Tuesday, January 11, 2011

Eclécticas lecturas/MIRANDO DE ARRIBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

a Elena, en su cumpleaños

Casi a diario, con Alicia, visitamos tiendas de libros, de las grandes, con cafetería incluida. Es práctica común, entre los clientes norteamericanos, llevarse uno o más volúmenes a la mesa y leer o estudiar mientras gozan de un café latte o un espresso, un emparedado de pavo y palta -y mayonesa- dentro de pan focaccia de hongos y jalapeños: una ilusión, delicia, maravilla; un placer...

Nosotros, bolivianos, sobrios y recatados, sólo leemos lo que compramos. Nada de préstamos. Ridículo orgullo quizá; buena costumbre tal vez. No importa; el hecho fundamental es leer, la lectura con focaccia o no, con pizzettas de espinaca y muzarella o no. Leer, así sean las historietas gráficas japonesas de mundos fantasiosos, donde presente y futuro se aúnan con pretérito y dan de resultado un universo medieval y cibernético al mismo tiempo.

En la mesa de noche se apilan libros por doquier: verticales, inclinados, acostados, caídos, abiertos, marcados, entrecerrados como siestas, etcétera. Su antigüedad se mide casi como la de los árboles, sólo que en sentido inverso: los de más abajo, que vendrían a conformar la circunferencia, son los más antiguos, los ya leídos o comenzados, abandonados completa o temporalmente por otros, casi historias de amor de infidelidad constante. La razón: la abundancia de lectura, la abrumadora ola de novedades que pone al lector en disyuntiva brutal. Tan corto es vivir y tan largos los libros. Tanta imaginación y esperanza, dolor (a no olvidarlo), o simple satisfacción de adentrarse en lo desconocido. Al leer nos convertimos en dioses, en Dios si creen en una deidad judeo-cristiana, monoteísta como los adoradores del sol, del monotrema o el teorema, del calzón o el brassier, crédulos de cualquier cosa y sin embargo lectores, que placer existe en la líneas de Teilhard de Chardin y también en las de Isidore Ducasse (Lautréamont).

Converso con mi esposa en la distancia. Me habla de Hermann Hesse, de la sugestiva modestia del gran escritor, de su preferencia por sus anotaciones personales más que por las novelas. Le respondo que de todas maneras, leerlo, como en "El lobo estepario", nos ha de costar la razón. Discutimos porque ella aún no ha perdido la suya y yo ya me hallo cuesta abajo.

Estiro el brazo, antes de perecer al sueño, y los dos libros que escojo hablan de muerte. En Heródoto materializo los huesos blancos de los persas destruidos por Inaco. Brillan al sol como marfil de elefantes. En el otro, una muy lograda tarea de historiador la de Gustavo Rodríguez Ostria, llego a las páginas donde los ilusos de Teoponte, santos a su manera, cavilan mientras la muerte los avasalla, los arrebata... pero los ríos corren por las páginas, las boscosas colinas ciegan con verde intenso.
02/04/2007

_____
Publicado en Opinión (Cochabamba), abril 2007

Imagen: William Andrews, 1900

No comments:

Post a Comment