Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hace mucho que mi
casa se ha perdido. La zamba dice “la casa ya no es la casa”, o “la casa es
otra casa”, y claro que me entristece.
Ligia me cuenta
sobre las colinas de Socorro, estado de San Pablo, Sao Paulo, Brasil. Como
todos los pueblos o ciudades de interior tiene ese aire de que allí se cuece el
país. Por eso los gringos hablan del profundo sur, o de la médula que se agita
en los villorrios de Wyoming y Colorado. Manejar por ellos, con Roadhouse Blues a todo volumen, y una
risueña imagen de Kerouac que saqué de un stencil en pared, es penetrar al
meollo de la cuestión, de la historia, de la belleza, del racismo, de las
reuniones abiertas del Klan en los roads de Arvada, según me cuenta Koronado
Apuzen, filipino que tiene en su interior una alegría boliviana que le contagia
su novia Isabella, mitad cochabambina, mitad socorrense… hija de Ligia.
Socorro hoy es
una pequeña ciudad llena de lugares elegantes y de excitantes empresas de
turismo aventura state of the art, el último grito. Por sus rápidos descienden
kayaks, y en las nubes se cuelgan visitantes entusiasmados con un bagaje de
ensueño. Pero Ligia ya no reconoce su lugar natal. Éste se hundió con el
recuerdo, con la muerte de sus padres, en los recodos de la Serra da
Mantiqueira que atravesándola llevaba al mítico mundo de Minas Gerais, cuando
uno todavía cree en diamantes, en príncipes azules y en orcos antediluvianos
que viven allí desde antes que Tolkien.
Es que Brasil ha
entrado en la carrera de la modernidad. Y este éxito notable, que traerá
alegría e intensidad a la existencia de sus habitantes, también será el mayor
creador de nostalgia. No al principio, y el inicio con facilidad será de 50
años, o país mais grande do mundo mirará hacia atrás, hacia lo perdido y querrá
recuperarlo. Tarea no imposible, pero difícil, porque en cincuenta muchos ya se
habrán ido, las retretas en el kiosco de la plaza, donde el sonido de Pedrinho
Jazz Orchesta, la banda de Pedro Ferragutti, padre de mi esposa, no toca más. Aires
de choro y chorinho se esfumarán por el aire, mientras que las retroexcavadoras
atruenan el espacio del cielo que antes perteneció a la música.
Qué viva el
progreso, claro que sí, pero con la delicadeza de no atormentar el silencio
plácido donde se refugian las horas pasadas, las mal llamadas horas muertas.
Socorro fue un
oasis de italianidad en este enclave semi-tropical del Brasil. Los calabreses
huidos de la miseria y la Camorra hallaron allí el ideal de vivir en paz,
asegurados al trabajo, a la exploración y explotación de la tierra, a poseer un
universo donde ya no existían indios y había escasos negros. Antes no había
tanto prurito de igualitarismo y a nombre de ello se desdeñó a gente que era
eso, nada más que gente, como todos los otros.
Cada domingo la
población se reunía en la plaza y, al ritmo de la banda, las mujeres daban
giros y más giros alrededor, mientras los hombres permanecían parados. Pedro y
sus dos hijos mayores tocaban allí, sin falta, cada semana. Trombón, batería,
clarinete y/o saxofón deleitaban al público con marchas y pasodobles. Lo mejor
del año sucedía entre el 13 y el 15 de agosto, donde se veneraba, o festejaba, a
Nossa Senhora do Socorro, que en procesión despertaba la lujuria de las rústicas
congadas y el golpeteo cadencioso de tambores y pandeiros. Mientras lo cuenta,
se le caen a Ligia los párpados italianos en esa incurable enfermedad que se
llama melancolía.
Durante el
carnaval, comparsas que no eran las todavía inexistentes escolas de samba,
danzaban en medio de disfraces que valientemente arriesgaban un divertido
travestismo. Gigantes de zancos aterrorizaban a los niños, como aquellos que en
Yellow Submarine combatían contra las
fuerzas del Bien. Casi una premonición, en la que ganaron los buenos ya que los
hombres zancudos jamás retornaron a la fiesta.
Dos clubes se
disputaban lo mejor de la sociedad, o lo peor tal vez. La clase media se reunía
en el Club Quince de Agosto, mientras el nombre del otro establecimiento se le
olvidó, porque entonces uno iba a donde le correspondía y no a cualquier lado.
Las marchinhas de
Momo, que de a poco fueron convirtiéndose en las sambas de enredo actuales, se
confundían con la noche. El samba de Sao Paulo, que es samba itálico, blanco, y
no negro a diferencia del de Rio, aún no había incursionado por los bordes del
poblado. El erotismo que llegó con el dinero no atravesaba los muros íntimos de
los hogares. Hoy que se vende el carnaval brasileño como la magnificación del
sexo, no significa que siempre fuese así, aunque Vadinho y su verga de goma lo
desmientan en los embaldosados de Bahía.
La urbe tenía la
imagen de un sueño. Pedro Ferragutti vivió de joven allí, pero para los hijos
un viaje semejante olía a aventura hereje. Cierta vez, cuando dormía yo en una
casita montañera de Lodève, Francia, conversando en la noche con los hijos y
nietos de un viejo anarquista español que se refugió en el Larzac, cuando les
comentaba de París, de las discusiones en la Internacional Anarquista de dónde
veníamos con varios militantes de la FAI, miraban boquiabiertos; preguntaban el
alto de la Eiffel, y el ancho del Campo de Marte. Igual para los socorrenses de
entonces, el ronroneo del monstruo de Sao Paulo semejaba un sueño lejano,
provocativo.
Economía de café.
Altos cafetos cubrían las colinas. Hojas muy verdes, de verde oscuro; delgados
troncos y los rojos frutos que parecen grosellas desde lejos. Y tabaco que
enrollaban los viejos italianos mientras contemplaban a sus coterráneos jugando
bochas, y recordando, nunca nos lo dirán, Nápoles y Génova.
No hay italiano
que se precie que no sea hincha del Palmeiras. Aún hoy, los hermanos de Ligia:
Danilo, Gilberto, y quizá en el fondo Toninho, el acordeonista famoso, putean
como los de su raza, a voz en cuello, cuando los negrinhos del Corinthians les
marcan un gol.
¿Podrá el Brasil
del futuro no olvidar la cotidianeidad de estos que lo construyeron desde
abajo? Los pueblos que olvidan sus orígenes por lo general se condenan. Ya
Brasilia representó un reto hacia el pretérito, levantándose a impulso de una
idea sobre yermo inmemorial. Pero en los cimientos de Brasilia no solo habita
el concreto, sino también los gnochis y macarrones de los peninsulares, sumados
a los frijoles y cuero de cerdo que devoran los africanos. Solo combinación
tal, la de antiguo, hoy y mañana podrán solidificar un hartazgo de riqueza y
poder como el que se le viene al país.
Socorro duerme la
siesta. Sobre la voluptuosidad del silencio se elevan las voces de Caruso y
Tito Schipa, que se yerguen como cortinas de hierro ante los nuevos sonidos que
vienen con la Música Popular Brasilera y que las jóvenes como Ligia ocultan de
sus padres que si las ven con un disco de Caetano explotarán de ira.
A las seis de la
tarde Socorro detenía su andar. El gran altoparlante del orfanato de San
Agustín tocaba todos los días, sin falta, el Ave María de Gounod. Una sensación de paz invadía entonces el
ambiente, y hasta los huérfanos creían que afuera del recinto que los cobijaba
estaba alguien, algún día, esperándolos.
La casa ya no es
la casa. Ligia mira por la ventana el azul cielo de Colorado. Como si alguien
pudiera adoptar un cielo, como si aquel por el que corrió la infancia no fuese
el único por el que vale el recuerdo.
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013
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