Pesadez de dos de
la tarde en Colorado. Ya septiembre pero el sol calcina. Una botella de vino
sudafricano abierta anoche se resiste al impulso de tomarla. Con vino, el sol
se multiplica por tres y hay que trabajar. La página demanda respuestas. O
preguntas.
Como cada semana
me niego a escribir sobre Evo Morales. Este ávido cernícalo (Falco tinnunculus)
vuela alrededor. Falso tinúnculo; forúnculo, debíamos nombrarlo, por ser dolorosa
infección. Me niego, pues, hermano, a escribirlo hoy. A dialogar con el resto
del mundo, válgalo o no. Al menos una semana por mes, lavar la herida con
alcohol blanco.
Leo a los amigos
que en segundos y desde insalvables distancias escriben en las nubes. Los hay
unos al lado de ríos andinos pétreos y belicosos; los hay navarros que bregan
en la sombra medieval de esa región del mundo; madrileños, cochabambinos,
paceños, alteños y cambas; algún argentino entre el polvo otrora mágico y hoy
infecto de algún sur, algún abajo, ante la inclemente presencia de la montaña
que amilana pero preserva.
Me desespera
pensar que las torres de libros que crecen en los rincones de casa criarán
moho. Si dios, sin mayúscula porque sus dones no los conozco, nos hizo a imagen
y semejanza suya por qué permite eso, por qué impide abarcar más de lo que
nuestro cuerpo demacrado por el tiempo, abofeteado por la lujuria, maltratado
por el deseo, puede. Tan limitados y sin embargo tan ambiciosos. No del oro de
Midas, como haría el Forúnculo, sino del conocimiento. Imploro por el doctor
Fausto, que sufría igual, pero tampoco aparece Mefistófeles. Dios y el diablo son hologramas de nuestros
temores. Lo real, lo palpable, es el madero de la verja recalentado por el sol,
los troncos acostados del roble suplicante de corteza blanca, el shiraz que
había sido de Australia y no de Sudáfrica como creí. Casi confundir una taipán
con una mamba negra. Mortales somos. Picadura mortal, pecado mortal. Todo
castigo.
Y ya que de
serpientes venenosas hablamos, recuerdo la yarará. Estaba en los comics
argentinos del gaucho federal Pehuén curá y del norte tropical: Corrientes,
Formosa, Misiones. Horacio Quiroga y el Paraguay. Los camalotes del río Paraná
que si bien eran verdes matas entrelazadas hervían de víboras. Islas de muerte
que el agua trae. Está Queimada Grande, en la costa de Sao Paulo, Brasil, despoblada
y prohibida: Isla Serpientes. Dominio de la yarará dorada cuyos ojos parecen
reír y su boca semeja carcajada. Buscan tesoros piratas por allí. Triste que
esté ya fallecido Stevenson para reclutarlo y ponerlo soltando la gavia,
pintando los huesos cruzados, trasegando ron.
Septiembre.
Brilla el sol de septiembre radiante (suena el himno cochabambino). Sol que se
escurre entre los verticales de la persiana. No otra cosa se escucha que la
vecina armenia, de basto vestido oscuro, colgando la ropa. Las gotas caen,
cualquiera creyera que el segundo piso llora. Sin ella habría absoluto
silencio, ni una sirena policial. Apenas arpegios de música de Nashville, muy
al fondo.
Paz de la muerte
en vida. Cárcel con sol y vino, con persianas en lugar de barrotes. Leo con
apuro, tratando de alcanzar palabras que
se montan en un transiberiano y van a hundirse en el Baikal, profundo lago.
Releo y veo que
la mención del sátrapa boliviano altera la belleza del entorno, donde solo
debían caber haces de luz, botellas, volúmenes tostados en el crisol del Nilo
Blanco. El dibujo que Lander Zurutuza hizo de Cerezal y yo se recuesta en Sunrise with Seamonsters, de Theroux. No
vaya a ser que de pronto estemos en Córcega montañosa, con silueta de gran
barco, yéndonos lejos para no volver. Quién se acordará, entonces, de la
“divinidad” de los tiranos.
19/09/16
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 20/09/2016
Imagen: Ilustración de William Blake para el Libro de Job
Imagen: Ilustración de William Blake para el Libro de Job
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