Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Vidocq (Pitof, 2001) es una joya del arte cinematográfico francés del último lustro. Su director, Pitof (Jean-Christophe Comar), debuta con una muestra que si bien puede carecer de firme trama argumental, o tener feblezas de detalle, seduce con imágenes de oscura belleza y alto nivel tecnológico. No en vano Pitof trabajó como encargado de efectos visuales en clásicos del cine como Delicatessen (1990) y La ciudad de los niños perdidos (1995), ambos de Jeunet y Caro. A Pitof se debe ese extraño mundo de ciencia ficción, mezcla de maquinaria antigua y aparatos espaciales, de mugre y pobreza victorianas en sugerentes claroscuros y espacios impolutos de rigor cientista.
En Vidocq da un paso más allá de sus trabajos como asistente; desarrolla su extraordinario talento. Tiene, como el siglo, una visión entremezclada entre pasado y futuro. Imágenes góticas y sórdidas reviven el medioevo en un mundo pletórico de modernidad. Quizá sugieran que ante el imparable avance de la ciencia y la tecnología, el postrer recurso del ser humano es hundirse en lo lóbrego de sus emociones y vicios: tiznar de oscuridad la excesiva luz del tiempo venidero.
Vidocq se apoya en la biografía de Eugène François Vidocq (1775-1857), ex-presidiario y fundador de los servicios secretos franceses; maestro del disfraz y la sospecha, cuya aureola le dio prominencia en los medios literarios. Víctor Hugo basó sus opuestos personajes: Jean Valjean y Javert, en su vida; también el Vautran de Balzac en Papá Goriot se inspira allí. Poe lo rescata en Los crímenes de la calle Morgue... y Melville, Dickens, Conan Doyle.
Cierta pasión por una exótica bailarina khmer (Préah) nubla una investigación que el prefecto de París ha encargado al ahora detective privado. La muerte de dos hombres de negocios alcanzados al mismo tiempo por rayos espeluzna, asombra y preocupa a la policía local que bastante tiene ya con los preparativos de la ciudad para rebelarse en la que vendrá a ser, históricamente, la revolución de 1830. En aquel agitado París, Vidocq y su socio toman como tarea perseguir a un asesino con apariencia de espectro. Se valen para ello de relatos legendarios que hablan de un Alquimista que mata y roba el alma de sus víctimas, y que se esconde en los laberínticos subsuelos de las fundiciones de vidrio.
La historia en sí tiene lagunas que solo la maravilla estilística desecha. Estamos ante un fino ejemplo de entretenimiento, sin mayor espacio para la abstracción. Un filme que algunos ponen en la línea de las novedades fantasiosas chinas de los últimos años y que más quiero ubicar al lado de Le Pacte des Loups (Christophe Gans, 2001), con majestuosa fotografía y audaz manejo de ángulos, con dosis de artes marciales y rumor de misterio.
Vidocq (Gérard Depardieu) ha hecho personal la caza del alquimista, para con ello borrar las huellas de cualquier asociación criminal (no bien explicada) de la bailarina (Inés Sastre) con los asesinatos. El investigador muere apenas al iniciarse la película. Se lo ve pasar con rapidez en medio de atestados hornos de fundición, en profusión de grotescos rostros en primer plano y stills arquitectónicos. Llega finalmente a un recinto con una gigantesca fragua abierta en el piso y se enhiesta en combate singular con ese ser de manto negro cuyo rostro cubre un espejo. Vidocq no tiene la agilidad de un atleta; es rechoncho y lento. Mas Pitof le da énfasis con ayuda del computador y movimiento de cámara. Termina sin embargo colgando de la boca del pozo, a merced del siniestro personaje. Espera, le dice, ya que he de morir quiero al menos ver tu rostro. La máscara se arrodilla y suponemos se lo muestra. Con ojos de asombro, Vidocq se deja caer al profundo vacío que avienta lengüetazos de fuego al exterior.
Será Etienne Boisset (Guillaume Canet), su biógrafo, joven periodista, quien desembrollará el misterio de esta muerte. A través suyo, en retrospectiva, conoceremos la estructura narrativa del caso. No vale la pena adentrar al lector en sumarios detalles que destruirían la posibilidad de imaginar un final. Por eso lo dejamos ahí, en un fatídico fantasma antiguo que deambula por un sector de París; un literato entusiasmado por terminar su libro; una mujer misteriosa quizá asociada con las tragedias; un socio alcoholizado que acompaña el escenario; un par de policías cuya carrera se juega en ello... el pueblo, espectador y eventual protagonista.
Si no terminamos con la narración y dejamos al lector que juzgue por sí mismo la cinta de Pitof, hay que hablar al menos de la puesta en escena. Vidocq no cae en el burdo manejo de la imagen virtual como suele hacerse, en la exageración de reconstruir mundos a través de la computadora. La poética de esta película radica en la amalgama de un mundo real y uno fantástico sin que se note. El escenario virtual es protagónico; fundamental el uso de colores, así como la velocidad de desplazamiento de las cámaras. Acusan a Pitof de encubrir falencias con este frenesí de movimiento. Es posible, pero hay filmes que deben mirarse con actitud crítica -intelectual- y otros por simple placer visual.
La fotografía de esta realización es sublime. El cineasta reconoce la influencia de la pintura de Gustave Moreau (hay un museo Moreau en París, y este oscuro artista del ochocientos parece reflejar en su arte las desavenencias del siglo XXI a la perfección); también Turner. Añadiría que las tomas de Jan Saudek se amoldan con soltura a su ambiente.
Obra maestra de un arte nuevo que como toda primeriza tal vez no alcanza a cerrar el círculo. Aconsejable. Indispensable para una juventud que a tiempo de echar los ojos diez siglos atrás mira con herramientas actuales el porvenir.
02/06/06
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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 06/2006
Imagen: Afiche del filme
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