Ver de lejos, con
mares y arenas y selvas y montañas entre medio, el drama épico de la “marcha
por el Tipnis”, la de defensa del parque Isiboro-Sécure, llamada por algunos no
sin razón, del “orgullo y la dignidad”, hizo que el escritor soslayase el
invierno, él que odia el frío y el trópico con vehemencia, sin ser, realmente,
templado en sí mismo.
Tanto machacar en
contra del mentado “proceso de cambio” va construyendo más que una amargura un
cinismo del que luego cuesta despojarse. No creer resulta ejercicio de mayor
dificultad que lo contrario, al principio, aunque tal vez ya hecho costumbre
los papeles se vuelcan y los crédulos sufren la inclemencia de su candidez con
peor rigor.
Comenzó sin
bombos y platillos. Quizá no pensó el gobierno que tuviese alguna
significancia. Pero los acontecimientos modifican. La propuesta verbal, no
práctica, de Evo Morales acerca de la Madre Tierra, con mayúscula,
personificada, y que le dio estrado internacional al principio de su mandato,
en parte por el paternalismo congénito de los grandes poderes, siempre ávidos y
de pronto acongojados por un pasado nebuloso y cruel, fue cambiando hasta
presentarse tal como es: capitalismo indigenal en teoría y expolio desmesurado
de la ilusión patria y sus recursos en concreto.
Un editorial
afirma que los indígenas de tierras bajas siempre marcharon. En parte alude al
carácter nómada de algunas etnias, y por otra a la febril resistencia de estos
pueblos ante la invasión y usurpación blanca, de pronto convertida, por hálito
de votación y hervidero popular, en
invasión morena. Oligarca puede ser cualquiera, de cualquier color u origen. Y
los marchistas del Tipnis, esta vez, movieron los pies para protegerse del
avance de los que por experiencia debieran ser sus iguales, pero que por el
impulso despiadado, avasallador, del narcotráfico devinieron en hidra de siete
cabezas. Enemigo tenaz, difícil, escudado en reivindicaciones supuestamente
similares; agazapado bajo los harapos que disimulan opulencia; mimetizado en
pieles y vestimentas indias. Aprender a desconfiar del hermano…
Larga marcha, de
mujeres niños y ancianos también. Cuando se pierde, lo hace la comunidad
entera, y de nada sirve que solo caminen los hombres. Este era un asunto colectivo
de los habitantes de la región mojeña, entre Villa Tunari, Cochabamba, y San
Ignacio de Moxos, Beni, en una tierra a la que el conflicto ha quitado
misterio, que antes de que los ávidos mercenarios gubernamentales y
empresariales la evaluaran y catalogaran como negocio, representaba, aparte de
refugio étnico, un espacio nebuloso plagado de leyendas de jesuitas y oro. Cuán
ciertos son los cuenteríos populares y antiguos tal vez no sabremos. En el
siglo XXI no preocupan ya enigmas de ciudades perdidas o minas enterradas en el
monte, custodiadas por calaveras y fantasmas. El dinero, como siempre y como a
todo, destruye poesía e ilusión con indiferencia, ni siquiera con desdén.
Seguí la marcha
desde mi departamento de Aurora, Colorado, ciudad desabrida y chata, que al
conocerla en intimidad se hizo casa, hogar, casi mitad de vida. Con una ventana
en frente, que da hacia el parqueadero y los vecinos; fui paso a paso siguiendo
en un conjunto de mapas muy detallados del Instituto Nacional de Estadística,
por lugares cuyos nombres descubría. ¡Tan grande es la tierra de uno y cuán
leve la mirada que le echamos! Me hizo recuerdo a esas fotos de guerra en las
cuales los generales se inclinan sobre una mesa y ubican con alfileres y
banderitas posiciones, avances, retrocesos en los nombres que pueblan el papel.
Al final esto era un juego de estrategia entre pobres y ricos, entre
desahuciados y gamonales, por ponerlo en términos muy generales.
San Borja,
Limoncito, los marchistas se aproximan al límite departamental entre el Beni y
La Paz. La guerra se desata en Yucumo. Pero guerra implica dos contendientes
que se disparan y matan entre sí. Cierto, mi error; Yucumo viene a ser lugar de
masacre, no de combate. Hordas de uniformados se abalanzan como carroñeros
sobre los indígenas del Tipnis. El mapa que apoyé en la cama se desmorona,
tanta la ira que me causa leer y ver las imágenes de lo que está sucediendo
allí. La ventana de Aurora se ha esfumado. Me sumerjo en la pantalla del
ordenador. Hay cientos de personas en Facebook con novedades controversiales.
Insulto, insultan otros. Qué hijos de puta son, lo sabíamos, pero nadie
esperaba esto, nadie creyó que la estupidez fuera tal como para echar por
tierra una imagen, al menos internacional, que les había costado levantar. Pero
el mandarín se cansó. La gota de agua que rebalsó el recipiente fue cuando
mujeres mojeñas, chimanes, yuracares, empujonearon al extraño canciller
Choquehuanca: el poder detrás del trono. Luego vendrían alusiones, dimes y
diretes, suposiciones, de quién dio la orden, en un grotesco carnaval que
comprobó que Bolivia se maneja en un rudimentario estadio de desarrollo.
La espontaneidad
del empute general hizo efecto. Los jerarcas tuvieron que retroceder; se
humilló su prepotencia y vanidad. Al fin el país daba la impresión de ser algo
más que un reinado asiático, donde la voluntad del amo no se discutía jamás. En
un cliché necesario diría que el sol volvió a brillar. Fracasaron los intentos
de genocidio, de hacer desaparecer dirigentes en aviones preparados para tal. A
partir de Yucumo, lugar de triste memoria por el abuso ejercido sobre pacíficos
marchistas, el asunto se transformó. Por un momento Morales & Cia
recularon, tanto que cuando los indígenas del Tipnis llegaron a la sede de
gobierno, en lo único apoteósico de varias décadas, se convirtieron en topos,
escondidos en palacio detrás de ventanas y portones cerrados, con guardia
armada. Ahora dicen que la turba quería colgarlos, y por un momento pensé que
así sería. La historia se repite siempre, más que nada en sus momentos
trágicos. Pero esa es otra narración.
De Yucumo a
Quiquibey, a atravesar el borde interdepartamental. Los temores fueron
apaciguándose como un café que ya servido humea menos y menos hasta entibiarse.
Ya hombres y mujeres del Isiboro-Sécure cargaban heroísmos merecidos. Dejé el
reporte municipal del INE en la biblioteca. No es que conociera ya de sobra el
camino que de Caranavi iba hasta La Paz. Los aires olían a triunfo.
Hay que calcular
que este movimiento humano partió de llanos y selvas del trópico, muy abajo, y
que tuvo que trepar hasta las alturas en odisea que tuvo no sólo altibajos sino
muertos. Aníbal de Cartago cruzando los Alpes, José de San Martín sobre su
cabalgadura en la cumbre de los Andes, Bolívar en el Chimborazo y el Potosí.
Épico, no existe otra definición. Valiente.
Un fotógrafo los
acompañó, Samy Schwartz, para eternizar como se dice la epopeya. Y, entre las
tomas, una me ha quedado grabada; eran dos: todavía con luz, y ya oscureciendo,
los marchistas se han detenido en Pongo, entre unos cerros medio pelados, medio
boscosos. La toma al oscurecer muestra como un vivac primitivo, estacionado en
el tiempo. Esos planos que al verlos erizan los escasos vellos indios que
pueblan el antebrazo. Las nubes bajan, pronto se presupone que no se verá nada:
la niebla parecerá ocultar la realidad. Justo ahí el artista oprime el
disparador y conquista lo que los alquimistas buscaban sin sosiego. Imagen que
resumió para el escritor la grandeza de lo que pasaba, allá lejos, en la tierra
vetada por la distancia, sabiendo que aquí, contemplando un parqueo insulso de
una ciudad no ajena pero fría, perdía la posibilidad de asistir a donde se
escriben los libros.
Los marchistas de
Pongo comparten el muro con fotos de mis padres, de Ligia, Emily y Aly, las
cortes musulmanas de India, Paul Surtel. Cuando se acomodan para dormir, en
medio de nubes, martillea en mi cabeza el cuervo de Poe que grazna “nunca más,
nunca más”.
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Publicado en
CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), LA HOGUERA, Santa Cruz
de la Sierra, 2013
Fotografía: Samy
Schwartz