Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Se remonta el
tema a principios de los años 70, a las clases de francés en la Alianza
Francesa. La en apariencia trivial circunstancia de un niño estudiando lenguas
extranjeras invoca un universo multifacético digno de ser recordado.
Bucólica
Cochabamba de entonces, pero febril. Ni cuatro años pasaron de la muerte de
Ernesto Guevara. Los aceitunados -y aceitosos- agentes de la DIC (Departamento
de Investigación Criminal) aplastaban una guerrilla que tenía más ansias que
esquemas. La plaza 14 de Septiembre todavía semejaba el centro de un pueblo
grande. A mediodía repicaban las campanas y una blanca lechuza dormía entre el
ramaje horizontal de los árboles.
En la Alianza,
aparte de lecciones que inmortalizaron en la memoria infante la Place D'Italie,
que en vivo -después- no era cosa mayor, pasaban extraños hombres viejos a leer
Paris-Match en los sillones de adentro, todos tan orondos y soberbios, mestizos
remanentes de la Bolivia semi-feudal, educados en Francia y de aristocráticas
ínfulas. Pasaba una hermosa mujer reidora, alborotados sus cabellos...
ajustados jeans. Mis pupilas la seguían, de entrada y de salida, subiendo
escalones de las gradas laterales, conversando en el dulce gorgoteo de su
lengua madre. Se llamaba Elisabeth Michenot.
Los miércoles a
las seis de la tarde había cine. Vimos con mi hermano Armando el Napoleón de
Abel Gance, guiando nuestro entendimiento sólo con imágenes. Y Los Miserables,
que dirigió Raymond Bernard (1934), cinta de la cual guardé por tres décadas el
nombre del actor: Harry Baur. Con él, y allí mismo, vi otra preciosa película
en blanco y negro que quisiera creer era de Julien Duvivier, pero cuyo director
desconozco en realidad: La muerte de Papá Noel, o ¿Quién mató a Papá Noel?
Sería sencillo ajustar el teclado y hallar las respuestas en la computadora
pero eso destruiría cierta mística que el tiempo ha creado y que es tenue y
sutil a la vez.
Se ha hecho
multitud de versiones de la novela de Hugo; ninguna ha alcanzado la veracidad
de aquella de Raymond Bernard. Se le pueden atribuir deficiencias de puesta en
escena, e incluso de excesivo melodrama en los papeles femeninos. Tal vez sus
Fantine y Cossette eran así; sería la época. La tecnología actual nos ayuda a
dilucidar problemas como los de escenario, pero opaca a la fílmica anciana si
no se equilibra los juicios críticos y se aprecia los logros en un contexto
específico. A la versión de 1934 la ayudó la sólida presencia de un actor como
Harry Baur; tenía la contextura ideal para encarnar a Jean Valjean. Javert, el
perseguidor, es también preciso.
A pesar de los
más de trescientos minutos de la cinta, personajes como Gavroche carecen de
suficiente espacio. Mas si consideramos el monumental libro original, sería
imposible aprehender toda la magnitud del mundo huguiano, donde hasta un simple
candelabro o una cloaca forman historias completas y donde abundan los detalles
cronológicos al lado de los anecdóticos.
Recuerdo en Los
Miserables la parte dedicada al Patrón Minette, la cuadrilla de delincuentes
parisinos que interviene en las vidas de Valjean, Cossette, Thénardier y Mario.
La riqueza del texto y su infinidad de huellas interesantes está casi ausente
del filme; hay una vaga mención del Patrón Minette en algunas tomas, mientras
que en Hugo se desgaja con profusión explicativa la existencia de cada uno de
los cuatro sórdidos individuos que conformaban aquella sociedad criminal.
No hay bastante
información acerca de Harry Baur. Hizo de Beethoven en un filme regular. Su
vida tornóse trágica con la invasión nazi. Murió torturado a manos de la
Gestapo. Ya se notaba un sino trágico en su arrugado rostro, en los primeros
planos del galeote de Tolón; Valjean redivivo, pero Valjean muerto...
Les Misérables de
Raymond Bernard (la vi en 1971, de nuevo el 2006) tuvo la magia de ingresarme a
la novela. Sopena tenía una edición en rústica, en dos tomos de excelente
traducción y en ellos me sumergí; placer que he renovado repetidas veces. Como
a otros el Quijote o Shakespeare, a mí Víctor Hugo en Los Miserables. La
riqueza del verbo cuando conforma en sí mismo una odisea.
14/03/06
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Publicado en
Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), marzo, 2006
Imagen: Harry Baur como Jean Valjean, 1934
Hermoso texto, hermosa evocación de nuestra aldea, crecida hoy como adolescente desgarbado, entremezclada con Los Miserables y tus recuerdos precisos y preciosos.
ReplyDeleteEl recuerdo embellece más lo que ya era bello. Gracias, Fernando.
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