Claudio Ferrufino-Coqueugniot
No sé quién es Marcos, encapuchado zapatista. Lo pienso en la lluviosa selva lacandona, creando diálogos con Durito, ese imaginario que lo acompaña.
Hace poco, Marcos saludó a los delegados del Encuentro Intercontinental por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo, en La Realidad, Chiapas. Ese mensaje es uno de los textos más hermosos salidos de un luchador; me hace pensar en la carta del jefe Seattle al presidente de Estados Unidos. Desglosa en él nuestra larga historia de miseria, el papel imperial, el ejército, la libertad. Lo hace en un tono como quien fuese repitiendo un poema de tristeza y de esperanza; no hay ira.
Habla de sus maestros, mucho de Ernesto Ché, pero no lo menciona como un guía ideológico; Ché podía dejar de ser marxista para ser solamente hombre, "un pequeño condotiero del siglo XX". Marcos discurre: "He ido de Pablo Neruda a Julio Cortázar a Walt Whitman a Juan Rulfo. Fue inútil, una y otra vez la imagen del Ché soñando en la escuela de La Higuera reclamaba su lugar entre mis manos. Desde Bolivia llegan esos ojos entrecerrados y esa sonrisa irónica diciendo lo que pasó y prometiendo lo que pasaría".
Dice por supuesto de Emiliano Zapata y la guerra agraria. Y cuenta de su muerte y la de todos aquellos a quienes el pueblo ama. Zapata soñaba la vida. "El poder entonces soñaba su destrucción".
Recuerda a Enrique y Ricardo Flores Magón. Ellos dos, junto a Bolívar, Manuela Sáenz, Zapata y Guevara, trashuman la historia con la ilusión de sus pasos. Qué importan los años, de 180 a 30, igual siguen abiertos los ojos, no se los pudieron cerrar al Ché...
"El gran poder mundial no ha encontrado aún el arma para destruir los sueños". Lo dicen unos campesinos de cubierto rostro desde las montañas del sureste mexicano. Y hay que creerlo.
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 16/07/1996
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