Claudio Ferrufino-Coqueugniot
"El hombre y sus sueños" se llama una suerte de retrospectiva incompleta de Osvaldo Silva (1929-1996) que se presentará desde el 9 de diciembre hasta el 14. Incompleta porque no reúne todos los años productivos del artista sino solamente unos sesenta trabajos.
Silva fue un excepcional pintor chileno que dedicó su vida tanto al arte como a la docencia. Esta última, a la que dio más de cuarenta años, fue, según leo en sus textos personales, el medio por el que quería alcanzar la meta de formar gente nueva con visión diferente.
Pintor, poeta, filósofo, fue un trashumante de Chile, un hombre que se movía constantemente, de gran ubicuidad y sentido del trabajo. Sumó al talento la capacidad organizativa, el alma del educador para hacer de su arte un sentimiento público. La labor del artista no es la de lograr que todos observen en derredor con los mismos ojos suyos, sino que simplemente observen, sin mezquindad. Cuando lo consigue, ha llegado a su propósito y puede descansar. es el mismo sentimiento del génesis: Dios en el arte.
No sabemos si Osvaldo Silva descansó. Su pintura crece y crece con el tiempo, mejora sus técnicas o cambian simplemente, van desde la acuarela hasta la modernidad del diseño gráfico por computadora. Entonces, para él las metas no habían terminado. Y solo es la muerte, dadora de paz, la que obliga a descansar a los incansables, como obsequiándoles un premio por el esfuerzo. Y así debemos imaginarlo, porque lo menos que quiere la muerte es que sintamos pena. De allí que ella se oculta, escurridiza e incomprendida.
Los imbéciles creen que vida y arte se pueden cortar con destitución o prisión. Así lo creyeron Pinochet y su jauría cuando sacaron a Osvaldo Silva Castellón de su cargo universitario, sometiéndolo a una burla de juicio y encarcelándolo. Esos seres abrieron una ventana más desde la que el artista podía ver el horizonte ensancharse. Tomó en sus ojos todo de la tierra madre, los cerró y los abrió otra vez en el verdor de Ciudad Guayana, en Venezuela. Los oficiales, creyendo acabarlo, lo habían hecho mayor.
Su pintura se insume en el recuento de lo que es el hombre y su historia. Le interesa la condición humana, no con el sarcasmo de Balzac sino con la ternura del niño sabio. Su obra pinta el desamor, la soledad, la tristeza. pero también la magia, el silencio hermoso de una mujer desnuda y recostada. Acusa al dolor; sus cuadros dicen que éste no tiene por qué habitarnos. Silva se inscribe en la esperanza y, aunque un interior con lámpara parezca sórdido, ahí está la posibilidad de la luz de un pequeño foco que alumbrará al menos un par de pasos nuestros. Eso es revolución, el mínimo instante en que el hombre admite no estar solo, a pesar de todo.
En la casa de Jimena Silva, su hija, siempre estaba un gran cuadro: "Los chuecos de siempre", seres con los rostros volcados y deformes. Silva quería explicitar que así "no somos", o por lo menos "no debemos ser". Unas líneas que él escribe en pretérito debiéramos reescribirlas en presente, porque son todavía válidas para nosotros artistas, para no formar parte de esos "chuecos": "(...) Eramos la vida y todo el mundo. Queríamos la vida para todo el mundo; para ello teníamos nuestro arsenal de cromos inflamados (...)"
A pesar de que Osvaldo Silva Castellón dominaba la técnica de la pintura, creo que más allá de estilos y formas lo que da grandeza a su arte es la calidad humana que representa. Solo para citar un ejemplo diré que en su serie de "interiores", generalmente modestos, siempre hay un objeto que resalta la vida, la esperanza: una lámpara (ya lo dije), un plato, una manzana, un anafe, un candelabro. Para Osvaldo Silva no hubo oscuridad que no tuviese luz. Y eso es muy importante.
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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 09/12/1996
Imagen: Cuadro del artista
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