La conocí en las
páginas de City Paper, el mismo semanario donde encontré mi casa. Aparte de leer los artículos diversos y
eclécticos que presentaban, miraba la sección de personales. "Mujeres en busca de hombre". Bajo ese genérico título al menos cien mujeres
de toda edad, buena condición porque era una publicación de élite, daban sus
características y lo que buscaban en un hombre que fuese compañero, amigo,
amante, esposo... Una vez llamé a una y
casi tuvimos cita, pero una borrachera con Ronald, tirados en el piso del
apartamento en North Monroe, la canceló.
Decía Judith que
ella era artista "tipo B" (jamás supe cuáles eran A y cuales B). Quería salir con alguien. Le escribí.
Nos citamos en
una conocida librería de Dupont Circle, casi al lado de Common Concerns, tienda
de todo, donde robaba postales de The Clash y fotografías de Jan Saudek. Cierta vez sustraje varias, era fin de
semana. Una de ellas mostraba un tendal
de condones puestos a secar. De pronto,
por mi hombro derecho, un hombre viejo, algo pequeño, me pregunta si soy
peruano o boliviano.
Soy Jack White,
te invito a mirar una exhibición de arte.
No, gracias, me doy cuenta que Jack es homosexual, pero si quieres nos
tomamos una cerveza al frente -pizzería griega-. Vamos a casa, tengo cerveza de sobra, y está
cerca. Me digo qué puede hacerme este
viejo.
Llegamos a uno de
los vetustos edificios de aquella parte de Washington. Bella casa, plena de arte, de dinero sin
duda. Esculturas originales. Señala un cuadro, Jack lo señala. No sé a quién regalarlo. Es muy caro.
Tiene que ser alguien especial.
Estamos en el vestíbulo. Ya en la
sala, veo un preservativo usado en medio de la alfombra. Jack White se apresura a patearlo debajo de
un sofá. Me siento.
Tiemblan sus
manos cuando llena mi vaso de cerveza. Lleva gafas, una camisa blanca a rayas.
Conecta el televisor y pone un video con Marilyn Chambers, Behind the Green Doors. Si no recuerdo mal actuaba un negro de sexo espeluznante, con un nombre como el Longhorn de Texas. Y Marilyn era flaquita, de tetas bien formadas. Jack suda.
A la segunda
cerveza le pido el teléfono. Hago una
llamada a Virginia: ¿Fernando? Sí, ven hermano, estas son las
coordenadas. Del metro de Gallery Place
una cuadra... etc. Fernando llega pronto,
en su amplio Cadillac, con su habitual música de Born to be Wild.
Este es Fernando
Vargas, Jack, artista del puño y del hambre ¿leíste a Franz Kafka?
Jack White nos
sirve cerveza sin parar, y bocadillos. Y
cuando Marilyn Chambers fenece con el coito, nos levantamos y nos despedimos
cortesmente. Pobre hombre, esperaba que
el término de la fiesta fuese orgía en manos de los aborígenes sudamericanos. Y
no fue así. Comimos y bebimos. Alguna vez Jack llamó por teléfono. Para no herirlo le conté que me había casado
-era cierto- y fue el final de esta historia de los bolivianos y el maricón.
Escribí a la
artista tipo B. Le sugerí que era
escritor... y maldito. Que era un proletario de veras y un
proletario de la pluma a la vez, que me gustaban las mujeres, la cópula, las
tortas de chocolate y los Doors. Que
Lautrec me entusiasmaba más que Modigliani y que Janis me producía ternura
ligada con deseo.
Te pregunto qué
pintas o escribes. Si usas calzón o no
lo usas.
Te encuentro en
Dupont Circle. Aquella fue mi primera
experiencia en librería-cafetería. Me
pareció maravillosa. Si bien venía del
arte, de la lectura, mis días de Washington DC eran de manos congeladas y de
dolor físico, de hombros tornasolados y músculos desgarrados, de crack y
negros, y vicio y el paraíso original fruto-vegetal con la selva rodeándome, la
agricultura toda.
Te busco. Te encuentro. Sentada en el desnivel inferior, de abrigo negro y sombrero negro. Para reconocerme, me aclaras cuando hablamos,
llevaré un sombrero negro de ala ancha. Es el atardecer. Acabas tu
café. No no quiero, mejor te invito a
cenar. Dónde. Adams Morgan.
Es allí donde vivo. Me encanta
Adams, su multicultura, compro libros en Hispania Books, bebo cerveza
jamaiquina en Montego Bay, descargo camiones a lo largo de la avenida
principal.
De las letras a
los camiones, de Rimbaud a la verdura. No
son incompatibles, le digo, los colores de Gauguin con el trópico frutal de
Kerry Co. Y no me seduce la idea de la
academia. Prefiero descargar camiones
con el pecho desnudo, y aprender el slang de los negros. Y tú. Antropóloga de profesión, con tesis doctoral en Teresinha, Brasil, de
padre, madre, hermano doctores, peachedés, judíos ricos, sin convencionalismos
pero tampoco con necesidades. Somos
distintos, creo, Judith, no sé si te interesa compartir un espacio tan
ajeno. Hoy no trabajo y me ves decente,
mañana seré otro paria con la ropa destrozada, los guantes mugrientos, sudada
la entrepierna. Ya veremos,
Carlos, you are funny, you know? And I
like you.
Entramos al
restaurante español. Primero el
vino. Miro la lista. Herederos
del Marqués de Riscal (a $20 la botella). ¿Es bueno? preguntas. Huele como
mantequilla, Judith, has de adorarlo.
Robó Gloria de la
bodega de su padre un Marqués de Riscal,
hablo de 1983. Nos encerramos en su
cuarto. Nadie había, no había
nadie. Desempañó la camisa, abrió sus
senos a la intemperie de la habitación, tiró el pantalón, las liguillas blancas
que cubrían el vello. Quedó desnuda
Gloria en su cuarto que tenía una piel de oso como cubrecama, suave, sugerente. Quedó desnuda, ella con el perecido marqués. El vino era fantástico. Desde entonces lo
ligo a su recuerdo, a sus besos, a sus pezones puntiagudos que trataban de
empalar mi lengua y convertirme en mudo, al movimiento de sus largas piernas que
hoy serán viejas y artríticas. Nos
amamos mientras terminamos la botella de Riscal. Me pasaba vino en la boca. Su piel era un manojo de rocío. De sus muslos y rodillas caían gotas de jugo
resplandeciente, me había bañado el vientre de sí. Esa era Gloria y en la botella que el garzón
nos ponía en aquel bar de Adams Morgan, seis o siete años después, revivía la
calidez de las que entonces eran las caderas más bellas, y más anchas, de mi
ciudad.
Vuelve Judith. La
acompaño. Entro a su casa. Esculturas brasileñas de caimanes y
serpientes, en barro y coloridas. Etnias
del mundo en sus representaciones artísticas. Me regala su libro. Le regalo un
poema tonto que habla de sombreros negros y de cuánto me gustaría acariciar sus
tetas, grandes tetas a decir verdad, para su estatura, de un metro sesenta
aproximadamente, eran tetas grandes, de judía regular en cuerpo, tetas que
tendrían los pezones negros siendo hebrea del este, de los que Franz Kafka
miraba como extranjeros en las calles de Praga, que sutilmente admiraba y
envidiaba. Un poema, Judith, para que lo
leas en la noche (¡!).
Vienes de Nueva
York.
Pienso al día
siguiente. Hago un plan de ataque. Simulo frente al espejo la afectación del
poeta obrero. Ilumino los detalles de la
seducción. Hoy será mía, si ayer no
fue.
Daniel Kerry me
llevó un paquete que ordené bajo su nombre de L.L. Bean, compañía de ropa. Era una chamarra de cuero tipo piloto, que
aún conservo pero que regalé a mi hija ahora que el tiempo se adueñó de mi
cuerpo. Terminada la jornada de trabajo,
casi mediodía, me peiné en el baño y con la campera puesta tomé un taxi en la
esquina del mercado hasta Adams Morgan. Me recibiste alegre, con un beso en labios cerrados. Vamos que tengo que ir de compras ¿quieres? En el supermercado mientras hace los mandados
de la semana, escojo dos filetes de asado, corte rib eye, buenísimos, y le digo
que los prepararé a la vuelta, en su cocina.
Acaricia mi
chamarra de cuero marrón oscuro. Subimos
las gradas del hall, luego el ascensor hasta el tercer piso. Abre la puerta, se descalza, a esta hora qué
estarán haciendo en casa, en Cochabamba, se pone cómoda, con un blusón beige,
mientras humean los asados en la sartén. Los acompaño con una ensalada simple de lechuga romana, con pedacitos de
radicchio para darle un gusto privado.
Comemos sin alharaca, en la cocina, con un par de botellas verdes de
Grolsch, cerveza danesa.
El living es amplio. El sillón es amplio. Cuando la beso noto que debajo de la blusa no lleva corpiño. Introduzco mi mano y toco, con escalofrío, los pezones en que he soñado el día anterior. Levanto tu blusa. Los beso. Nos abrazamos hacia la cama y mientras te beso te abro el cierre y bajo tu pantalón. Cuando la unión se logra me preguntas si no tengo sida. No ¿y tú? Poco me interesa su respuesta. Ya está hecho responde, sin embargo tengo que cuidarme y se levanta para sacar un objeto de goma flexible de una cajita húmeda especial. Lo introduce en su cuerpo. Tengo vergüenza de preguntar qué es, pero jamás vi cosa semejante. Recuerdo, sí, las veces que iba a farmacias a comprar preservativos, en los preámbulos de las locas expediciones al campo, que eran sexo y árboles, eucaliptos y sexo, con Francine o Gloria, que el dueño preguntaba si preservativo de hombre o de mujer. Y ahora, en este momento de Adams Morgan me desayuno con su significación. Se apoya en mí, Judith, ya desnuda y su pubis que era un laberinto de greña negra maravillosa, dobla una de las rodillas y acomoda su impedimento de niños. Nos acostamos. Anochecía ya, y no quiso cerrar las ventanas. En la luz del cuarto nos expusimos a las miradas de los vecinos porque el edificio tenía forma de espuela. No me importó. Extranjero en una ciudad ilimitada, en una cita que de entrada no quise que prosperara... Judith pidió ir abajo, porque era la única manera en que podía alcanzar orgasmo. Sus piernas eran una máquina de viento, sus rodillas chocaban mis costados a una velocidad inaudita. Su gemido oí como de fiera herida. Mi sensualidad se había perdido. No me asustaba, pero sentí hallarme ante un teatro desconocido, quizá la gran ciudad me tragaba, quizá era el desdén de la vida por mi ser boliviano. Tal vez crecía. Hasta hoy el amor de carne un ritual magnético de placer, pero aquel era imperio animal. Y en animal me convertí, me hice remolino y grité con ella mientras al fondo los Beatles cantaban, en cassette, Hey Jude. Tránsida y mojada tiró los brazos atrás. Había estado con una mujer rusa, no importaba hebrea, y la había deshidratado de gozo. El ventanal inmenso semejaba una pantalla de televisión y la noche se adueñó y brillaban de luciérnagas los apartamentos contiguos.
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