Cuando escucho a Eduardo Falú recuerdo a mis hijas. Falú había ido a Sucre, al festival de la cultura. Yo no sabía que ya había partido y deseaba verlo.
Viajamos con Gonzalo Vázquez, en flota. Un conocido suyo nos recitó sus poemas por demasiado tiempo. La noche afuera era mar de polvo. Imaginaba los pueblos que pasábamos. Esto debe ser Totora. Mucho que no iba por allí. Esa noche no dormí. Miraba y miraba las volutas de tierra que el vehículo levantaba. Me pesaba la soledad; prefiguraba los días siguientes en que, desesperado, pensaría haber perdido todo.
En Cochabamba, mientras mis ojos, lejos, escudriñaban el polvo y se nostalgiaban hasta la lágrima, mi mujer sacaba las últimas maletas y en la oscuridad llevaban a mis niñas en desconocidos autos que jamás sabré. Lo sentí, recuerdo, cuando cruzábamos por un caserío en el silencio. Emily se habría despertado y me estaría llamando. Quise razonar, creer que la esposa no lo haría. Me di ánimos. Imaginé a los poetas leyendo sus nuevas letras. Quería escucharlos, ver a Adhemar y tomar unas cervezas. Olvidé el llamado que se había quedado en esa callecita de tres casas y algunos árboles, sauces o algarrobos. La última voz de mi hija mayor flotó en el aire y se diluyó en los pedregales que alfombran los secos ríos.
Falú me gusta y me hace llorar como no lo hacía atrás. Será porque miro por la ventana y sólo hay nieve. Las puertas de mi automóvil no se abren de frío. "Vengo del ronco tambor de la luna", dice la vidala. Yo también.
Vengo de una luna que no está en Norteamérica. Quisiera, esta noche en que mis hijas duermen en lechos extraños, dormirme y hundirme en la ilusión de América del Sur.
Un taxi me traía de Sucre a Cochabamba, por un montón de dinero, en vano intento de encontrar unas huellas que ya habían sido borradas. Sólo tenía mi alma y mi amor, y ellos eran demasiado poco. Las hijas ya habían desaparecido mientras todavía me esperanzaba en que llamando de Aiquile sabría que las habían encontrado. Pero la sombra y el viento helado de Puente Arce aseveraron que nunca podríamos nosotros ganar.
Aiquile me destrozó. Me senté en un adobe enfriado por la calma provinciana y lloré para siempre las manos y sonidos de mis hijas.
"Ando diciendo tu nombre", "el camino me vuelve a llevar". "La atardecida", zamba hermosa. Cuéntale, nada más, que dolido la vuelvo a llamar. Y así era en la oscuridad del camino. Así atardecía. Ya ni era dolor.
Mis venas perdieron vida entre Chuquisaca y Cochabamba, en un taxi blanco de doscientos dólares, con el hijo del chofer que me pasaba una botella de agua para olvidar la secazón de mi voz.
El 18 de octubre, en Sucre, almorzábamos varios escritores. Nilo Soruco apareció, esmirriado. Eduardo Mitre y Adhemar Uyuni reían en la barra. Otros cantaban una y otra vez "Gringa loca", canción de un grupo ecuatoriano, creo. Mirella Suárez comentaba. Reíamos. Al partir, bajando por las calles, Edwin Guzmán continuaba con "Gringa loca", y le dije a Eduardo: "ustedes pueden cantar eso tranquilamente, porque no tienen una de carne y hueso en casa, como yo". Y la mía ya se mofaba de mí, iluso, en su embajada, logrando el más grande triunfo de su estupidez, el rapto de mis hijas. Porque así imaginan los norteamericanos que son grandes, porque creen que secuestrando, enterrando iraquíes vivos, rociando mujeres con napalm, asesinando a Torrijos, tirando inmundos panfletos prostituidos de prostituidos aviones sobre Cuba, prohibiendo el español en las escuelas públicas, van a amedrentar al mundo con su invencibilidad. No saben, porque son o ciegos o retardados, o porque se alcoholizaron y narcotizaron demasiado, que ellos no tienen opción, que están acabados. Son una caja de dinero y sangre sin un atisbo de alma. Por eso no sobrevivirán y sobre sus calvas calaveras construiremos nuestro hogar, todos nosotros, mis hijas y yo.
No hay vuelta que darle. Yo me angustio ahora mismo con Falú, la música por sí sola me mueve el cuerpo; vivo. Sé que rescataré a mis niñas. Sé que la fuerza de mis brazos ha de crecer más y más. En oposición, observo al vecino anglosajón, dueño de dos autos nuevos y de una esposa japonesa que lo denigra, y siento que no hay comparación entre lo nuevo y vital que soy yo y su cabeza rubia, en la cual aparece un rostro de imbécil. Quítenles dinero y poder a los gringos y los tendrán en el barro, revolcándose como cerdos, aullando y babeando como lo que son: una recua de asnos pervertidos...
1997
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Inédito
Imagen: Roberto Matta/Sin título, 1961
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