Monday, November 29, 2010

El exilio voluntario


Virginia Moyano

Sentada frente a uno de los coloridos paisajes marinos de Panamá, en mi particular “exilio voluntario”, leo con deleite la obra de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, “El exilio voluntario”, con la cual se hiciese merecedor del prestigioso premio literario “Casa de las Américas”. A ratos, cierro el libro y acompaño a Carlos en su recorrido por esos lugares familiares de Cochabamba mientras el nudo de la nostalgia aprieta. Quienes por una u otra razón hemos tenido que dejar atrás a la familia y esa adorable cotidianidad que aprendemos a valorar cuando ya no es más, comprendemos a cabalidad los sentimientos que Claudio ha vertido en cada frase, con asombrosa celeridad. Y a pesar que vivimos en plena globalización que nos transforma en ciudadanos del mundo, nos guste o no, seguimos siendo extranjeros en una tierra ajena que suele tornarse fría y tremendamente solitaria.
Año tras año, miles de bolivianos toman la valiente decisión de irse del país con la ilusión de encontrar una mejor calidad de vida. Los aeropuertos, entonces, a la hora de la salida de los vuelos internacionales, se atestan de dramáticos cuadros de personas que lloran desconsoladamente la partida de los suyos. Saben con certeza las vicisitudes que encierran la travesía y la tristeza que, a partir de ese instante, cubrirá sus corazones. Aún así, se aventuran, se arriesgan, a vivir bajo la sombra del indocumentado, del ciudadano de tercera, del expatriado sin pertenencia alguna, acomodado a las circunstancias y al extremado sacrificio. A ese conformarse con lo que hay, con lo que la vida buenamente pueda darle. He ahí el inmigrante, el expatriado, el que deja de tener nombre propio para convertirse en “el bolita”, “el pana”, “el ché”, “el tica”, borrando con ello y
sin querer, su identidad personal. De ahí en adelante, los compatriotas pasan a convertirse en la nueva familia y aquellas pequeñas cosas que otrora tuvieran poca importancia, allá en la patria, cobran de pronto un interés sublime: la música, la comida, ese ingrediente que sólo lo hallas allá, los chismes de los amigos y parientes, en fin, esas pequeñas formas que buscamos para sentirnos más cerca e incluidos. De pronto, un día, la patria va quedando cada vez más y más lejos; la nostalgia cesa y da paso a la rutina que no es nueva, construida de tiempo, de conformidad y de esa insaciable necesidad de pertenencia.
No he terminado de leer, aún me falta; quiero hacerlo con lentitud, decantando cada instante, cada imagen, porque me encanta la forma con la que Claudio va relatando la trama: instantes fragmentados que, a la vez, son historias dentro de otras, reflejo fiel de la maravillosa riqueza de la cotidianidad. Y para quienes estamos procurando abrirnos paso en el mundo de las letras, resulta una oportunidad de oro el aprender de otro. No tuve el placer de conocerlo, aunque sí tuve el honor de compartir con los poetas y escritores nacionales. Sé que a estas alturas, Claudio habrá recibido muchas felicitaciones, entrevistas, reconocimientos y ese valioso cariño que forma parte del engranaje que motiva a todo escritor ¡Qué orgullo para Bolivia! y, sin embargo, desde aquí, desde este pequeño banco donde admiro el mar panameño que se lleva en cada ola mi suspiros en silencio, le hago mi sencillo tributo: que tu historia mueva las entrañas de quienes les cuesta comprender al inmigrante; que contribuya en la construcción de un mundo más inclusivo, más abierto y más humano, para quienes voluntariamente se exilan en busca de… ¿algo mejor?... Que así sea.
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Virginia Moyano es comunicadora social, escribe desde
Panamá.

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Publicado en Opinión (Cochabamba)

Imagen: Jules Pascin/Hombre con un vaso de vino

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