Monday, May 30, 2011

La chichería


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cerca del antiguo estanque de Coña Coña, hace poco, Raúl, José Manuel, Pepe y yo reencontramos la magia de la chicha por la mañana. Bailamos música agachada de Huancayo y vivamos a los guerrilleros del Tupac Amaru que habían encerrado a los dueños del mundo en un palacio. Las horas transcurrieron con la placidez de los eucaliptos, el goteo incesante de las monedas de la rayuela, un poco de pan y un alcohol amarillo que sabía a ceniza. Era como caminar quince años hacia la sombra, a desaparecer las canas de los cabellos, a esperar la llegada de mujeres que no se han hecho tan viejas como para dejar de hablarnos...

El martes por la mañana Julio me llamó desde Estados Unidos, de una prisión estatal virginiana en un pueblo llamado Lorton. Me dijo que estaba bien, que cuando lo soltaran decidiría venirse. Extraña las sucias sillas, las moscas que hacen mítines inmensos, los vasos pequeños como para poder apostar un seco tras otro sin miedo de caerse.

Los amigos salieron de sus labios; eran preguntas. Después de casi ocho años allí, donde son rubios, él se hundía en la nostalgia. En la cárcel de Lorton, Julio imaginaba el Bar Quito, "barquito", donde tenían chicha cliceña y se juntaban los mejores rayueleros cochabambinos, aquellos que de buenos juegan sentados, con otro que les recoge los tejos. Cuántas jarras dobles perdimos apostando. Alguna vez ganamos, lo que era notable. Pero ver a aquella gente lanzando monedas tan precisas era de por sí grande.

Me acordaba de cómo mi padre nos llevaba, a Armando y a mí, a las peleas de gallos, no lejos de dicho bar, sobre la calle Antezana, y de cómo impactaron mis ojos niños los jugadores de taba. En la rayuela he revivido con melancolía esos días. No recuerdo el rostro de papá entonces, mucho menos el de mi hermano, pero sí se me quedó en la cabeza aquel hueso increíblemente blanco que volaba para caer de suerte o de culo y convertirse en plata.

No sé si queda algo, debiera preguntárselo a Alfredo Medrano, o a Ramón Rocha, que me guiarían sin desgano. Porque ahora que me han adormilado las urbes extrañas se me hace difícil encontrar los viejos pasadizos del vicio, los de la fiesta eterna y la fraternidad, palabras que en anglosajón no existen más.

Ya a medianoche nadie quería atendernos. Por la Simón López, arriba, estaba la última y segura posibilidad: el "Quiero amanecer". De todos los extremos de la ciudad llegaban los aguantadores, para quienes la noche representaba un muy corto espacio temporal. Con Ramiro Murillo tomábamos una calle lateral y bajábamos a nuestras casas con la salida del sol. Resulta que ahora ya todos andamos muy ocupados, la ciudad se ha norteamericanizado malamente, nosotros mismos somos mano de obra buena en las metrópolis del norte. La vida se nos va y parece que al que supuestamente vive en el cielo le gusta hacer que sus hijos olviden lo que fueron; por eso prefiero escribir, antes de que se me pierdan los nombres y eternizarme como fui.

Luego de mediodía me puse a escuchar un disco de "Mocedades", la canción que titula "Amor de hombre", y a raíz de ella nace este texto, porque había una chichería, en la Antezana final, casi Guillermo Urquidi, en un pasaje que va desde esta calle a la avenida Oquendo y que es todavía el imperio del barro, cuyo nombre era justamente "Amor de hombre". Era la chicha preferida de mi amigo Elmer, que vive hoy en San Francisco.

En nuestros veinte años (Elmer) me telefoneaba, todas las semanas, para ir a la chichería. Sus opciones eran tres: el "Curichi", en Quillacollo, con garapiña y mini-golf, cuyos palos ocultaban al anochecer, cuando los ánimos ya se habían caldeado, para evitar que los parroquianos se descabezasen unos a otros. Luego sugería el bar de don Casto, viejo dirigente movimientista, cuya chichería en la calle Bartolomé de las Casas era, y es, arbolada y concurrida. Nostalgiosos "revolucionarios" hablaban quedamente de los días de abril, del recurrente pasado de los fracasados. Había rayuela y excelente bebida, pero demasiada tranquilidad. La tercera opción venía a ser el "Amor de hombre". Los zapatos se perdían en el lodo hediondo de la calle, pero había música en vivo.

Trasnochados, y luego famosos, folkloristas ejercitaban su arte ante los llorosos ojos de los borrachos. Promiscuidad de las mesas. Con la vista nublada a nadie importaba que su vecino más próximo fuera de profesión ratero, o que algún pobre y prostituido homosexual se sentara en sus faldas y tratara de entrelazar sus manos con las tuyas para acompañarse en la oscuridad.

Eramos pobres y jóvenes. Reuníamos las monedas de todos, aunque sabemos también que todos se guardaban algo de dinero para "escapar", dinero que finalmente salía a luz cuando no quedaba chicha, para la segunda ronda. Se designaba a alguien para comprar panes de a peso. En medio de la mesa, al lado de un mugroso balde, se depositaba la comida de esa tarde, una docena de panes si éramos muchos, o dos piezas por persona. Con la borrachera llegaba el hambre y allí seguían las redondas tortillas para calmarla.

Cuando cerraba la chichería, íbamos en intensa caminata buscando otro lugar. El "Me da la gana", al lado del canal de la Angostura, mirando hacia lotes y lotes de lechuga verde, era el más bonito. Higueras, pastos, extensa vida campestre. Ahora lo corta una avenida y el canal de agua turbia está tapado. No hay más lechugares ni los grandes eucaliptos cerca de la avenida América. El progreso ha levantado casas ricas y nos hace dubitar acerca de nuestra memoria.

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Publicado en Cultural (Los Tiempos/Cochabamba), diciembre, 1996
Publicado en LA PICARDÍA EN COCHABAMBA, antología de KIPUS, Cochabamba, 2017

Imagen: Grabado de Walther Klemm


4 comments:

  1. muy buen retrato de Cocha, me trae muchos recuerdos, gracias!

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  2. Bellísimo. Es uno de mis escritos favoritos. Un fuerte abrazo, querido amigo.

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    1. Casi tan melancólico como las fotos de chicherías de martín Chambi, querido amigo. Abrazos.

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