elena ferrufino-coqueugniot
“Bad men do what good men dream”
Robert Simon
Los caminos de
la vida son muy difíciles de andar, dice algún ritmo caliente, mientras me
encuentro cara a cara con violencia y abyección. Hace noche en Cochabamba y me
dejo envolver por los 43 senderos que este “Diario Secreto” ha entramado, con
duplicidades e imposturas, para hacernos víctimas de un psicópata que podría
ser cualquiera de nosotros… acecharnos en mortaja de palabras o vigorizarnos de
violencia, hasta hacernos descuartizar las páginas que bien podrían ser sapos,
o moscas… hormigas… ¿personas?
Misógino y
perverso, este anónimo lunático desencadena una narrativa segmentada no solo en
espacios, páginas y capítulos, sino trazada de sombra, pecado, dolor y muerte. Más
que novela tradicional, el texto se estructura alrededor de una serie de
imágenes implacables que desencadenan, a su vez, una serie de reminiscencias,
escenas-memoria, que se desplazan a lo largo de la narración, cual alegorías de
macabro sueño.
El lenguaje se
transforma en personaje esencial del entramado textual. Con prosa singularmente
obsesiva y transgresora, Ferrufino-Coqueugniot nos confronta con un tratamiento
casi convulsivo de la palabra. El idioma se hace daga, que corta, lacera,
mutila patas, alas, mientras nos fuerza –como lectores- a coincidir no solo con
la mirada, sino con los actos del protagonista. Vana ilusión la nuestra de
contemplar los actos desde fuera. No. Somos partícipes y cómplices de cada
crimen, de cada evento violento, sádico que recorre el texto, en ritmo
perverso, cínico, obsceno y malvado: “[…] Le mordí la oreja,
besé el cuello y, sin darse ella cuenta, resulté yo arriba, que la espalda se
le jodiera, pero no la mía, y raspé, raspé el miembro hasta llegar al orgasmo.
Para entonces, ella, que dudo gozara, me pidió que le frotara la piel de atrás,
desollada y enrojecida por las rugosidades del terreno. Incluso las rodillas me
protegí, acomodándolas en los pliegues de su camisa abierta. Después abandoné
la fiesta.”
La novela
comienza con un incidente de tráfico, en algún lugar sin nombre y se encadena
en trance de sangre, sexo e infancia. No se perfila un narrador particular.
Varias voces discurren los también disímiles escenarios desde donde el texto
nos interpela con violencia. El mundo que fluye entre las páginas podría ser
cualquier mundo. Aquí y allá se entrelazan en demente decurso. Locura y
crueldad parecen, sin embargo, construir un hilo narrativo que no sigue
trayecto regular alguno, pero que de todos modos nos permite aunar el
transcurso de un psicópata que, como Bataille, elabora una larga confesión. Casi
una “meditación universal.”
A guisa de “experiencia
interior,” el personaje de Ferrufino-Coqueugniot nos pasea por su infancia,
cuando ya su madre atestiguó el extraño goce de su hijo ante el dolor y la
muerte. Cuando no es un niño, es adolescente y/o adulto –indistintamente.
Escenario y tiempo son fortuitos. Lo único que cuenta es penetrar ese último
sentido que hermana al personaje con tantos otros, como Bataille, Gilles de
Rais; Madame Edwarda, o la condesa Bátory, y que le permite sumergirnos en ese
universo apremiante y huidizo donde los móviles que impulsan la escritura son
“los últimos móviles del hombre: la muerte, el erotismo y la idea de
trascendencia.”
El personaje se
convierte en único anclaje en el universo narrativo. Ante sus manos y ojos –
con ellos- somos víctimas impotentes, obligadas a legitimar violaciones,
tormentos, desmembraciones, azotes… En locura permanente, intentamos
reconciliar elementos que,
irónicamente, son perfectamente
inseparables de la naturaleza humana. De manera peculiar, el protagonista se
ufana en no sentir remordimiento alguno: “¿Si
estoy amargado?” –Nos pregunta. “No,
mira, fui un niño feliz. Y nadie me advirtió que fuese extraño. Miento, una vez
que había ahorcado con hilo cincuenta sapos en miniatura, vivos, en los rosales
del lado de la casa grande, mi padre explotó. Eres un sicópata, dijo, y ordenó
arrancar los cadáveres colgantes.”
La teoría
sustenta la certeza de que no existe arrepentimiento en la mente del psicópata.
Que, además, se goza del dolor ajeno y recorre el mundo libre de culpa. Sin
pesadillas. Con algo de sarcasmo, el personaje no solo ilumina el lado más
oscuro de la conducta humana, sino que además destruye esa falsa separación que
existe entre los hombres “buenos” y los “malos”. En efecto, parece preguntar el
texto: ¿qué separa a unos de otros? Si los niños, los vecinos, los amigos
pueden dormir plácidos por las noches, mientras durante el día se han
regocijado en crueles masacres. Si luego de buscar profusión de bichos, les “[quitaban]las alas, las patas, lo no
digerible, mientras [las hormigas] arrastraban los torsos todavía vivos hacia
los túneles profundos donde serían almacenados.”
La novela explora el espectro de lo violento, de
lo atroz. Pasamos de una suerte de culto asesino a la violación; de la tortura a
arañas, abejorros, avispas… al erotismo abyecto, infame. Sexo, alcohol, miseria
humana. Cojos, débiles, vagabundos conforman el circo permanente de la vida.
Exceso y ferocidad cobran sentido en el pulcro –aunque ácido- tratamiento del
lenguaje y en la conformación narrativa, heterogénea, segmentada. A manera de
deforme inconsciente, el texto nos fuerza a través del laberinto de sus 43
“temporadas” (¿en el infierno?), jugando entre nuestro horror, nuestra
complicidad y nuestro goce. Pues la narrativa de Ferrufino-Coqueugniot ha
instaurado un decurso placentero que marca ya un hito en la novela boliviana
contemporánea.
Cielo e infierno
parecen matrimoniarse en el texto –parafraseando a Blake. Bien y mal. Día y
noche. Vida y muerte. Transcurrir por las páginas de Diario Secreto nos deja
una vez más perplejos, no solo por lo encarnizado de la temática, sino sobre
todo, por la maestría del manejo narrativo, que le permite a Claudio
Ferrufino-Coqueugniot, “trascender” –como diría Willy Camacho- “las
convenciones morales, configurando un universo ficcional donde el lenguaje
refleja y sustenta de manera coherente la memoria fragmentada del protagonista,
que repasa varios períodos de su vida, siempre relacionados con el afán, tan
científico cuanto hedonista, de explorar el misterio de la muerte y sus
prolegómenos.”
marzo, 2012
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 22/04/2012
Imagen: Andrew Schoultz/The Birth Of Violence
No comments:
Post a Comment