Saturday, May 4, 2024

Disparates de Goya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

No son sombras sino figuras reales que orinan, vuelan, lloran. El dolor ha zurcido sus mejillas, el hambre ha destrozado dientes que no tienen otra cosa que masticar que sus propios huesos.

 

En un entierro, una supuesta alma deja el cuerpo y me pregunto si ella, el espíritu, será tan horrorosa como lo fue en vida. Pues el alma lo mismo, sale y grita arpía sedienta de sangre, desgarrando plumas y carne en los zarzales de la colina de San Sebastián, allí donde España violó y decapitó ancianas, ametralló acurrucadas hembras con clavos y demás objetos. Por sobre la cabalgata de Goyeneche, doblando el Ticti, venía enjambre de urracas blanquinegras con ansia de frescos ojos redondos como uvas.

 

No es imaginación, no, basta salir a la esquina, ir a visitar a mi amigo Daniel Averanga en la terminal de buses. Se escucha un sonido de algo que raspa y veo en el fondo del suelo, entre escupitajos y hormigas, un despiernado, apoyado el torso encima de un cartón con marcas de China. Se arrastra, resbala por la bajada, se pierde en la noche. Se asomará a una pared para excrementar, soñará entonces con madre, molles y alojas púrpuras. O no sueñan ellos, los míseros, o solo ríen a la fuerza como en Víctor Hugo. Preguntas que ni quiero hacer pero me quitan el hambre. Ni recuerdo qué comía jovial Daniel. Hablaba de nalgas y de Chesterton. Le sugerí Sologub, la broma, la sátira. Abundan entre los llamados rusos de entonces también estas manchas humanas que nada tienen de enigmáticas y tanto de vacías. O puede un medio cuerpo todavía aspirar el aire y percibir que escondida hay una mata de cedrón. Preguntas sin signos de interrogación porque son idiotas, prurito de la razón que no necesita producir monstruos porque ya habitan alrededor.

 

No era la fenicia Europa raptada por Zeus; en Goya había un caballo furioso que estiraba por la ropa a una mujer de pueblo. Rememora la imagen de cierta coja colgada por los brazos de una barra atlética. El novio la poseía por debajo de la falda. Álamos reales que aún existían en el camino entre Punata y Arani, plantados por mi abuelo. Con ese fondo se mecía ella a modo de piñata y aullaba nombres endemoniada. Un balde de chicha yacía derramado, habría sed y el lazo que ajustaba las muñecas pintábale la piel de oscuro. Terminó con el novio acezando hecho jumento maltrecho. De allí se fueron de la mano, la noche devoraba romance y tuve visiones gracias al terrible alcohol.

 

Un jeep UAZ ruso iluminaba el camino vecinal. Olía a sexo, maíz fermentado, culo… no azahares ni perejiles. Los parroquianos del viaje calzaban rostros claroscuros, abollados unos, hinchados los más. Se hablaba en lenguas no por manifestación divina sino porque la lengua estaba deformada por el trago. ¿Dónde estabas, Miguel Hernández? Busqué en la penumbra tu voz de amor hasta que dormí. Desperté en el baño de mi novia, inundado de hediondo elíxir amarillo. Acaricié sus glúteos y me marearon que caí en el precipicio de mis faltas y a gatas tuve que salir para caminar veinte cuadras. Si la recuerdo entonces… un santo Antonio de carey miraba a Dios. Lo creí volcado, puesto de cabeza, sacrificado como apóstol. Pero no, mi perspectiva no era la misma de siempre y en el barro dejé huellas cuadrúpedas porque no pude tenerme en pie.

 

Cierta mujer negra, en la esquina del bulevar Colorado y la calle East Colfax, exhibía senos tan largos como zapatos de basquetbolista, negro también. Maltrechos blancos, africanos, chicanos, cada quien con su mínimo feudo de hamburguesa de a dos dólares, ni miraban. Cofradía la suya, cada parada de bus una, historias inverosímiles y desquiciantes. Imágenes de brutal pasión, chorizos picantes de Louisiana, promiscuidad, extirpando de basureros públicos restos de cigarrillos y papas fritas bien mascadas. Escondido en bolsas de papel madera, el licor malteado que poco cuesta. Mientras la policía no vea de qué se trata, aun sabiéndolo, todo está bien, marcha. Al lado, albañiles mexicanos comen tres taquitos por diez dólares bañados en chile rojo. Chile verde y cebolla picada y a veces rábano. Hacen lo suyo, se comen seis, nueve, y de vuelta al cansador oficio de techeros, cubiertos de cabeza a pies, poleras de manga larga para que no queme el sol, envueltos rostros momias y sombreros con cola al modo legionario. Treinta y cinco grados Celsius y el alquitrán del techo añade muchos más. Horno a la intemperie, mejillas quemadas, manos de color puerco. Y dólares, dólares en el bolsillo mientras los mendigos se acuchillan por un trozo de pan.

 

Goya no conoció los bolos de coca, hombres y mujeres deformados y abotagados. Tal vez hubiese sido demasiado, horrores de otra guerra con centurias de caídos, víctimas hoy dispuestas al sacrificio con supuesto intenso contento. Esa sí galería de disparates. Niñitos bien siguen la estela y acullican creyendo que por la verde baba avanza la rebelión. Qué dirían si viesen los grabados del insigne sordo retratando lo que el rebuzno político ha tenido a bien llamar resurrección, retorno. Mejor el canibalismo fúnebre de los malgaches que devoran a sus antepasados que este ruin vegetarianismo. Un quebrantahuesos los ha arrojado de arriba para romperse entre rocas. Pero se levantan y andan, Lázaros del siglo veintiuno ajenos al espanto porque ya lo son en sí. Fanfarria, banderas, maldiciones y jallallas, tragedia de un pueblo al que no han permitido liberarse. En eso estaba correcto el joven Ernesto Guevara cuando desde su motocicleta anotaba que la extinción de esto era urgente y necesaria. Hoy es hostia de neocuras que bendicen la cópula entre esperpentos balbuceantes para poblar la tierra de más homúnculos y menos golems.

 

Disparates, pero coloreados, también los de Borbón. Faltaba para ellos la sombra porque no la había, se la donaron a los pobres para solazarse con ella. Explota en el carnaval el festejo de máscaras, desde Bahía hasta James Ensor, de Oruro a Otto Dix. Maestro Goya, tus ojos han contemplado lo hermoso, el blanco cuerpo de la de Alba, pero debajo de la almohada dormitaba sucio lujo de desastres. Lo raro que incluso allí crecen sonidos de fiesta. También bailan los monstruos, tocan flautas y visten laureles. Había una casa verde al fin de la avenida Guillermo Urquidi que se transformaba en Aroma. Vendían la peor chicha. Cruzando la calle, muy cerca, el triángulo del mercado de la coca. En esta casa se reunían mujeres tenebrosas, caras marcadas por el horror. Solíamos ir con Julio a bailar algunas tardes. Risas desdentadas, pútridas gargantas. Mi amigo y yo zapateábamos y rebotábamos en la cueca. ¿Quieres ver mi antebrazo, papá? A ver, muéstrame. Todas habían estado en la cárcel de mujeres de San Sebastián. Del dorso de la mano hasta el codo tenían cicatrices de cuchillo, una tras otra, escalón tras escalón. Recuerdos de tortura algunas líneas. Otras para recordar martirio. En las celdas la gente anota días con rayitas de carbón en la pared, ellas lo anotaban en sus brazos. Regalos policías. Esa casa debió ser colonial, por el tejado y las paredes. Bajábamos la cabeza y quedamos dormidos. Al despertar quedaban pocas, la cueca calló. Trastabillando comenzamos el largo idilio de caminar hasta el otro extremo de la ciudad, a Cala Cala, con Julio quedándose en la calle 16 de julio, fecha de la revolución paceña.

 

No he ido a ver si todavía existe ese lugar. Ya aquellas son flor de cementerio. Todavía está en la esquina el mingitorio público de Caracota y siguen vendiendo especias de variados tonos. Calle Lanza abajo deambulaba borracho el sargento Terán, el de La Higuera, cuando el tiempo presumía de joven y al sur de la Punata cargas de papa abiertas ofertaban papa runa.

 

Tanto Julio como yo partimos a los Estados Unidos; creímos haber abandonado los fantasmas. Se arriman con dolor de cabeza, tocan los vidrios, uno piensa en sonido de llovizna y al abrir la persiana revive la carcajada.

03/05/2024

 

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Imagen: Francisco de Goya/Disparate matrimonial

 

 

Wednesday, May 1, 2024

Tristes aires


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A eso de las dos de la mañana me puse a ver un filme: The Sign Painter, decía la traducción al inglés pero en español lo llamaron El pintor de sueños (Viestur Kairish, Letonia, 2020), puedo entender por qué.

 

Recuerdo las páginas de Diez años que estremecieron al mundo, de John Reed. En ellas hay muchísimas referencias a destacamentos letones que tuvieron importancia durante los días de octubre del 17. Era parte del imperio ruso, entonces. Esta película abarca un período de 1930 hasta la liberación en 1944. Casi pongo la palabra entre comillas, no por disminuir lo brutal y trágico de la ocupación alemana sino porque la ruso-soviética fue igual.

 

No entraré en detalles de la cinta. De ella puedo decir que hay una brisa triste, porque todo pasa en apariencia sin demasiado estruendo, melancolía del tiempo ido, memorias, seres queridos también del tiempo presente, de la inseguridad acerca de lo que vendrá o puede venir, o de lo que nunca ha de suceder aparte del continuo dolor. Los cuadros de este joven pintor, cuyo oficio era pintar carteles, son eso, retratos expresionistas, plagados de tristeza y de deformidades adrede que desmitifican la alegría de vivir. Alguien, contemplando el retrato de su novia, comenta que tiene muy lindas piernas, es bella pero que sus tetas parecen de cabra. Detalle que rompe la ilusión del instante, no vivimos en el paraíso sino en el infierno y lo que abunda allí es pena y grotesco.

 

Cartel tras cartel, tinte tras tinte. Cada grupo humano, político, que se entroniza en el gobierno del pueblo cambia nombres de calles, transforma figuras y decora el entorno como prueba de identidad con un determinado color. Pasan nacionalistas letones, ocupación soviética cuando entre nazis se dividen Polonia y los países bálticos. Ocupación alemana, con el llamado de fraternidad racial de los germanos a los letones. Retorno de los soviéticos en la “guerra patria”. Supongo que el director nos deja imaginar el resto, donde a pesar de la fanfarria comunista no ha de borrarse aquel halo gris que se ha adueñado del aire ha ya mucho.

 

Serían las cuatro cuando terminó. Abrí las cortinas para mirar al impertérrito Tunari. Concierto de perros: es Cochabamba; algún borracho rebotando en desniveles de las esquinas con su automóvil. Luego silencio, vaho de Letonia, la carta que me escribe anoche Irina que cuando termine la guerra dejará de ser una “criatura”, un animal, para retomar su rol de persona. Cuando los obuses callen.

 

Leo un poco de noticias sobre la farra eterna de los populistas, proclamas, soflamas que los indígenas aquí, los obreros allá, mineros y campesinos. Los apago de mi vida con un interruptor, en todo lado lo mismo, esperpentos, hediondos espantajos. Pesadumbre, por supuesto, de los que contemplan la vida ajenos a cómo “esos” manipulan la suya, deciden su presente, mienten el porvenir. No hay fuego tan grande en el mundo como para incendiarlos, no suficiente napalm para hacerlos polvo, no Sodoma ni Gomorra siendo que Dios ha muerto y nos hallamos al arbitrio de maleantes. Secanos alrededor, dispuestos al azar. Después de la guerra mundial los noruegos fusilaron a Quisling, los búlgaros a alguien similar, los húngaros a un cura traidor, los franceses a Laval pero nunca hay cuerda suficiente para colgarlos en montón, aunque no desmiento el gusto, café en mano, en ver ahorcar a Saddam Hussein. No sucedió con Kissinger, que también lo merecía.

 

Mucho cine por las noches, retornando a la magnífica década entre 1996 y 2006 cuando era mandatorio ver un filme por día. Drama e historia; la comedia no se me da. Diez años de imágenes, narrativa, sucesos históricos, elucubraciones. Dušan Makavejev, Barry Lyndon, Margarethe von Trotta en Rosa Luxemburg, Jerzy Hoffman y Wojciech Jerzy Has. Arturo Ripstein: Rulfo y los palenques.

 

Mientras viajábamos por Puebla y Cholula; por La Habana y San Francisco. Sangre baja por las escalinatas de la gran pirámide; puerco asado con arroz congris en un atolladero de barcos podridos en Cuba. Canta Celina González: “qué linda está la mañana en esta verde pradera…”. Tras la huella de Lawrence Ferlinghetti, North Beach, Kerouac, el Café Vesuvio donde tenemos una foto de los dos con nuestros rostros superpuestos por misterios de la luz. Era el 2008, seguro. Te había enviado dos docenas de rosas rojas que te entregó mi madre hacía poco. Los aviones sollozaban, los coreanos vendían desayunos. Tu cuerpo sin ropas igual a un modesto cuadro de fin de siglo. Pasillos de hotel largos y silentes. Otra vez Letonia, inmensa aflicción, nieve que en apariencia cubre el mal, interminables bosques. Pronto un avión mío aterrizará en Denver otra vez. Pensé que no volvería pero quiero sentarme en un restaurante redneck con mis hijas y pedir Corned Beef Hash, que se me terminaron las latas que me trajeron.

 

No cierro la cortina, sé que por ahí aguarda Riga, preciosa ciudad si puedo soplar fuera de ella su melancolía. He hablado de sangres, de autos de fe con cabrones apilados; recuerdo la sombría estatua de Giordano Bruno en la noche del amanecer en Roma y me doy cuenta que si no siento frío es porque llevo calcetines puestos. Que glorificar la muerte de los otros de poco sirve sino de dulce aperitivo. Al fin o a la larga apoyarás tu espalda en la silla, abrirás un delgado libro de un escritor alteño, descenderás el calor del té con agua fría y poco habrá cambiado. O nada. O mal sueño es que imagina que despierto a las dos y ya no duermo.

 

Ni siquiera oigo el paso militar de una columna de hormigas oscuras. No resbalan en el jabón e investigan las teclas del ordenador. De cuando en cuando aplasto una, cuando se ha subido al dorso de la mano y anuncia un extraño objeto. De niño me las comía, ácidas. Me las prohibió el doctor.


Hallarse en la noche con el relato del fin del mundo, naciones enteras que han sobrevivido en medio de él, siempre desgarradas, penando, sin posibilidad de futuro, con la seguridad del fin atroz. Ni para decirle a Oriana Fallaci: “deséame una buena muerte”, en voz de un combatiente vietcong.

 

Decía: hallarse en la noche solo, apenas ladridos de canes en celo o hambrientos. Elecciones que uno hace. Efímeras alegrías de los que han de morir: sueña un personaje femenino de la película y ve a los hasidim bailando alegremente klezmer por las calles. Sombreros y trajes negros, ellos que son tan circunspectos en la oración y tan desmedidos en el baile.

 

Por el interlocutor converso con el conserje, ha pasado el día en su asiento observando rostros dignos de Ensor. Cada cual un drama. Unos huelen a comino, otros a ajo. Hay tantos pisos en este edificio que los aromas del brebaje italiano se diluyen. No hay niebla y es como una niebla. Se ve alrededor pero si no existe nada no hay alrededor. Absurdo. Aires de tristeza corren hasta aquí desde la hermosa Letonia. Lagos que parecen de cristal, cabellos rubios de amanecer con rocío. No quiero ya ser animal, necesito ser mujer. El estruendo de los obuses acalla tu voz, un Iskander destruye una casa, ha matado a un perro e iluminado el cielo.

30/04/2024

 

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Imagen: Riga  

Sunday, April 28, 2024

De chinos, sandías, paraísos sociales y viva la izquierda


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Combato el finasteride con sandía. Equilibro en lo posible la química moderna con la sapiencia milenaria y pervertida de los chinos. Del éxito mejor no hablar porque me he vuelto adicto a la soledad; estamos yo y los Andes y Yayabo en instrumentos de la Orquesta Riverside. Corre brisa, desde mi dormitorio puedo ver el Tunari pero desde la sala el bosque que queman con asiduidad los hermanos protectores de la Pachamama. Matricidio, digamos, azuzados por el vértigo de convertirse al capital, de usar falaz retórica para alcanzar el objetivo final de ser igual al odiado. Pobre naturaleza humana que brega por llegar a la cima de lo que siempre fue ajeno, enemigo incluso, pero meta al fin de obviar el útero, de olvidarlo y vilipendiar su memoria para mimetizarse, sin poder hacerlo bien, con el otro detestado. Drama nacional. O plurinacional; baile de máscaras que ya no significan nada. Se ha inmolado la tierra, el recuerdo, en aras de la ganancia, si mal habida mejor. Aquí no hay originales ni amaestrados sino un largo vertedero que desemboca en la pluma del Dante.

 

Mientras tanto yo con mis evaluaciones frutales y el beneficio paradisíaco que proponen: tetas apuntando al cielorraso, un cafecito inane en paños menores, sonrisas fingidas, caricias de manos como leyendo el reverso de lo que leerían los gitanos. Ha sido un gusto, muy rico, delicioso, caliente como chocolate y fresco de helado de canela. Que no sea la última vez, tú sabes que te quiero, salúdame a tu esposo. Que se repita ¿no? Escucharemos música y trataré de conseguir buena marraqueta y quesillo garantizado para terminar nuestra efímera y sutil cofradía. Besos, chau, que descanses y sueñes que el ángel de la guarda asoma desnudo a tu ventana y te asombra con notables ejercicios onanistas. Luego vuela y de pronto lo ves caer: era Lucifer.

 

Avanza el domingo. En el de ramos, que desde niño me gustaba, compré palmas entrelazadas para dejárselas a mis padres y hermana. Imagino cómo estará mi anciano departamento de la calle Clarkson. Incluso con la intensa nieve disfrutaba de su terraza. Salía a leer y terminaba contemplando el aire, automóviles, perros, muchachas y transgéneros. Barrio hermoso, compraba pan de tres quesos, focaccia con cheddar y jalapeños, con olivas negras y orégano. Los alternaba con Walter Benjamin, Heinrich Mann y Franz Werfel, mi rama judeo germanófila. Por el ventanal del living entraba a mi reducto, cerraba cortinas y a cortar shallots, idear un guiso como construyendo un poema, de esos que hacían sonreír, no los llorosos de una amiga poeta que en su cátedra leía algo y sollozaba de inmediato. La clase convertíase en maremoto y los bajeles, de banderas rojas la mayoría, huían por vanos de puertas mal cerradas. La pobre, mojada, húmeda de cabeza a muslos, reunía aquellos papeles malévolos, llenos de tristeza y se iba a casa a esperar cualquier villano que adarga en mano, lansquenete criollo, atravesase la verja de hierro con ilusiones romances. Hablar de poesía… Tango El pañuelito, 1920, orquesta de Roberto Firpo. Da para el lloro.

 

Me dice Jesús (a los Jesuses los llaman Chucho o Chuy en México) que le han informado que los chinos venden bolsas de cáscara de sandía seca en sus gigantescos mercados. Entramos. Cochinitos asados, grasosos y anaranjados, cuelgan de garfios. Los patos lo mismo, con patas y pico que en China no se desecha nada. Extraños vegetales, frutas, peces de todo tipo, muertos y vivos. Los que todavía pertenecen a este mundo te miran con azoro. Luego aparece un cliente, señala al pobre animal y delante tuyo con un ancho martillo de madera le hienden la cabeza y se acabó. A la sopa será, moqueca de pescado o ceviche. Discuten pequeñas mujeres orientales a los gritos. Me equivoco: están congeniando. Gente de toda etnia, los mercados asiáticos y de Oceanía sobrepasan a sus pares norteamericanos con mucho. Bellas paquistaníes obedecen a sus capataces vietcong, carniceros de los de Bin Laden pasean con delantales sangrientos. Decenas de gatos dorados, el Maneki Neko, mueven la zarpa izquierda bendiciendo al público, plástico Made in China, o quizá Taiwan que en este espacio importa el dólar, no la geografía continental.

 

Pues, contaba, que con Jesús vamos por el santo grial del sexo. Nos informamos en la red del viagra natural de infusiones de té con la famosa cáscara. Nada. Nueve de la mañana, tampoco; ocho, menos. Madrugan quienes añoran el poder de la “única” razón. Habrá que viajar a Ica, en la costa peruana, en donde vi inmensas plantaciones de la fruta. Y en Palpa. No dudo que hoy siglo veintiuno los mercaderes de Beijing aguarden la cosecha allí. Desesperación china por el coito, casi razón de ser. No lo encuentro en Confucio ni en el arte de la guerra. ¿De dónde viene semejante complejo? ¿De los comunistas? Bastante tiene esa escoria de qué ser culpada, vaya a saberse, tal vez también de esto. Se atragantan con cuernos de rinoceronte, con glándulas de torturados osos himalayos, con los últimos huesos raspados de los tigres del Amur. Patética carrera por dudosa identidad varonil. Pudientes, compran muchachas de rasgados ojos azules en Ucrania; en su tiempo, según vi en una dramática película, secuestraban chicas en las ciudades para venderlas en aldeas campesinas. Como se hace, lo he escuchado, en Bolivia para alimentar el vicio de los mineros del oro en la región de Carabaya, para saciar su instinto animal de baba verde, sagrada hoja y alcohol, viva la revolución.

 

Descorazonado, Jesús enciende la gigantesca Ram para partir hacia Juaritos. Los narcos ya lo conocen, les deja regalos y no se detiene en el camino. Va al encuentro de su morra, veinte años menor, con la que tendrá que frotarse como trapo viejo. No lo ayudaron los chinos, ni el presidente López Obrador, conocido con el apodo de “El Cacas” debido a algún comentario escatológico, tonto y cansino de los que suele parir.

 

Pues, domingo de sarcasmo. Santa ironía. Abanicándome con los poderes jerárquicos, con los municipales, con los de cualquier tipejo que creyó en el abracadabra de sus dirigentes. Mencioné la poética como arte del plañido. “La plañidera, la plañidera”, cantaba bellamente Leonardo Favio. Iba a buscar unos versos de Georg Trakl pero no cabrían en esta burla. Recuas por las calles, rebuznan y copulan con aterradores gritos de júbilo. Prefiero cerrar los postigos que caso contrario el infierno del Bosco me invade y ni la sobria armadura del conde de Orgaz podrá detenerlo.

 

Bebo mi helado jugo de sandía, no es de rojo bolchevique y no tiene efectos que combatan el finasteride. Me evade, al menos por el momento, de las urracas como Grabois al sur y sus eunucos provinciales distribuidos por doquier con verborrea trágica y la famosa bolsita verde que esconde en ella su supuesto corazón.

28/04/2024

Saturday, April 27, 2024

Notas de viernes por la tarde


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Calor noche, aquí no hay noche frío. Ni los bigotes con colgantes bolas de hielo en las puntas que duele sacar. Un tigre y un caballo en madera me circundan; libros. Haré el esfuerzo de escribir sin música. Mis pensamientos son tan vahídos, desmayados hoy que solo la abstracción de The Durutti Column tal vez podría caber.

 

“¿De la dulzura de un adiós francés en tu lejana boca?”, escribe Gustavo Soto Santiesteban en su libro De los adioses. Recuerdo Manchester, labios de Manchester cubiertos de hollín, sabor de encierro. ¿O era Łódź, desesperantes humanos sonidos del tiempo terminado? Pasan y se dibujan en la muralla los camellos de Canetti; van, como los judíos, camino del matadero; trotan, no igual a los hebreos, gritando arrebatados. Un camello se arrodilla sobre los hombres dormidos y los asfixia, calmo, con lentitud. Arrodíllate sobre mí y no me permitas orar.

 

Con Gustavo conversamos acerca de las cortas piernas de Lenin, de Fanny Kaplan, de Majnó y Volin. De kadetes y socialrevolucionarios, de Martov. La sombra de la isla entre la niebla de invierno: Kronstadt. Amsterdam, Luxemburgo, Figueras, Lovaina, Vyborg, la OLP y las bestias de Hamas que inventó el Mossad. Café cortado, amargo. Tarde de patio cochabambino, bucólica. Jorge Ricardo Masetti desaparecido en el monte salteño. Se va agotando el café y el mundo semeja ampliarse en contradicción. Tanto por hablar y el reloj corre a la inversa. Habrá que ahorrar palabras, olvidar hechos, labios franco-ingleses, la saga de los cazadores de plantas del capitán Mayne Reid en el magnífico Himalaya. El verbo como ficción mayor. Rubíes de Burma, líneas de cadáveres rohinyá que nadie ha de reconocer. Se reúnen palabras en la pantalla, van haciéndose frases, oraciones, argumentos, guiones de cine, películas. El bandolero Charuga corre desnudo por el bosque huyendo de los cosacos. Se hará célebre, rico, soviético. Premonitorio filme de Rajko Grlić (Yugoslavia, 1991), Charuga casi resulta el último film yugoslavo. Descubre la faz impostora del comunismo y el racimo de males arrastrados del pretérito que desarrollarán la sangre del futuro. La vi hace más de veinte años, cuando mi mujer paulista llenaba la casa de risa y bailaba con cortinas abiertas el mejor Theodorakis. Época de cine, la mejor; en unos años miramos dos mil películas, catalogadas al detalle. El último septiembre, 2023, agarré muchísimas grandes cajas con la colección completa (pasarían tres mil filmes) y las doné sin abrir. Algún coleccionista tendrá aquellos videos en anaqueles de caoba. Allí te ibas tú y yo también. Crepúsculos de álamo sensual. El universo entero, así Dios regalaría el paraíso. Rojas sábanas de un amor, a veces azules y hasta púrpuras tuvimos; negras de falso luto. Una botella de shiraz, MacManis la marca, moja el pincel y dibuja tu silueta en el piso. Quién hubiera pensado entonces que era escenario de crimen, que ese vacío dibujado sobre la madera no te tendría más, que jamás volverías de los viajes sin boleto. Recuerdo Manchester y Leeds, hasta me acuerdo de Hannover, pero nunca semejantes a las torrenciales lluvias de São Paulo, húmedo infierno. De cuando te leí poemas de Félix Grande y me dormí, babeando las últimas sílabas de algo que decía: “en algún lugar de la Tierra yo andaré insomne…”

 

El rey Henri Christophe, solitario entre los helechos, sueña que se convierte en águila guerrera y se ataca a sí mismo. Los hechiceros vudú observan señales en el cielo. El tam tam de los palenques cadencioso repica. Picha tira los objetos del I Ching y augura que te olvidaré. Lo festejamos con Coca Cola y papas fritas; mi hermana jugando solitario y yo en el teléfono con imágenes del Duero. Ahora pasea su sombra por los tres dormitorios, la escucho poner música en el tocadiscos, canciones que mencionan Acheral y Tafí Viejo; nunca olvidaste a mamá. Vagones de tren vecinal, rústicos de madera basta, cruzan el cañaveral de Tucumán. Vamos Delia, Alicia madre y yo rumbo a Córdoba. Hemos atravesado tantos caminos, vagado por estaciones somnolientas, campesinas. Olor a milanesa tostada, vino en jarra. Paso a la siguiente página de El reino de este mundo. Cuánto nos gustaba Alejo Carpentier, madre.

 

No hay perspectiva de sábado. Me acostaré a las dos de la mañana para despertar a las cuatro. Prácticas vampiras. Para hoy he reservado, sábanas rojas abandonadas pero el mismo color, El lazarillo de ciegos caminantes, de alias Concolorcorvo, según llamaban a Calixto Bustamante Carlos Inga por su color indio. Viaje fantástico de Buenos Aires al Perú, publicado en España en 1773. Me interesa sobretodo la parte referida a Tarija, Chichas, Santiago de Cotagaita. Recorre un trayecto que realicé en mi corta pero fructífera carrera de contrabandista. De Cotagaita subiendo hacia Caiza, con la salvedad que nunca conocí las ruinas de las minas de Porco. Luego el gran Potosí. Yocalla, bien recuerdo la impresionante cuesta y cadáveres de buses al fondo del abismo. Daba miedo treparla y peor bajarla, humeando los frenos y con apariciones repentinas de camiones o flotas que subían sin poder detenerse. Pero ya abajo, descendidos de la travesía infernal, había al menos un arroyo de mansa y cristalina agua, todavía altiplano pero cientos de metros menos sobre el nivel del mar. Continúa el caminante, mestizo, por Poopó, Oruro, Caracollo yendo a Lima. Mi afición por los libros de viaje no tiene fin. Olvidé que mencionamos Samarcanda y Bujara, árboles de granada y albaricoque en las yugulares de la montaña que bordea Kazajistán. Para entonces habíamos consumido el brebaje y decíamos que sería mejor la ruta turca y la azeri. Quizá. En el bazaar de Tashkent pasaré desapercibido, supongo, otro santón barbado cubierto de libros. Mujeres de todo tono cruzan las calles. Elías Canetti recuerda la raza de los hombres azules. No solo eran sus trajes sino la piel; detrás del Atlas. A la vez observaba un camello de tres patas enfermo de rabia hacia la matanza de Marrakesh.

 

Oh, Dios, si no leo esta noche… He vencido a la música, no me siento orgulloso de ello pero quería probar. Con música crece el panorama y hasta más sencillo parece meterse en los recovecos. El lunes viajé a Capinota, cuarenta años después, cuarenta y cinco desde que robé un san Antonio. Nada estaba igual, barullo de calaminas y construcciones chichas reemplazaba las callejas de adobe de Itapaya, la de Charamoco por la que todavía vi a un mulero con charango y bolsa de pito en el cinto tocando kaluyos. Hurté la imagen para utilizarla en una de mis novelas.

 

La casa de hacienda de Ucuchi se eleva sobre sembradíos y río. Inmensos murallones encierran mansiones invisibles. Oh, sombra del narco. Quería ver a amigos que me acompañaron en la travesía a pie de Parotani a Capinota, siguiendo el curso de supongo el Tapacarí. Cómo podría hallarlos si ni sus nombres recuerdo. Apilados en la morgue memoriosa se encuentran, carentes de etiquetas amarradas al dedo gordo. Vemos pasar vagones de tren en Playa Ancha, muy cerca del pueblo. Si hubo guarapo o no lo hubo tampoco se ha grabado. Aroma de choclos hervidos. Tal vez Gamaliel Churata escribiría: “El cielo cargábase de nubes y era el viento húmedo, persistente, filo”. No hay viento ahora, la brisa ausente ha detenido las naos en el mar de los sargazos. Nunca llegaremos a América.

26/04/2024

 

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Imagen: Edvard Munch, 1899

Monday, April 22, 2024

Amor de mis amores


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Contemplo desde el mesón de Trojes un bosque tocando la cumbre. Alturas de Tiquipaya, presagio de los verdes papales de Chapisirca, yermos por donde vagan toros enfurecidos buscando pelea con una sombra que no existe. Me pregunto si hay alguien caminando dentro de la floresta en este momento. Pregunto si se sentirá tan triste como yo en el bosque de Vincennes.

 

Entro a una peluquería de pueblo, de a diez pesos el corte. Siempre fui reacio a hacerme cortar con mujeres pero descubrí a esta muchacha paseando por el mercado. Probé y quedé contento. Desde entonces voy allí, aunque ella no me dé masaje de orejas como mi peluquero maricón en Denver. Camino y busco echalotes para hacer un encurtido. Solo hallo pequeñas cebollas rojas que servirán. Tropiezo con el poeta amigo Nevado Andeslis y me voy a casa con un libro de batallas y verduras necesarias. Siempre he querido a Nevado y su facunda conversación. Vive arriba del pueblo, imagino más o menos la ubicación porque anduve por ahí mucho. En El Encanto, dice, y no dudo lo encantador que el sitio debe ser. Era zona de retamas, de aromas por tanto. Francine se bañaba blanco su cuerpo a la intemperie bajo el sol.

 

José Álvarez y sus gitanos en un disco que tiene más de tres décadas. Retazo, de tantos que voy encontrando, de vida cruzando el cielo en carromatos azules mientras novias muertas ríen en  mortajas de tul. Jobi Joba; podría ser tanto el departamento del primer piso en Arlington; el bosque se mecía amenazante, allí se cobijaba el asesino serial. Los gitanos cantan el porompompero y el matador negro afila un punzón talabartero que penetra entre las costillas a manera de simple vacuna. Podría también ser Brandywine Street; observo y me veo mirando el jardín donde había un par de antiguos bancos de metal. Tiempo de deseo de mujer, de largas conversaciones con Leeds y con Singen, hembras de pueblos enemigos armadas con morteros y lazos de seda hindúes para bregar por su macho. Pobre Adán que se cree más importante que el edén, que dios que se acuesta con su esposa y culpa a la víbora.

 

Django Reinhardt y Lorca, romance de la luna luna cuando crepusculaba en Mirhorod y Gogol me decía que se escondía por el resto de la noche, asustado por los demonios que había liberado. Sobre la luz selene se recortan tus pechos breves, sostén transparente, red fina en donde perecen los peces más nimios. El lago en Mirhorod a las ocho tarde adquiere color de chocolate. Me siento al borde, entre hierbas que parecen cáñamo y devoro uno a uno mis dedos si son churros de Madrid.

 

Unto el pan con llajwa muy picante. Hay en ella un dejo de cebollín y culantro. Los eucaliptos de la cima van cambiando a sepia, cada instante se hace anciano en segundos. En Vincennes me echaba a llorar perras mujeres de mi espanto, vade retro cruz diablo y cuando llegas a tocar el timbre no te pongo alfombra roja porque no tengo pero acuesto mi piel mestiza esclava y en ella dejas la agudeza de tus tacones. Vivía en casa burguesa y de día descargaba camiones, descamisado en los callejones de Adams Morgan para delicia de otros. La ejecutiva del salón de periodistas de Washington DC observa, sonríe. Estos no son papeles, madame, sino sudor vivo, trabajo, aroma de hornear pan y pelar patatas. Ojos negros de cuervo, piernas de ñandú enano, culo que semeja jugosa guanábana, entre tus piernas el ornitorrinco, misteriosos riachos de la Nueva Zelanda, tierra de la gran nube blanca le decían los maoríes, calzones con bordados beatos, arabescos que mimetizan el humo volcán.

 

Muchacha ojos de papel, aunque te dije que estos no eran papeles, tal vez algún rastro de flores de pensamiento, azules y púrpuras, rosadas y cremas. Ruge el camión, pasamos una ronda de crack, nos quedan muchas paradas hasta Maryland. En casa estará cocinando la pelirroja de mis días. Simon & Garfunkel escucha y lágrimas caen sobre la sartén. Los ojos del asesino se extienden desde el bosque profundo, por allí lo busco, en cada mano un largo cuchillo corta sandías. No se anima, piensa que soy un djinn, oscuro no llegando a luto. Lo busco, lo sabe. Lo espanto, lo alejo de casa, pospongo el encuentro donde intentará degollarme y lo perseguiré descalzo sin nunca alcanzarlo, llenas mis pupilas de velos tenebrosos. Palta con vinagre y sal. Verde claro paleta impresionista de Berthe Morisot, ceno en paz con la esposa. En el balcón se ha puesto a dormir un cardenal de cabeza roja. Comienza a nevar. Pregunto a la sombra si puedo conversar con mi abuelo, que debo hacerle preguntas y no hallo respuesta. Sol de Cliza, inmensos campos de la hacienda de Santa Clara, de las monjas que hacen bocadillos de almendras, dulces de mazapán, refresco de tostada con olor a pies. Nos acostamos y arropamos con voz de Lou Reed. Somos uno en dos, monstruo bicéfalo de miembros despatarrados. Luego silencio. El chocolate de Mirhorod, Mirgorod está de café. Tus pechos se han dormido, con pestañas que se cerraron.

 

Ya el bosque desapareció. Desvanecida la tristeza se levantó de la espesura de Vincennes y fue a mendigar guiso a los marroquíes que reían en la puerta de un complejo habitacional para pobres. Comí; cuscús frío de tono blanquecino. Mis jefes argelinos me estarían esperando para devolverme a la capital. A la mierda, dije, y me eché al lado de un arroyo. En agosto todavía no mataba el frío. Soñé que lobos aullaban alrededor y deduje que era ladrido hambre. Un gran cartel enfrente. Juraba que era a mí a quien miraba Yves Montand. Abandoné Trojes al anochecer en taxi. Un billete naranja de veinte. Desciendo con mis cebollas rojas un manojo de discos compactos el libro de mi amigo.

 

No hay un alma en el pasillo, se cortó la luz. Subo apenas los cinco pisos. Pongo agua a calentar y me duermo. Despierto cuando ya es tarde, las llamas han tomado la biblioteca, me aferro a una alondra (no hay alondras en Sudamérica) que me pregunta a dónde voy. Llévame hasta mi madre.

21/04/2024 


Campeones del mundo


SEBASTIÁN ARIAS BALDERRAMA

 

En Every man for himself, and God against all (2022), texto autobiográfico y magníficamente titulado, Werner Herzog, el mítico director alemán, relata su intención de un final alternativo para Aguirre, la ira de Dios (1972). En este otro guion, el personaje de Klaus Kinski, en la escena final, merodea por esa lancha improvisada, y entre los muertos posa la mirada sobre su hija. Al verla allí, casta, angelical y muerta, toma su espada y se mata. Fue el encontrar el bote sobre el árbol lo que terminó cambiando la secuencia. Aguirre ya no moría, Aguirre se hacía rey de los monos que invaden su lancha encallada. Cuán distinta hace a la película un hecho tan accidental. Pasa así de retratar una fábula universal de ambición o una historia increíble de hombres terribles y geniales, a capturar el alma de un continente, el alma de un tipo de hombre específico, el criollo.

Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistar al escritor Claudio Ferrufino, con motivo de promocionar una ponencia suya en la Universidad Católica. Mientras acomodaba las luces y matábamos el tiempo, le comenté que los protagonistas de sus libros me recordaban a esa escena final en la película de Herzog. Cuando uno lee a Claudio, los lugares comunes y el uso del lenguaje, retrotrae la memoria a una forma narrativa inédita en el país y de admitida influencia americana. Claudio es el ejemplo más logrado de “realismo sucio” en la literatura nacional. Como género este “realismo sucio” exige varias circunstancias preexistentes pero la más importante es un protagonista que experimenta la marginalidad de la sociedad. Bukowski, Miller, Fante fabrican a estos personajes dentro de una sociedad donde su exclusión es intrínseca a su identidad. Los protagonistas de Claudio son, por la estructura del conflicto racial boliviano, parte de la élite; sus protagonistas hablan francés, oyen a Bowie, atienden a la universidad y planifican la revolución. Sus personajes son “blancos” –lo que sea que eso signifique en Bolivia–, tienen asignados un lugar dentro de la sociedad. Son los herederos del mundo, ¿pero de qué mundo? 

Muerta ciudad viva (2013) abre con el protagonista borracho frente al mercado Calatayud, la boca le huele a mierda y lleva en la mano un cinturón de cuero barato que ha robado a otro borracho, ¿Está perdido?, se lo pregunto a Claudio. “Perdidos en apariencia (…), pero creo que en mi literatura es muy explícita la certeza que tienen los personajes de lo que son, de ese mestizaje al que pertenecen”, me responde. De hecho, cuando un momento antes le comenté que sus personajes me recuerdan a ese Aguirre errante, me recordó que había una diferencia fundamental, Aguirre era español, sus personajes no. En la primera sección del segundo capítulo titulado “Uno”, “Reflexión”, el protagonista narra la llegada de su madre a Bolivia de Argentina. El fin del mundo, que aparenta ser cualquier frontera boliviana, la recibe con un tono sepia, hombres topo y aire con olor a tierra. Pero de pronto ve algo. Como el paso de blanco y negro a tecnicolor en el mago de Oz, la magia arcana de un mundo subterráneo cuya vitalidad hace soportables todas las miserias en el mundo se revela. En la estación de tren, donde se debate entre seguir su viaje dentro de Bolivia o correr despavorida de vuelta a Argentina, una “banda colorida” de “indios multicolores” irrumpe. Y entiende algo acerca de una forma de existencia que apela al recoveco más íntimo del alma americana. Un naufragio trágico en el surrealismo andino no lo sobreviven europeos perdidos en busca del dorado, lo sobreviven los hijos de sus hijos. Que han cruzado sangre con la tierra y han perdido la ortodoxia de su lengua. Pero han ganado en cambio, un lugar en el fin del mundo. Claudio tenía razón, sus protagonistas no son extranjeros extraviados, son nativos desaforados. Son los campeones de este mundo. No son Napoleón conquistando Europa, son Melgarejo borracho declarando la guerra a Prusia desde La Paz a tres mil metros sobre el mar. Y ante esto, la simpleza estética del realismo sucio americano palidece, que aquí no hace falta apelativo alguno, basta con realismo. El grotesco social de la narrativa en Claudio no es una cuestión de perspectiva, es una cuestión de objetividad intelectual.

Otra de las cosas que surgió antes de que la entrevista propiamente comenzase, fue el papel del sexo en sus textos. Le comenté que uno de mis compañeros había declarado en algún momento, que leerle teniendo esa cantidad envidiable de relaciones le hacía sentir como a un Eunuco, se río. Me habló de una historia corta en la que una pareja abordo de un barco que está naufragando pasa sus últimos días teniendo sexo. Aludiendo a un momento distinto en la historia del país, donde su texto toma lugar. Un momento de revolución, crisis y dictadura. Habló del romanticismo de la revolución. Sexo del fin del mundo en el fin del mundo. 

Claudio ha sido etiquetado por la crítica literaria nacional como un autor de la posrevolución. Parte de la generación de escritores que registró las consecuencias morales y anímicas de la frustración revolucionaria del 52. La primera generación de escritores nacionales que encontraron en la página al individuo como un asunto literario en sí mismo. En El exilio voluntario (2013), la revolución es un trasfondo patético y acabado. Donde Elmo Catalán y su novia, siendo asesinados en el túnel del Abra es un recuerdo de infancia. Y en Muerta ciudad viva (2009), la revolución es un asunto perpetuamente pendiente, que solo tiene sentido como producto de la edad de los personajes y las intenciones mesiánicas inevitables que esta conlleva. Sus textos parecen preocuparse más en la descripción de una nueva realidad, que en el conflicto que la produce.

La narrativa en Claudio describe el resultado psicológico de un proceso histórico, mítico y violento, que da pie al mundo que habitamos. Lo hace de una manera tal que la poética avasalla constantemente la estricta formalidad de la prosa. Su recurso narrativo más impresionante es la abstracción visual de la mayor de las intimidades en un lenguaje inmersivo. Sus personajes son gente agitada, errática, a los que las cosas les pasan de forma incidental. El mundo entero se mece ebrio sobre un hombre en el que habitan multiplicidades, muchas veces contradictorias. En su trabajo se confunde al autor con los protagonistas porque deriva la legitimidad narrativa de la experiencia en primera persona.

La carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Católica, a través de la materia de Literatura Boliviana, ha organizado un conversatorio con el autor, que tendrá lugar el 24 de abril a las 19:00, en el campus de Tupuraya, aula A3-9. La entrada está abierta a todo público interesado. Esta conversación forma parte de un proyecto de reflexión más amplia acerca de literatura boliviana contemporánea. La primera vez que leí (o mejor dicho escuché) el trabajo de Claudio fue en clase. Una compañera leyó en voz alta el primer capítulo de El exilio voluntario (2009). Cuando concluyó, y ante la perplejidad de la clase, dijo: “Es así como la mayoría trata de escribir ¿no?”. Y sí, todo el mundo que escribe se pasa la vida persiguiendo la legitimidad que una vida peregrina y bohemia le dan a la voz literaria de Claudio Ferrufino, cronista del fin del mundo.

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De OPINIÓN, 22/04/2024

Fotografía: Aly Ferrufino-Coqueugniot, Lower Downtown, Denver

Friday, April 19, 2024

Rodearse de libros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A mi lado, Necrópolis, de Vladislav F. Jodasévich. Me remonto a las memorias de Ilya Ehrenburg para mi primera referencia de este hombre misterioso y genial. El libro tiene su propia historia de viaje, desde los campos de Chañar Ladeado, departamento de Caseros, provincia de Santa Fe, yendo a Corral de Bustos y de allí a Córdoba Capital donde lo reciben en un hotel perteneciente a mi sobrina Josefina y luego en avión hasta aquí. Gracias a Eliana Suárez, quien me lo envía, lo conseguí a muy buen precio. Parece ser que llega, en Argentina, a dos millones de pesos, unos dos mil dólares, cantidad que no pagué sino un monto muchísimo menor. Contento, por supuesto. Descansa en la mesa de noche igual a un diamante intocable hasta ahora. Mientras tanto giro en otros asuntos literarios y ensayísticos en Weimar, en Punata y Totora, en Danzig, alternando con hirvientes tanques que cuecen a fuego lento invasores rusos en la estepa. Un poeta ruso, emigrado junto a su esposa Nina Berbérova, al que leo observando su país que jamás cambió ni lo hará hasta que desaparezca. Lo que se narra de la guerra ruso-japonesa, las páginas de Agosto 1914, de Solzhenitsin y tanto más dan fe de la inquebrantable idiotez que caracteriza a sus jerarcas imperiales.

 

Dice Nina Berbérova en el prólogo: “Hoy está claro que Jodasévich pertenecía a aquella generación rusa (nacida entre los años 1890-1899) que fue casi enteramente exterminada por la revolución de Lenin: suicidios, muertes prematuras, cambios obligados de oficio y opresión espiritual “allí”, en la patria; pobreza, soledad, olvido, falta de lectores y pérdida de la patria “aquí”, esto es en el mundo occidental; no podía haber otro destino en aquellos años. Era una generación que no había alcanzado a expresarse íntegramente antes de 1918, pero que jamás hubiese podido aceptar la realidad del totalitarismo, en la que para ella no había lugar”.

 

Pues comenzaré estas “memorias”, semblanzas en realidad de poetas de aquella generación perdida. Veo nombres conocidos, el del primer fusilado, Gumiliev, y otros que desconozco. Tal vez sea hoy la noche en que me inmiscuya por sus secretos pasadizos, allí donde pena el silencio y flotan truncados sueños.

 

“Guerra de Granada hecha por el rey de España don Felipe II, nuestro señor contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes”. Hojeo la narración de Diego Hurtado de Mendoza sobre el acontecimiento. Es bueno revisar estantes donde se acumulan, en apariencia, libros rechazados. Tal vez, porque a quién le interesaría en Cochabamba hoy la guerra de las Alpujarras. Fue en una revista de comics argentina, cincuenta años atrás, donde recreaban el sitio de esta región, creo que basados en Calderón de la Barca. Desde entonces hasta hace dos días no supe más de ello, a pesar de que mi padre siempre hablaba del Albaicín. Alucinaba el viejo con España, a él le debo la lectura de Hans Magnus Enzensberger acerca de Durruti que luego distribuí entre mis amigos hasta que uno último jamás lo devolvió. Partes citadas salieron de España, república de trabajadores, Ehrenburg otra vez. Papá contaba acerca de Vicente Rojo en Cochabamba, de la llegada de El Campesino, de León Felipe. Era una delicia escucharlo, narraba con fruición cómo su pariente Covarrubias, militar boliviano, bañó en sangre a Valentín González, propinándole una paliza por alguna burla del español acerca de las armas nacionales. De la Alpujarra a remanentes de la guerra española.

 

Leyendo de las masivas deportaciones que se hicieron en Granada y de la posterior miseria de la región por medio siglo al haberse destruido la infraestructura económica que establecieron los moros, no puedo no pensar en el neofascismo norteamericano, el de Donald Trump y la “basura blanca” que lo idolatra, cuando se deleitan con la futura expulsión de la inmigración latina, asunto que traería la debacle de los Estados Unidos, siendo que jubilados como yo somos pagados gracias al trabajo joven de ese pujante grupo humano. A veces digo, y quiero, que mal no caería a la soberbia gringa saber que sin nosotros no existen. Basta ver a China y Rusia y su necesidad extrema de trabajadores inmigrantes. Estados Unidos aprovecha el gran beneficio de la mano de obra interminable que provee el sur. Que cambiará, y ya lo está haciendo, la faz del país, seguro, para bien o para mal.

 

Finalmente, he encontrado al evasivo geógrafo griego Estrabón, en edición de dos tomos por Gredos. Volúmenes que abarcan los primeros siete libros de los diecisiete en que consiste su monumental Geografía. Veré si alcanzo a terminarlos entre tantas lecturas. Luego me dedicaré a cazar los diez restantes.

 

Hannón de Cartago, Leo Africanus, el capitán Cook, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro Sarmiento de Gamboa, La Condamine, Zheng He y Mungo Park, Humboldt y Darwin… Vida dedicada a trashumar por caminos que no he pisado. Imaginé a Heródoto al contemplar en silencio la estepa de los escitas y el negro ponto. Un día, me dije, he de embarcarme subiendo por el Danubio para después abandonarlo, otra vez por el delta, y seguir hacia los campos de Asia. En este tiempo, los conflictos lo hacen complicado pero he de darme maña para obviarlos de algún modo y seguir hasta el Gobi. Me encantaría ver Kashgar, de las ciudades más ancianas, si es que la etnia han no la destruyó ya con su bazofia comunista.

 

El maldito y subdesarrollado zar de la época va cerrándome los caminos. Aterrado de morir, quiere creerse Iván el Terrible o Pedro el Grande descabezando rebeldes. Mete su hocico de perro en mis sendas históricas: Georgia y Armenia, Bakú que detestó Knut Hamsun, terco derechista que supo enojar a Hitler. Ya no tengo un café donde sentarme frente al mar de Azov en la que fue bella Mariupol. Feble mandril, Vladimir Putin, olvida que hasta el gran Nabucodonosor andaba de cuatro patas, lo pinta William Blake, dominado por la zoantropía, creyéndose animal. Nadie, ni Dios, lo rige todo y tu reino de Midas pronto va a terminar color de sangre.

 

Al mismo tiempo estaré preparando mis rutas, siguiendo a Alejandro cruzando el Tigris. Ecbátana, por donde escapó Darío.

 

No he encontrado mi libro de editorial Austral de tapa amarilla: el de Jenofonte. Y me duele. En qué casa se habrá afincado y tomará polvo. Tampoco está la Eneida, ni la Odisea; me han cortado trozos irrecuperables del cuerpo, enceguecido a manera del cruel dibujo de Felipe Guamán Poma de Ayala en el cual a un prisionero aymara los quechuas le quitan los ojos.

 

Estrabón ha de ser el barquero de la vida, no de la muerte; como él inventaré crónicas de lugares que nunca he visto y jamás veré. A manera de Karl May me he rodeado de objetos venidos de variados universos. Ejercen ellos el hechizo del enigma. No necesito mirar hacia la pradera para sospechar a los bravos apaches de Victorio montando a pelo, aunque en mi caso la conozco, saliendo de Colorado por la sin fin Kansas hasta llegar a los ríos de Indiana y los montes Apalaches en Kentucky difícil de olvidar.

 

Thorfinn Karlsefni, la saga de Vinland, los horrísonos bueyes descargados de las naves; Walter Raleigh​ y los hombres con el rostro en el pecho de la Guayana; Ambrosio Alfinger y Nikolaus Federmann, el dinero de los banqueros Welser tras el oro de Venezuela. Leí una a una las crónicas de la Conquista que pude encontrar. Deseaba escribir un Libro de prodigios pero apareció Eva con carga de manzanas y me engulló la serpiente.

 

“Yes, God, I want to talk to everybody as deeply as I can. I want to be able to sleep in an open field, to travel west, to walk freely at night...” Sylvia Plath

 

18/04/2024