Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Amenazas con dejarme, abandonarme es gramaticalmente más correcto. Me acurruco en un rincón de la sala mientras tú caminas, ufana, segura de tu victoria. Ese hombre que ves, en apariencia piltrafa, lloroso, esmirriado en su ajada chamarra de cuero negro, no cavila... complota.
Crees que vences, quizá es tu desparpajo inglés que te anuncia "superior". Produzco un ruido y vuelcas el rostro hacia mí. Del bolsillo interno de la chamarra saco una tira de Valium 10 que guardo para ocasiones especiales. Al abrir dos de las celdas hay un chasquido de metales entrechocando.
¿Qué haces?, demandas. Y en tu duda habita tu derrota.
No respondo. Trago las pastillas y callo. Casi imperceptiblemente las acomodo con la lengua por encima de los dientes de arriba, debajo de donde crezco el bigote. Allí son inofensivas. Crees, sin embargo, que las ingerí y te asalta el temor de que me vaya a dormir para siempre. Te arrodillas, me besas, "estás loco", repites, mientras tu cuerpo caliente de emociones encontradas toca el mío.
Tengo un plan. El de tomarte. Poseerte es el único motivo de esta treta. Vencerte en el auge de tu gloria, a pesar de que para ello vaya a "morirme", cosa que no pienso hacer.
Melodramático, te susurro que las pastillas comienzan a hacerme efecto. Corres desesperada a traer un vaso de agua mientras arrojo los valiums por el balcón abierto hacia la calle Ecuador.
Regresas. Escupo el agua y te digo que no habrá interferencias para la muerte, pero que antes me gustaría ver tu cuerpo, chuparte los senos y desmayarme eterno en la postrera cópula.
Te apresuras a desvestirte. Blancos tus pechos, blancas tus piernas. Negros casi azules los abundantes vellos que esconden tu amor. Te darías cuenta, si pensaras, que cómo -si agonizaba- había sido tan rápido en quitarme la ropa y cómo podría en el sopor de los tranquilizantes tener una erección como un obelisco egipcio.
Para derrotarte de manera infame te arrastro al balcón. Un sol tórrido en la Cochabamba de mediodía. Echado te indico subir sobre mí. Alegas que los vecinos, que la ventana, que el público. Nada le importa a un muerto, sugiero. Y te hago el amor, ardiente, ardido en el sol quemante, tu espalda, tus nalgas, y tu sexo poseido de frente a la calle.
Entre el éxtasis veo en la casa al otro lado de la calle al pintor Martínez que observa la escena y peca, sin duda, como Onán... en el comedor.
Mía ¿comprendes? Mía. Y el muerto se duerme tranquilo, con la visión melancólica de dos hermosas tetas que cuelgan sobre sus ojos, brillantes aún por la saliva apasionada.
Una hora después despierto, más vivo que nunca, y acuso a mi innegable fortaleza el no haber perecido ante la ciencia de las medicinas.
Ahora, mujer, trae algo de comer. Me muero de hambre...
17/10/06
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Guión para cortometraje
Imagen: Bernard Buffet, 1979
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