Sunday, July 10, 2011
O. Henry
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hace poco, y a raíz de algún asunto literario, Pablo Mendieta Paz mencionó a O. Henry, el gran maestro norteamericano del cuento breve. Despertó memorias. Recuerdo bien aquel libro, ya sin tapa, muy leído, de la biblioteca de mis padres. Tiempos en los que uno se lanza a descubrir autores, cuando recién comienza a leer “en serio”. Por hacer caso -esta vez- a las viejas, diremos que un primer amor nunca se olvida. Aunque, hablando de literatura, tal lugar común guarda significancias mayores.
Comenté a Pablo, a quien todavía no conozco en persona (es una de esas amistades etéreas de la cibernética; graciosa y preciosa cibernética), que serían 3 si no 4 décadas que no había pasado por mis ojos un relato suyo, de William Sydney Porter, quien para esconder su presente carcelario, y la vergüenza que le acarreaba, se refugió en un nombre de pluma extraído al azar y que ha quedado entre los grandes del cuento, con Maupassant, Chejov, Babel, Bierce…
Mientras leo grandilocuentes alegatos -de noveles autores- acerca de la importancia o no importancia de la gran literatura, me pongo a pensar que los maestros no necesitaron perorar acerca de esas minucias. Toda política o filosofía se presenta en los hechos. En el caso de los literatos, en las crías que pare su pluma. Opinar se puede y se debe; imaginarse -ilusionarse mejor- con la grandeza propia la desdice de comienzo. Hay arribistas y hay artistas. Y a veces, no muchas, una mezcla; algo como rufianes y caballeros, en el buen sentido de los términos; los que enriquecen al lector y los que lo marean. Gallos de pelea contra pavos reales. ¿Por qué tal digresión? Por la vida misma de este autor, que a pesar de su éxito editorial, siempre vivió en la sencillez del creador, y en los arrebatos del inconforme. Opuesto al lustre que se dan unos, los que valen, por lo general, sufren con las limitaciones de su alcance. He oído a algún Premio Herralde, Premio Nacional de la Crítica, decir que su libro galardonado era una mierda. Esas son circunstancias que permiten y abren el paso del perfeccionamiento.
Retorno al libro sin tapas. En el caos de las primeras impresiones, del eclecticismo de quien desea aprehender todo porque no sabe nada, el proceso discriminatorio se enreda y terminamos en un maremagnum que aunque rico puede confundir. Hasta en ello hay que fundar alguna lógica, un sistema, y llegué a él en una práctica que se volvía cada vez mejor moldeable. Novelas en un espacio, poemas en el otro, ciencia en un tercero y así. Mi lectura de O. Henry es contemporánea de aquellas de Gorky y de Chejov, con quienes, sobre todo este último, cabrían similitudes que tal vez sean las del genio, o, en Maupassant, la manera de epilogar un texto con inusuales salidas.
Los personajes de O. Henry son enternecedores. Le vendrá de Dickens, en quien Oliver Twist o David Copperfield frecuentan espacios de ternura, sin caer en el drama barato. Un par de sus cuentos: Pasajeros en Arcadia y El regalo de los reyes magos oprimen al lector, al mismo tiempo que le proveen esperanza, manifiesta humanidad. Dos trabajadores, un hombre y una mujer, que apenas sobreviven de sus salarios, ahorran por largas temporadas para pagarse unos días en un exclusivo hotel de Broadway. Se conocen allí, como supuestos aristócratas. Cuando el sueño va a terminar, luego de relacionarse entre ellos, se confiesan: una mísera pensión, un modesto trabajo, ni madames ni gentlemen. Sonríen, es el principio de una vida que los ha de unir, donde materializar los sueños toma preponderancia, tanto como aceptar las realidades. En el otro, una pareja que también rasguña la existencia decide comprarle al otro el mejor regalo posible, asociado a lo más preciado que cada uno de ellos guarda. Lo que no saben es que cada uno va a vender su mejor posesión en orden de lograrlo, y al final se quedan con preciosos regalos inservibles pero una tremenda lección de amor. Ese es O. Henry.
Murió joven, a los 48 años (1862-1910). Nacido en medio de la Guerra Civil en las pronto derrotadas Carolinas. Su afición al whiskey terminó por causarle una cirrosis que lo llevó a la muerte. Es dueño de una obra bastante voluminosa y lectura exigida para cualquier estudio de literatura norteamericana. Dicen que mientras los cuentistas norteamericanos se buscaban en Chejov, los rusos miraban a O. Henry. En el centenario de su nacimiento (1962), la Unión Soviética emitió un sello postal conmemorativo, donde aparece el autor con un fondo de rascacielos de Manhattan (diseño de Alexander Zavalov). Una nota del diario de su pueblo, el Greensboro Daily News, de septiembre 11, 1962, reza que los Estados Unidos se negaron a conmemorarlo en sello por décadas, a pesar de reclamarlo asociaciones cívicas e históricas, y “vergonzosamente” la URSS lo hacía.
Vivió en Texas, Louisiana, Honduras y Nueva York, a la que llamaba su “Baghdad by the Subway”.
07/07/11
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), 10/07/11
Imagen: Especimen del sello postal soviético de 1962, diseño de Alexander Zavalov
Valioso, aportador, narrativamente delicioso, como todos tus escritos.
ReplyDeleteUn fuerte abrazo, querido amigo.
Abrazos a ti, Jorge. Que el año te encuentre en esa deliciosa postal a orillas del ñuble, tu río. Gracias.
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