A la muerte de mi madre.
"No bajo la forma de una enharinada mariposa blanca rendiré a la tierra mis despojos prestados: quiero que mi cuerpo pensante se transforme en una calle, en un país; este cuerpo vertebrado, carbonizado, que ha tomado conciencia de su longitud", escribía Osip Mandelstam. Así, tú, Alicia madre, un país, éste, sus calles, sus eucaliptos, la tierra a la que viniste de lejos, valiente como eras, al mundo sin leche, sin agua, casi sin esperanza, sin padres ni hermanos, a un cielo que no parecía tuyo y que con el tiempo se transformó en ti.
Qué decirte nosotros, hijos, sino mirar cómo creces en los molles, y caminas elegante y a veces hasta vertiginosa en los pasos de los horneros que te visitan cuando no estamos, allí, donde ahora duermes, porque quieres velar a escondidas por los que ya no niños nos sentimos sin embargo huérfanos. Siempre, con tus protectoras alas, viniera lo que viniera: desorden, confusión, desgracia, pena y dolor, con solidez que es más que estoica… mujeril, materna. Será que las madres lo son todo y los padres poco, que las mujeres la fuerza y nosotros nada. Cuando pienso que con ya cincuenta debiera sentirme independiente, autónomo, logrado y sensato, me doy cuenta que no es tan fácil, que necesito de ti, que lo que me liga a la ternura eres tú, y al valor tú, consuelo de paladín batallador, callada, sin aspaviento militar, roca de aristas dulces, férrea y a la vez tan suave, tan Juan Ramón Jiménez, como solías leernos al caer la noche.
A veces te pregunté cómo te animaste, Alicia madre, a venir aquí, y en tu voz comprendí una Bolivia que no te pertenecía de herencia pero sí de corazón, la Bolivia que me sugerías poner en mis novelas, no la Argentina de Borges, ni las huestes montoneras, ni aun siquiera los polvos de Santiago del Estero o los mares de Rafaela, mas Cochabamba y su achinado semblante triste, los callejones de Oruro.
Qué me queda de ti. Todo. En cada mirada, en la minúscula línea que divide dos palabras, en las zambas cantadas del norte, en el tango del río abajo. Si contemplo la vida de distancia la miro agreste sin ti, y torpe, ignorante. Los detalles innúmeros porque eres tan vasta como unas pastas infinitas con el tuco magistral del arte. Tus ravioles mágicos y, tan argentina, tan cordobesa, para el asombro, tu donaire en preparar sopas de la ancianidad aymara o de la lujuria quechua. Vital, ubicua, inteligente, multifacética, universal. Hablemos de cine, o cuéntame tus libros que incluyen a Rilke y crecen como helechos tropicales con fondo de acordeón musette.
No me despido de ti, mamá, me siento contigo a leer bajo los tunales de San Sebastián, donde murieron mujeres como tú. No me despido. Te miro. Te hablo. Te amo y te extraño.
09/05/2010
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 11/05/2010
Imagen: María Alicia Dora Coqueugniot Espeche, Cochabamba, 1961
Ante tan bello y sentido escrito no puedo sino guardar un respetuoso silencio.
ReplyDeleteUn abrazo muy fuerte querido amigo.
Te lo agradezco, querido Jorge.
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