Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Decían que era peruana; otros chilena. No importaba. Lo concreto, lo cierto, impenitente y real estaba en su oficio: el de puta.
Decían que era peruana; otros chilena. No importaba. Lo concreto, lo cierto, impenitente y real estaba en su oficio: el de puta.
El cuartito azul,
inventado por un amante del tango homónimo queriendo eternizar el ritmo y la
letra de Mores y Battistella en un refugio “de amor”, se ubicaba en una curva
de la calle Tumusla, entre un caserío de villa colonial-indígena, carente de
piedra y abusivo en adobe y tejados de caña hueca. La ciudad podía ser cualquiera,
pero era una, sólida y conocida, por donde trajinábamos manchando los dedos con
el polvillo antiguo de sus paredes de barro.
Cuartito azul
dulce morada de mi vida, decretó el empresario cuando su decisión de salir de
la pobreza lo impulsó a aprovechar de la belleza de su mujer, pernilarga y
castaña, todo lo opuesto a las chaparras y afanosas matronas del pueblo,
tañedoras de una tradición de chicanería y beaterío, con el sexo escondido
entre inmensos pliegues de faldones que olían a viejo o jabón Patria. Nada podía superar su oferta,
dar a los mestizos que estuviesen dispuestos a pagar la ocasión de volar a
mundos ajenos entre las piernas de una dama que no hedía a alcanfor como sus
esposas sino a tocador de lavanda… lila igual que las sábanas de su lecho,
púrpura como los campos de Francia.
¿De dónde
Borocotó? De una colección de El Gráfico
con columnas y textos que llevaban esa firma: Borocotó, un nombre sonoro.
Homenaje y marketing al mismo tiempo, porque la extrañeza de lo foráneo daría
para negocio a la vez de quitarles lo asno a los clientes quienes, mientras
esperaban, hojeaban catálogos con fotocopias de las famosas crónicas deportivas
del homenajeado. El cuartito, pintado de azul de mar no de cielo, tenía dos
modestas impresiones enmarcadas en la pared. Una la de Arsenio Erico, el astro
paraguayo que ni la habilidad de Pelé y menos la gordura de “Maracodona” emularían
jamás y la segunda un recorte de Margit Carstensen, actuando para Fassbinder,
con un párpado caído.
A la entrada,
diminuta, una placa fundida en aleación rojiza rezaba: ici Borocotó.
La calle Tumusla
tiene quiebres. El tiempo le construyó paredes en medio de la calzada; la
bloquearon. Ahora anda a saltos; hay que bordear manzanas para reencontrarla,
lo que le da cierto misterio. Una calle que desaparece no existe. Y lo que
anide en su fondo, como la casita de dos plazas: un receptorio y un culeatorio,
da la tranquilidad del anonimato, la certeza de que yendo allí es como si no
fueras a ningún lado. A los costados no hay ventanales, solo muros altos tipo
convento que los historiadorcillos del museo desean inventar como remanentes
del interregno sangriento de Goyeneche, el de Arequipa, el del Baztán.
La propuesta se
delineó como casa de citas con una sola oferta, una única opción de mujer
sofisticada, bien vestida, trilingüe, con aficiones numismáticas, gusto por la
poesía, y conocedora de los vaivenes del cine en su versión Garbo. Algo como un
espectro de los veintes en una fragmentación de los ochentas. Tras de esa
puerta la impresión de penetrar el pretérito se hacía patente. La penumbra de
las celosías de naranja oscuro, el enigmático aviso en francés, una consola que
tocaba solo valcesitos criollos y alguna que otra marinera; todo.
Las citas se
hacían por correo y reservadas, con un mes de anticipación. El número de
visitantes tres por jornada, a cincuenta dólares la hora, coito o no. Hubo
algunos que iban a sentarse con una taza de café o té aromático a conversar de
André Gide con ella. Otros se perdían en inútiles confrontaciones habladas de
fútbol con él. Todavía no se opacaba la estrella de Cruyff, el holandés y su
revolucionario juego.
El golpe militar
del 80 redujo las horas de atención. Se hizo cambios que incluían el viernes
libre, añadido a los legales días de descanso de sábado y domingo. Entonces el
empresario, cafisio de corbata y paletó, tomaba un bus hacia la capital con su
mujer. Visitaban restaurantes, rebuscaban en librerías las obras que no pasaran
de 1950. Acuerdo tácito de no leer a los contemporáneos. Disponían de dinero y
sabían emplearlo. Luego, ya en el Plaza, él sacaba cuadernos que iba marcando
con números donde anotaba detalles de la vida de los otros que ella le
comentaba. Sonreía la peruana, o chilena según algunos, puntualizando que si
existía un común denominador entre los hombres eran estupidez e inseguridad.
Que antes, y peor después de acostarse con ella, de frotar sus oliváceas
epidermis en una piel blanca soltaban la lengua como en comunión de castrados.
El esposo esbozaba una sonrisa a su vez y marcaba con lapiceros de fina punta y
diverso color lo que decía sería su obra maestra, un retrato del mestizo en
calzoncillos con la nostalgia de Proust.
Cuando cumplí
veinte, y a través de un tío que ejercía de juez de instrucción en lo penal y
que pudo regalarse una velada en Borocotó para festejar los cincuenta, tomé
hora. Me preparé como para el médico, medias flamantes dentro de zapatos nuevos
que evitasen el aroma a parmesano de pies apelmazados y calurosos que destruye
cualquier acto romántico y toqué el timbre. Me encantó que no sonase brutal
como suelen estos aparatos. El tono era más bien de delicada melodía china,
casi un silbido. Me abrió un hombre, que supuse era el escritor que vivía y
escribía explotando a su mujer. Equivocado estaba, por lo que ella me contó,
que creía en él, que su prosa merecía mejores espacios y su completa ayuda.
Antes de entrar
di vuelta para observarlo. Un paternal saludo imperceptible de cabeza me dio la
sensación de tiniebla. Pero pronto desapareció para dar lugar a una ofuscación
sensual. La señora, la única puta del Borocotó, se presentó con una bata gris
de líneas clásicas. Entreví los senos de mármol y no atiné a otra cosa que a
levantar un libro de su tocador. Lo miré, jugué con sus páginas como abanico.
Nos pasamos la hora hablando quedos de Pierre Loti, cuyo viaje a Pekín se
describía en las páginas. Y recuerdo esa como la cópula más hermosa de mi
existencia. Ni zapatos ni terno de promoción se movieron. No nos tocamos;
apenas un beso como susurro sobre los labios.
Salí. La puerta se
cerró. El viento lleno de polvo del río barría la calle y se estrellaba en el
fondo, chocaba contra las paredes, se revolcaba y subía en volutas como
tornados sietemesinos. Adentro, alguien escribía sobre mí, sobre mis aficiones
literarias y mi obsesión con Tambov, Rusia. Miré hacia las orillas mugrientas
del Rocha y creí ver en el pútrido oleaje de los excrementos humanos barqueros
con remos. Cantaban.
12/12
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Revista Punto
Aparte #4, Bolivia, enero 2013
Publicado en Cupido en su laberinto, Ediciones El gato descalzo (Perú), 07/2013
Publicado en Cupido en su laberinto, Ediciones El gato descalzo (Perú), 07/2013
Imagen: Jiri
Sliva/Café Litteraire
La Tumusla ya no será mas la misma. Qué ganas d encontrar la secreta calle..De olisquearle los rincones hasta dar con el rastro de lavanda y conjurar lujurias con la culta dama.
ReplyDeleteBello relato, Claudio. Gracias!
Aromas que el tiempo ha borrado, Achille. de los que solo queda la escritura. Abrazo.
ReplyDeleteUna joya de narración, querido Claudio. Un fuerte abrazo.
ReplyDeleteGracias, maestro.
Deleteel relato, los personajes, el cuartito azul, las palabras precisas: culeadero: todo me recuerda a los relatos sensuales y pícaros del tío Negro que despertaban fantasias en nuestros cartuchos oídos adolescentes
ReplyDeleteLo recuerdo también. Y casualmente Cuartito azul estaba entre sus músicas favoritas.
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