Si París bien le
valió una misa a Enrique de Navarra, imagínate cuánto le valdría a un bailarín
folklórico boliviano. Por París dejaría todo -y lo dejó- apenas después de la primera
actuación. Ya cuando hacían la llamerada lo pensaba: qué tal si me quedo,
simplemente salgo de la concentración como para ir a caminar, y me les vuelo.
Mientras peleaba el tinku ya lo tenía decidido: mañana, luego del desayuno,
antes de que el bus salga a Poissy, donde debían actuar.
Sirvieron
croissants, pan francés, jamón y mantequilla derretida para los emparedados. Se
enamoró de Francia cuando entró a un bar, sin mirar a los costados, obviando
quizá lo que le contaron acerca del racismo de los franceses, y pidió un
sándwich de jamón con una cerveza brune. El barman agarró una baguette y le
hizo dos cortes oblicuos. La abrió y con inusitada velocidad cubrió la parte
superior de mantequilla.
Fromage?
Oui, pourquoi
pas?
Aparte del gusto
de estrenar un idioma carismático saboreó esa comida con especial ensoñación.
No lo sabía pero aquel fue el instante en que cambiaba su según él maloliente
La Paz por la civilización.
Yo llegué el 86.
Y una tarde nos sentamos con Mario en una placita del Marais. Me lo presentó un
cooperante francés (ya los había desde entonces) que ejercitaba sus armas
antropológicas con la población andina. Y por eso se creía profeta, haz de luz
del europeísmo recalcitrante que deseaba extraer de las tinieblas a los
desheredados del mundo. Pero, bueno, lo necesitaba, y concedí mi silencio para
poder desenvolverme en una sociedad que no sería complicada pero era
desconocida.
Lo que sucedió,
me cuenta, fue el cansancio. Estaba el hecho de que el marica conductor del
grupo lucraba de lo lindo y nos pagaba un mísero salario más alimentación y
hotel. Olvídate de viáticos: para él, mosquetero sin mosquete, el viaje
significaba trabajo y el placer pecado. Estoy seguro, aunque no lo pueda
comprobar, que personalmente se atiborró de placeres inusuales. Hasta en la
mariconería hay sofisticación, y, a diferencia de sus eventuales amantes en
Bolivia, que le entintaban los ojos de cuando en cuando, París le proveyó de
perfumados magnates cuyos abrigos olían a chien caniche.
¿Pero cómo es que
te quedas, que lo decides? He escuchado un cuento diferente, y ahora me relatas
que la explotación es el motivo.
No, fue la gota
que colmó el vaso. Veníamos de São Paulo, y la historia se estaba haciendo
vieja. Un negocio; el arte para ese tipo era un negocio. No dudo de su talento,
y menos de su capacidad organizativa. Sin él esto del Ballet Nacional no
hubiese pasado de lírica, como es allá, tú sabes, pero creo que los bailarines
merecíamos una parte de las ganancias, no solo la gloria. Pasábamos por las
tiendas de la avenida Paulista mirando vitrinas, sin poder comprarnos nada.
Pero, para qué mentirte, huí porque siempre quise salir del encierro de mi
ciudad. Y tal vez me equivoqué porque no la estoy pasando bien. No trabajo.
Ando de casa en casa, en ateliers de gente que me ha conocido, mendigando una
noche, algún almuerzo. Entiendo lo de la bohemia; hablábamos sobre ella en las
tertulias de los boliches paceños, pero de pronto me hallo en una encrucijada
en la que, para donde mire, hay hambre. Intenté concubinarme con un par de
francesas que supuestamente compartían mis ideales de estética y revolución.
Mierda, merde, al egoísmo de esta gente le dicen actitud de avanzada. Están
perdidos, solo observan la punta de su nariz respingada, y los de abajo, del
África, Latinoamérica, etc. los atraen en la medida en que lo que hagan allí
sea un aliciente de su ego.
Mi situación no
era mejor. No podía prestarle dinero y menos alojarlo. Yo también vivía de
fiado, y comía por casi nada gracias a un literato de la Sorbona que utilizaba
su tarjeta en el comedor estudiantil para los dos. Abundante comida, sin
embargo, y bastante sabrosa. Hasta hilarante a veces, como cuando me puse una
cucharada de mostaza, decía Dijon en el turril, sobre mi arroz y casi me
asfixio al tragar el primer bocado. Dulce ignorancia.
Mario, supongo
que así no puedes vivir. Tienes que regresar. Yo voy pensando lo mismo. Vine
por otra cosa y nada salió como planeado. No desdeño lo hermoso que es esto, y
disfruto mis excursiones al campo con los árabes dueños de la empresa donde
trabajo. Cada nombre tiene una connotación para mí: Argenteuil, Pontoise,
Chartres. Pero la realidad aplasta los sueños, o hay que aprender a regular los
sueños para que no se pierdan. Mi primera tarde de domingo fui a ver los mercados
de París, los del centro, tan minuciosamente descritos por Victor Hugo en Los miserables. Seguí las coordenadas
con una vieja guía Peuser del año 51 que perteneció a mi tío Hugo. Les Halles
ya no estaban, no eran lo mismo o no los encontré. Las únicas barricada del
París de 1832 vivían en mi cabeza, dudo siquiera que en la de algún francés.
Entré al tren subterráneo y salí correteado por un gang de senegaleses que
afirmaron mi convicción de que nada permanece, de que el tiempo nos evade.
Nos compramos en
una panadería una larga hogaza. Al paso un cuarto de gruyère y un litro de
leche que bebimos a pico. No quisimos
pero terminamos llorando, recordando sauces y huayños. Cuidado, no moquees en
el recipiente que todavía hay leche.
El Ballet Folklórico
Nacional no lo extrañó. Pudieron adecuar la coreografía para un sujeto menos.
Siendo un acto colectivo no implicó gran dificultad. Luego se irían a Moscú. Se
fueron a Moscú, y Mario deambuló por el espacio de sus ilusiones y el
materialismo de no tener nada que cagar.
Somos pocos
bolivianos en París, me decía, y los contados acomodados actúan más hijos de
puta que en nuestra tierra. Políticos, claro, y ciertos intelectuales que por
haber escupido alguna paparruchada en papel son tuertos en el país de los
ciegos. Con ellos no se puede contar. Son peores que los locales.
Se terminó el
pan, se secó la leche. Del gruyère nos comimos hasta lo que parecía cáscara. El
crepúsculo amenazaba. Nos encontrábamos en tal vez la ciudad más linda del
mundo y seguro que sobraban las oportunidades en cada rincón. Pero los que
exploramos nosotros estaban vacíos.
Mendigamos
algunas monedas de diez francos entre aterradas viejecitas. Hacía poco que
terroristas árabes hicieron volar un mercado con media docena de muertos. El
miedo jugaba mal para ellas y mejor para nosotros. Con las piezas de a diez
podíamos usar el teléfono público y llamar a Bolivia por minutos. Una voz, un
sonido venido desde el otro lado del mar, también valían una misa. Las modestas
La Paz y Cochabamba hubiesen sacado cualquier sacrificio de nosotros. Sabíamos,
pero, que de volver, pronto nos ganaría el desaliento y terminaríamos puteando
contra el país de mierda, añorando el queso y la baguette, el couscous aguado
que nos vendían los marroquíes por tres francos.
Me machacaba el
recuerdo de un long play que trajera la tía Lucha de Buenos Aires: Gardel con
guitarra criolla. Una de las canciones del Zorzal era Anclao en París, y comprendí que tanto Mario como yo estábamos
atrapados en la belleza, sin salida ni comida.
__
Publicado en
CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), LA HOGUERA, Santa Cruz
de la Sierra, 2013
Imagen: Kusillo
Imagen: Kusillo
No comments:
Post a Comment