Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A solo dos cuadras de la casa de Georges Brassens hay un parque cerrado, sobre el bulevar Brune. Allí habitan los amantes de los bancos públicos. La canción de Brassens se hace vida y se hace lecho. El viejo París se excita; las cabezas se unen preludiando más sustancia. Quizá Georges iba por allí, como fui yo, a leer y a observar bellas parisinas perdiendo las horas.
Del parque al café, en una calle cuyo nombre no me acuerdo. Al frente hay un gran área verde que la municipalidad nombró después de él, por su hogar cercano. Regenta el café un viejo polaco, amigo del poeta. Cubren los muros fotografías del varsoviano en sus tiempos de boxeador. En una posa con algún gran campeón negro, de peso mediano, o welter.
Tomamos cerveza en la vereda, con mesas metálicas. Es un bar de barrio, nada elegante. Como a las seis, cuando la gente ya no trabaja, se sientan a conversar. En otras ocasiones, si está abierto, antes de ir al subterráneo desayuno con croissants y cerveza, al mejor estilo francés que practican mis amigos de Malí.
1986. Georges Brassens ha envejecido diez años conmigo. Ninguno de los dos ha visto París otra vez. Y cuando llueve, aquí y en el más allá, pensamos en el barrio quinceavo donde la ciudad se aleja de lo moderno y se convierte en barriada de señoras que compran pan temprano mientras los perros mean las paredes.
Ahora hay bares argelinos a los que entro sin cuidado. Sé que los franceses no lo hacen. Aversión y miedo los alejan de los árabes. Alguien me dice que jamás hubiese entrado de no ser por mí. Me intriga el miedo; no lo comprendo. Deambulo solo por París, con un libro de Istrati y otro de Panizza. En la grabadora, en mi balcón de Rue Chauvelot, alternan Gardel y Brassens. Me pongo melancólico.
1991
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 13/08/1996
Imagen: Georges Brassens por Jaume Estapa, 1968
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