Estamos
mirando la bruma de Londres que escuda el Támesis donde flotamos, el capitán
Marlow, Joseph Conrad y yo. La fantasmagoría del aire hace más tenebrosa la
historia de Marlow sobre su viaje por el curso del río Congo. Pesada la voz
corta largamente la niebla y suena profunda como un oboe.
Los
ingleses se aventuran por la “gran serpiente” enroscada en infinitas curvas. El
río es peligroso; el canal está al medio y es estrecho; lo demás son bancos de
arena de los cuales no se escapa más.
Es el
siglo XIX.
Hipopótamos y cocodrilos dormitan en las arenas apesadumbradas. El barco avanza con lentitud, casi parece una mujer embarazada subiendo una calleja, lívida como un mantel. Los árboles diseñan la imagen primigenia de la tierra, terrible y exuberante o exuberantemente terrible; arbustos y lianas apoyan el caos vegetal, furioso en sus mil rostros. La selva no ama al blanco.
Aparecen
en las orillas hombres gesticulantes, volteándose entre aterradores gritos sin
significación para los europeos. Conrad se arrima al borde y escribe en su
pensamiento el pánico que le causan estos seres; teme, dice, que sean humanos y
que alguna hermandad lo una con ellos. Siente un extraño deseo de gritar y
saltar también. Le parece tan fútil la vestimenta que lleva. Compara
inconscientemente a sus compañeros blancos y asume la sinceridad del primitivo.
Pero no opta por los “salvajes” porque no puede hacerlo. El sentimiento es
impotente ante el acto y la costumbre.
Hemos
regresado al estuario del Congo, Marlow, Conrad y yo. El viaje ha sido como un
retorno al pasado, a la prehistoria del hombre. Por un momento hemos habitado
“el corazón de las tinieblas”.
Amanece
sobre el Támesis. El sol desviste la bruma con sus innumerables sexos.
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Publicado
en TEXTOS PARA NADA (Opinión/Cochabamba), 1987
Fotografía: Barco en el río Congo
Fotografía: Barco en el río Congo
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