Thursday, November 19, 2009
Dos poetas mujeres y la muerte
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Octubre otoñece en la semi-rural Aurora, en el estado de Colorado. A un paso, la pradera se extiende por Kansas hasta el río que descubrió Hernando de Soto; a dos pasos, la no muy grande y sin embargo mágica Denver, con sus construcciones futuristas y casonas albergantes de fantasmas, con sombras de tintes diversos, las de George Armstrong Custer, Buffalo Bill, Doc Holliday pero también la de Oscar Wilde. Ciudad de futuro que se niega a perder su título de ciudad de pasado; fortín permanente de una frontera tan extensa como la vida, o más extensa que la muerte si hay distinción geográfica entre una y otra.
Sentado enfrente del monitor anuncio mi presencia a lejanos rincones mientras adjunto información o conocimiento vedados antes por la discriminatoria realidad de ser concretos y de necesitar movernos por cielo o tierra, montados sobre objetos concretos también, lentos y estrechos, sin negarle la belleza al encanto del viaje. A lo que voy es a que este cuadrángulo de luz que me conecta al universo me permite acercarme a cosas que quiero, sin mayor esfuerzo físico, pero demandando, a tiempo de exponer lo feble de nuestro saber, una apuesta por lo arduo de aprender cada día.
En ese computador, casi una esposa, leo, cuando despunta el domingo, la muerte de la poeta Blanca Wiethüchter en Cochabamba, en Cala Cala para ser precisos, que en lengua aymara dice "piedra sobre piedra", casi igual a un texto suyo y con la implicancia, si observamos las nativas tumbas del altiplano boliviano, de muerte. Piedra sobre piedra se levantan los refugios últimos de la perecedera carne. Piedra sobre piedra las pircas que, otra vez en la planicie, arrebatan espacio al paisaje y encierran inmensos hatos de nada porque están vacías. Mas Wiethüchter en un alegato contradictorio a su hogar y a su escrito, lejos del conjuro de la voz Cala Cala, expone su deseo de cremarse y de arrojarse en polvo al gélido líquido del Titicaca. Arder en fuego y plantarse en agua: contradicción que intenta asir a la vez la herencia germánica con la presencia india en un mítico lugar de nacimiento de estas etnias tan reverenciadas pero tan mal entendidas.
Blanca Wiethüchter muere; hará falta su inventiva y su accionar en un medio tan pobre como el nuestro. Cualquier actitud de progreso intelectual, incluso aquellas que pecan -así mínimamente, de sectarismo- deben bienvenirse. Lástima para ella que no puede morir como gato, nueve veces, según destila Silvia Plath en su magnífico poema Lady Lazarus.
Los cristianos repetirán la letanía de la vida eterna, sin darse cuenta que luego de esas muertes, una para Blanca, tres para Silvia Plath, e incontables catalepsias: amorosas, alcohólicas o suicidas del que escribe, nada hay. Pero la muerte es mujer y no puede Claudio Ferrufino-Coqueugniot inmiscuirse en un medio privativo. Para él aguarda el muerto y el único conocido y válido es el de Borges que lo ha confundido en las falaces circunvueltas del verbo.
La muerte como paso a otra vida: dudoso. La muerte como cambio: tal vez. La muerte como instrumento poético...
Silvia Plath:
Morir
Es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien
Sin embargo, Silvia Plath, cuando te suicidas a los diez años, tú que te eliminas cada década según cuentas, no lo haces tan excepcionalmente bien si te vemos luego caminando. O a los veinte que te exterminas y sales, Lady Lázaro, otra vez de pie hasta la tercera; la tercera es la vencida repiten los fatalistas de tercer tipo, cuando con tu cabeza en el horno desmientes la falsía de tu ansia de morir.
¿Muere alguien, me pregunto, que antes de gasificarse (hablabas mucho de los judíos, Silvia Plath, y de Dachau y de Belsen, y de las características -quizá tuyas inventadas- del nazismo de tu padre) prepara sobriamente el desayuno de los hijos y escribe un texto para renacer o sólo, en el extremo del arte, juega con la muerte como un artefacto riguroso, pero objeto al fin, supeditado a la palabra y artífice del legado del artista?. La muerte, la de Silvia Plath, como una aproximación razonable al problema de la eternidad; el arte como teología, la muerte como fantasma, como punto, o punto y coma, parte de un contexto.
A Blanca Wiethüchter la vi una vez, hace un año, y diez años atrás escribí contra la necedad de hablar románticamente de los miserables. Lo aceptaría de Gorki, lo acepto de Victor Hugo Viscarra, pero ni de ella ni de su icono Jaime Sáenz, con su experiencia de silla y verbo. El problema de Blanca era el amor, no podía aceptar que la muerte le hubiese arrebatado la ilusión de su poeta, gran poeta, mugroso, de su poeta cobarde, de su poeta con veleidades neonazis. Igual que Silvia Plath, que agarra la muerte, sí como ferviente objeto literario, pero también porque su hombre, poeta y cobarde como se usa, no puede superarse a sí mismo, ni como esposo, ni padre, ni macho con lujuria de echar la simiente donde caiga.
La palabra inglesa "mourning", quizá "penando", traduce bien el sentimiento de Wiethüchter hacia Jaime Sáenz. Puede que desee hallarlo en las piedras congeladas del fondo del lago, o que se angustie su hálito entre su sangre y su deseo: el Titicaca es un acertado vínculo entre Germania y Aimarania, tiene las características físicas del páramo norte, Schlesvig-Holstein, Pomerania, la costa báltica que incluye Danzig, Prusia Oriental y Riga, y, en el fondo mítico del agua duerme, así creen, el bastón de mando, conquistador de la nación quechua, advenediza en estos parajes, pero sobre todo el alma colla que, pienso, es la que busca la poeta muerta como fragmento de la costilla de su amado, Adán andino escribiente. Blanca supervivió a Jaime Sáenz; fue, a decir suyo, "casi un matrimonio" y perseverar ella mantuvo la llama del que no estaba, con un énfasis extremo para mi gusto sarcástico, pero con alelante lujuria para un resto necesitado de dogmas. Se ha endiosado a Sáenz, en manos de Wiethüchter, hasta un punto que ni siquiera Borges alcanzó. Como si la escritora, su arte, viviesen sólo para conservar la llama ajena.
En el caso de Silvia Plath, se ha sugerido, no sin cierta certeza, que se suicidó por celos. Conservar al otro por intermedio de la muerte, eternizarlo con algo de delirio cristiano religioso en ello. Una Silvia Plath cínica no hubiese tomado su vida, sabiendo que detrás del instante no hay bruma sino vacío. Pero esta conjunción de imponerse a las circunstancias, de creer que a través de un acto final se puede mantener el presente, tiene parte de infantil y mucho de creativo. La posibilidad morbosa de dominar los hilos de los demás, así sea por efímero instante, conlleva también el hechizo de conjurar el verbo, quien puede destruir tiene el don de crear. Claro que hay suicidas talentosos y suicidas nada más...
Aunque en apariencia no exista ligazón entre vivir una poeta y morir otra, las circunstancias en que se desarrollan estas dos vidas, una en el casi anonimato, la trivialidad de ser madre, esposa engañada, mientras funda poesía viva, desgarradora; la otra en una fama circunscrita, con la trivialidad de ser albacea artística del otro, no en el anonimato pero sí enmascarada detrás de un nombre que ella quiso ser mayor que sí misma, las hermana de alguna manera. Quizá fuerzo, en la quietud de mi cuarto, relaciones que no existen. Pero qué es escribir sino jugar. Es posible que a eso se refiriera Gautier cuando hablaba del arte por el arte, porque incluso en la falta de mensaje de un texto, si se ha sabido enlazar con sutileza los hilos, hay belleza.
Nadie busca respuestas en una pintura, por qué buscarlas en este nuevo formato pictórico llamado escritura. Hay quienes gustan de labor de críticos, y exacerbados por la burla del entreverador de palabras, fustigan con denuedo su falta de seriedad. Como si importara...
Aurora, 21/10/04
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Publicado en revista ATARALARATA (Cochabamba), 2004
Imagen: Wilfredo Lam/Sin título, 1946
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