Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Destino: Mizque.
A quince kilómetros de la villa, adentrándose en uno de los tantos cañones que
crean singulares espacios de biodiversidad, manteniendo el aspecto casi
semidesértico del derredor y, sin embargo, cultivando papas junto a papayas,
maíz con chirimoyas.
La comunidad,
compuesta de 21 viviendas dispersas hacia la rinconada, en paradisíaco entorno,
valga decir, con agua corriendo por acequias, repartida en mita sin descanso,
carece de agua potable, y, hasta el lunes pasado, carecía de luz. Aparentemente
la lucha por conseguirla fue ardua: dos años con viajes a Sucre. De pronto
llegaron, esta semana, técnicos de origen cruceño, “que no hablaban quechua”,
para instalar paneles solares, regalo del “presidente Evo”.
Dejemos de lado
por un momento la cuestión del por qué justo ahora, a unos días de las
elecciones y vayamos al significado. Que lunes fuera cerco de penumbras y
martes luminoso implica un salto cualitativo impresionante. Yunguillas, como se
nombra el sitio, pasó en espacio de horas de la edad media a la modernidad, del
siglo XIX al XX, porque muchísimo falta para siquiera acercarse al XXI, a pesar
de que encima flota un satélite de apodo indio que sirve poco o no sirve para
nada. No hay conexión telefónica, menos de Internet, pero hay luz y eso abre un
mundo de posibilidades.
El costo de los
paneles solares es de dos mil dólares. Los comunarios accedieron a pagar
novecientos bolivianos, unos ciento veinte dólares. El resto lo dona el estado,
no pregunten cómo ni por qué. Casi por nada obtuvieron el panel, focos
especiales, instalación a cargo de los orientales y he ahí la luz. Festejaron,
por supuesto, con largas chicha y comida. Los técnicos machacaban hojas de coca
con bicarbonato y quién sabe más (no lo digo yo, me lo contaron) antes de
metérselas en la boca. Progreso mezclado con atavismos. Pero progreso al fin.
Me había llevado
una novela de Nelson Algren y estaba dispuesto a quemar los ojos leyendo con
iluminación de vela. Fue muy agradable, luego de deshacernos de una tarántula y
de un liviano pero largo ciempiés, tener un foco encima de mí, que apagué con
apenas toque de cordón. Ya me lo había dicho un vecino que planta papa y
frejol, el por quién votarían ellos. La pregunta sobraba y fuera de cualquier
aviesa intención o malentendido favor, era obvio y comprensible de por quién lo
harían. Supongo que la siguiente lucha vendrá a ser por el agua potable, que
existió antes, vistas las herrumbradas pilas y los receptores de ladrillo
pintados de blanco. Un alud hundió el depósito que se había instalado en una
falda de cerro y así quedó.
A Yunguillas la
cercan dos ríos, el Infiernillo y el Yunguillas, casi secos ahora pero con
masivas rocas que hablan de fieros torrentes, impasables en época de lluvias.
Sobre el segundo va preparándose un puente, que ayudará a sacar los productos
pero que expondrá este rincón escondido de soledad a otros. Ya hay un par de
“forasteros” que han comprado tierras. Amenazados al principio, uno al menos ha
logrado quedarse, optó por esa vida. Los otros construyen casas de campo, para
iluminar el precioso aire de la cañada con humos de parrillas y estridentes
mariachis. La balanza de bondades y males pendula con riesgo. Como lo hace el
medioambiente y la fauna local.
Con chicha en
envases de Sprite y rojas latas de cerveza paceña, amén de infaltable pijcho de
retorcidas y mal formadas hojas de coca, la noche, ya ajena ante la clara
iluminación, trajo charlas de comunidad, cuestiones locales; conversación
acerca de un niño vecino arrollado en la carretera que va a Cochabamba, velado
en el momento a lo lejos, con profuso alcohol y llanto, en unas lucecitas que
se miraban bajando el seco caudal del Infiernillo. Gringo, le decían, por
pecoso y rubio. La muerte de un niño en una comunidad de veinte casas huele a
desastre; pero se olvida mientras el alcohol amodorra; la macabra fiesta de la
pena se apodera de a poco de la tristeza real y la suplanta.
Entre chicha y
cerveza, salud y servite, conversamos sobre los animales. Primero sobre los
flacos caballos, dos en esta propiedad, descendientes de los que fueron
diezmados en las guerras de independencia sin jamás recuperarse; luego pasamos
a los salvajes, al “león” que domina la sierra, uno cuya piel se exhibe en el
muro de una chichería de Mizque con extraños pelos para un puma en los costados.
Inmenso y antiguo, el mermado felino que todavía mata ovejas.
Cuando el león
ataca al caballo, contaba un campesino, se le sube en el lomo y con zarpazos,
ora izquierda ora derecha, lo guía hasta el lugar de su presunta muerte.
Percibo un crepúsculo con truenos y ruido de piedras en los desesperados
cascos. De seguro la gente oye gruñidos y quejidos e imagina el resto. García
Márquez no inventó el realismo mágico para estas personas que nunca escucharon
de él.
El retorno tiene
de todo: inmensas puyas raimondii en el páramo de Vacas como negros erectos
penes dispersos y anacoretas. Granizo en la cumbre, mientras los nativos queman
paja brava que la lluvia no apaga. Campos y campos, poblados con bajas
capillas, como bajas eran las puertas en Yunguillas, en tierra de hobbits según
opina mi hermana Elena.
La flota me deja
a unas cuadras de la iglesia de San Rafael, al sur de Cochabamba. Es tal el
tráfico que debo caminar en diagonal, buscando un taxi. Suntuosos edificios de
estilo chicha denuncian posibles lavados de dinero y cocaína. Polvo por todos
lados, de tierra y de excremento seco. Nací en esta ciudad y el polvo no me es
extraño, pero este excede mi recuerdo y desenmascara un sobreoptimista gobierno
que retrata una sociedad que no existe, pujante sí, pero descontrolada.
Al fin, en una
populosa intersección contemplada por la estatua del general Barrientos, que
fue tanto o más popular que Morales entre la masa, y al lado de un puesto
callejero donde venden leche de burra (santo remedio), tomo un taxi. Me lleva
por detrás, atravesando la vieja Canata. Espectáculo de color gris amarillento
y profundo hedor de letrina.
12/10/14
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Publicado en REVISTA OH (Los Tiempos/Cochabamba), 19/10/2014
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