Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Gritarán contra la mujer-objeto, contra el icono insano de
la desnudez sin sentimiento; recurrirán al amor. De ahí hay un paso hacia el
papa Francisco; a Cristo, la religión, y terminaremos en Sodoma y Gomorra.
Savonarola quemando a Savonarola, aunque este estuviese quizá más cerca del
moralismo de De Sade que del santo de Asís.
Imaginen sin embargo una villa deleznable como Cochabamba a
mediados de los 70, cuando teníamos quince y diez al menos los habíamos vivido
en dictadura militar. Los hermanos Alarcón se paraban en las puertas de los
cines para impedir el paso a la fílmica de Leonardo Favio, entre otros. Las
puertas de la universidad se entumecían en ataduras verdes. La hierba crecía a
destajo. Imaginen una villa que se derrumbaba antes de haberse levantado. Había
alcohol, cómo no, y los maridos daban pateaduras públicas a sus mujeres. Se
golpeaba a los niños; el indio era indio.
Contaba mi padre de su juventud, de las fiestas en que las
damas se emperifollaban como en el mal cine de Hollywood. Se acercaba Ferrufino
a una a invitarla a bailar. Nooo, cómo se te ocurre, yo no bailo. A otra… nooo,
qué te pasa, qué crees, qué te crees. La tercera… Putas de mierda, decía el
viejo, por eso me fui de aquí al mundo.
A los diecisiete, Bob Dylan cantaba Hurricane. Iba yo de una
en otra “rebotando”, como se llamaba entonces a esa malhadada costumbre de ser
rechazado. Treinta años después, y como en el tango, aquellas señoras habían
cambiado, y ni crema ni pastiche mejoraban una ruina por demás esperada y
lógica. Claro, tanto tiempo después ya no las invitaba a bailar y las dejaba
matizar la charla femenina con singani, mientras la cumbia movía otras caderas
sólidas.
Pero ese supuesto castigo de envejecer no tiene mucho que
ver con el texto. O sí, porque ajenos a la caricia femenina nos hicimos
imaginativos. Un coito cochabambino quedaba de momento desechado. Tal vez las
estrategias eran pobres o el verbo débil, porque no faltaban apuestos
parlanchines que para mostrar sus dotes incluso llegaban al embarazo. Hoy
caminan con las Mireyas de allá muy atrás, arrastrando el peso por el mercado,
bolsa en brazo, al lado de alguna robusta heroína que creímos hermosa y era
ficticia. Gracias, gracias, porque eludimos sin quererlo una vida roma,
prosaica y ajetreada.
La represión no impedía el cine erótico. Tiempo de las divas
italianas, voluptuosa la Fenech, ligera Agostina Belli. Laura Antonelli en Malicia,
mujer que soñábamos, de grandes pechos con pezones de perfecto diámetro. Era la
novia, la amante, la esposa en esas callejas mal iluminadas y profundamente
solitarias. El frío del concreto en las galerías, que costaban un tercio de la
platea, servía para distender cualquier ambiente. En esa sombra que cortaba el
haz de luz de la película existía una paz amatoria como no volví a sentir.
Incluso en lleno total, en las “noches populares”, no era difícil acariciarse
el sexo delante o detrás de la bragueta. Aquella era una cita para los presentes,
y poco se interesaban en la moralidad del desconocido vecino. Cita con Laura
Antonelli.
El tiempo pasó desde Malicia. La actriz trabajó con Visconti
y con Scola. Tenía talento; por lo general ese te mata. Crecimos, y aprendimos
de cine, que la Antonelli sobrepasaba la dicha de sus tetas y podía actuar. Ya
entonces, creo, alguien de carne y hueso se había dignado al sacrificio de la
piel. La premura desapareció, pero no el gusto, la soberbia delicia de haberse
acostado infinitas veces, en innombrables posiciones con ella. Única a pesar de
compartida, Laura, amada, deseada, urgidos de inventar que poseíamos sus
calzones blancos y los olíamos como de azahar.
La mujer-objeto. Ella nunca fue mujer-objeto sino
mujer-sueño. Tenía lo que ninguna tuvo; poseyó lo que otras jamás: la alegría
del cuerpo, de soltarse en las plegarias de Onán, ser amada por multitud,
idolatrada más que cualquier María de velo y rictus amargo. ¿Malicia? Claro que
también la hubo, porque parte de ello es. Enamorados, sí, pero hambrientos de
devorar los portaligas, de morderle los dedos de los pies, de remojarnos en su
bendita agua. Por los siglos de los siglos.
28/07/15
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur-Chuquisaca), 03/08/2015
Foto: Laura Antonelli
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur-Chuquisaca), 03/08/2015
Foto: Laura Antonelli
ja! Sublime como divertidísimo texto, d ardientes evocaciones.. Cambian por las épocas, los nombres d la o las musas, claro. Pero, "mujer-sueño", q bien suena aquello. La Laura.., q es tb inexorablemente una eternamente fiel Manuela o una recurrentemente complaciente Palmira. Innombrables (bah!, no tanto) gozos d una etapa d felices descubrimientos púberes.
ReplyDeleteSé por relatos d mi padre, lo épico d esas "noches populares" q describes, Claudio. No las conocí, pero en libidinosa compensación, alcancé yo tb a disfrutar -posando ceremoniosamente el joven culo en ese frio concreto d las galerías- d voluptuosas diosas q esperaban cálidas en el Roxy y el Víctor.. Fueron esos, creo, los agónicos años d esa "paz amatoria" q uno como púber podía encontrar hasta en horarios d fugada escuela. Felices memorias d felices años.
Abrazos, estimado Claudio.
Bien lo dices, Achille, felices años. El deseo sobrepasaba a la filosofía y a la lírica. Abrazos.
DeleteMusa que todavía no he tenido ocasión de ver, gracias por el dato. Mi acercamiento al cine italiano y sus exuberantes mujeres fue tardío, desafortunadamente. Pasados los veinte, recién me solacé con Claudia Cardinale, Sofia Loren, Anita Ekberg y otras, pero ya no estaba para ensoñaciones con mujeres de otra época. Simples pajas espirituales más bien, rendido ante tanta voluptuosidad en pantalla. Ayer mismo, aprovechando el apolillado feriado patriótico conocí a Dominique Sanda a través de “Novecento” de Bertolucci: contemplar ese rostro perfecto desbordante de sensualidad bien valía la pena aguantar la largura del filme bastante propagandístico. Saludos.
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