Saturday, June 14, 2025

Chac, dios de la lluvia, de Rolando Klein


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Rolando Klein: un nombre que no me decía nada; una desconocida película con un tema interesante si se ha leído el Popol Vuh.

 

Klein, director chileno con estudios en Estados Unidos, vivió durante dos años en un poblado nativo, Tejepán, de la región chiapaneca, en México. Una rara atmósfera envuelve la realización del filme en 1976. Presentado al público, tuvo inexistosa y efímera vida en la pantalla, terminada con la bancarrota de la productora. Luego desapareció por veinticinco años hasta que en 2001 una empresa norteamericana lo recuperó y lo puso en DVD.

 

De argumento simple -Klein quería que incluso sus hijos pequeños la entendiesen sin saber leer los subtítulos-, la cinta despierta sin embargo conflictivas sensaciones que como semi occidentales tenemos ante mundos extraños. Rodada en dialecto tzeltal, hoy con subtítulos en inglés, se la considera un hito de la fílmica mundial, un "objeto de culto". La presentación de contratapa la hermana al Aguirre, la ira de Dios, de Herzog, a El Topo, de Jodorowsky y a Walkabout de Nicolas Roeg. Quizá la temática de perseguir un imposible, la búsqueda de la lluvia para aliviar la sequía del poblado en Chac, facilita estas similitudes. También la poética, oral o silenciosa, que la circunda. Hay en los mitos mayas una riqueza literaria excepcional, que sobrepasa sus posibilidades religiosas y que impulsa la imaginación. La sencillez argumental no se interpone entre el auditor y el suspenso que esa extraordinaria mítica aviva. La presencia de lo sobrenatural, que no necesita sino de algo de efectos especiales para subyugar, es más tácita que explícita y si bien no se concreta en figuras deja la sensación de haber estado ante un misterio que augura sombras, aves de rapiña, jaguares, transformaciones inesperadas que se dan únicamente en la cabeza del espectador.

 

La creación del mundo, o la definición del día y la noche que vendría a ser lo mismo, nacen, en la tradición cristiana, como efecto del deseo megalomaníaco del ser supremo de fundar la base de su devoción. Es unilateral. En la visión maya, el mundo antiguo se hallaba bajo el dominio de nueve señores de la oscuridad, falsos dioses que se alternaban el poder y mantenían al hombre maya en perpetua sombra, hasta que dos mellizos hechiceros logran con su magia seducir a los señores oscuros e inducirlos al sacrificio prometiéndoles una resurrección que jamás ocurrirá. La aparición del día para los mayas sobreviene a causa de aquel hábil truco. No otra cosa resulta ser el shamanismo que tratar de engañar al amo del universo, señores del fuego o del agua, con complicados ritos que aparentan tener como meta conseguir su gracia.

 

En Chac, los pobladores de la aldea recurren al auxilio del brujo local primero y luego al de un anacoreta de la montaña. Hay una brega subconsciente entre el pragmatismo -moderno en cierta manera- y la tradición con su gama de complicada teatralidad. El propósito es traer la lluvia que fecunde la mies, asunto que se logra al final cuando ya el cacique busca ejecutar al adivino por su supuesto fracaso. En ese instante se ha roto el delicado cordón que unía al poblado con las creencias ancestrales y lo pone ante una nueva y más difícil realidad en un campo ajeno y hostil.

 

Chac, catalogada como película más para el "interés de estudiantes de antropología" en la guía de cine Penguin 2004, donde además se confunde Chiapas con "un lago en Sudamérica", marca en verdad un punto que filmes incluso como El señor de los anillos explorarán dentro de otras culturas.

 

El negro cielo de Colorado anuncia lluvia. Quizá tengan razón los quichés y sea Chac que sobrevuela el espacio con su trompa elefantiaca, más calabazas llenas de líquido desde donde se desborda la lluvia.
29/06/2004

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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/2004
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 2004

Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, 2019

Imagen: Chac, dios de la lluvia

Saturday, June 7, 2025

De apis y atoles


Claudio Ferrufino-Coqueugniot


Comienza con un muchacho que a los diez años, a las ocho en punto, termina sus clases en la Alianza Francesa. Hoy hablaron de La maja desnuda y la profesora dijo que no le parecía copiada del natural, por la posición de los senos. Poco puede saber el chico aunque le gustaría saberlo todo.

 

A las ocho y cinco, arreglados cuadernos, el volumen celeste de lengua francesa, se alista a partir. Cada día tiene unas monedas para tomar en la plaza 14 de septiembre un “quinientero”, taxi de quinientos que se convertirán pronto en cincuenta centavos con la devaluación. Pero prefiere caminar. En un año de ahorro forzado, de llegar más tarde a casa, ha ido formando su biblioteca: Verne, Gogol, Tolstoi, Sienkiewicz; la bahía de Hudson, la Perspectiva Nevski, los cosacos, Lublín.

 

Así salía de clases. Por unos años papá me tendría allí, reeditando sus lecciones con Madame Putifar y soñando con París. Por qué no, lo disfrutaba. Me sentaba a leer Paris Match en la antesala y a observar a una profesora joven, Elisabeth Michenot, que resultaba más bella que el francés en su conjunto.

 

Remozaba los caminos de retorno para combatir el aburrimiento, y en la calle Baptista, bajo la sombra de los muros de piedra del convento de Carmelitas Descalzas, me detenía a tomar api solo, sin pasteles, en vasos largos, muy delgados en su base y anchos en la desembocadura. Api rojo hasta que me enteré que la otra olla era de blanco y desde entonces los combiné. Niño aún, el api sellaba una estrecha relación con la ciudad que jamás se ha diluido. A veces no estaban las vendedoras, quién sabe por qué, y me invadía el desasosiego. Peor en cierta ocasión que permanecí en la AF más de lo acostumbrado, por el cine gratuito del miércoles en que pasaban Orfeo Negro. Cuando en una escena apareció el personaje vestido con traje de calavera me estremecí y supe que con la muerte iniciaba una relación también muy estrecha. Caminé apresurado y deseoso del calor que traía la bebida y no estaban, no había nadie. De las antiguas paredes juré que me miraba el esqueleto del carnaval y corrí.

 

Eran dos caseras con dos mesitas y ninguna silla. Por lo general, los parroquianos se sentaban en los bancos de la plazuela Granado. Yo elegía el pegado al portón de la iglesia, como un acercarme a la tiniebla del pasado siendo el lugar más oscuro. Poco sabía de la Colonia entonces, pero intuí que los murallones sabían más de lo que mostraban. En la parte superior se vislumbraba una ventanilla de alabastro, opaca, y me gustaba pensar que alguien observaba, desde atrás, desde la historia.

 

Viajábamos con frecuencia a la Argentina. A veces en tren. Y entre la llegada del ferrobus desde Cochabamba a Oruro y la partida del ferrocarril a Villazón, teníamos horas para pasear y descubrir. Frente a la estación, o casi al frente, estaba el mercado con apis deliciosos. Dicen que viene de allí, de la frialdad del altiplano y el refugio que esta ciudad minera significó. Pero el maíz nace en el valle, acá no crece nada, pensaba, y no se me ocurrió hasta hoy preguntar.

 

En Ejutla, Jalisco, bien temprano al alba, las viejas preparan atole con higo. Humean tanto que se diría hay niebla. El atole es a ellos lo que a nosotros el api. Solo que lo han sofisticado que hasta hay en sabores de distintas frutas. La masa de maíz retostado, mezclada con piloncillo (azúcar morena), agua y cualquier aditamento extra produce un brebaje espeso, en ocasiones más que la bebida nuestra. En el caso del atole de higo no lo preparan, al menos que yo sepa, con el fruto sino con las hojas bien lavadas, a las que hierven en el preparado, hasta darle un sabor muy especial.

 

Conocí el atole gracias a que Ofelia, entonces esposa de mi amigo Israel, ambos de la sierra de Guerrero, me preparó por mi cumpleaños uno de tamarindo. Lo trajeron a casa y por días gocé del sabor de un líquido que en verdad era una reliquia. Purepecha, nahua, zapoteco, no estoy seguro, aunque la palabra viene del nahuatl atolli.

 

Cuando manejo por Aurora, o ya a esta altura del siglo por cualquier zona de las ciudades alrededor de Denver, siempre miro los carteles de desayuno que con tamales ofrecen champurrado: atole mezclado con chocolate, síntesis que tal vez mejor que ninguna representa dos de los pilares de las civilizaciones mesoamericanas. Como beberse el Templo Mayor de un trago.

 

México, que nos quieren vender como la tierra del asesinato, es mucho más. Que la presencia de la muerte se palpa en la corteza de los árboles, no hay duda. Se podría decir lo mismo de España. En Ejutla, cuando los vapores del atole llenan el aire, es posible también percibir la tragedia. En un mango de la plaza principal, durante la Cristiada, ahorcaron a un cura que convirtieron en santo. Cristo Rey cabalgó por allí, y los campesinos todavía se persignan. Pero sobre la muerte se alza el sabor, y el humo, del que afirman las viejas se queda en el atole que cocido con leña sabe a él, atole de humo.

 

Mi peregrinación por el maíz tiende a ser larga y variada. Hago énfasis en estas bebidas que aunque distintas suelen ser similares, como toda la paradoja latinoamericana. Han corrido cuarenta años entre ambos extremos. Siempre que voy a Cochabamba mi padre me lleva hasta el api, y la memoria no olvida el delicioso api frío con limón que mi madre preparaba en casa.

 

Ofelia se divorció de Israel. De niño él caminaba en los ranchos de la sierra sin huaraches y con escuadra (pistola). La vida de Estados Unidos les enseñó y los distanció al mismo tiempo. Extrañará los atoles de su mujer en la comodidad de su casa con cable color. Porque hay cosas que no se pueden olvidar, ni para el chico que estudiaba francés ni para el otro que recogía piñones de las alturas. Y aunque el tiempo hace difusas las imágenes, todavía quedan sombras en la memoria, apoyadas en el convento a la luz de velas, mezclando apis de color como en alquimia. O vahos en los que otras sombras agitan largos cucharones de palo revolviendo el atole.

29/10/12

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Publicado en FONDO NEGRO (La Prensa/La Paz), 04/11/2012

 

Foto: Api con buñuelo 

Thursday, June 5, 2025

Semblanza de Solzhenitsin


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Una fotografía de Orel, otra de Riazán, los olores de Tashkent, la vieja Rusia, rediviva, recurrente, de mis sueños. Esta vez en la biografía fotográfica de Alexander Solzhenitsin.


Ha como tres décadas, cuando apenas se esbozaba la juventud, había cierta competitividad literaria con mi primo Jorge Soriano, mayor que yo. En sus manos vi, por vez primera, al gran ruso. Leía Jorge Pabellón de cancerosos, obra que muchísimos años después, me marcó la figura del autor de manera indeleble. Cuando Jorge avanzaba las páginas del Tom Jones, de Fielding, yo rebuscaba en los arcanos del romanticismo alemán. Cuando se adentró en las correrías juveniles de Enid Blyton, comencé a coleccionar y a vivir también aventuras, que alcanzarían un cenit inolvidable en la novela húngara de Ferenc Molnar: Los muchachos de la calle Paal, llevada al cine, con las viñetas -eternas desde allí- del viejo Jardín Botánico de Budapest.


Solzhenitsin caminó pausado en mi andar literario. El único, después del período revolucionario, que retomó mi amor por la literatura rusa. Hablo de un período que no incluye ni a Babel, ni a Sholojov, ni a Gorki o Fadeiev; pero con Solzhenitsin fue distinto: ahí estaba, incólume, el escritor ruso: era Dostoievski resucitado, Tolstoi, Goncharov, los grandes realistas.


El primer círculo
 me inició en su obra. Libro magnífico. Después fue puro entusiasmo que acunó gran dosis de nostalgia en sus Cuentos en miniatura. Había la paisajística de Gogol, al menos imaginaria. La largueza y la eternidad de la estepa, sólo comparable a los llanos patagónicos, a la interminable Kansas.


No se puede, ni se debe, olvidar al Solzhenitsin político, al del Archipiélago Gulag, para mí, en mi escasa juventud y conocimientos, la antesala de la gran crítica a la farsa soviética, la desmitificación de las ilusiones, el preámbulo que ya había ejercido Maxim Gorki en sus escritos "inoportunos", que posiblemente significaron su asesinato por el estalinismo y una parodia semejante a la de la muerte de Kirov con tendal de ilustres muertos. El Gulag solzhenitsiano denunció el horror escondido tras una cortina de espanto. No en vano Heinrich Böll afirmaba que a ningún hombre se le había echado encima, con tal magnitud, el poder del Estado como a Solzhenitsin, hecho que no cambió su actitud tranquila ante la vida, su rechazo al pasaje "de ida" -sin retorno- que le ofrecía la Nomenklatura. El escritor permaneció, silenciado a la fuerza, mas no inactivo. Rusia seguía creciendo en él, una Rusia que amaba y que vibra en sus páginas con la intensidad de los cuentos de Andreiev. Pabellón de cáncer se convirtió en libro de cabecera de mis veinte años. Prosa clara, discreta y poderosa, bella como un campo de abedules, terrible como ira cosaca.


Autor con mala suerte, rechazado e impublicado. Enviaba notas desde el frente, combatiendo a los alemanes, que le devolvían. Allí, en las baterías artilladas de Prusia Oriental, revivió su intento universitario de una tesis sobre la derrota del general Samsonov, en el mismo lugar en que lo arrestarían el año 45, por hablar mal de Stalin en cierta correspondencia con un amigo del frente ucraniano. Esa tesis, más todo lo escrito sobre el suceso, y sus pasos de prisionero en el sitio donde se desarrolló, culminarían la voluminosa y soberbia novela histórica Agosto,1914, de vívidos detalles y profunda humanidad.


Alguna recreación literaria lo acerca a Pasternak. Pintor maravilloso de la historia, devuelve sus pasos hacia los días primeros de la Guerra Europea, la catarsis que implicó para un país sobresaltado e incierto. Pronta vendría la desdicha, el desencanto; Solzhenitsin disecciona los acontecimientos que llevaron a la catástrofe rusa en un amplio espectro, incluido el militar. Las bases de Rusia estaban podridas. La inoperancia, la ineficacia del imperio mostraban al fin su faz, aunque ya la habían mostrado de modo vergonzoso en la guerra ruso-japonesa, donde un ejército de color derrotara la petulancia blanca de Europa.


Solzhenitsin valiente, que luego del discurso del poeta A.T. Tvardovsky ante el Vigésimo Segundo Congreso de la PCUS, decide sacar a luz Un día en la vida de Iván Denisovich, que el mismo Tvardovsky se encargaría de publicar y fijar su sentencia personal de ostracismo por las autoridades comunistas. Eran tiempos en que la palabra sólo podía expresar loas al Partido, donde escribir equivalía a subvertir... y leer lo mismo, a pesar de estar ya Stalin muerto.


Alexander Solzhenitsin vivió, en su adusta paz, siempre al filo de la navaja. El cáncer pareció destruirlo: "llegué a Tashkent como un cadáver". No lo logró, ni tampoco los ancianos jerarcas de la burocracia soviética, antítesis perfecta de la Revolución.


Leí un precioso libro, en inglés, de Solzhenitsin sobre Lenin en Zurich. Obra que desconocía, nos da otra semblanza del cerebro bolchevique, la oposición de la inteligentsia y revolución rusas a su "traición" de ser huésped de los alemanes en aquel ya mítico tren que se detuvo en la estación de Finlandia; la apropiación inteligente de las tesis de Parvus, el revolucionario "pequeño burgués" como lo recordarían los libros editados por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú cuando éramos estudiantes.


Escribiendo estas líneas acuno una sensación de tristeza. Es tan efímero vivir, no poder permanecer en nosotros más que por un corto espacio temporal, las cosas que leemos, que vemos, recordamos. Todo se insume en un conglomerado amorfo donde van perdiendo su distinción. Y quiero recordar "mi" Solzhenitsin antes de convertirme en olvido.

03/05/2007


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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo del 2007

Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), mayo del 2007


Imagen: Dibujo de Larry Roibal, sobre periódico, a la muerte del autor, 2008

 

Wednesday, June 4, 2025

La Nación Culebra de Pablo Cingolani


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cristóbal Colón, cuando vio Tierra Firme, creyó haber encontrado el Jardín del Edén. Lo paradójico es que de principio se dedicó a destruir sistemáticamente lo que suponía ser el fundamento de las religiones. El espíritu mercantil, la fiebre del oro, resultaron con mucho mayores que cualquier abstracción divina, aunque ellas mismas gozaban de visos de ficción.

 

Ino Moxo, el brujo amazónico que habla en la novela mitohistórica de César Calvo (Las tres mitades de Ino Moxo), recuerda y dice de un tiempo donde el blanco no estaba, donde las naciones que no eran “bárbaros” sino hombres poblaban los bosques e interactuaban con ellos como lo que son: seres vivos. Pero Europa los “pensó” diferentes, desvalidos, confusos, equivocados, pecaminosos, y quiso arreglarles la existencia como mejor sabían: matándolos, hurtándoles, imponiendo figuras de dioses muertos que no respiraban como los árboles o las piedras, que no hablaban desde su podredumbre de yeso o madera como conversan la montaña y el bufeo. Entonces todo debía haberse acabado, pero algunos sobrevivieron escondidos en la penumbra del monte profundo, hasta hoy, donde otra vez el mismo ímpetu angurriento y “piadoso” ataca y desea arrebatarles lo poco que queda, enseñarles a vivir en las delicias del progreso.

 

Pablo Cingolani, poeta argentino en Bolivia, ya que nos obligaron a enmarcarnos dentro límites, ha pasado la vida intentando comprender aquel mundo evanescente, forzado a desaparecer. Como tal, combate en lucha de titanes en contra del poder establecido, cuyas aficiones-ambiciones siempre se dirigen a explotar inmisericordes los recursos naturales sin preguntar ni importar a quién pertenecen. La ceguera humana, que reproduce la del Almirante que incendia el Paraíso en lugar de adecuarse a él, no cejará hasta que no queden vestigios de quienes fuimos, espíritu que aún pervive -y en el cual debiésemos reflejarnos para aprender a continuar sin destruirnos- en los pueblos en estado de aislamiento, o en los remanentes de los grupos selváticos extenuados por la falsa liberación que les concede ya no solo el blanco, también el oscuro, aymara, negro, amarillo, cualquiera que tenga como objetivo el enriquecimiento a toda costa, con o sin retórica engañosa que al fin resultan lo mismo.

 

El poeta presenta batalla, dice en sus palabras previas que “también hay que darla en el plano simbólico, sentimental, místico, mágico, poético”. Para ello reúne textos que ha ido escribiendo en diez años y en miles de kilómetros caminados, descubriendo, y descubriéndose, en la Amazonía, rebelde y contumaz, aunque su obstinación no venga de un error, como sugiere este último adjetivo, y más bien de una dolorosa verdad que de epifanía parece convertirse en epitafio.

 

En Nación culebra, una mística de la Amazonía, Cingolani se nutre del largo poema que es el libro del peruano Calvo, mas no lo imita. Tampoco sigue la historia ficcionalizada de Quarup, de Antonio Callado, en donde el personaje busca en la existencia de los Xingú, respuestas para la suya propia. Pero es también literatura. En medio de la denuncia, de la tristeza, la angustia y cosas más que nos afligen al momento de sentir que se abandona la última tabla de salvamento, de todos como quiere el chamán Ino Moxo, crea, hace poemas, nos cuenta de la literatura de la selva que él va recolectando de sus ramas y poniéndola en papel, quizá una “fórmula para resistir”, como anotaría su prologuista Alfonso Valcarce.

 

Cuando los quichés de Guatemala, en el siglo XIX, pusieron en escena, después de escribirla, la tragedia de Rabinal Achí, los misioneros observaron espantados que se representaba algo muy antiguo, salido de los arcanos de la historia y mitología mayas, algo que no tenía nada que ver con ellos a pesar de centenas de años transcurridos entre la conquista y esta representación. La ventaja de los quichés era su número, que les permitió soslayar el tiempo y pasar de generación a generación las narraciones de sus ancestros. Suele ocurrir con los quechua-aymaras. Respecto a la Amazonía, esos mitos están en peligro de extinción, como las propias etnias que los recuerdan. La ballena Haisaoji, de los Ese Ejja, amarrada en el poderoso río Bahuaja, el Tambopata de la fiebre de oro y de dominio, iba finalmente a ahogarse, hasta que el poeta llega y le tiende un hilo de socorro. El precioso texto de Pablo Cingolani, Moby Dick en el Tambopata, descubre un bestiario inverosímil, aclarando, junto a San Isidoro de Sevilla, que el “monstruo” no lo es en contra de la naturaleza, sino de la naturaleza conocida. Afirmación de la que se podrían desglosar mil alegatos en defensa de los pueblos humillados y sus expresiones culturales.

 

Ya el poeta Homero Carvalho, que se reclama en parte movima, hablando de lo que se arriesga, aparte de la vida humana, en la destrucción del TIPNIS, rescataba el universo mítico de la selva, los seres fantasmagóricos, fantásticos, que para sus habitantes pueden ser fundacionales, que perecerían allí. Un genocidio y ecocidio de alcances insospechados. Podría ser el Madidi, el Manú, el río Madera esclavizado en represas para alimentar con soya a los chinos. De ahí la necesidad de defenderlo.

 

Libro fundamental el de Pablo Cingolani, expresión obligatoria de lo que no queremos ver, obviamos en incomprensible lógica. Poema en prosa y verso, tejido en maraña vegetal, calor humano y lo misterioso desconocido. Antes, siguiendo al chamán Ino Moxo, los indios de la Amazonía podían desaparecer a voluntad, para esconderse del asesinato, para castigar, pero las dimensiones del enemigo han alcanzado tal grado que ni eso basta, ya ni el “desapareció su cuerpo echando humo” (Stefano Varese sobre Juan Santos Atahualpa en La sal de los cerros) sirve. Estamos en la disyuntiva de seguir o de morir, comprender o perecer. Simple. Terrible.

 

Lorin Eiseley, en The Inmense Journey, afirma que “si hay magia en el planeta, está contenida en el agua”, esa agua que a diario ensuciamos con carreteras, minas y petróleo. Atavismos que debiesen obligarnos a renunciar a nuestra condición nacional y adscribirnos a la República Toromona, o a la Nación Culebra, cuyo manifiesto es este hermoso libro.

(Abril, víspera de la IX Marcha)

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 06/05/2012
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 06/05/2012

Publicado en FEVER (Volumen 14 Obra Completa), Editorial 3600, La Paz, 2021 

Tuesday, June 3, 2025

Del árbol llamado molle


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Así titula el capítulo CXII de la Historia de la Conquista del Perú por Pedro Cieza de León. Muchas veces, por el constante contacto que uno tiene con algo, se pierde la perspectiva de su importancia o su belleza. Ocurre con el árbol de molle, tan cochabambino y tan cercano. Cuando, luego de muchos años de ausencia, tropecé en Los Ángeles con árboles iguales a los de la tierra, sentí algo que fácilmente podrían calificar como "nostalgia de la patria", siendo que este concepto abstracto de patria no tiene nada que ver con el de herencia. Al leer a Cieza, antes de que hubiese patria alguna sobre la cual afirmarnos, vienen a la mente imágenes de árboles solos en las vertientes andinas de Cochabamba, de tupidas sombras sobre los lechos de ríos secos en el silencio de Cotagaita y demás valles potosinos.


Escribir acerca de un árbol quizá no parezca serio y sin embargo hay una literatura gauchesca del ombú, una vasta mitología africana del baobab, planta misterio que a duras penas cultivan hoy en granjas especializadas de Zambia. El molle forma parte de nuestra heredad, por encima de fronteras. Nombrarlo implica un acercamiento familiar, intimidad que han producido los años, confianza de una presencia antigua.


Delia Seyhun, nueva colonizadora boliviano-canadiense del sur de África, relata su encuentro con el molle en el borde que separa el Estado Libre de Orange y el reino de Lesotho, a orillas del Senqua que en lengua sesotho significa sauce llorón. En aquella lejanía, el molle cubre la región montañosa de Maluti que se extiende, ya en Sudáfrica, en la cadena Drakensberg (casa del dragón). Si abre los ojos, porque no necesita cerrarlos, le parece que la semiaridez del lugar, la arboleda dispersa que incluye molles, sauces y álamos chilenos bien podría llamarse Suticollo, Itapaya, Viloma, Capinota, Vinto, cualquier atesorado rincón. Interesante que no sólo el molle hermana esta parte del continente negro con el valle de Cochabamba: tanto zulúes como basothos fabrican un brebaje de maíz similar a la chicha y el pito -con azúcar- lo utilizan para largas caminatas igual que los quechuas.


Esta anacardiácea, Schinus molle, llamada comúnmente "pimiento boliviano" (Chile), "aguaribay" (Uruguay), "molli", "cuyash" (Perú), "molle"(Bolivia/Argentina), originaria de los valles interandinos de Sudámerica, se encuentra también en la Europa mediterránea, Australia, Israel, África, Brasil, México y Centroamérica y sus aplicaciones medicinales son diversas. La utilizan en Turquía como diurético y expectorante; en Argentina como antinflamatorio; analgésico en Sudáfrica; para la uretritis y la blenorragia en Paraguay; contra la bronquitis, asma y como antidepresivo... Las testarudas chicharroneras de Cochabamba continúan limpiando sus peroles con ramas de molle; lo mismo hacen con sus hornos las panaderas, sabiendo inconscientemente, por tradición, de sus grandes cualidades antibacterianas y antifungales. Hay pepitas de molle en el vino chileno y se las vende como pimienta en los mercados de Quillacollo y California.
En Córdoba, se bebe aloja de molle.


Se encuentran sus rastros en los enterramientos ancianos. Lo usó el soldado Pedro Cieza de León en 1550 y había en el patio trasero de casa uno macho y otro hembra.

09/03/2004


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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), marzo, 2004

Publicado en ECLÉCTICA, volumen 6 Obra Completa, Editorial 3600, 2018


Imagen: Molles cochabambinos 

Monday, June 2, 2025

El ghetto salvatruco/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Trasladarse una guerra desde la lejana Centroamérica hasta la capital de los Estados Unidos parece historia de ficción. Pero no lo es. Ya al comienzo del genocidio, en buena parte azuzado por el Departamento de Estado, comenzó la diáspora. Primero de población desplazada por el conflicto, empujada por izquierda y derecha, viendo a sus parientes ser asesinados por supuestamente alimentar a los insurrectos, o poseer una panadería y convertirse gracias a ello en odiado capitalista. Luego por la caza de brujas que se masificó y donde por sospecha caían pueblos enteros. Imperio de la sinrazón. Con un alzamiento, todavía considero así, de justa causa, y  masacre campesina, civil en general, por parte de la fuerza armada del poder que ya alcanzó de antiguo límites imposibles.

 

Roberto D’Abuisson, conspicuo miembro de la extrema derecha, se encargó de hacerla una guerra particular de extrema crueldad. Cierto que esa franja de tierra, la centroamericana, es cuna de espeluznantes recuerdos, y el líder de la ARENA salvadoreña, simplemente la continuaba. Avezado seguidor de grupos anticomunistas, como la Mano Blanca de Guatemala, actuó en completa impunidad, y sirviendo de frente a la política asesina del gobierno Reagan. Se me grabó en la infancia un reportaje de Siete Días, muy anterior a la guerra civil en El Salvador, detallando las actividades de grupos paramilitares que sembraban el terror entre la población indígena y la escasa sindicalización obrera, narraciones como las de un jefe policial que ponía a los subversivos apresados en moledoras de carne para con la sangrienta papilla alimentar su criadero de lucios. Entonces no se conocía a Rigoberta Menchú y la vitrina de denuncia que impuso esta mujer nativa. El crimen político, con inmensa cantidad de inocentes aplastados como anexo, viene de largo pasado, tan largo como centurias.

 

Entonces vivía en Washington DC. Hermosa ciudad y un barrio precioso de calles con árboles de hoja caduca, multicolores, apenas salido de la estación del metro de Tenleytown, a un paso de Georgetown y la delicia de sus bares, regatas y mujeres. Entonces me había afianzado en el trabajo. Pagado el clásico derecho de piso con su dosis de sufrimiento que cada quién juzgará a su modo. Vida paralela. La sordidez de los mercados, el barrio negro, North East, botas de trabajo y guantes duros para evitar los cortes. Continuo ir y venir entre refrigeradores y el exterior. Camiones que van y vienen, hombres como hormigas con carros de mano que suben y bajan de los camiones. Chinos, coreanos, negros, bolivianos, cubanos, turcos, armenios, ítaloamericanos, polacos, germanoamericanos, Babel misma y torres de frutas hasta el techo, como cuadros de Derain; rojas sandías salidas de la paleta de Rivera; cansinos y queridos negros cincuentones, de gruesa voz y canciones de Leadbelly, caminando fuera de las páginas de Faulkner. Cebollas y patatas; explotación de ricos a pobres; alcohol y más alcohol; crack y hasch. Vida doble. Llegar a casa, a mediodía, luego de babearse el pecho en el tren, dormitando el cansancio. La cama colonial, las coloniales pinturas de Hicks, el cd player que toca a Dylan. Ducharse, sin límite de agua. Dormir. Recuperar la vida en el sueño. Prepararse algo, salir al patio de bancos de piedra, leer a Schwob, escuchar Pink Floyd. Sentir el aroma de las plantas, tan distinto al espanto que hiede en la papa podrida, en los jugos blancos que salen de ella, blanda, pronto agusanada, cubriendo el ambiente con la pesadez del asco, por encima del olor del limón recién llegado, de las especias frescas en cajas especiales: albahaca y mejorana. Sólo inferior al de la sandía podrida cuyos efluvios llevaban características de batallas donde se dejaba los cuerpos a la intemperie.

 

Con altibajos, diríamos que por un lado había alcanzado la etapa burguesa de la vida de un inmigrante, y por el otro proseguía en las aguas cenagosas de la miseria y el vicio. Lo bucólico de mi jardín contrastaba con la delgadez opresiva de las niñas negras prostituidas y sidáticas. Era como una fábula de Monterroso, donde lo que parece ser no es.

 

Conocí muchos salvadoreños, hombres en su mayoría, que aparte de ganarse el pan intentaban desplazar a las pandillas negras del mercado para instaurar las suyas. Cargaban machetes cortos, que explicaban cómo utilizar para descabezar a alguien de un golpe. Relatos de bolsas de cocos llenas de cabezas humanas que se arrojaban en los amaneceres por las poblaciones rurales como advertencia. Al alba se abrían las puertas y corrían las mujeres aullantes buscando en las testas mutiladas la última sonrisa de los hijos. Una cosa inexplicable era la convivencia de los dos extremos del conflicto en este terreno neutral. Oí de grescas violentas y muertes, venganzas y juramentados. Pero a simple vista uno imaginaba que compartían tanto juntos, el mismo exilio, la misma huida, que el hecho de que meses atrás se mataran unos a otros se había reemplazado por la posibilidad de alcanzar nueva vida, con dinero que jamás soñaron y que costaba menos trabajo que la rutina cabrona de ser pobres en la patria.

 

Pero se hacía fácil discernir cuál era cuál. El simple campesino que perdió su tierra, que le quemaron la mies y le violaron las hijas. La muchacha que vio a su padre de rodillas mientras el coronel le metía la verga en la boca y después de la verga, la pistola. La muerte en todas sus formas, distante del fin romántico que tiene aire poético. La muerte perra. La muerte puta. El soldado, al que en principio quizá obligaron a disparar, pero que en la práctica de voltear muchachas, forzarlas y degollarlas, en el placer gratuito de ron casero robado y consumido, en tanto botín que venía asociado al estupro y el crimen, se hizo ducho y exigente y a quien trozar una caña de azúcar para chuparle el jugo, o abrir de un tajo el frágil pescuezo de un niño le daba igual. Esos vivían juntos, en barrios super poblados; iban al mismo bar, el infame El Salvador, donde el aire olía a dinamita y se miraba a las mujeres como presas de caza, como lo que siempre semejan ser los más débiles.

 

Cuando recién llegamos, un amigo y yo, buscamos alojamiento por allí, en unas calles de sucios edificios de apartamentos bien adentro del barrio de Adams Morgan. Subimos elevadores cubiertos de graffitis, de mensajes de odio referidos a la guerra. Pasillos atestados de niños, olor a comida en cada piso. Miradas agresivas de jóvenes que ya entonces comenzaban a raparse la cabeza. Era barato, y las dueñas de casa, que rentaban cuartos para ayudarse, a pesar de ya vivir en el departamento familia, o familias completas, ofrecían pupusas y café. Pero nos miramos. Finalmente éramos muchachos de clase media de la sociedad cochabambina, rebeldes pero contenidos. Aquello exudaba violencia, crueldad. Esa gente sabía lo que era recoger a sus muertos con cucharilla, escuchar el gemido del terror día tras día, noche tras noche, y de ejercerlo cuando la vida les permitía la oportunidad de la venganza. Nos miramos, dejamos las pupusas rellenas a medio comer, el café casi intacto, y salimos corriendo del ascensor para recibir el sol y el aire de la hermosa capital, ajena a lunares viscosos, como aquél, que latían incansables.

 

Encontré buenos amigos, trabajadores sufridos que repetían el paraíso que para ellos significaba Norteamérica. Y los otros, uno de los cuales, fornido, comenzó a abusar de un conocido brasileño a quien yo le había conseguido trabajo en la empresa de vegetales y fruta. Intervine, no utilizando la antigüedad que me daba prioridades allí. Cometí la imprudencia de desafiarlo a pelear, en las digamos caballerescas peleas que teníamos después de la escuela. A “puño limpio”

 

Dejamos el warehouse para meternos en medio de los trailers cargados. Antes de que atinara a darme la vuelta, saludar al contrincante, el individuo saltó, directamente a clavar los dientes en la oreja derecha, intentando separarla de su base. Lo habría conseguido con facilidad, el cartílago ya estaba mitad afuera. Lo estiraron. Perdimos el trabajo. Llamé a mi esposa que me llevó a un hospital donde los médicos, presuponiendo que no hablaba inglés, temían que de coserme perdería la oreja. Decidieron pegarla, con una goma especial y sostenerla con vendas. Medio que no creyeron que era ataque de hombre sino de perro. A pesar de que intenté explicarles el panorama: “the War, the War”.

 

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Publicado en Crónicas de perro andante (LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013)

Foto: Isabel Muñoz 

Sunday, June 1, 2025

Escribir con hambre/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El maestro Monterroso, hablando en El mono piensa en ese tema, dice: “(…) ese tema del escritor que no escribe, o del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan (…)” y muchas cosas más relacionadas con este ridículo y glorioso oficio de escribir.

 

Siempre me consideré ajeno al mundo de los escritores en cuanto a gremio. Mi alejamiento geográfico también ha sido autoexilio premeditado. No porque me considerara afectado por las personalidades del medio en sí, sino por una manía solitaria de disfrutar mi tiempo y mis cosas aislado. No fue hasta la aparición de las hoy imprescindibles redes sociales que comencé a establecer contacto con colegas de la pluma, a veces del puñal. No me arrepiento de ello. Me doy cuenta de lo enriquecedor que suele ser compartir con otros, pero abrumador al mismo tiempo. Ya en Cuba, como jurado de un evento literario internacional, me sentí como pato entre cazadores. Todos hablaban, excepto los cubanos por las circunstancias, de sus encuentros fortuitos o preparados en los lugares más diversos. El festival Hay, en Cartagena de Indias, en Berlín, en bienales y ferias del libro. Me sentí tercermundista, alienado, gleba, criminal y comprendí que esto de la literatura, y el arte en general, es un negocio, y que hay mercados, negociados, cuotas, de cuántas cuotas puede por ejemplo tener un país como Bolivia en la tienda literaria mundial. ¿O creen ustedes que se daría cabida a una treintena de autores de Burkina Faso?, por supuesto que no, sin importar que esos notables treinta negros de una desgraciada región sean magníficos. Pasa lo mismo con nuestro país, objeto de mirada de folklore y poco más. A veces no prima el talento, ni siquiera interesa.

 

Me echarán en cara el tema de Irlanda, mínima Erin con pléyade de geniales escritores. No es el caso. No hagamos política…

 

Guardo como un recuerdo muy preciado mi inclusión en la Unión de Poetas y Escritores de Bolivia, filial Cochabamba, siendo yo muy joven. No anoto nombres ya que son muchos y no hay que olvidarse de ninguno, pero era admirable cómo aquel grupo de poetas, narradores, novelistas, varios surgidos de las oleadas de Gesta Bárbara, dedicaba su tiempo a promocionar, discutir literatura, a producirla y a leerla. Invitaban a escritores del país a encuentros, o íbamos nosotros. Sé que hubo quien desdeñara su labor, desde una óptica sectaria y supuestamente moderna. Aquellos “viejos” tenían el espíritu indomable del arte y la rebelión. Al lado de sus corbatas o títulos académicos eran capaces de impactarse con textos de nueva literatura, o de querer, como me lo dijese uno alguna vez, vivir aquello de manejar ebrios por la capital de EUA, escuchando a todo volumen Born to Be Wild. Lo decía alguien que se hizo adulto apenas acabado el asunto del Chaco.

 

Escribir con hambre. La figura del Licántropo, Petrus Borel, haciendo oír desde el África la terrible expresión j’ai faim, tengo hambre, en una opción que de alguna manera rememoró Rimbaud y que no son (las dos) del todo inexplicables. O Simone Weil dejándose morir de anorexia bajo un entramado teórico que parecería enajenación. “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía”, suena el vallenato en el tocadiscos, y es así, tan simple como la versificación popular, que de seguro un atolondrado, y grandioso, Fernando Vallejos escupiría encima sin quitarle su verdad. Hallar un sendero por el que discurra la literatura, la propia, suele ser engañoso; quizá mejor ni buscarlo. Parto de la premisa que hay que vivir, vivir para contarla, si se quiere, no con ánimo de desmerecer cualquier otra búsqueda o de imponer rangos de valor a lo creado. Creo que cada quien lo hace a su manera, y, volviendo a la Weil, que al destinarse ella misma en persona a la experiencia del sufrimiento de los oprimidos, tal vez lograra lo que deseaba. Lo hice, en circunstancias muy distintas, y con personalidad en nada similar: me entregué a la dureza del trabajo físico, a martirizar el cuerpo como un yunque, la fragua donde Vulcano funde los escudos de los héroes argivos. O lo pensaba. Con los años he logrado no solo digerir los largos lustros de encantamiento obrero. Lo que aprendí nunca lo hubiera leído, porque hubiese sido de segunda mano. Y a veces pienso en cuánto ha influido ello en mi labor de escritor. Claro que es una carrera contra el tiempo, y los límites de la experimentación podrían ser fatales. ¿Acaso importaría? Porque no comprendo el empeño de eternizarse en algo, ni en un papel con algo magistral escrito. Será que no creo en la eternidad y sí en el placer.

 

En ocasiones nos emborrachamos con Víctor Hugo Viscarra. Hoy que otros han valorado su obra, los intelectuales se desesperan por ligarse de cualquier forma inverosímil a su memoria, su existencia, su legado. Cuando nos veíamos siempre andaba jodido, hambriento, dispuesto a aceptar migajas con un rictus sarcástico. Vivió lo que escribió y viceversa, y dentro de la tragedia de sus años creo que fue feliz. No recuerdo hablar de literatura con él, aparte de unas menciones a que su nombre venía desde el gran francés. La conversación giraba acerca del trago, de la capacidad de beber, de duchos y de pollos. Regalaba imágenes de crueles meretrices y arduos copófragos. De Sáenz no quería oír, para él no era más que un “Tribilín”, que en la jerga de nuestro tiempo era algo como un  huevón.

 

 

Otro fue mi querido Raúl Choquetaxi, desconocido porque jamás publicó. Era la literatura andante y la astucia de su vocabulario creaba estilos que sin duda en otro contexto y otro país le hubiesen dado fama. Caballeros medievales con las limitaciones, absurdos, luminosidades y grandeza de nuestro ser mestizo. Pasaron por allí, por las chicherías de extramuros, de inframundos, y me pregunto qué valor tiene la desesperada persecución del prestigio, el acicalarse para aparecer en las mil y una noches del mundo literario de nuestros escritores locales. Mejor sentarse a disfrutar de la tarde, a ver caer las frutas de los manzanos que por ahora están solo floridos. Pregúntenselo a Newton.

 

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.

 

Fotografía: Ligia Ferragutti, 2014