Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Acabo de mirar 800 balas, de Alex de la Iglesia, el niño terrible del cine español. No quise perder tiempo para anotar algunas impresiones sobre este director que ha destronado a Pedro Almodóvar como el gran irreverente.
La complejidad de la película, usual en él, le quita la posibilidad de ser arte trivialmente insultativo. Exabruptos, desnudez, vicio, forman parte de un conglomerado que no intenta dejar moraleja pero que sí lleva mensaje.
Como Sade y su violento entorno, o Panizza afrentando la religión, el realizador anota, brutal y sutil al mismo tiempo, que lejos estamos de ser un mundo de solidaridad y confianza, de decencia, comunidad y civilidad.
Ante la falsedad social, producto de la cháchara de políticos y frailes, ayudados por la chabacanería y beatería de los imbéciles, el mundo de Alex de la Iglesia se nos muestra tal como es: inmundo. Queda el hombre en su condición individual, a veces, como única opción válida ante el despojo al que nos ha sometido la sociedad. Condición que, en 800 balas, se presenta como épica de rebelión, inútil según lo ha corroborado la historia siempre, pero alentadora.
Tres son los filmes del cineasta español que conozco: Perdita Durango (1997), La comunidad (2000) y 800 balas (2002); otro, que aseguran los sobrinos Omar, Diego, Armando y Daniel, es su obra maestra: El día de la Bestia (1995), no ha llegado a mis manos. Comprendo el gusto de los jóvenes por alguien como Alex de la Iglesia. A pesar de sus cuarenta años, su visión anárquica de la realidad, su desmentir las convenciones sociales,, su no adscribirse al flujo de la masa, lo emparentan con el estado de ánimo de muchachos que han entrado al siglo veintiuno sin mayor esperanza que ser engullidos por Leviatán.
Almodóvar ocupaba el "trono" rebelde del cine contemporáneo. Quizá por un cambio de sentido, senilidad, claudicación o simplemente por experimentación de estilo, se "suavizó" en Todo sobre mi madre; incluso más en Hable con ella, filme que no parecía suyo, que se había adueñado de un sentimentalismo pésimo que podría nacer de los lloriqueos mexicanos de Luis Buñuel. Allí decae Almodóvar y crece Alex de la Iglesia como genuina expresión de rebeldía, creando un cine que de acuerdo a sus palabras intenta llegar al público y excitarlo hasta el punto de participar emocionalmente de los personajes. A la manera de Scorcese, sugiere, a quien admira junto a Coppola y Lynch entre los norteamericanos.
De la Iglesia rechaza una mentada superioridad "cultural" del cine europeo en contraste con el cine "industrial" de los Estados Unidos. La gran mentira, de Cannes y Venecia, de Berlín o San Sebastián, está en la supuesta "misión" de hacer trabajar el intelecto del espectador. Todos están (los directores) -dice- por el dinero, quiéranlo o no. Ocultarlo bajo aura de intelectualidad apesta.
Esta aversión hacia lo falso le hace decir que "la familia o la comunidad, todo ese tipo de estamentos, pues son como bases de una manera de pensar que me gustaría destruir". Su película La comunidad lo ejemplifica, cuando un vecindario que habita un edificio se destroza como perros y gatos por una fortuna escondida en el apartamento de uno de los inquilinos ya fallecido. Tal vez por ello Alex de la Iglesia no goza de popularidad en los Estados Unidos, un país que se desespera por formar -y demostrar- una comunidad: en el barrio, en la escuela, el supermercado, etc. sin darse cuenta de su carencia intrínseca de lo que se necesita para vivir comunalmente.
Esos mismos "comunarios" llegan a casa y se emborrachan, alistan las armas de fuego por si sobreviene algún ataque (¿?), miran televisión y sodomizan a sus hijos.
La Navidad expone estos contrasentidos; donde en apariencia hay calma y bondad, la gente no deja de golpearse en las calles y se compran cuchillos para matar. Una guerra total que descubre el director vasco no con ánimo de alistar las multitudes en lucha sin cuartel pero para lidiar con la verdad.
Las escenas iniciales de Perdita Durango son emblemáticas. Está esta mujer mexicana, Perdita, en el aeropuerto, y se le acerca un gringo con ánimos de seducción, con la proverbial estupidez del macho que quiere encamar a la hembra utilizando los pobres recursos de su encanto. Perdita es clara: "quieres que te acompañe a Houston y te mantenga la verga bien parada por varios días?" para eso hay que ponerse (pagar)... El seductor se aleja, roto el intento, hundido el romance en su fango. Como propuesta distinta, aparece ante Perdita un soberbio Javier Bardem personalizando a un latino mixturado en la subcultura fronteriza, medio shamán, medio forajido, pleno de sexualidad, reverberante de energía, irrespetuoso de la muerte y de la vida, tirano, antropófago, criminal y también extrañamente dulce. Ese hombre-vampiro seducirá a Perdita, porque no tiene nada que inventar sobre sí, porque no puede ser diferente de como es.
800 balas diríamos que es más tenue que sus otros filmes. No en el lenguaje, sin embargo, que abunda en expresiones directas, lo que no es ajeno al cine español post-Franco y tampoco a la manera de ser de los habitantes de España. Hay cierta ternura, nostalgia embebida en decadencia. Resulta complicado resumir un argumento difícil en un artículo de periódico; se cae en el riesgo de obviar cosas, de olvidar detalles que pueden encerrar el contexto.
Injusto sería decir: muerto Almodóvar, viva de la Iglesia, porque no sabemos lo que el astuto Pedro lleva en la manga. Variados son los ejemplos de su perspicacia, como el producir la primera película importante de Alex de la Iglesia o, hace poco (hoy está en pantalla), la nueva obra de Lucrecia Martel. Tampoco sabemos cuán lejos llegará de la Iglesia en su destrucción de ídolos de barro, de piedra y yeso también. Tiene en mente nuevas producciones y ya se estrenó su Crimen Ferpecto que en el título lo dice todo: subvertir el orden de las cosas, o las letras, y no dejar nada en pie.
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Publicado en LECTURAS (Los Tiempos/Cochabamba), 29/05/2005
Imagen: Afiche del filme
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