Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
He almorzado solo
ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
Solo, sí, con dos
asados, comino, ajo, pimienta negra, semillas de ajonjolí. Culpa de mi amigo
Maurizio que habló de truchas y otros placeres acuáticos y terrestres,
preguntándome en la hora sola, la de las manillas del reloj juntas arriba, que
qué iba a almorzar. Ni madre, ni padre, ni sírvete, ni agua. Mas el
apesadumbrado César Vallejo, que se sienta a mi mesa hace tres meses y mira la
Eiffel con rostro verde, de Jano bifronte casi, pintado por Chagall. No he de
morirme en París, querido César -converso- porque en París ya morí en 1986 y me
enterraron en una bahía helada del Canadá francés. En mi obituario se escribió
un nombre de mujer alemana que con el tiempo borró su avejentado novio
holandés, por celos de casi cuarenta años de sábanas arrastradas por un colchón
en el piso. Sonaba Bach en la casetera y corría vino por los pezones rosa.
Espera, le dije,
a César Vallejo le hablaba, que tu soledad la borra esta combinación de
especias. El ajo para la erección de tu mente; el comino para bajarte la
caldeada tristeza; la pimienta negra para meterla debajo de la lengua de la
amada y mirar correr su sudor desde la frente a tu pecho y ahogarse mojados. Y
el ajonjolí para usarlo como mixtura en la fiesta del amor. Ni madre, ni padre,
me contestó. Ni madre ni padre yo tampoco. Pero esa madre argentina parecía
salida de la guerra gaucha porque tenía más huevos que el gallinero entero. De
armas tomar era, sin armas. Y el padre con voz de uturuncu, roncando la batalla
y la paz.
Ni sírvete, ni
agua. Pues sírvete, carnal, y agua la convirtió Cristo en vino antes de
convertirnos en corderos. Terminamos borrachos, César y yo, y contaba chistes
picantes de la perrachola, la Pericholi de Ricardo Palma. Hablamos, por
supuesto, de mujeres, pero ellas eran como sombras de la manzana de la
discordia sobre la que se movía la serpiente.
¿El choclo?
Hierve.
02/09/18
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