Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Bernanos en Los grandes cementerios bajo la luna
denunciaba los totalitarismos, de guerra entonces. En el diario traído a las
tres de la mañana leo que el ejército de Estados Unidos está preparándose para
una guerra que no quiere, pero que desea, como supremo legado, el troglodita
hermafrodita Donald J. Trump, presidente por encargo de Rusia y líder de las
hordas antropófagas blancas, armadas de biblias y metralletas.
Evo Morales pasea
campeante una falsa sonrisa por el territorio boliviano. Esa dentadura -dichoso
él si es natural- obviamente devora de lo mejor y selecto, y caro y exclusivo,
porque cuando uno no tuvo, quiere, y lo que no fue, tiene que ser, a fuerza si
es necesario. Mucho verbo de pobre y sollozos de mísero para embaucar ineptos y
afianzarse entre zainos. Trump, Evo Morales, Franco, Stalin, tienen en común
esa urticaria que llaman poder, que se les escurre como fina arena por las
nalgas y les llega hasta el cerebro. Ay de ti, quién seas, que digas algo en
contra del genio de los poderosos. La vanidad no va acorde con aceptar críticas
y los peluquines de los dos primeros ni siquiera con la sencilla lógica de los
peluqueros. Ambos, Donald y Evo, son fraudulentos comenzando en la pelambre,
simulados como buen trago cuando son resaca. Pero se adoran así, idolatran el
burdo esquema de sus personalidades adulteradas; se aseguran también de la
recua que muja al unísono con ellos, de que sus hazañas se canten con mayor
fanfarria que las de los héroes ante Ilión. Viven intensamente una década de
gloria (algunos un poco más) para terminar de manera triste y hedionda con los
pantalones cagados. Josef Yugachvili se creyó muy grande y resultó ser pequeño,
insignificante, pañal desechado y sucio.
Evo, el
Intocable, el caudillo milenario, el guerrero del sur, al que le cayó la luz
del sol como tromba en la cabeza al abrirse las nubes, y obviamente
enloquecerlo, jura y rejura que de allí –de él- hacia adelante o atrás no hay
nada. He de verlo hecho un monigote y al observarlo pensaré que no era tan
grande como se creía. Ni imponente ni glorioso. Su segundo no vale siquiera
unas líneas. Ese anda en el asunto de dinero en efectivo porque al existir
Morales a él se le cerró la silla como cilicio y sin mejora. Pues a lucrar,
divina inteligencia, que para contar monedas no hacen falta títulos y menos veinte
mil libros jamás abiertos; sobra con un abecedario muy mal aprendido y
contoneos de cabaret.
Me preguntan en
qué contribuyo yo al debate. Respondo que lo mío es destruir, que otros
imaginen sociedades y repartan estadísticas. Construir nunca fue mi fuerte ni pequeño
alojamiento. Envuelto en individualismo con halo de sueños de Stirner, me
dedico a desacreditar a los innombrables, a pegar con combo en escalinatas de
mármol y en áureas testas imitadoras de dioses. Este gremio, el de los que con
paciencia y picota socavan cimientos y deslizan hacia el piso a tiranos, tiene
importancia vital porque enfrentan de lleno a los déspotas donde más les duele.
La burla es un arma de múltiples filos y detonaciones seguidas. La que quita a
los dementes la infausta parafernalia de su circo, que les desdora los marcos y
excrementa sus discursos. La que hace gala de imaginación ante lujurioso prosaísmo.
Si los dejamos
sueltos, si no les arrojamos dardos envenenados sin pausa ni descanso, han de
traer la muerte. Que ellos son los que levantan muros y ponen barrotes. No
dudan en que semejante idolatría por hierro y mazo ha de comprarles paz.
Aterroriza para reinar, planta emergencias ficticias de bombas coreanas sobre
Hawaii, inventa leyes y crea castigos. El silencio de los cementerios, el de
los inocentes, pero sobran tumbas, les diré, para cualquier medida y peso. No
hay restricción. Cuidado.
15/01/18
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Publicado en EL
DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 16/01/2018
Imagen: Edith Birkin/The Death Cart - Lodz Ghetto, 1980
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