Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
No se puede generalizar y decir que la literatura de un país se caracteriza por uno u otro detalle. Sin embargo, se observa que en la literatura anglosajona existe una tendencia a crear a partir de la experiencia personal, no en sentido testimonial, sino de ficción. Grandes son los ejemplos: Sinclair Lewis, Steinbeck, Hemingway, Dos Passos, Sherwood Anderson, Upton Sinclair. Cronológicamente sigue, aunque no tan acentuada, la obra de Salinger, la de Philip Roth e incluso la de Palahniuk, que en alocado frenesí excede los límites de lo real concreto, pero cuyas referencias se nutren de ghetto.
Isaak Babel es tal vez el más notable ejemplo de esta búsqueda de vida, a instancias de Gorki, gracias a la cual nos lega su inigualable Caballería roja o sus cuentos de los facinerosos judíos de la Moldavanka, en Odessa, antes y durante la revolución. El mágico y nostálgico intimismo de Proust, y de su antecedente directo Alain Fournier, no son invenciones de los sentidos. Sucede lo mismo con Franz Werfel, y el extraño Kafka es un cúmulo de judaísmo en medio de la rica ‘occidentalidad’ de la Praga de entonces.
Avanzando en el tiempo encuentro en Rodrigo Fresán, en su puntilloso Jardines de Kensington, una ágil ambigüedad que va de un lado a otro, hallando fraternidad en aquello que se desea separar. Ni hablar de Roberto Bolaño, maestro, igual que Fernando Vallejo, de una ficción ‘real’ tan dinámica y sustanciosa como no se veía desde Céline. Borges, el gran ‘ficcionador’, era un engendro delicioso de las enciclopedias y de la cultura universal. Su realidad no sólo eran los matones de Retiro, también los ignotos húngaros de la puszta o los persas muertos que viera Heródoto. Mientras que García Márquez, un ‘ficcionador’ no menor a Borges pero de otro clima, hereda de Horacio Quiroga y de José Eustasio Rivera la magia de sus locaciones y sus historias. En GGM hasta el vuelo de una bella, envuelta en sudario hacia los cielos, tiene un origen más bien trivial: una sábana alrededor del cuerpo de una muchacha en el viento.
El realismo socialista, con ayuda de Gorki, permite a Stalin presionar acerca de lo que consideraba bueno en literatura. Personalidad extraña la de este hombre que si bien ejecuta a Meyerhold y a Mandelstam, no permite detener a Pasternak ni tocar a Bulgakov. Cualquier tendencia que se alejara del contexto social equivalía a una desviación usualmente fatal, pero, incluso, para no ser tendenciosos, existe arte en medio de aquella corriente político-literaria. Están Sholojov y Fadeiev, y la trilogía de Alexei Tolstoi: Tinieblas y amanecer de Rusia. Rusia dio intimistas y realistas, en número sin par. A la vez que germinaban nuevos escritores soviéticos, Pilniak escribía novelas, y lo hacía el vanguardista Jlebnikov, junto a la sátira que viniendo desde Gogol hasta Sologub encarnó en Zoschenko su mayor y más peligrosa cima. Aunque Zoschenko se burlaba de la burocracia comunista, Stalin reconocía su magnificencia y el sarcástico sobrevivió. Parece existir una corriente de literatos nuevos en Bolivia cuyo desdén por la vieja literatura carga visos de ignorancia. La literatura es una, no importan sus facetas, con diferencias tan marcadas como las existentes entre Leopoldo María Panero y Mayakovski, en poesía, o entre Dickens y Alain Robbe Grillet, en novela. Me decía un amigo parisino, doctor en astrología de la Sorbona, hace muchísimos años, que toda la literatura estaba en unos pocos nombres, a decir: Cervantes, Shakespeare, Homero, Goethe y Montaigne. No le faltaba razón. El Quijote es fuente inagotable de contemporaneidad. Los dadá y los surrealistas retomaban sus orígenes hasta en el siglo XVIII, en Sade, en Lichtemberg, mientras que los expresionistas germánicos retrocedían hasta Grimmelshausen y la picaresca de La Guerra de los Treinta Años. La realidad crea la ficción y no estoy seguro de si existe el fenómeno opuesto. En los más alucinatorios escritos de Tolkien o C.S. Lewis, el bagaje cultural histórico que funda su obra fantástica es monumental. Poe y Lovecraft son herederos de un dinamismo muchas veces oscuro de una América en transformación. Rilke es hijo de su época. El joven poeta no se deslinda de un entorno que compartía a Nietzsche y a Joseph Roth, o a la extravagancia del San Peterburgo de Andrei Bieli. Mi novela El exilio voluntario, obra sin estructura formal, se mueve en esa odisea que es la experiencia personal, el mundo exterior y una íntima psique. Con contrapartes a veces cercanas a El beso de la mujer araña, de Puig, toca tanto la controversia interna, individual, y los móviles de afuera que si no la crean -aunque tal vez sí- al menos la alimentan.
Santa Cruz, junio del 2009
_____
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 25/07/2009
Imagen: Libro de poemas de Aleksei Kruchenykh y Velemir Jlebnikov, ilustrado por Kazimir Malevich y Olga Rosanova, San Petersburgo, 1914
No comments:
Post a Comment