O como la veía
Dickens. Primero fue la película que me impactó; luego el libro, delgado, en
Ediciones Sopena que producía unas joyas que no existen más. A pesar del drama
humano que narra, George Orwell decía que Dickens no era ni un escritor
“proletario” ni uno “revolucionario”, que su crítica social tenía carácter
moral. Pero, bueno, explíquenle Orwell a un niño de diez años y le cortarán la
vida. Amé a Dickens como a nadie en esas primeras sesiones de lectura. Tal vez
nada en literatura me haya impresionado más que David Copperfield, en una edición de Billiken de tapa roja. Cuánto
me impactaría que hasta el color se grabó.
Los niños del
escritor inglés; fatídicos bedeles de orfanato; pandillas de pilluelos que
reencarnan en Londres al Gavroche de París. Difícil no emitir juicio para la
pesadilla victoriana. Era el imperio más grande del mundo. God Is An Englishman escribió R. F. Delderfield, pero Dios no cabía
en los tugurios miserables de la City.
La Navidad en esa
temprana edad forma parte de las grandes ilusiones. Y de pronto caía el mazazo
sobre la cabeza del incipiente literato y pequeño gran lector para terminar la
metafísica. No que se creyera en Papá Noel; nos explicaron de chicos que los
regalos venían del trabajo y del afecto. Ni chimeneas había en esa deleznable villa
cochabambina para imaginarlo, pero igual.
Quedaba la fecha,
queda para ser precisos, en que el cuerpo presiente que se acerca a un hito. La
costumbre suele convertirse en vicio y hay predisposición a la suavidad, la
condescendencia e incluso el autoengaño. Hora de ponerse buenos, suena en las
trompetas de la creación, y al final no me disgusta. Ponerse a pensar en lo
dramático de la Navidad dickensiana, en el peso inmortal de un pavo horneado
con especias suele a ratos despertar sensibilidad social pensando en los que no
comen, aunque las más traiga una modorra que de tan agradable pasa a siesta, a
sueño, a olvidar congojas.
La Navidad de
Alepo, hoy; interminable historia de crueldad colectiva. Allí, en el Oriente
Medio, la cristianidad casi se ha reducido a leyenda. Los nestorianos que en su
momento predicaban la dualidad de Cristo desde las aguas del Mar de la China
hasta Anatolia, y otras sectas, esconden medio millón de almas en catacumbas de
miedo. Las únicas velas que hay para esta religión aplastada son las de
velorio. Los tres espectros de la fecha decembrina que pululan por la obra de
Dickens: el fantasma del presente, el del pasado, el del futuro, al menos en
Siria, se han convertido en dos. El ayer y el momento. El después nunca llega.
Disquisiciones
producto del frío. Sobre la llanura de Colorado crecen brumas que no son de
nieve y sí de hielo. ¿No han visto llover hielo? Hasta llover barro, como si de
plagas de Egipto se tratase. El frío, digo, que al encerrarnos entre paredes
tibias y mantequilla sobre pan tostado nos entrega atados de manos a la “noche
de paz”. Pero… qué irascible duda… para hacer un contrapeso, miro por tercera
vez el oscuro filme finlandés Rare
Exports sobre el verdadero Santa Claus, un gigantesco ogro encerrado por la
montaña y que una compañía minera despierta para reanimar un holocausto de
infantes, antropofagia, inverosímil locura hasta para ese mundo helado finés de
gente en apariencia sin sentimiento ni amor.
Interesante,
apasionante. Creo haberlo visto o leído antes, en fábulas precristianas que
hablan de este viejecillo que atraviesa el cielo en renos siderales. Qué
complicado el humano, y qué amplio el rango de su preocupación, demencia e
irónica bonhomía.
Hora de ponerse a
pensar en los condimentos de la cena gloriosa. Hay quienes buscan pasas y
nueces raras. Nogadas, almendradas; para nosotros, criollos de bien al sur
entre montañas, una pierna de chancho mechada basta. Se huelen los morrones y
se siente el perejil. El ajo se tuesta no con olor de averno y se destapan
cervezas.
El vino muestra
color de sangre. Festejamos, festejan diré, el nacimiento de Cristo. Nacimiento
y muerte conforman una suerte de canibalismo festivo. Creo que ninguno piensa
en Dios. En las corrientes de aire hay aroma de jerez, no de fatalidad.
Debo retirarme
cada año antes de medianoche por el trabajo. Ausente para la sidra fría,
explosionado el corcho contra el techo. Y todas las veces, cada veinticuatro de
diciembre cuando enciendo el carro y parto, me asalta una sensación de
infancia, de desamparo. A mi manera me incluyo entre los tristes personajes del
novelista inglés.
Denver es una
ciudad oscura, las calles no tienen faroles. Como ahorro de energía está bien,
pero la penumbra que sigue a los escasos focos de luz tiene algo de lúgubre. La
navidad del norte no se parece a la del sur. No se ve arriba una gigantesca
cruz de estrellas que señala el camino del Antártico. Ni siquiera insectos
sobrevuelan alrededor del calor que produce la electricidad. Sin embargo, un
toque terrenal: a pesar del jabón dispensado con holgura sobre las manos, puedo
oler en los dedos el relleno de zanahoria mezclado con mostaza y macerado en
limón.
14/12/2016
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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 25/12/2016
Imagen: Ebenezer Scrooge
Imagen: Ebenezer Scrooge
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