IVÁN CASTRO ARUZAMEN
A mi hermano Elvis Castro Aruzamen
y nuestras largas charlas sobre el exilio voluntario
El exilio voluntario de Claudio Ferrufino Coqueugniot, se adentra por los vericuetos, no de ciudades fantasma o alegóricas –Macondo o Santa María– sino esa que nos ha tocado vivir a finales del siglo XX e inicios del XXI; los recorridos nocturnos, la prístina aparición de una madrugada, la incursión en un prostíbulo o los ajetreos sexuales de un curioso en tierras movedizas de una cultura ajena y la búsqueda de trabajo para sobrevivir, son las señas de una ciudad, devastadora de sueños y tremendamente cruel con lo humano; El exilio voluntario no es sino una abominable experiencia de desesperanza frente al sueño americano; Carlos Flores, un universitario que deja el provincianismo de su ciudad por el norte opulento, es el vivo retrato del no ser en ese mundo –el norteamericano– tejido por la ambivalencia y el consumismo desenfrenado.
El exilio voluntario es una novela del invierno humano. Sí. He recorrido este invierno del errante Carlos Flores, entumecido por el frío de Virginia o Arlington; Claudio Ferrufino Coqueugniot, con su Exilio voluntario, es ya, dentro de nuestra novelística, una nueva rúbrica literaria, como un viejo maestro de la libertad, la cultura, la crítica, la acracia y el sexo; por supuesto, no es un Henry Miller –en su tiempo fue considerado el pornógrafo más violento de Europa y América– a la boliviana, no, lo que Ferrufino Coqueugniot, hace es abrir la novela en Bolivia a un estilo de prosa desmedulada, informal y lírica, rompiendo con el rigor de la novela estructural indigenista, minera, de la guerrilla; fue Wolfango Montes Vanucci, en Jonás y la Ballena rosada, que incursiona en el desmontaje de esa novela estructural, por medio de una prosa descarnada y llena de humor; este rompimiento, del Exilio voluntario, con esa novela puritana de las décadas anteriores a los 80, no sólo postula una renovación estilística, en su modo y manera de abordar la cotidianidad, sino, que además, desenmascara la concepción puritana de la vida, muy enraizada en la conciencia de la sociedad boliviana (en la calle, el barrio, la familia, la institución); el Exilio voluntario es un libro (novela) sobre el libro de la migración, el desplazamiento humano, la inculturación, los derechos humanos, lírico y vivo, sórdido y caótico, pero, sobre todo, es la recuperación del tiempo, a través de la memoria y la experiencia.
Los desplazamientos humanos, si bien han sido desde siempre, parte de la historia humana y que no hubo sociedad en la que los hombres, no desearan explorar nuevos horizontes, en todo tiempo y lugar, no será sino hasta el siglo XVIII, en la Rusia Zarista, que el desplazamiento libre, sufrirá las primeras restricciones; a partir de ahí, el ingreso y salida de un territorio estará sujeto a condiciones y exigencias. En pleno siglo XXI, cuando los nuevos odiseos (migrantes) en el planeta han llegado a porcentajes insospechados, y las más de la veces movidos por la pobreza y la construcción de un nuevo horizonte; para muchos Estados, el desplazamiento humano de principios del siglo XXI, no sólo es un problema de dimensiones político-económicas, sino una cuestión de seguridad nacional; Claudio Ferrufino Coqueugniot, dibuja con maestría y sencillez y una plasticidad sugerente, con sólo contarnos los sinsabores de un desayuno y un almuerzo insípido donde tres o cuatro fideos, son la esperanza del mañana; el universitario que deja su patria, Carlos Flores, mientras carga verduras y frutas, al lado de una negritud americana, mucho más solidaria que la bolivianidad del desplazamiento, nos sumerge en la experiencia de los apátridas del siglo XXI.
Ferrufino Coqueugniot, pongueando y todo, escritor y desplazado voluntario, para un país como el nuestro, además marcado por ciertos radicalismos encontrados, un racismo incontenido y abigarrado, es un ventarrón de libertad, de crítica epicúrea y digestiva, hacia todos los solapados verticalismos de izquierdas o derechas, a una mística (apócrifa) alimentada por un martirologio exangüe de los caudillos del pasado, pero, sobre todo, frente a una mentalidad revanchista y retrógrada; la narrativa de este boliviano, de poderosos bigotes nietzscheanos y un poco a lo morsa, taciturno, apacible, que habla despacio, sin prisa, que lleva a cuestas un exilio voluntario, y del cual ha hecho literatura, conciencia crítica, reclamo por la construcción de una identidad nacional, con las simples armas de una exuberante imaginación y convicción de que es urgente construir una identidad que defina a los bolivianos, tanto fuera como dentro, más allá de cualquier identidad asesina (Amín Malouf), esencialista y pura; el exilio voluntario es un canto homérico, en las terribles tempestades de la vida contemporánea, en la orgía de las cosas y los recuerdos; después del Exilio voluntario, de Claudio Ferrufino Coqueugniot, los teóricos y defensores de la novela social y canónica en Bolivia, deberán revisar el irracionalismo mágico del panfletarismo literario, del cual Ferrufino Coqueugniot, no abomina totalmente, pero, sobre el que tiene una mirada crítica.
La prosa del Exilio voluntario, está en contraposición de todo funcionalismo literario, anclado todavía en un manido esquematismo tradicional; pues, poco importa si el granado espermatozoide del talante literario de Carlos Flores, se derrame entre nosotros o los imberbes escritores del mañana, pero, sí, dejará para fecundar su semilla espermatozoidal de la imaginación y el estilo informal, el sentido de libertad o el sexo como último reducto de una cada vez más olvidada libertad humana; asimismo, se constituye en crítica feroz, frente a imaginarios nacionales empeñados en definir nuevas identidades inciertas y racistas, y es que los bolivianos, nos dice, Ferrufino Coqueugniot, “no habían abandonado las taras nacionales. Mezquindad y envidia, llegaron con los aviones, los camiones, con la inmigración. El hecho de la distancia podría haber aliviados esos males y no era así. Unos contra otros, el imperio de la cofradía que debía haber sido se convertía en adulterio, hermanos engañando a hermanos, la ostentación como regla”; pasiones humanas, capaces de distanciar a los hombres, diría Francisco Ayala; Ferrufino Coqueugniot, también, constata que estas pasiones pueden hundir a los seres humanos en la “angustia –y– en la soledad de la muerte”.
El exilio voluntario (migración) o involuntario, choca estrepitosamente con la terca realidad de un medio ajeno, alienante, más no por eso menos cruel que el suyo propio; y es que el desplazado, el mojado, el sudaca, se encuentra en medio de la selva urbana del norte entre la espada y la pared. “Virginia es un campo de Guerra donde hay que pensar en comer”, dice Ferrufino Coqueugniot, desde lo más recóndito de ese su exilio, además, dramático y desesperante; “el día se estrecha y no olvido que sin trabajo no como”, dirá Ferrufino Coqueugniot, en la soledad más sola del mundo, expresando así el dolor de los nuevos parias del siglo de las migraciones a gran escala, de aquellos que se fueron persiguiendo un sueño (americano, europeo, japonés, israelí, soviético…) y conocen de esa estrechez de un día sin trabajo y sin esperanza. “No me pasó nada, qué más puede ocurrirle a un pobre, aparte de su hambre y de sus harapos”, el despojo completo de su dignidad de ser humano y el exilio interior además de geográfico. “Mi hambre de voces es más extensa que la de mi estómago”, es decir, para nuestro autor, la pobreza material es mucho más honda debido al desarraigo y la nostalgia por el pasado. No en vano, el acontecimiento más importante del siglo XX, “el reconocimiento de los derechos del ser humano”, más allá de lo jurídico y cómo ya criticara Heine –el más heterodoxo de los pensadores alemanes del siglo XVIII– al romanticismo goethiano, su divorcio de la realidad y cómo la teoría estaba por delante y otras veces por detrás de la realidad, Ferrufino Coqueugniot, sabe y en carne propia, que la ley no sabe de hambre y miseria o finalmente, no toma en cuenta al hombre en cuerpo y alma; por esa razón, la voz literaria del Exilio voluntario, muestra las cicatrices que deja el despojo material, con más verosimilitud que teología o ciencia social alguna, pues, como dice el autor, “mi pobreza no tiene valor de poética, quiere comer, sobrevivir, devorar a mis congéneres, tener mi cama, mi televisor, mi mano que tome un libro y se prepare un té, algo propio”; el desplazado del siglo XXI, no sólo está fuera del alcance del derecho internacional humanitario, sino que además, el derecho no habla de la pobreza humana; y con una vehemencia implacable, Ferrufino Coqueugniot, denuncia la más terrible de las enfermedades humanas de todos los tiempos –en la misma línea del filósofo cubano, Fournet-Betancour, para quien no existe sociedad humana en la que un hombre no le haya infringido sufrimiento a otro–: “nosotros nos movemos, insectos que somos, donde no se mueven los blancos”; el derecho contemporáneo, ontologizado en el momento de su positivación, olvida dimensiones tan importantes como la soledad o el hambre de quien no trabaja y que sin trabajo no pueden existir derechos ni de primera ni de tercera o cuarta generación. Con tono desgarrado Ferrufino Coqueugniot, dice: “Aquí estoy solo y nadie me regala nada y si he de devorar devoro, y matar mato y el mutismo de mi rostro refleja un cansancio moral”, cansancio que ha alcanzado a casi dos tercios de la humanidad, porque los derechos inalienables de las personas es por el momento un mito y un sueño por alcanzar.
El exilio voluntario está impregnado por un recurso poderoso a la memoria, porque no olvida las entretelones de un desplazamiento accidentado; de ahí que empiece diciéndonos el autor, “si hubo una primera alegría en este país, al principio de mi exilio voluntario y mal pensado, fue el espacio de los primos”, la consanguineidad, la parentela, pero, los que no cuentan ni siquiera con eso, se convierten automáticamente en apátridas, por tanto, sin derechos ni memoria alguna; la memoria de Ferrufino Coqueugniot, si bien es recuerdo, sobre todo, es posibilidad del lenguaje: “Y en cuarenta minutos quiero aprender todo lo que pasaba por mi vida antes y que no miraba. Tarde ahora para hacerlo pero no para hablarlo”; por tanto, si el recuerdo aviva la memoria y hace posible la construcción del lenguaje –no sólo el literario– también rescata el olvido: “por un instante olvido que me fui y vine, siento como que volví, mejor incluso, porque retorné en el tiempo y hablé de cosas que se habían olvidado”. Asimismo, esa memoria, por un lado, melancólica, pero, por otro, mantiene vivos los lazos con el pasado, aunque ausente y lejano, para hacerse presente cada vez que el lenguaje lo nombra. Ferrufino Coqueugniot, sabe que su soledad y memoria son los antídotos frente a la deculturación o desarraigo absoluto, por eso nos dice, “aquí estoy solo y la soledad es como cargar dos bolsas de cemento a la vez, entre el camión y las mesas de la Marmolera Urkupiña donde trabajé”.
El desplazamiento humano, la ausencia de derechos y la memoria, muchas veces teñida por la melancolía, son elementos que se entretejen a lo largo del texto; Claudio Ferrufino Coqueugniot, en El exilio voluntario, nos muestra el rostro de los apátridas, de los nuevos odiseos, la novela de la sobrevivencia en una sociedad del riesgo global y los muros electrónicos; es una voz, que se alza para reclamar desde la periferia en el opulento norte, la urgencia de construir sociedades del vinculo, la democracia, la libertad, los derechos, la interculturalidad, más allá de las fronteras políticas. Corremos el riesgo de que si “no somos bolivianos. No somos nada”.
2009
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Imagen 1: Afiche de Gustav Gustavovich Klucis, circa 1931
Imagen 2: Sue Coe/Garment Workers Exploited by Fruit of the Loom, 1994
Imagen 3: Tina Modotti/Marcha de trabajadores, 1926
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