Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El maestro
Monterroso, hablando en El mono piensa en
ese tema, dice: “(…) ese tema del escritor que no escribe, o del que se
pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose
en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad
no le interesan (…)” y muchas cosas más relacionadas con este ridículo y
glorioso oficio de escribir.
Siempre me
consideré ajeno al mundo de los escritores en cuanto a gremio. Mi alejamiento
geográfico también ha sido autoexilio premeditado. No porque me considerara
afectado por las personalidades del medio en sí, sino por una manía solitaria
de disfrutar mi tiempo y mis cosas aislado. No fue hasta la aparición de las
hoy imprescindibles redes sociales que comencé a establecer contacto con
colegas de la pluma, a veces del puñal. No me arrepiento de ello. Me doy cuenta
de lo enriquecedor que suele ser compartir con otros, pero abrumador al mismo
tiempo. Ya en Cuba, como jurado de un evento literario internacional, me sentí
como pato entre cazadores. Todos hablaban, excepto los cubanos por las
circunstancias, de sus encuentros fortuitos o preparados en los lugares más
diversos. El festival Hay, en Cartagena de Indias, en Berlín, en bienales y
ferias del libro. Me sentí tercermundista, alienado, gleba, criminal y
comprendí que esto de la literatura, y el arte en general, es un negocio, y que
hay mercados, negociados, cuotas, de cuántas cuotas puede por ejemplo tener un
país como Bolivia en la tienda literaria mundial. ¿O creen ustedes que se daría
cabida a una treintena de autores de Burkina Faso?, por supuesto que no, sin
importar que esos notables treinta negros de una desgraciada región sean
magníficos. Pasa lo mismo con nuestro país, objeto de mirada de folklore y poco
más. A veces no prima el talento, ni siquiera interesa.
Me echarán en
cara el tema de Irlanda, mínima Erin con pléyade de geniales escritores. No es
el caso. No hagamos política…
Guardo como un
recuerdo muy preciado mi inclusión en la Unión de Poetas y Escritores de
Bolivia, filial Cochabamba, siendo yo muy joven. No anoto nombres ya que son
muchos y no hay que olvidarse de ninguno, pero era admirable como aquel grupo
de poetas, narradores, novelistas, varios surgidos de las oleadas de Gesta
Bárbara, dedicaba su tiempo a promocionar, discutir literatura, a producirla y
a leerla. Invitaban a escritores del país a encuentros, o íbamos nosotros. Sé
que hubo quien desdeñara su labor, desde una óptica sectaria y supuestamente
moderna. Aquellos “viejos” tenían el espíritu indomable del arte y la rebelión.
Al lado de sus corbatas o títulos académicos eran capaces de impactarse con
textos de nueva literatura, o de querer, como me lo dijese uno alguna vez,
vivir aquello de manejar ebrios por la capital de EUA, escuchando a todo
volumen Born to Be Wild. Lo decía
alguien que se hizo adulto apenas acabado el asunto del Chaco.
Escribir con
hambre. La figura del Licántropo, Petrus Borel, haciendo oír desde el África la
terrible expresión j’ai faim, tengo hambre, en una opción que de alguna manera
rememoró Rimbaud y que no son (las dos) del todo inexplicables. O Simone Weil
dejándose morir de anorexia bajo un entramado teórico que parecería
enajenación. “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los
imaginaba, no son como yo creía”, suena el vallenato en el tocadiscos, y es
así, tan simple como la versificación popular, que de seguro un atolondrado, y
grandioso, Fernando Vallejos escupiría encima sin quitarle su verdad. Hallar un
sendero por el que discurra la literatura, la propia, suele ser engañoso; quizá
mejor ni buscarlo. Parto de la premisa que hay que vivir, vivir para contarla,
si se quiere, no con ánimo de desmerecer cualquier otra búsqueda o de imponer rangos
de valor a lo creado. Creo que cada quien lo hace a su manera, y, volviendo a
la Weil, que al destinarse ella misma en persona a la experiencia del
sufrimiento de los oprimidos, tal vez lograra lo que deseaba. Lo hice, en
circunstancias muy distintas, y con personalidad en nada similar: me entregué a
la dureza del trabajo físico, a martirizar el cuerpo como un yunque, la fragua
donde Vulcano funde los escudos de los héroes argivos. O lo pensaba. Con los
años he logrado no solo digerir los largos lustros de encantamiento obrero. Lo
que aprendí nunca lo hubiera leído, porque hubiese sido de segunda mano. Y a
veces pienso en cuánto ha influido ello en mi labor de escritor. Claro que es
una carrera contra el tiempo, y los límites de la experimentación podrían ser
fatales. ¿Acaso importaría? Porque no comprendo el empeño de eternizarse en
algo, ni en un papel con algo magistral escrito. Será que no creo en la
eternidad y sí en el placer.
En ocasiones nos
emborrachamos con Víctor Hugo Viscarra. Hoy que otros han valorado su obra, los
intelectuales se desesperan por ligarse de cualquier forma inverosímil a su
memoria, su existencia, su legado. Cuando nos veíamos siempre andaba jodido,
hambriento, dispuesto a aceptar migajas con un rictus sarcástico. Vivió lo que
escribió y viceversa, y dentro de la tragedia de sus años creo que fue feliz.
No recuerdo hablar de literatura con él, aparte de unas menciones a que su
nombre venía desde el gran francés. La conversación giraba acerca del trago, de
la capacidad de beber, de duchos y de pollos. Regalaba imágenes de crueles
meretrices y arduos copófragos. De Sáenz no quería oír, para él no era más que
un “Tribilín”, que en la jerga de nuestro tiempo era algo como un huevón.
Otro fue mi
querido Raúl Choquetaxi, desconocido porque jamás publicó. Era la literatura
andante y la astucia de su vocabulario creaba estilos que sin duda en otro
contexto y otro país le hubiesen dado fama. Caballeros medievales con las
limitaciones, absurdos, luminosidades y grandeza de nuestro ser mestizo.
Pasaron por allí, por las chicherías de extramuros, de inframundos, y me
pregunto qué valor tiene la desesperada persecución del prestigio, el
acicalarse para aparecer en las mil y una noches del mundo literario de
nuestros escritores locales. Mejor sentarse a disfrutar de la tarde, a ver caer
las frutas de los manzanos que por ahora están solo floridos. Pregúntenselo a
Newton.
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.
Fotografía: Ligia Ferragutti, 2014
Decía un escritor chileno, creo que Edwards, que en las cenas y otras reuniones informales de escritores se hablaba de todo menos de literatura, de que parecía más un concurso egocéntrico de saber quién había publicado más libros, vendido más ejemplares y en cuántos idiomas. Sabrosa crónica nos compartes y la foto es más jugosa todavía. Acabo de publicar un breve post sobre el uchu palqueño, si te puede servir algún dato, aunque no creo que me haya salido medianamente sabroso como el que me zampé hace una semana en casa de unos primos, je. Un afectuoso saludo.
ReplyDeleteGracias, José. Esas sociedades de pavos reales felizmente no forman parte de mi entorno. Mejor solos que mal acompañados. Respecto al texto sobre el uchu, pásamelo, o lo buscaré en El perro rojo, tu blog. Saludos.
DeleteMil perdones por el descuido, aqui va el link. Saludos de nuevo.
ReplyDeletehttp://perropuka.blogspot.com/2014/11/una-tarde-aurorista-y-un-aji-de.html
Gracias José,
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