Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Despierto. Hace frío. Casi enero. Te he soñado esta noche, diecinueve años después. Ni sé cómo pero al menos cuatro horas anduve por donde caminamos y por lugares que no conozco. Supongo que aparte de la imaginación, el dolor que aflora muestra rincones por donde debimos haber pasado.
Te tomé de la mano. Vestías camisa amarilla y sonreías como siempre. Me sorprendí que hablaras y rieras ajena a la vasta acumulación de tiempo que se ha puesto entre los dos. Será que eres fantasma y por eso no has cambiado. Sigues con veintitrés y en arrebato de pasión -que siempre causaste- arriesgo mi mano por debajo de tu blusa, camisa, y en la palma de la mano siento el roce de tu pezón pequeño, aterido, duro. Y me acuesto, Francine, en el piso, contigo, en las afueras de un amurallamiento de adobe desde donde se ve la que fuera nuestra casa, fantasiosa ésta porque así no era, pero en los avatares del sueño acepto todo como cierto, que aquella era la puerta, la ventana, y que incluso había al lado una tétrica capilla abandonada.
El perrito de mis hijas, Marco, duerme conmigo. Al despertar se ha pegado a mi pecho. Es aún bebé y en mis latidos sentirá a su madre. No lo sé, nunca he sido perro. Le acaricié la cabeza dormida y me puse a pensar en el año que vivimos juntos: el cúmulo de errores que te llevó de regreso a Inglaterra, que te entregó en manos de un irlandés beodo, que te hizo exitosa mujer de la política internacional inglesa.
Quedo yo, con los años encima, distinto de ti que te conservas eterna en mi recuerdo, radiante, jocosa, hilarante hilariosa, que caminas con tu larga camisa naranja encima, por el pasillo hasta la cocina, y que cuando retornas al lecho donde me disimulo pensativo, dejas caer la ropa y te presentas ante la claritud de la ventana detrás tuyo, tan blanca tu piel como de ángel, y te arrojas sobre mí y me besas y me dices dulces palabras crueles al oído (Leonardo Favio), y me amas. Dormida toco los bucles de tu cabello, tan liviana eres que con un impulso de mi mano derecha te acerco a mí, tan contrastantes tu piel con la mía. Duermes.
De la mano íbamos, los dos, hace un momento. No me veía joven; me sentía. Tú, en cambio, intacta. Las calles se suceden. Venezuela, Antezana, 16 de Julio, un cercado espacio de encanto. La maravilla trivial de unas empanadas, manejar en bicicleta sin rumbo, mientras estiras la mano para tomar la mía. Vistes ahora una polera que me pertenece, pareces un precioso jugador de rugby, toda de rayas horizontales.
Me creía inmune a la nostalgia y basta un par de horas de la noche para barrer la fortaleza. Lo que deseo más, ahora que inútilmente me he levantado a intentar aprehender tu efímera presencia de hoy en palabras, es dormirme de nuevo y que regreses. Ven, dime, ven y vámonos, que te he de acompañar por los senderos del tiempo. Y si tanto te gusta, deja, te permito tu mano en mi seno, que, finalmente sabes, amaba la sensación.
En un colectivo en Cochabamba, vivimos juntos ya, se mueve el vehículo de un lado a otro. Percibo allí, mirándote, que no llevas sostén y a pesar de que eres "mía", lamento no poseer la belleza de tu juventud.¿Dónde estás? Todavía es noche y la luz del computador apenas ilumina. ¿Vuelves? O esta vez sí, cuando se asome la veintena, tomarás un viaje sin retorno. Me habrás privado con ello de una alegría que no recordaba, de tu famosa risa seductriz.
Bésame, sombra...
(amanecer de diciembre 2006)
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Imagen: Gustav Klimt, 1912
Un texto bellísimo, querido amigo. Un abrazo respetuoso a un verdadero maestro.
ReplyDeleteJorge, el optimista, siempre apreciado y respetado. Gracias, querido amigo.
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