Saturday, October 8, 2011
Morochata/ECLÉCTICA
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Guardo muy íntima relación con Ayopaya; me transfiere su sutil nostalgia de antiguo. Imagino, hasta sueño, cuando mi primo Pablo Soriano, conocedor de la región, relata sobre algunos muebles cubiertos de polvo dentro de las tapiadas puertas de la hacienda Huallipaya. Bajo la mortecina luz de la tarde aún se pueden ver los sillones que refugian miríadas de insectos, en un ambiente que nada tiene que envidiar el misterio de las propiedades rurales rusas que describe Gogol, o el denso, amenazador silencio, de los universos hebreos de Europa Oriental. Como si estas reliquias de un tiempo muerto, tal vez cataléptico, aguardasen por el escritor que las despierte con su cábala de letras.
Sigue Pablo: que de la profundidad de una garganta formada por repliegues montañosos, en la frontera ficticia que separa a La Paz de Cochabamba, sale estrépito de guerra. Es el agua convulsionada que enfrenta a dos ríos para formar uno en fragorosa cópula. No puedo dejar de pensar en la gesta exploratoria de Burton y Speke buscando los orígenes del gran Nilo. De fondo un ruido constante, de líquido turbulento, como saliendo de la nada, en algún lado, jugando con los miedos y deseos de los hombres, diciendo en son de burla aquí estoy pero no pueden encontrarme. O también saber que el Zambeze se convierte en cataratas, escondidas al ojo humano pero audibles a distancia. Niebla de húmedas partículas, lluvia inversa, emergiendo de un foso en la planicie. Invasión de agua semejante a nube de langostas, viva, agitada, permanente. En Ayopaya como en Zimbabwe pervive la magia intocada de la naturaleza, la de los pueblos a los que les ha caído el olvido.
En la misma provincia, sugerentemente al borde donde comienza a descender la montaña, cuelga Morochata, villa cuyos empedrados suben y bajan, que mira tanto al vacío, el aire sin materia palpable, como a la piedra que la rodea y continúa lejos, extensa, hasta los roquedales por donde se escurre el Altamachi.
Lo que la diferencia de otros pueblos cochabambinos es su carácter casi mítico de entrada. Luego de un ascenso que otrora era abrupto y quizá mejoró, aparece. Entrada ¿por qué? Porque saliendo de allí se abre el espacio de Ayopaya entera, la más antigua, la más callada, cuna de fortalezas incas e inexpugnable guerrilla, lugar donde la indiada en un tiempo superpuesto a la historia, ayer y hoy, lanza andanadas de roca para cerrar el ingreso pero también la salida. Como la Persia de Pierre Loti, Ayopaya, y Morochata en particular, es el imperio de la piedra. Lo que el adobe hace en el valle abajo, acoger y cobijar, lo hace la roca al roce del cielo. Se asienta sobre ella, crece y se alimenta de su corteza efímera; de ella le viene el frío porque en ella se esconde la noche, mas también el calor porque se adueña de él y lo regala a la piel de quien se acuesta encima.
En la casa del pintor Freddy Ayala Vallejos, quien como buen morochateño hizo su hogar casi pegado al cerro, las paredes se cubren de cuadros con las más diversas piedras: moradas y azules, rosadas y blancas. Pegado el oído al óleo hay murmullo -y hasta enojo- porque entre las rocas el agua tiene sonido de voz.
18/05/04
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Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), mayo, 2004
Imagen: Camino de herradura, Ayopaya/Fotografía de Erick Flores Alcalá
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