los nazis quemaban sus libros, le quitaban la ciudadanía alemana. Igual él continuaba, se escondía bajo diversos seudónimos. Todavía se habla de Goebbels; nadie menciona a Tucholsky. Un melancólico panadero pasa huevo batido por la superficie de la masa para que brille al final de su proceso. No fabrica pan, inventa soles. Händel llenará mis oídos de barroco esta tarde. El auditorio de Lyon creará domingo memorable. Si te extraño, ha de caer lluvia. Grandes grupos de árabes, cerca del puente del Ródano, ofrecen cigarrillos norteamericanos: “Marlboro, Marlboro”, repiten, y me recuerdo las narraciones de viaje del perfecto Blaise Cendrars, masculino de puerto, dandy del absurdo. Fumar es un placer genial, sensual. Yo te espero sin cigarrillo en labios, apenas con un deshojado poema de Andrés Ady en el bolsillo. En los salones de San Francisco se baila el tango. Chinas y rusas hacen fila por los maestros y al ruedo, pecho pegado a ti, cadera a ti y las fuertes piernas de tu amada hacen cortes peligrosos en donde puedes caer en beso, en el que traga palabras y las sucumbe de humedad. De agua, ahogado se perece.

 

Borro un párrafo de un texto que deseché. Estaban Tolstoi, Liliana Cavani, Rilke y Lou-Andreas Salomé. La tumba del maestro, insectos alados paseándose por bosques de espárragos. Alguien pone un bolero en medio del oblast inmenso. La estepa se convierte en pista de baile, árboles de hoja caduca de campos ajenos asisten, cada uno vestido de corteza y pájaros que gritan a modo de sombrero en la cabeza. Estaba Dios ¿o qué era esa sombra de alba vestida?

 

Plátanos con troncos moteados, manchados. Altos de veinte metros, en fila india a orillas del río. Ella me contó de Lyon y ahora lo veo. Observo en el Saona el puente de Tomáš Masaryk. A los dieciocho leí su biografía por Emil Ludwig. Si hubiera permanecido vivo el año 38 tal vez otra historia se tejía.

 

Se ha perdido el pan del texto entre tantos diversos objetos. No importa, los aires afloran por cada rincón. En La Coruña desayunaba en el Café Hispano tostadas con mantequilla y mermelada, de pan artesanal, no el cuadrado y producido en masa con que se hacen las tostadas en Norteamérica. En ese viaje que parecía que terminaría como el del Endurance, atrapado entre los hielos, y que vaya uno a saber por dónde se destila mañana. El olor del pan elimina fronteras, no existen barreras, ni hielo que acero no pueda cortar.

 

Me recuerdo comiendo lentamente gruyère en un banco del bulevar Brune. No alcanzaba para más. Lento porque así se aprovecha más y se gastan menos las monedas que no hay. Duro erogar lo que no existe. Terrible esperar, incluso con una baguette crocante para recordarte lo intrincado de tu aventura. Primero extiendo queso azul de pueblos montañeses de la región sobre la miga. Cremoso y fuerte. Luego un roquefort que hasta los niños comen, a pesar de que en exceso suele quemar el paladar. Esto es Francia, afirman. Y sí.

 

Tarde de barroco. A ratos sentía que cabeceaba entre sueño y alucinación, sucediendo escenas de satisfacción y encanto. Hasta durante el golpeteo de los timbales guerreros, en lontananza, donde el día se desliza por los acantilados del norte coruñés. Despeñadero de nieblas.

 

Una izquierda y dos derechas. Puerta metálica pequeña, un perro que ladra, un loro hablador. Panadería del barrio. Mayoría de mujeres y algún señor con bolsa colorida de plástico aguardan por el horno abrirse y llevar pan caliente a casa. También yo, ávido por las tortillas con lunares de quesillo encima. Nada mejor para la mantequilla, para la carne de membrillo argentina, para las carnes frías con pimentón. Para la llajwa especial del desayuno.

 

Hice pan en el mall de Cherry Creek, barrio de gente muy rica. Se paraban en la vitrina a verme caminantes del lugar. Estaba ideada la ventana para eso. Pan blanco, pan de trigo y rye, las tres variedades que servíamos para preparar emparedados al estilo de Wall Street. Tiendas luminosas, ningún claroscuro extraído de las visiones de Béla Tarr. Manos cubiertas de harina, velocidad para alargar la masa hasta que alcanzara la longitud para tres servicios. Hornos de lujo en los que la parte anterior de mis antebrazos se quemaba continuamente al sacar las bandejas hirvientes. Líneas horizontales que la memoria ha guardado en el cuerpo.

 

Pan sobrante para hacer croûtons. De ensalada y sopa. Sobre la zuppa toscana, con chorizo, papa y col negra. Hace año y medio que aseguro que me pondré a hornear. Cuando regrese, especias y demás delicadezas. Pan con locoto; de ajo y dill picado fino. Parsley, Sage, Rosmery and Thyme. Perejil, salvia, romero y tomillo, mi Dios.

13/04/2025

 

_____

Imagen: Panadería en A Coruña