Thursday, November 18, 2010
El cine en Bolivia
Azares de bendición y maldición se ciernen sobre este país, otrora república, hoy estado plurinacional. Sociedad que ha vivido de espaldas a sí misma, desde siempre, y que "se encuentra" (el entrecomillado no es falso), de pronto, gracias a un proceso coyuntural muy complejo. Esa aceptación tomará un par de generaciones para madurar. Largo y sufrido camino por el que esta tierra debe trashumar hasta decirse a sí misma -y mostrarlo a los demás- que sabe quién es, qué quiere, hacia dónde va y de dónde viene.
Situación singular si se compara con procesos similares en otras regiones. Cada rincón del orbe es único, pero creemos que el nuestro es aquel elegido, no en el sentido mesiánico de los judíos en Palestina, sino a un nivel metafísico, etéreo.
No en vano en lo que hoy llamamos Bolivia se jugó, de principio a fin, desde 1809 hasta 1825, la independencia americana. Los quince años de lucha brutal contra Iberia en el Alto Perú aliviaron a los libertadores del norte como a los del sur, a Bolívar y a San Martín. La conformación, configuración si desean, de Argentina y del Perú, Colombia y Venezuela también, se solidificó con la torrente sangre de los patriotas altoperuanos, indios, cholos, criollos y quién sabe más, que enfrentaron al imperio con la pasión de los trópicos, con la inalterabilidad de sus montañas. Esa sangre anónima, tanta, y tan cercana, es la nuestra, y es especial; flota por el aire de América.
Semejante bagaje tiene que pesar en el arte. Debiera dar la posibilidad de crear obras imperecederas en las letras, en el ecran, en el lienzo y en los aires musicales. Quizá sólo en la música, que es el arte más cercano a la vitalidad del pueblo, se alcanzó lo universal. La música popular boliviana ha trascendido los límites que impone la geografía. Ella, y la vestimenta diversa que la acompaña, quedan como muestra permanente del legado humano. Fuera de los aires populares, nuestra música aún transita la orfandad de quien no se conoce. Bach no existiría sin la aceptación de la música del pueblo alemán; Bartok de la húngara. No bastan imaginación y talento; hay que mirar atrás para ver nuestros pasos. Así lo hicieron los maestros. Así se debe.
Magnificencia, sobre todo del Ande, porque es el Ande el centro motor por el que transita nuestra historia, asoma en la obra monumental, casi épica, de Jorge Sanjinés, un director-artista cuyas concepciones va validando el tiempo. Hablo de memoria; son muchísimos años desde que no veo sus filmes. Mas su obra está asociada a varias oleadas de bolivianos, y a un idealismo acerca de un mundo mejor que se ha perdido con las radicales transformaciones de casi dos décadas; cambio claramente expresado en la psique de las nuevas generaciones y que el joven director Martín Boulocq describe así: "Nacidos entre finales de los 70's y principios de los 80's, somos nietos de la revolución del 52, hijos de las dictaduras y depositarios actuales de la democracia y el sistema neoliberal. Sin grandes sueños ni grandes aspiraciones, agobiados por el idealismo frustrado de nuestros padres, con el peso de una cultura ancestral en las espaldas y las exigencias de una sociedad consumista, mi generación es la generación del desinterés". Palabras que describen una realidad, la de la clase media, ferviente alimentadora de los idearios revolucionarios de los 60 y 70, que con la demolición del comunismo semeja perder toda senda, y que parirá un arte que en opinión de los prejuiciados idealistas de entonces es amorfo, aburrido, liviano, carente de interés (igual sucede con la literatura). Hay que comprender la dinámica que va de un polo a otro, de Sanjinés a Boulocq, con no sólo altruismo sino con la posibilidad de comprender y aceptar. Cada época acuña lo suyo, y nada es mejor que lo otro. Son distintos a veces, diferentes las más, ya que de una u otra manera ambas corrientes retratan el devenir de las naciones que ocupan el territorio. Anoto lo de "clase media", para hacer una diferenciación con la otra juventud, la mayoría pobre o desposeída, de la edad de Boulocq o menor, que con el advenimiento de las masas indígenas a estamentos de poder, crea y cree (en) noveles ideales, no inferiores a los de las generaciones pasadas e, incluso, tal vez, con mayor certeza de concretizarse. Ya ellas alumbrarán su arte, siguiendo los primeros atisbos del género en documentales como "El espíritu de Tupaj Katari" (2006), de Humberto Mancilla, o "La sangre de la Pachamama" (Pablo Solón, 2003).
Sanjinés desde "Yawar Mallku" (1969), pasando por "El coraje del pueblo" (1971), "La nación clandestina" (1989) y "terminando" con "Para recibir el canto de los pájaros" (1995) rebusca un trasfondo analítico-histórico que se hace hoy premonitorio. Su obra, emblemática per se, forma parte de los clásicos. Es posiblemente el director más politizado del cine nacional y, como tal, tiene un espacio de privilegio en nuestro cine. Habrá nuevas manifestaciones que sin duda diferirán en mucho de su poética revolucionaria-indigenista. Puede ser que la confronten. Surge el tiempo de los realistas. La belleza de Sanjinés deja espacio a exposiciones más concretas. "Cocalero" (2007), de Alejandro Landes, lidia con la posible ascención al poder de un indígena por primera vez. Aunque nacido en Brasil, Landes expone una realidad boliviana que tendría que incluirlo como parte del cine nacional. Tal vez esta separación física permite a su retrato la validez de carta de presentación desapasionada del panorama político previo a la presidencia de Evo Morales. No hablo de "Evo pueblo" porque no la he visto.
Una cronología del cinema local tendría a lugar. Prefiero, sin embargo, hablar con digresiones y con referencias de este fenómeno. Existen trabajos -de Gumucio Dagron y de Carlos Mesa- cuya excelencia aclara los entretelones de esta forma artística en nuestra sociedad.
Antonio Eguino podría ser heredero de Jorge Sanjinés, pero no lo es. Eguino, a pesar de compartir una actitud militante, opta por un cine que se adecúa al concepto general que de él se tiene. Cineasta profesional, lo que pierde en arte lo gana en destreza y su obra culmina con su más lograda cinta: "Los Andes no creen en Dios" (2005), que es una producción comparable, en técnica y desarrollo, a cualquiera de los países limítrofes o latinoamericanos. Con leves deficiencias de actuación, eterno drama del cine nacional, "Los andes..." tiene una vital narrativa que la hace atrayente. Basada en un tríptico de du Rels, autor
franco-boliviano, conlleva garantía de amenidad, interés, belleza, paisaje, misterio, al que el cine de masas aspira, sin ser por ello mero objeto comercial. Este director comprende que a través de las imágenes se da a conocer un país. Mientras Sanjinés penetra en los arcanos de las luchas sociales, Eguino aspira a universalizar Bolivia en la pantalla. Su último intento lo logra. No sé cuán vasta haya sido su expansión afuera, pero éste es un producto Made in Bolivia a mucha honra. Hay públicos, la mayoría a no dudar, para quienes el cine es entretenimiento, y mediante Antonio Eguino conseguimos trashumar por la misteriosa nación andina y soñar.
En "Amargo mar" (1984), y junto al punto de vista crítico de la historia, ya el cineasta busca lo que explico: reflexiva amenidad. Uno de los soportes de su arte es su extremada minuciosidad en cuanto al ambiente. Eso le da impronta y amplía las perspectivas de internacionalizarlo. Quién no desea ver recreado un ambiente exótico, distinto, de países diversos. Y Bolivia, según lo entiende Eguino y también lo entiendo yo, es un cúmulo de belleza y tesoros listos para mostrarse. Algo que hace Werner Herzog (incluso con la pesadumbre moral de sus guiones) y a donde Eguino aspira a acercarse, a pesar de no alcanzar el aura poderosa de los filmes del alemán todavía. "Fitzcarraldo", y por qué no "Aguirre", bien podrían hacerse en Bolivia con Eguino. Con un detallista de tal nivel, el cine histórico y/o literario boliviano puede de seguro enriquecerse y trascender.
Siguiendo con la larga lista de realizadores paceños (la bizarra magia de su ciudad la culpable) hallamos a Marcos Loayza, quien, a decir de Juan Pablo Piñeiro con acierto, añade (en "Cuestión de fe", 1995) el humor a un cine nacional de excesiva seriedad. Se menciona el hecho de ser una "road movie", en la tradición de "Mi socio" (Agazzi, 1982), y cuyas resonancias escritas pueden venir -de soslayo- de la obra de Jack Kerouac como de la lírica de Jim Morrison. Aunque tal vez sea más preciso anotar la presencia del pilluelo de la picaresca española, del Lazarillo de Tormes, por ejemplo, cuyo humor y desdén por la desgracia han quedado, luego de la conquista, muy arraigados en el seno del populacho novomundista. La jerga mexicana, al igual que la boliviana, retorna el tiempo a un pasado donde la literatura de burla representaba un medio de inusitado dinamismo, donde etnias perseguidas se escondían bajo la invención de lenguajes cifrados que derivaron en calós regionales. En el deambular por los caminos del país, con una virgen de encargo a cuestas, Loayza se fundamenta en aquel lenguaje popular, plagado de dobles intenciones y dobles sentidos. Se burla (como se hace en "Carcasse", película africana con parecido guión) de la religión, y las virtudes de la creencia.
En "El corazón de Jesús" (2003), el director continúa con un retrato pícaro y divertido de la sociedad boliviana. Con cierto drama que le presta basamento espiritual, esta cinta es un delicioso paso por un engaño típico de nuestra idiosincracia. En ella se logra cordura y seriedad en la actuación. Se aleja del melodrama a que nos acostumbró el cine nacional, en cuanto a actores, y hay sobriedad aun en lo jocoso. El ambiente que logra aquí, referido a la mise-en-scène, supera el de "Cuestión de fe" (de mejor guión). Esperamos una obra posterior que conjuncione los aspectos de la poesía de Marcos Loayza acompañados de los avances tecnológicos actuales.
Rodrigo Bellot es un innovador y hombre de empresa. Formado en la academia norteamericana, supo aprovechar su condición ajena en tierra extraña (valga la redundancia) y desarrollar su primer intento cinematográfico: "Destierro (Exile, 2000), hasta llegar a su gran éxito de taquilla, "Dependencia sexual" (2003), que con muestras en decenas de festivales internacionales dio a Bolivia espacio en el concierto mundial.
Bellot pertenece a una generación de artistas cuyas metas son ambiciosas sin ser especulativas. Estudiar el mercado, profesionalizar el arte, vender lo que el público quiere, no tiene que estar necesariamente desligado de la creación. Lo hace Edmundo Paz Soldán en literatura, y Bellot en cine. Son producto de la globalización, a la vez que estetas pioneros para una o varias generaciones bolivianas que tienen que mirar al exterior. Es tiempo de expansión, de dejar de lado pruritos absurdos que anatemizan el arte como pobre, fatídico, miserable, maldito. Hay un universo afuera ávido de descubrir los recovecos del planeta.
La temática de este cineasta cruceño desconoce de alguna manera la imponente obra de Sanjinés -no con denuesto- y sin embargo es tan representativa de Bolivia como ella. El panorama ha cambiado y aunque en política pareciera haber un retroceso hacia los peldaños del pasado, el proceso histórico continúa su viaje al futuro, y la sexualidad de los jóvenes es tan importante como la cosmogonía aymara o los detalles churriguerescos de la Guerra del Pacífico, mientras el racismo sigue siendo el tema ineludible de todos.
Escribí, parafraseando el título del filme de Bellot "¿Quién mató a la llamita blanca?" (2006), un artículo crítico (¿Qué mató a Rodrigo Bellot?). Quizá, a pesar de su éxito como espectáculo, Bellot fue aquí apabullado por un proyecto de gran ambición. Los rastros del maestro Gus van Sant exceden los bordes de un filme que podía haber sido, con menos expectativas, muy bueno. Sustenta las bases de la fílmica de su autor, pero no logra -sin ser mal titiritero- dominar los hilos de la narración. Leve falta, si consideramos que se está trabajando en algo nuevo, en otra concepción cinemática que no hará sino enriquecer el cine boliviano. Pero, como en el caso de muchos directores a quienes no nombro por falta de espacio, hay que criticar lo que como público consideramos "innecesario". En la crítica abierta hay frutos; no en la malsana y tendenciosa. Aguardamos una obra suya sólida y duradera. Su talento y su visión la auguran.
El ya mencionado Agazzi, Valdivia -con una tercera línea de concepto acerca de cómo hacer cine- son directores cuyo trabajo reconocemos importante. "El atraco" (2004) resulta el thriller más logrado de nuestra historia fílmica y ambos, Agazzi y Valdivia, coronan con éxito su adaptación de obras literarias locales: "Los hermanos Cartagena" (1984), de "Hijo de opa" de la versátil novelista y escritora Gaby Vallejo, y "Jonás y la ballena rosada" (1995), del laureado Wolfango Montes Vanucci y su obra homónima.
Anotaremos, antes de morir la hoja, el trabajo, arduo a veces, pero persistente, constante, de Tonchi Antezana, orureño de alma cochabambina cuyo filme "El cementerio de los elefantes" (2008), con la sombría presencia en letra de los grandes Saenz y Viscarra, se hizo presente con éxito en el Festival de Cine Independiente de Nueva York. Poco puedo decir mientras no la vea, pero parece que Antezana ha llegado a una envidiable madurez que asocia ahora a su calidad de gran batallador.
Esperé hasta último momento un envío del largometraje de Martín Boulocq "Lo más bonito y mis mejores años" (2005) que me prometió el autor. Será para otro comentario. Ansío ver la obra de un artista cuyas opiniones son coherentes en cuanto a lo ubícuo de su generación. Interesante, además, dada la fisonomía -que muchos no esperaban- de una Bolivia distinta hoy, en apariencia incompatible con los postulados de estos jóvenes creadores.
28/7/09
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), agosto 2009
Imagen 1: Afiche de Jonás y la ballena rosada
Imagen 2: Afiche de Los Andes no creen en Dios
Imagen 3: Afiche de Cuestión de fe
Imagen 4: Afiche de El cementerio de los elefantes
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