Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Cómo pasó
el tiempo y se multiplicaron los culos, me digo en actitud derrotista,
machista, ferviente y cachonda. Pero es que cuando hablaba de Portugal pensaba
en Camoens, en los barcos lusos y la poética de la conquista; nunca se me había
ocurrido imaginar que la belleza de las brasileras se debía a la magnificencia
física de sus madres patrias. Que las mulatas, el samba, sambódromo, Río,
Copacabana, ofuscaron la verdadera esencia de aquella virtud: Portugal.
Pensaba en
Pessoa y en Cesário Verde.
No pensaba
en la redondez de los culos, lo ajustado de los jeans que es táctica común de
acoso y desesperación para los tontos hombres. Los miro desde mi ventana,
entrando al Metro dos Aliados, en la churrascaria, tomando cerveza y con los
despojos pescados del mar que se convierten en delicioso alimento.
Me
sorprendí bien, lo digo, y no descarté la idea del doctor Fausto de vender mi
alma al diablo y entregarme a los dos únicos placeres: conocimiento y sexo,
lujuria e iluminación. No vi a Mefisto, sin embargo, estaría cazando entre los
trémulos turistas gringos que pululan por aquí. No le interesaría el nativo,
porque estos (pensará) de andar por siglos desnudos le hallaron resistencia
hasta al resfrío. Si supiera, diablo de mierda, cómo me duelen los huesos por
la proximidad marina. Y que mal no me vendría nueva armadura y flamante
alabarda. Puta.
“Puta” no
solo describe al gremio más trabajador sino es la expresión de la tragedia
entre gente malhablada como nosotros: “Ferrufinos, mala casta”, gritaba una
vieja a mi padre niño. Casta chingona y malhumorada, a qué mentir. La expresión
carga enojo, desasosiego, impotencia de traer lo ausente, de matar lo presente.
Y de estar perdiendo, que no perdido, el viejo arte de revivir por amor. Quien
dice que no se muere de amor, miente, porque desgaste implica uso, y desfallecimiento,
muerte. Se muere porque se ama, porque se pierden instantes, años, vida, en ese
entrevero de cuerpos sudados, penetraciones, eyaculaciones, jadeos, gritos,
arañazos, exabruptos. Puta, que me cansé.
Creí que
Cochabamba era la ciudad de las comidas. O La Paz, si seguimos el derrotero de
Sánchez-Ostiz que es más altiplánico que valluno. Porto no les va en saga, les
contaré. Subiendo del Duero por la ciudad antigua, con casonas arboladas y
abandonadas, o llenas de espectros, comienzan las luces a aparecer, como luz
mala de la pampa, fogones y olores. Vino rojo, cerveza amarilla, caipirinhas y
demás tragos aparte del oscuro y dulzón vino local homónimo. Por todo lado,
tres cuatro por cuadra, de todo, platos de la herencia étnica, carnes en
formato moderno, ampliaciones, variantes, ortodoxias y heterodoxias, que juntas
dan un abigarrado bolo de sabores. Y eso que no caminé demasiado, porque cada
sitio era un obstáculo a detenerme. Acabé a medianoche, atiborrado de viandas,
embutidos, vino, cerveza, café super amargo y tartas de limón. Me dije, otra
vez: Puta, que hace un mes y medio me moría y devoro igual a un caníbal de la última
kabila animales muertos. Soy caribe, decía en el sentido caníbalístico, Petrus
Borel, el Licántropo…
Hasta olvidé
que pasaron los años y me dispongo a salir. Hice una larga siesta porque me
molestaba el hombro. Ahora ajusto el chaleco antibalas, amarro el machete al
pecho, entretengo dos pistolas en el bolsillo de la chamarra y ¡presto! al combate
del hambre. Ciudad que debiese ser extraña y resultó gentil.
11/10!18
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